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MALVA

VII

Iakov marchó al día siguiente con varios marineros a bordo de una barca remolcada por un vapor. Iban a unas treinta verstas mar adentro a pescar el esturión ... Regresó él solo, después de cinco días, en un barco de vela, en busca de provisiones. Llegó al mediodía, cuando descansaban los obreros después de la comida. Hacía un calor insoportable; la arena quemaba los pies; las escamas y las espinas de los pescados los punzaban. Iakov caminaba con precaución, sintiendo no haberse calzado. No se decidía a volver a la barca; sentía apetito y deseaba ver a Malva. Durante las aburridas y largas horas que pasó en el mar, se había acordado mucho de ella. Deseaba saber si se había visto con su padre y lo que se dijeran ... Quizá el viejo le había pegado ... Mejor, así estaría más dócil y no sería tan provocativa.

La pesquería dormitaba. Las chozas, con todas las ventanas abiertas, parecían no poder resistir tanto calor. En la oficina del inspector lloraba un niño. Tras los montones de barricas se escuchaban voces distintas.

Iakov fue hacia allí. Parecióle oír a Malva. Pero cuando estuvo cerca, se detuvo.

Tendido en la sombra, con las manos bajo la nuca, estaba Serejka; a un lado y otro, Basilio y Malva.

Iakov pensó: ¿Por qué estará aquí? ¿Habrá abandonado su puesto para estar cerca de ella y vigilarla? ¡Viejo chocho! ¡Si supiese mi madre lo que enreda! ¿Se dejaría ver o no?

- ¡Eso es! -decía Serejka-. Tenemos que despedirnos. Ve a arañar la tierra.

Iakov se estremeció de júbilo.

- Sí, me iré -repuso Basilio.

Entonces Iakov se adelantó.

- ¡Buenos días!

El padre le miró sorprendido. Malva no se movió. Serejka estiró una pierna y dijo con voz campanuda:

- Aquí está nuestro querido Iakov, que vuelve de remotas tierras.

Y después añadió con voz natural:

- ¡Hace calor! -dijo Iakov sentándose a su lado.

Basilio le miró de nuevo a pesar suyo.

- Desde ayer te espero aquí, Iakov. El inspector me dijo que vendrías hoy.

Parecióle a Iakov más débil la voz de su padre y su rostro más demudado.

- He venido a buscar provisiones -dijo.

Pidió un cigarrillo a Serejka.

- No tengo tabaco para un idiota como tú -repuso Serejka sin moverse.

- Me vuelvo a casa, Iakov -dijo Basilio con gravedad, escarbando la arena.

- ¿Por qué?

- No te importe ... Y tú, ¿te quedas?

- Sí, me quedo ... ¿Qué haríamos los dos en casa?

- Bien, como quieras. Ya eres un hombre. Acuérdate sólo de que no puedo trabajar ya como antes ... He perdido la costumbre ... Acuérdate de que tu madre está allí.

Hablaba con visible esfuerzo. Apenas podía pronunciar las palabras.

Se alisaba la barba y le temblaban las manos.

Malva le miraba. Serejka guiñaba un ojo, y con el otro observaba a Iakov. El mozo estaba contento, y, para no denunciarse, miraba sus pies.

- No olvides a tu madre, Iakov; ¡piensa que no tiene más que un hijo! -decía Basilio.

- Ya lo sé -replicó Iakov encogiéndose de hombros.

- Bueno, pues no lo eches un saco roto -insistió su padre con desconfianza.

Suspiró profundamente. Durante un rato todos callaron. Luego Malva dijo:

- Pronto tocará la campana.

- Me voy -dijo Basilio levantándose.

Todos se levantaron.

- Serejka, adiós ... Si vas al Volga, ven a verme, Distrito de Simbirsk, pueblo de Maslo, cerca de Nicolo-Likovsk.

- Está bien -dijo Serejka.

Le estrechó la mano y la guardó entre la suya abultada de hinchadas venas, cubierta de vello rojo. Sonreía viendo la cara contristada y seria de Basilio.

- Nicolo-Likovsk es una villa muy conocida. Está a cuatro verstas de mi pueblo -replicaba el campesino.

- Bueno, iré si voy allá.

- Adiós.

- Adiós, amigo.

- Adiós, Malva -dijo Basilio sin mirarla.

Malva se limpió los labios sin apresurarse, le echó sus blancos brazos al cuello y le besó tres veces. en la boca y en las mejillas.

El se turbó y pronunció algunas palabras confusas. Iakov bajaba la cabeza disimulando una sonrisa; Serejka bostezaba y miraba al cielo.

- Pasarás mucho calor andando.

- No importa ... Adiós, Iakov.

- Adiós.

Quedaron frente a frente sin saber qué hacer. La triste palabra adiós, tantas veces pronunciada, despertó en el alma de Iakov un sentimiento de compasión por su padre, y no sabía cómo expresarlo.

¿Debía besarle como Malva o estrecharle la mano como Serejka? A Basilio le apenaba aquella vacilación y además sentía vergüenza.

Recordaba la escena del cabo y los besos de Malva.

- ¡Piensa en tu madre!

- Sí, sí, ya sé ... -contestó Iakov con sinceridad-. No temas ... ya sé.

- Sean dichosos. Que Dios los proteja ... No guarden un mal recuerdo de mí ... Serejka, la tetera está enterrada en la arena, junto a la proa de la barca verde.

- ¿Para qué la tetera? -interrumpió bruscamente Iakov.

- Es que se queda en mi puesto, en el cabo -añadió Basilio.

Iakov miró a Serejka con envidia y luego a Malva, y bajó la cabeza para ocultar el brillo de su mirada.

- Adiós, hermanos, me voy.

Basilio les saludó. Malva fue en pos de él.

- Te acompañaré un rato.

Serejka se tumbó en el suelo, y cogió la pierna de Iakov que iba a seguir a Malva.

- ¡Alto! ¿adónde vas?

- Déjame -contestó Iakov haciendo un esfuerzo para desasirse.

Pero Serejka le sujetó la otra pierna.

- Siéntate a mi lado.

- ¿A qué viene eso?

- Siéntate.

Iakov obedeció apretando los dientes.

- ¿Qué quieres?

- Espera ... deja que reflexione; después hablaré.

Miró al mozo, que se sometió a su exigencia.

Basilio y Malva anduvieron un buen rato en silencio. Los ojos de la joven brillaban de un modo extraño. Basilio estaba sombrío y preocupado. Sus pies se hundían en la arena y caminaba lentamente.

- ¡Vassia!

- ¿Qué?

La miró y apartó en seguida la vista.

- Yo soy quien te he hecho pelear con Iakov ... Lo hice a propósito. Hubieran podido vivir aquí los dos sin rencillas -dijo con voz tranquila. No había en su voz ni una sombra de arrepentimiento.

- ¿Por qué lo hiciste?

- No sé ... por nada.

Encogióse de hombros y sonrió.

- ¡Está bien lo que has hecho!

Ella calló.

- ¡Perderás a mi hijo, le perderás del todo, bruja! ¡No tienes temor de Dios ni conoces la vergüenza ...! ¿Qué vas a hacer?

- ¿Yo qué sé? -dijo Malva, y en su voz resonaba una nota angustiosa y despechada.

- ¿No lo sabes? -replicó Basilio animándose a impulsos de una cólera súbita.

Sentía un deseo vehementísimo de golpearla, de tirada al suelo y enterrarla en la arena, de pisotearle el rostro, el pecho. Apretó los puños y miró atrás. Vio que Serejka y Iakov les miraban.

- ¡Vete! ¡Te mataría!

La detuvo y la injurió. Sus ojos estaban inyectados en sangre, su barba temblaba y sus manos parecían tenderse involuntariamente hacia los cabellos de Malva. Mirábale ella con calma.

- ¡Mereces que te maten ...! No faltará quien lo haga ...

Sonrió Malva y calló. Luego suspiró profundamente y dijo:

- ¡Ea! ¡basta ya! ¡Adiós!

Y volvió bruscamente atrás. Basilio la injuriaba rechinando los dientes. Malva procuraba poner los pies en las huellas de Basilio, y cuando lo conseguía las borraba cuidadosamente.

Así llegó hasta las barricas, donde Serejka le preguntó:

- ¿Le has despedido ya?

Hizo una señal afirmativa y se sentó junto a ellos. Iakov la miraba y sonreía suavemente, moviendo los labios como si dijera algo para sí.

- ¿Has llorado? -interrogó Serejka.

- ¿Cuándo irás al cabo? -preguntó Malva a su vez.

- Esta tarde.

- Iré contigo.

- Bueno.

- Yo también iré -exclamó Iakov.

- ¿Quién te llama? -replicó Serejka.

Resonaron varias campanadas; empezaba el trabajo. Los sonidos se oían apresurados como si temieran llegar tarde y ser ahogados por el ruido del mar.

- Ella me llamará -dijo Iakov.

Y miraba a Malva con insolencia.

- ¿Yo? ¿Para qué te necesito? -preguntó la joven sorprendida.

- Hablemos en serio, Iakov -dijo Serejka-. Si me molestas te daré una tunda. Si la tocas el pelo de la ropa te mataré como a una mosca. Te daré un buen golpe en la cabeza. Tengo un modo de hacer las cosas que no puede ser más sencillo.

Su rostro, toda su persona, y sus nudosos brazos extendidos hacia la garganta de Iakov, probaban elocuentemente que, para él, matar a un hombre era en efecto una cosa sencilla.

Iakov retrocedió un paso, y dijo con voz ahogada:

- ¡Espera! Ella es ...

- ¡Cállate! te vale más. No vas a ser tú, perro, quien devore la carne. Si te echan los huesos, da las gracias. Basta ya, ¿qué miras?

Iakov miró a Malva. Los ojos verdes reían de un modo injurioso para él y se arrimó con tanto mimo a Serejka, que Iakov se estremeció de ira.

Se marcharon juntos y se echaron a reír. Iakov hundió con fuerza el pie derecho en la arena, y permaneció un rato con el cuerpo inclinado hacia adelante, encendido el rostro, anhelante el pecho.

A lo lejos, sobre las muertas olas de arena, movíase una figura humana, pequeña y sombría; a su derecha relucían el sol y el mar poderoso, y a la izquierda, hasta el horizonte, había arena, siempre arena, uniforme, desierta, abrumadora. Iakov vio al hombre solitario, y parpadeando para hacer caer sus lágrimas -lágrimas de humillación y de dolorosa incertidumbre- se frotó rudamente el pecho con ambas manos.

En la pesquería se trabajaba activamente. Iakov oyó la voz baja y agradable de Malva, que decía colérica:

- ¿Quién me ha quitado el cuchillo?

Las olas murmuraban, irradiaba el sol, reía el mar.

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