Edgar Allan Poe


El hundimiento de la

Casa de Usher

Primera edición cibernética, septiembre del 2003

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés





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Indice

Presentación por Chantal López y Omar Cortés.

I.

II.

III.

IV.

V.

VI.






Presentación

El hundimiento de la casa de Usher, cuento de Edgar Allan Poe, igualmente conocido como La pavorosa casa de Usher, o bien, La caída de la casa de Usher, constituye una de las narraciones más conocidas de este escritor norteamericano nacido en Bostón, Massachusetts, el 19 de enero de 1808.

Mucho se ha especulado acerca de sí en este cuento en particular, Poe se retrata a sí mismo mediante el tenebroso juego de la doble personalidad.

En efecto, quienes opinan de tal manera, señalan que Edgar Allan Poe está encarnado tanto en Roderico Usher como en su apreciado amigo. El primero simbolizaría al Poe aterrorizado en sus temerarias pesadillas del opio y sus desvaríos alcoholicos, y el amigo de Usher representaría al Poe que desesperadamente lucha por mantenerse vivo no obstante la pesadumbre que le rodea.

Bajo este psicoanalítico análisis, la casa representaría el entorno en el que Edgar Allan Poe transcurrió su vida desde el año de 1825 cuando contrajo nupcias con Virginia Clemm, una chiquilla de tan sólo trece años de edad. Por supuesto que lady Madelina, la hermana gemela de Rudorico, simbolizaría a su esposa, lo que nos conllevaría, dejandonos arrastrar por tan atrevida interpretación de este cuento, al concepto que Poe tenía de su esposa, visualizándola como una hermana.

Parécenos que esta manera de abordar la explicación del cuento que a continuación publicamos, no es tan descabellada como a primera vista podría suponerse. Ciertamente el desarrollo personal del autor, huérfano de padre y madre a la tierna edad de dos años, adoptado por un comerciante que siempre deseo convertirle en su imagen y semejanza, fracasando de manera absoluta en tal empresa, constituyen, de por sí, argumentos para sostener tal interpretación

La vida algo fuera de lo común de este cuentista maldito, se convierte en un argumento más para aceptar, aunque sea tan sólo de manera parcial, la interpretación psicologizante del contenido de esta narración.

Ferviente bebedor y apasionado fumador de opio, Edgar Allan Poe, fue, como todo gran poeta y cuentista, un individuo con enorme sensibilidad. Su desarrollo constituyó la antítesis de los principios que su padre adoptivo, el señor John Allan, busco inculcar en él. Su manía por el juego, su sentido despilfarrador, su constante indisciplina, en nada, absolutamente en nada demerita su obra literaria, puesto que escribiendo, Poe se nos presenta como un individuo plenamente consciente, sumamente inteligente, estrictamente disciplinado y desbordantemente apasionado.

Su muerte, ocurrida el 7 de octubre de 1849, representó una irreparable pérdida para la literatura norteamericana de la cual fue y continúa siendo uno de sus más notables representantes.

Dícese que sus últimas palabras al morir fueron: que dios se apiade de mi alma, curiosa similitud con lo expresado, en el cuento que aquí publicamos, por el personaje central, Roderico Usher, cuando se percató de que había enterrado viva a lady Madelina, su querida y amada hermana.

Ojalá que quien lea este cuento lo goce de manera plena, tal y como nosotros lo gozamos al capturar y diseñar la presente edición virtual.

Chantal López y Omar Cortés








I

Su corazón es como un laúd

suspendido: resuena en cuanto

se le roza.

De Beranger


Durante todo un día de otoño, día obscuro, sombrío y silencioso, en que las nubes se amontonaban pesadas y bajas en el cielo, había yo atravesado, solo y a caballo, una extensión de terreno singularmente lúgubre y, por fin, cuando ya se acercaban las primeras sombras de la noche, divisé ante mí la melancólica casa Usher. No sé por qué, pero desde la primera mirada que dirigí sobre el edificio, un sentimiento de tristeza insoportable penetró en mi alma. Digo insoportable, porque esa tristeza no estaba en modo alguno atemperada por un ápice de ese sentimiento, cuya esencia poética le convierte casi en una voluptuosidad, que sobrecoge generalmente el alma ante las imágenes naturales más sombrías de la desolación y del terror. Contemplaba yo el cuadro colocado ante mí, y sólo de ver la casa y la perspectiva característica de aquella posesión, los muros helados, las ventanas parecidas a ojos distraídos, unas cuantas matas de juncos vigorosos, varios troncos de árboles blanquecinos y secos, experimentaba ese completo decaimiento de espíritu, que, entre las sensaciones terrestres, solamente puede compararse con el despertar del fumador de opio, con su desconsolador retorno a la vida cotidiana, con la horrible y lenta retirada del velo. Era como un hielo en el corazón, un abatimiento, un malestar, una irremediable tristeza de pensamiento que no podía reanimar ni apaciguar ningún estímulo de la imaginación. ¿Qué era entonces -me detuve a pensarlo-, qué era entonces aquél no sé qué que me enervaba de tal modo al contemplar la casa Usher? Era un misterio completamente insoluble, y yo no podía luchar contra los pensamientos tenebrosos que se acumulaban sobre mí mientras reflexionaba en ello. Me vi obligado a admitir, como conclusión poco satisfactoria, que existen combinaciones de objetos naturales muy sencillos, con poder para afectarnos de ese modo, y que el análisis de ese poder reside en consideraciones sobre las que perderíamos pie. Puede ser, pensé, que una simple diferencia en el arreglo de los materiales, del decorado, de los detalles del cuadro, baste para modificar, para aniquilar quizá el poder de esa impresión dolorosa; y siguiendo esta idea, conduje mi caballo hacia el borde escarpado de un negro y lúgubre estanque que se extendía, como un espejo inmóvil, ante el edificio; y contemplé, pero con un estremecimiento aún más intenso que la primera vez, las imágenes reflejadas e invertidas de los juncos grisáceos, de los troncos de árboles siniestros y de las ventanas parecidas a unos ojos sin pensamiento.

Y, no obstante, me proponía residir durante unas semanas en aquella morada de melancolía. Su propietario, Roderico Usher, había sido uno de mis buenos camaradas en la infancia; pero habían transcurrido ya varios años desde nuestra última entrevista. A pesar de lo cual, acababa de recibir en aquellos días, en un lugar perdido del país, una carta suya, cuyo estilo, locamente apremiante, no admitía otra contestación que la de mi misma presencia. La escritura denotaba una gran agitación nerviosa. El autor de aquella carta hablábame de una enfermedad física aguda, de una afección mental que le oprimía y de un vivo deseo de verme, considerándome como su mejor y verdaderamente su único amigo, esperando encontrar en la alegría de mi trato cierto alivio para su dolencia. Era el tono en que estaban expresadas todas estas cosas, y aun muchas más, era aquella abierta sinceridad de un corazón suplicante, motivos que no me permitían vacilación; por lo tanto, obedecí inmediatamente a lo que yo consideraba, sin embargo, como una invitación de las más singulares.

A pesar de haber sido en nuestra infancia compañeros íntimos, en realidad yo sabía muy poco de mi amigo. Una reserva excesiva había formado siempre parte de sus costumbres. Sabía, sin embargo, que pertenecía a una familia muy antigua, que se había distinguido desde tiempo inmemorial por una sensibilidad particular de temperamento. Esta sensibilidad habíase desplegado, a través de las épocas, en numerosas obras de un arte elevado, y se manifestaba, de antiguo, en repetidos actos de caridad, tan grande como discreta, así como en un amor apasionado por las dificultades, antes quizá que por las bellezas ortodoxas, tan fácilmente reconocibles siempre de la ciencia musical. Asimismo, llegué a saber, como hecho muy notable, que del tronco de la raza Usher, a pesar de su gloriosa antigüedad, no había nacido jamás, en ninguna época, rama duradera; en otros términos: que la familia entera sólo se había perpetuado en línea directa, salvo contadas excepciones, muy insignificantes y pasajeras. Era aquella carencia, pensaba yo, mientras soñaba en el perfecto acuerdo que existía entre el carácter de aquellos lugares y el carácter proverbial de la raza, y reflexionaba sobre la influencia que en una larga serie de siglos podía haber ejercido el uno sobre el otro, era quizá, repito, la carencia de rama colateral y la transmisión constante de padres a hijos, del patrimonio y del nombre, los que, a la larga, habían identificado ambos tan perfectamente que el nombre primitivo de la posesión habíase fundido en la extraña y equívoca denominación de la casa Usher, denominación usada entre los campesinos, y que, para ellos, parecía contener a la familia y a la casa solariega.

Ya he dicho que el único efecto de mi observación, algo pueril, es decir, el haber contemplado el estanque, había sido hacer aún más profunda mi primera y singularísima impresión. No debo dudar que el conocimiento de mi creciente superstición -¿por qué no definirla así?- contribuyese principalmente a acelerarar ese acrecimiento. De antiguo sabía yo que esa es la ley paradójica de todos los sentimientos que tienen por base el terror. Y quizá esa fue la única razón que hizo que, cuando mis ojos, abandonando la imagen del estanque, se alzaron hacia la casa misma, una idea extraña surgió en mi espíritu, una idea tan ridícula en verdad, que si la menciono es sólo para mostrar la fuerza vivísima de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación había volado tan a gusto, que creí, realmente, que en tomo a la casa y a la posesión, así como en las cercanías más próximas, se cernía una atmósfera que no tenía afinidad con el aire del cielo, sino que se desprendía de los árboles medio secos, de los muros grisáceos y del estanque silencioso, un vaho misterioso y pestilencial, apenas visible, pesado, quieto y de un color plomizo.

Procuré alejar de mi ánimo lo que no podía ser sino un sueño y examiné con más atención el aspecto real del edificio. Su carácter predominante parecía ser el de una excesiva antigüedad. El decoloramiento, producido por los siglos, era grande. Cortas fungosidades cubrían todo el frente exterior y le tapizaban, desde la techumbre, como una tela fina, curiosamente bordada. Pero todo esto no implicaba ningún deterioro extraordinario. Ni un trozo de fachada había saltado y parecía haber una extraña contradicción entre la consistencia general, intacta en todos sitios, y el estado particular de las piedras desgastadas, que me recordaban completamente la falaz integridad de esas viejas entabladuras que han permanecido durante largo tiempo, pudriéndose en alguna cueva ignorada, lejos del aire exterior. Aparte de este indicio de un vasto desmoronamiento, el edificio no ofrecía ningún síntoma de fragilidad. Quizá la mirada de un observador minucioso hubiese descubierto una grieta, apenas visible, que, partiendo de lo más alto de la fachada, abríase un camino en zig zag, a través del muro, e iba a perderse en las aguas funestas del estanque.


II

Mientras advertía estos detalles, seguí un corto camino que conducía a la casa. Un lacayo cogió mi caballo y entré bajo la bóveda gótica del vestíbulo. Un criado, de callado andar, me guió en silencio por varios corredores obscuros y complicados hacia el despacho de su señor. Muchas cosas que vi durante este trayecto, contribuyeron, no sé cómo, a reforzar las sensaciones vagas de las que he hablado ya. Los objetos que me rodeaban, las esculturas de los artesonados, los sombríos tapices de las paredes; la negrura de ébano de Ios pisos y los fantasmagóricos trofeos heráldicos, que resonaban sacudidos por mi paso precipitado, eran cosas bien conocidas para mí. Mi infancia había estado acostumbrada a espectáculos anáiogos, y, aunque las reconociese sin vacilación como cosas que me eran familiares, me admiré de los pensamientos insólitos que evocaban en mí esas imágenes ordinarias. En una de las escaleras me encontré al médico de la familia. Su fisonomía, según me pareció, reflejaba una expresión, mezcla de baja malignidad y de asombro.

Se cruzó conmigo precipitadamente y pasó. El criado abrió entonces una puerta y me introdujo a presencia de su señor.

La habitación en que me hallé era muy grande y muy alta; las ventanas, largas, estrechas y a tal distancia del piso de roble, que era completamente imposible llegar a ellas. Unos débiles rayos de luz carmesí habríanse paso a través de los cristales enrejados, y dejaban ver lo suficiente los principales objetos de alrededor; sin embargo, los ojos esforzábanse inútilmente en distinguir las esquinas alejadas de la habitación o el fondo del techo abovedado y esculpido. Sombríos tapices revestían las paredes. El mobiliario en general era extravagante, incómodo, antiguo y deteriorado. Un montón de libros y de instrumentos de música estaba tirado aquí y allá, pero no bastaba para dar alguna vitalidad al conjunto. Sentía yo que respiraba una atmósfera de dolor. Un aire de gran melancolía, profunda e incurable, flotaba sobre todo, y todo lo penetraba.

A mi entrada, Usher se levantó de un canapé, sobre el cual estaba tumbado cuan largo era, y me acogió con calurosa vehemencia, que se parecía grandemente, esa fue por lo menos mi primera impresión, a una cordialidad enfática, al esfuerzo de un hombre de mundo fastidiado que obedece a las circunstancias. No obstante, un vistazo que eché sobre su fisonomía me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos, y como permaneciese callado durante un rato, le contemplé con un sentimiento de compasión y de espanto a la vez. ¡Seguramente ningún hombre había cambiado tan terriblemente y en tan poco tiempo, como Roderico Usher! Solo con gran dificultad podía yo conseguir aceptar la identidad del hombre colocado frente a mí, con el compañero de mis primeros años.

El carácter de su fisonomía siempre había sido notable. Un cutis cadáverico, una pupila abierta, líquida y luminosa sobre toda comparación, unos labios algo delgados y palidísimos, pero de un dibujo maravillosamente bello, una nariz de corte hebreo, muy delicado pero con una anchura de fosas nasales que concuerdan difícilmente con semejante forma, un mentón encantadoramente modelado, pero que delataba una falta absoluta de energía moral, por carecer de prominencia, unos cabellos de una suavidad y de una finura más que de araña; todos estos rasgos, a los que hay que añadir un desarrollo frontal excesivo, componíanle un rostro, difícil de olvidar. Pero en aquel momento la simple exageración del carácter de aquella cara y de la expresión que presentaba habitualmente, producía un cambio tal, que dudaba yo del hombre a quien hablaba. La palidez, ahora espectral de la piel y el fulgor, ahora milagroso, de las pupilas, sobrecogíanme de manera singular y hasta me aterrorizaban. Además, había dejado crecer indefinidamente sus cabellos sin darse cuenta, y, como aquella extraña masa flotaba más bien que caía alrededor de su cara, yo no podía, ni con la mejor voluntad, hallar en su original estilo de arabesco nada que recordase la simple humanidad.

Al principio, me llamó la atención cierta incoherencia, cierta inconsistencia en las maneras de mi amigo y muy pronto descubrí que aquello provenía de un esfuerzo incesante, tan débil como pueril, para dominar una conmoción habitual, una excesiva agitación nerviosa. Ya esperaba yo algo parecido, y me había preparado no solamente su carta, sino también el recuerdo de ciertos detalles de su infancia; y algunas conclusiones deducidas de su singular conformación física y de su temperamento. Su acción era rápida y lenta, alternativamente. Su voz pasaba rápidamente de una indecisión temblorosa, cuando el espíritu vital parecía ausente en absoluto, a esa especie de brevedad enérgica, a esa pronunciación abrupta, sólida, sosegada que suena a hueco; a ese habla gutural y brusca, perfectamente emitida y modulada, que puede observarse en el perfecto borracho o en el incorregible opiáceo durante sus períodos de excitación más intensa.

En ese tono me habló del objeto de mi visita, de su ardiente deseo de verme y del consuelo que de mí esperaba. Se extendió bastante, explicándose a su manera, sobre el carácter de su enfermedad. Tratábase, decía, de un mal de familia, un mal de constitución, para el cual desesperaba de encontrar remedio, una simple afección nerviosa -añadió en seguida-, de la que sin duda veríase libre, muy pronto. Se manifestaba por una multitud de sensaciones extranaturales. Algunas, mientras él me las describía, me interesaron y me confundieron; puede, sin embargo, que los términos y el tono de su relato influyesen mucho para ello. Sufría vivamente de una acuidad mórbida de los sentidos; los alimentos más sencillos eran los únicos tolerables para él; no podía llevar como vestidos, sino el fabricado con ciertos tejidos; todos los olores de flor le sofocaban; una luz, aunque débil, le torturaba los ojos; y solamente algunos sonidos particulares, es decir, los de los instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.

Ví que era esclavo dominado de una especie de terror completamente anormal.


III

-Moriré -dijo-; es preciso que muera de esta locura deplorable. Así, así y no de otra manera, moriré. Temo los acontecimientos venideros, no por ellos mismos, sino por sus resultados. Me estremezco a la sola idea de un incidente cualquiera, del género más vulgar, que puede actuar sobre esta intolerable agitación de mi alma. No tengo realmente horror al peligro, excepto en su efecto positivo, el terror. En este estado de enervamiento, estado lamentable, presiento que tarde o temprano llegará el momento en que la vida y la razón me abandonarán simultáneamente ¡en una lucha desigual con el siniestro fantasma del miedo!

Me enteré también, por intervalos y por confidencias interrumpidas, por medias palabras y por sobreentendidos, de otra particularidad de su estado moral. Estaba dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la casa que habitaba, de la que no se había atrevido a salir, desde hacía varios años, impresiones referentes a una influencia cuyo supuesto poder traducía en términos demasiado tenebrosos para ser repetidos aquí, influencia que, ciertas particularidades en la forma y en la materia de la casa familiar, habían impreso en su espíritu por medio del sufrimiento. Un efecto, que lo físico de los grises paredones, de las torrecillas y del estanque negruzco en el que se reflejaba todo el edificio, había creado a la larga sobre lo moral de su existencia. Sin embargo, admitía, aunque no sin vacilación, que gran parte de la extraña melancolía que le apesadumbraba podía atribuirse a un origen más natural y mucho más positivo: a la enfermedad cruel y ya antigua, y por último, a la muerte, evidentemente próxima, de una hermana amada con ternura, que era su única sociedad desde hacía largos años, su última y sola pariente sobre la Tierra.

-Su muerte -dijo con una amargura que jamás olvidaré- me dejará a mí el débil y el desesperado, último vástago de la antigua raza de los Usher.

Mientras hablaba, lady Madelina, así es como se llamaba, pasó lentamente por una parte alejada de la estancia y desapareció sin cuidarse de mi presencia. La contemplé con un inmenso asombro, al que se mezclaba algo de terror; pero me pareció imposible darme cuenta de mis sentimientos. Una sensación de estupor me dominaba, mientras mis ojos seguían sus pasos que se alejaban. Cuando por fin, se cerró la puerta tras ella, mi mirada buscó instintivamente y con curiosidad la fisonomía de su hermano; pero él había hundido su cara entre sus manos, y solo pude observar que una palidez extraordinaria había cubierto sus dedos enflaquecidos, a través de los cuales brotaba una lluvia de lágrimas apasionadas.

La enfermedad de lady Madelina había burlado durante mucho tiempo la ciencia de los médicos. Una apatía fija, un agotamiento gradual de su persona y unas crisis frecuentes, aunque pasajeras, de carácter casi cataléptico, eran sus diagnósticos singularisimos. Hasta entonces, había ella soportado valientemente el peso de la enfermedad y no se había resignado aún a aguardar cama; pero, hacia el final de la tarde de mi llegada al castillo cedió -como me dijo su hermano por la noche con una agitación inexpresable-, a la fuerza aplastante del mal, y supe que la mirada que la había dirigido seria probablemente la última, y que ya no volvería a ver a aquella dama, viva, por lo menos. Durante los días siguientes su nombre no fue pronunciado ni por Usher ni por mí; y en este período, agoté todos mis esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintamos y leímos juntos, o si no escuchaba yo, como en un sueño, sus extrañas improvisaciones sobre su elocuente guitarra. Y de este modo, a medida que una intimidad cada vez más estrecha abríame familiarmente las profundidades de su alma, reconocía con más amargura la inutilidad de mis esfuerzos para reanimar un espíritu, desde donde la noche, como propiedad que le hubiera sido inherente, esparcía sobre todos los objetos del universo fisico y moral una perenne irradiación de tinieblas.

Conservaré siempre el recuerdo de muchas horas solemnes que pasé solo con el dueño de la casa Usher. Pero en vano intentaría definir el carácter exacto de los estudios o de las ocupaciones a las que él me arrastraba o cuyo camino me hacía ver. Una idealidad ardiente, excesiva, mórbida, proyectaba su luz sulfurosa sobre todo. Sus largas y fúnebres improvisaciones resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas, recuerdo con dolor cierta interpretación singular, una perversión del aire, ya de por sí extraño, del último vals de Weber. En cuanto a las pinturas que ocultaba su laboriosa fantasía y que llegaban pincelada a pincelada, a una vaguedad que me estremecía, tanto más intensamente cuanto que me estremecía sin saber por qué, en cuanto a esas pinturas, tan vivas para mí; que aún tengo sus imágenes dentro de mis ojos, intentaría inútilmente buscar una comparación que pudiese acompañar a la palabra escrita. Por la absoluta simplicidad, por la aridez de sus dibujos, detenía, subyugaba la atención. Si ha existido un mortal que haya pintado una idea, ese mortal es Roderico Usher. Para mí al menos, en las circunstancias que me rodeaban, se elevaba, de las puras abstracciones que el hipocondriaco ingeniábase en expresar sobre su lienzo, un terror inmenso, irresistible, cuya sombra no he sentido jamás ni en la contemplación de los ensuefios del mismo Fuseli, deslumbrantes sin duda, pero demasiado concretos todavía.

Una de las concepciones fantasmagóricas de mi amigo, en la que el espíritu de abstracción no tenía parte tan exclusiva, puede ser esbozada, aunque débilmente, por la palabra. Era un cuadrito representando el interior de una cueva o de un subterráneo inmensamente largo, rectangular, de muros bajos, lisos, blancos, sin ningún adorno, sin ninguna interrupción. Ciertos detalles accesorios de la composición servían para hacer comprender que aquella galería hallábase a una profundidad excesiva bajo la superficie de la tierra. No se veía ninguna salida en su inmensa extensión; no se distinguía ninguna antorcha, ningún productor artificial de luz; y sin embargo, un haz de rayos intensos rodaba de una a otra punta y bañaba el conjunto con un resplandor fantástico e incomprensible.


IV

Ya he dicho algo del estado mórbido del nervio acústico que hacía intolerable cualquier música, excepto ciertos efectos de los instrumentos de cuerda, para aquel desgraciado. Eran quizás los estrechos límites en los que había cofinado su talento en la guitarra, los que habían impuesto, en gran parte, a sus composiciones, su carácter fantástico. Pero en cuanto a la vehemente facilidad de sus improvisaciones, no podia uno darse cuenta de igual modo. Era necesario que fuesen, y en efecto lo eran, en las notas asi como en las palabras de sus extrañas fantasías, porque acompañaba a menudo su música con palabras improvisadas y rimadas, el resultado de aquel intenso recogimiento y de aquella concentración de fuerzas mentales, que únicamente se manifiestan, como he dicho ya, en los casos particulares de la más alta excitación artificial. Recuerdo fácilmente las palabras de una de aquellas rapsodias. Quizás me impresionó con más fuerza cuando me la enseñó, porque, en el sentido interior y misterioso de la obra, descubrí por primera vez que Usher tenía plena conciencia de su estado, que sentía que su sublime razón vacilaba sobre su trono. Aquellos versos, que se titulaban El Palacio encantado, erán, poco más o menos, éstos que cito:

I

En el más verde de nuestros valles,

habitado por los ángeles buenos,

alzaba su frente, antaño -un hermoso y majestuoso

palacio- un palacio radiante.

Érase en el dominio del rey Pensamiento

donde se elevaba.

Jamás desplegó su ala ningún serafin

sobre un edificio tan bello.


Rojos pendones, dorados y magníficos,

flotaban y ondulaban en su cúpula.

(Todo esto pasaba hace tiempo

hace ya mucho tiempo).

Y a cada tenue brisa que corria

en aquellas jornadas suavísimas

a lo largo de las murallas, floridas y blancas,

se exhalaba un perfume ligero.


Los viajeros, en aquel valle alegre,

veían, entre dos ventanas luminosas,

unos genios que se movían armoniosamente

a los acordes de un laúd bien templado:

en torno a un trono, donde sentado

cual un verdadero Porfirogénito,

con pompa digna de su gloria

aparecia el señor de aquel reino.


Toda deslumbrante de nácar y rubíes

era la puerta del hermoso palacio,

por la que corría a oleadas, a oleadas,

y centelleaba incesantemente

un tropel de Ecos, cuya grata misión

consistia solamente en cantar,

con acentos de belleza exquisita,

el genio y la sapiencia de su rey.


Pero seres funestos, con vestidos de luto,

han arrebatado la suprema autoridad al monarca.

¡Ah, lloremos! ¡Porque jamás el alba de una

nueva mañana, brillará sobre él, el desolado!

Y alrededor de su mansión, la gloria,

revestida de púrpura y florida,

tan solo es ya una historia, recuerdo tenebroso

de las viejas edades fenecidas.


Ahora, los viajeros, en aquel valle,

por entre las ventanas rojizas,

ven vastas formas que se mueven de manera fantástica

a los sones de una música desacorde.

Mientras que, cual un río veloz y lúgubre,

a través de la pálida puerta,

una abyecta multitud amontónase allí eternamente

que, como ya no puede sonreír, va estallando de risa.


V

Recuerdo muy bien que las inspiraciones, nacidas de esta balada, nos arrojaron en un torbellino de ideas, en medio del cual se manifestó una opinión de Usher que quiero citar, no tanto por su novedad, ya que otros hombres (Watson, Percival, Spallanzani y, particulrmente, el obispo de Landaff. Véase los Chemical Essays, Vol. V, Nota de Edgar Allan Poe) han pensado de igual modo, como por la tenacidad con que él la sostenía. Esa opinión no era sino la creencia en la sensibiiidad de todos los seres vegetales. Pero, en su imaginación perturbada, esa idea había tomado un carácter todavía más atrevido e invadía, hasta cierto punto, hasta el reino inorgánico. Me faltan las palabras para expresar toda la extensión, toda la formalidad, todo el abandono de su fe. Esa creencia, no obstante, se aplicaba, como ya he dado a entender, a las grises piedras de la morada de sus antepasados. En ella, las condiciones de sensibilidad se cumplían, según él creía, por el método que había presidido la edificación, por la disposición respectiva de las piedras, así como de todas las fangosidades que las revestían, y de los árboles enfermizos que se levantaban alrededor, pero sobre todo por la inmutabilidad de este conjunto y por su reflejo en las dormidas aguas del estanque. La prueba, la verdadera prueba de esta sensibilidad se podía ver -decíame- y yo le escuchaba entonces con inquietud, en la condensación gradual, pero positiva, sobre las aguas y en tomo de Ios muros, de una atmósfera que les era propia. El resultado -añadía- se manifestaba en aquella influencia muda, pero importuna y terrible que había regido, por decirlo así, desde hacía siglos, los destinos de su familia, y que le hacía, a él, tal como yo le veía ahora, tal como estaba. Semejantes opiniones no necesitan comentarios y yo no he de hacerlos.

Nuestros libros, los libros que desde hacía años constituían una gran parte de la existencia espiritual del enfermo -estaban, como puede suponerse, en perfecto acuerdo con aquel carácter de visionario. Analizamos juntos obras como el Vert Vert y la Cartuja, de Gresset; el Belphegor, de Maquiavelo; las Maravillas del Cielo y del Infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo de Nicolás Klimm, por Holberg; la Qulromancia, de Roberto Flud, de Juan de Indaginé y de De la Chambre; el Viaje al Azul, de Tiech, y la Ciudad del Sol, de Campanella. Unos de sus libros favoritos era una pequeña edición in-octavo del Directorium inquisitorium, por el dominicano Eymerico de Girona; y había trozos en Pomponio Mela, a propósito de los antiguos sátiros africanos y de los egipanes, sobre los que soñaba Usher durante horas enteras. Sin embargo, hacía sus mayores delicias la lectura de un in~quarto gótico excesivamente raro y curioso, el manual de una iglesia ignorada, las Vigiliae Mortuorum secundum chorum Ecclesiae Maguntinae.

Pensaba, sin querer, en el extraño ritual contenido en aquel libro y en su influencia probable sobre el hipocondriaco, cuando una noche, habiéndome notificado bruscamente que lady Madelina ya no existía, anunció su intención de conservar el cuerpo durante una quincena, en espera del entierro definitivo, en una de las numerosas bóvedas situadas debajo de los anchos muros del castillo. La razón humana que él daba de esta singular manera de obrar era una de esas razones que yo no creía tener derecho a contradecir. Como hermano -díjome- había tomado esta resolución, teniendo en cuenta el carácter insólito de la enfermedad de la difunta, cierta curiosidad importuna e indiscreta por parte de Ios hombres de ciencia y la disposición alejada y muy expuesta del panteón, de familia. Confieso, sin embargo, que cuando me acordé de la fisonomía siniestra del individuo que había encontrado en la escalera, la tarde de mi llegada al castillo, no se me ocurrió oponerme a lo que yo consideraba como una precaución bien inocente sin duda, pero realmente muy natural.

A ruegos de Usher, le ayudé personalmente en los preparativos de aquella sepultura provisional. Colocamos el cuerpo en el ataúd, y entre los dos le trasportamos a su lugar de reposo. La bóveda en que le depositamos, que había permanecido cerrada durante tanto tiempo que nuestras antorchas, medio ahogadas en aquella atmósfera sofocante, no nos dejaban casi examinar los sitios, era pequeña, húmeda y no ofrecía paso por ningún hueco a la luz del día; estaba situada a una gran profundidad, y precisamente debajo de la parte del edificio donde estaba mi dormitorio. Había servido probablemente en antiguas épocas feudales, como horrible caIabozo del eterno olvido, y en tiempos posteriores, de cueva para guardar pólvora o cualquier otra materia fácilmente inflamable, pues una parte del suelo y todas las paredes de un largo vestíbulo que atravesamos para llegar allí, estaban cuidadosamente revestidas de cobre. La puerta, de hierro macizo, había sido objeto de iguales precauciones. Cuando aquella mole inmensa giraba sobre sus goznes, producía un sonido singularmente agudo y disonante.

Depositamos, pues, nuestra fúnebre carga sobre unos soportes en aquel sitío de horror; apartamos un poco la tapa del ataúd, que todavía no estaba atornillada, y miramos la cara del cadáver. Un parecido sorprendente entre el hermano y la hermana llamó ante todo mi atención; y Usher, adivinando quizás mi pensamiento, murmuró unas palabras, por las que supe que la dIfunta y él eran gemelos, y que habían existido siempre entre ellos simpatías de naturaleza casi inexplicable. Nuestras miradas, sin embargo, no permanecieron mucho tiempo fijas en la muerta, pues no la podíamos contemplar sin espanto. La enfemedad que había llevado a la tumba a lady Madelina en plena juventud, había dejado, como sucede generalmente en todas las enfermedades de carácter estrictamente cataléptico, la ironía de una débil coloración por la cara y el seno, y en los labios esa sonrisa equívoca y lánguida que tan terrible es en la muerte. Volvimos a colocar y atornillamos la tapa, y después de haber sujetado la puerta, emprendimos cansadamente nuestro camino hacia las habitaciones superiores, no menos melancólicas.


VI

Y entonces, pasado un lapso de varios días, días llenos de la pena más amarga, operóse un cambio visible en los síntomas de la enfermedad moral de mi amigo. Sus maneras habituales habían desaparecido. Sus ocupaciones acostumbradas eran desatendidas y olvidadas. Vagaba de habitación en habitación con paso precipitado, desigual y sin objeto. La palidez de su fisonomía había tomado un tono quizás más espectral aún; pero la propiedad luminosa de sus ojos había desaparecido por completo. Ya no le oía aquel tono de voz áspero que adoptaba en algunas ocasiones; y un temblor, que parecía motivado por un extraordinario terror, caracterizaba habitualmente su pronunciación. Llegaba algunas veces a figurarme que su ánimo, incesantemente agitado, estaba minado por un secreto opresor y que no podía armarse de suficiente valor para revelarle. Otras veces me veía precisado a considerarle corno víctima de las extravagancias inexplicables de la locura, pues le veía mirar al vacío durante largas horas en actitud de gran atención, como si escuchase un ruido imaginario. No debe extrañar que su estado me aterrase, llegase hasta afectarme. Sentía insinuarse en mí, por una progresión lenta, pero segura, la extraña influencia de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.

Una noche sobre todo, la séptima o la octava desde que colocamos a lady Madelina en la bóveda, ya muy tarde, antes de acostarme, fue cuando sentí toda la fuerza de sus sensaciones. El sueño no quería venir a mi lecho; las horas pasaban y pasaban siempre, una por una. Intenté razonar la agitación nerviosa que me dominaba. Procuré persuadirme de que debía aquella sensación que experimentaba en parte, por no decir enteramente, a la influencia fascinadora del melancólico mueblaje de la habitacion y de las sombrías colgaduras rasgadas, que azotadas por el viento de una tormenta naciente, oscilaban aquí y allá sobre las paredes, como por intermitencias, y zumbaban tristemente alrededor de los adornos del lecho.

Pero mis esfuerzos fueron vanos. Un insuperabIe terror fue infiltrándose gradualmente por todo mi ser, y a la larga, una angustia inexplicable, una verdadera pesadilla, vino a asentarse en mi corazón. Respiré con violencia, hice un esfuerzo y conseguí dominarla; e incorporándome sobre las almohadas y hundiendo ardientemente mi mirada en la densa oscuridad de la habitación, presté oído, no sabría decir por qué, a no ser que me impulsase una fuerza instintiva, a ciertos sonidos bajos y confusos que partían no sé de dónde y que llegaban a mí con largos intervalos en los momentos de calma de la tormenta. Dominado por una intensa sensación de horror, inexplicable e intolerable, me vestí apresuradamente porque comprendí que no podría dormir en toda la noche, y procuré, andando de un lado para otro por la habitación, salir del estado deplorable en que había caído.

Apenas había dado unas cuantas vueltas, cuando un ligero rumor de pasos llamó mi atención. Pronto reconocí que era el andar de Usher. Un segundo después, llamó suavemente a mi puerta y entró con una lámpara en la mano. Su fisonomía era, como de costumbre, de una palidez cadavérica, pero había además en sus ojos no sé qué hilaridad insensata y en todos sus modales una especie de histerismo, evidentemente contenido. Su aspecto me espantó; pero todo era preferible a la soledad que había padecido durante tanto rato, de modo que acogí su presencia como un alivio.

-¿Y no ha visto usted esto? -dijo bruscamente después de algunos minutos de silencio, luego de haber paseado una mirada fija a su alrededor-; ¿así es que no ha visto usted esto? ¡Espérese y lo verá!

Mientras hablaba así; y una vez protegida cuidadosamente su luz, se precipitó hacia una de las ventanas y abrióla de par en par a la tempestad.

La impetuosa furia de la ráfaga nos levantó casi del suelo. Era realmente una noche de tormenta espantosamente hermosa, una noche única y extraña en su horror y su hermosura. Probablemente habíase concentrado un torbellino en nuestra vecindad; pues había cambios frecuentes y violentos en la dirección del viento, y la excesiva densidad de las nubes, tan bajas ahora que pesaban sobre las torrecillas del castillo, no nos impedía apreciar la velocidad vivísima con que acudían unas contra otras de todos lados del horizonte en lugar de perderse en el espacio. Su excesiva densidad no nos impedía ver ese fenómeno: sin embargo, no divisábamos ni un jirón de luna ni de estrellas y no proyectaba su resplandor ningún relámpago. Pero las superficies inferiores de aquellas vastas masas de vapores traqueteados, de igual modo que todos los objetos terrestres situados en nuestro estrecho horizonte, reflejaban la claridad sobrenatural de un fluído gaseoso que pesaba sobre la casa envolviéndola en un sudario casi luminoso y claramente visible.

-¡No debe usted ver eso! ¡No lo contemplará usted! -dije, temblando, a Usher, y le conduje con dulce violencia desde la ventana hasta un sillón-. Esos espectáculos que le ponen fuera de sí, son fenómenos puramente eléctricos y muy corrientes, y quizás tengan su funesto origen en los miasmas fétidos del estanque. Cerremos esta ventana; el aire está helado y es peligroso para su constitución. Aquí está una de sus novelas favoritas. Yo leeré, y usted me escuchará, y así pasaremos juntos esta terrible noche.

El antiguo libro que había yo escogido era el Mad Trist, de sir Launcelot Canning; pero habíale adornado con el título de libro favorito de Usher por broma; triste broma, porque, en verdad, en su necia y extravagante prolijidad no había gran sustento para la elevada espirituaIidad de mi amigo. Pero era el único libro que tenía yo a mano en aquel momento; y acaricié la vaga esperanza de que la agitación que atormentaba al hipocondríaco hallaría alivio (pues la historia de las enfermedades mentales está llena de anomaIias de este género) en la misma exageración de las locuras que iba a leerle. A juzgar por el aire de interés, singularmente ansioso, con que escuchaba o fingía escuchar las frases del relato, hubiera yo podido felicitarme del éxito de mi ardid.

Había llegado a esa parte tan conocida de la historia en que Etelredo, el héroe del libro, después de haber intentado en vano penetrar amigablemente en la morada de un ermitaño, se dispone a introducirse por la fuerza. Aqui, como se recordará, el narrador se expresa en estos términos:

y Etelredo, que era un corazón valiente por naturaleza y que además se encontraba ahora muy fuerte gracias a la eficacia del vino que había bebido, no esperó ya más para parlamentar con el ermitaño, que tenía, en verdad, el ánimo propenso a la obstinación y a la malicia; sino que, sintiendo la Iluvia sobre sus hombros y temiendo le explosión de la tempestad, levantó con ganas su maza, y con unos cuantos golpes abrió pronto un camino entre las tablas de la puerta a su mano férreamente enguantada; y tirando con ella vigorosamente hacia él, hizo crujir, rajarse y saltar todo en pedazos, hasta el punto de que el ruido de la madera seca y sonando a hueco, produjo la alarma y fue repercutido de una a otra punta de la selva.

Al final de esta frase me estremecí e hice una pausa, pues habíame parecido, pero lo achaqué en seguida a una ilusión de mi imaginación, habíame parecido que de una parte muy lejana de la casa había llegado a mis oídos un ruido que hübiérase dicho, a causa de su exacta analogía, el eco apagado, amortiguado, de aquel ruido de arranque y de crujido tan preciosamente descrito por sir Launcelot. Con toda seguridad, era únicamente esa coincidencia la que había atraído mi atención, ya que entre el rechinar de los marcos de las ventanas y todos los rumores confusos de la tempestad, cada vez más fuerte, el sonido en sí no tenía nada realmente que pudiera intrigarme o conmoverme. Continué el relato:

Pero Etelredo, el flrme campeón, al pasar entonces la puerta, se quedó grandemente enfurecido y maravillado al no ver ni el menor rastro del malicioso ermitaño, sino en su lugar y sitio un dragón de apariencia monstruosa y escamosa, con una lengua de fuego, que estaba de centinela ante un palacio de oro cuyo pavimento era de plata; y sobre el muro estaba colgado un escudo de bronce brillante, con esta inscripción grabada encima de él:

El vencedor será aquel que hasta aquí haya entrado; aquel que mate al dragón, el escudo habrá ganado.

Y Etelredo levantó su maza y la dejó caer sobre la cabeza del dragón, que cayó ante él y exhaló su postrer aliento pestilente con un rugido tan espantoso, tan áspero y tan penetrante a la vez, que Etelredo se vió obligado a taparse los oídos con sus manos para preservarse de aquel terrible ruido, que era tal como no lo había oído nunca.

Aquí, hice bruscamente una nueve pausa, y esta vez con un sentimiento de violenta extrañeza, pues no cabía duda de que no hubiese yo oído realmente (érame imposible adivinar en qué dirección) un sonido debilitado y como lejano, pero áspero, prolongado, penetrante y rechinante de un modo singular, la imitación exacta del grito sobrenatural del dragón descrito por el novelista, y tal como mi imaginación se lo había figurado ya.

Oprimido, como lo estaba yo evidentemente con esta segunda y muy extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, entre las cuales predominaban un asombro y un pavor grandísimos, conservé no obstante suficiente presencia de ánimo para evitar el excitar con una observación cualquiera la sensibilidad nerviosa de mi camarada. No estaba yo muy seguro de que él no hubiese notado los susodichos ruidos, aunque se manifestase ciertamente una extraña alteración en su actitud desde los últimos minutos. De su posición primitiva, justamente enfrente de mí, había girado poco a poco su sillón hasta encontrarse sentado con la cara vuelta hacia la puerta de la habitación; de tal modo que yo no podía ver sus rasgos en conjunto, aunque notase muy bien que sus labios temblaban como si murmurasen alguna cosa incomprensible. Su cabeza habíase inclinado sobre su pecho; sin embargo yo sabía que no estaba dormido; el ojo que vislumbraba de perfil estaba abierto y fijo. Por otra parte, el movimiento de su cuerpo, contradecía también esta idea, pues se balanceaba de un lado para otro con un movimiento muy suave, pero constante y uniforme. Observé rápidamente todo esto y proseguí el relato de sir Launcelot, que continuaba así:

Y ahora, el bravo campeón, después de haberse librado de la terrible furia del dragón, acordándose del escudo de bronce, y de que el encantamiento que figuraba encima estaba roto, apartó el cadaver de delante de su camino y se adelantó valientemente por el pavimento de plata del castillo, hacia el sitio del muro de donde colgaba el escudo, el cual en verdad, no esperó a que hubiese llegado muy cerca, sino que cayó antes, a sus pies, sobre el suelo de plata con un fuerte y terrible estruendo.

Apenas habían salido de mis labios estas últimas sílabas, cuando, como si un escudo de bronce hubiera caído pesadamente en aquel mismo momento sobre un pavimento de plata, oí el eco claro, profundo, métalico, fragoroso, pero como ensordecido. Estaba completamente excitado; salté sobre mis pies; pero Usher no había interrumpido su balanceo uniforme. Me precipité hacia el sillón donde él continuaba siempre sentado. Sus ojos estaban fijos en línea recta hacia delante y toda su fisonomía estaba tendida por una rigidez de piedra. Pero cuando dejé caer la mano sobre su hombro, un violento estremecimiento recorrió todo su ser, una sonrisa funesta tembló en sus labios y ví que hablaba bajo, muy bajito, con un murmullo precipitado e inarticulado, como si no se diese cuenta de mi presencia. Me incliné completamente sobre él, y al fin devoré el horrible significado de sus palabras:

-¿No oye usted?

-Yo si oigo, y he oído durante mucho tiempo, mucho, mucho tiempo, muchos minutos, muchas horas, muchos días, he oido pero no me atrevía; ¡oh, piedad para mí, que soy un miserable desafortunado! No me atrevía, ¡no me atrevía a hablar! ¡La hemos metido viva en la tumba! ¿No le dije a usted que mis sentidos eran agudísimos? ¡Ahora le digo a usted que he oído sus primeros débiles movimientos en el fondo del ataúd. Les he oído, hace ya muchos, muchos días, pero no me atrevía, no me atrevía a hablar! ¡Y ahora, esta noche, Etelredo, ja, ja, ja, la puerta del ermitaño, echada abajo; el estertor del dragón y el estruendo del escudo! ¡Diga usted más bien el ruido de su ataúd y el rechinar de los goznes de hierro de su prisión y su espantosa lucha en el vestíbulo de cobre! ¡Oh! ¿A dónde huir? ¿No ha de llegar ella hasta aquí, dentro de un momento? ¿No está ya ahí para reprocharme mi precipitación? ¿Acaso no oigo sus pasos en la escalera? ¿Acaso no distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡Insensato, insensato!

Al llegar aquí, se incorporó furiosamente y aulló estas palabras, como si con aquel supremo esfuerzo exhalase su alma:

-¡Insensato! ¡Le digo que ella está ahora mismo detrás de esa puerta!

En aquel momento, como si la energía sobrehumaria de su palabra hubiese adquirido la omnipotencia de un sortilegio, las vastas y antiguas hojas de la puerta que señalaba Usher, entreabrieron lentarnente sus pesadas mandíbulas de ébano. Debióse a una furiosa ráfaga de viento; pero bajo el dintel de aquella puerta, estaba entonces la alta figura de lady Madelina Usher, envuelta en su sudario. Había sangre sobre sus blancos vestidos, y en toda su persona enflaquecida veíanse las huellas evidentes de una horrible lucha. Durante un instante, perrnaneció temblorosa y vacilante en el umbral; luego, con un profundo y plañidero gemido, cayó pesadamente hacia delante sobre su herrnano y en su violenta y definitiva agonía, le arrastró al suelo, cadaver él también, ahora, y víctima de sus terrores anticipados.

Salí huyendo de aquella estancia y de aquel castillo, estremecido de horror. La tempestad continuaba en toda su rabia, cuando franqueé la vieja avenida. De pronto, una luz extraña, se proyectó sobre el camino y me volví para ver de donde podía brotar una claridad tan singular, pues solo tenía a mi espalda el vasto castillo con todas sus sombras. El resplandor provenía de la luna llena que se ponía, roja de sangre, y que ahora brillaba vivamente a través de aquelIa grieta apenas visible antes, que, como ya he dicho, recorría en zig zag el edificio desde el tejado hasta la base. Mientras miraba, aquella grieta se ensanchó rápidamente; sobrevino de nuevo el viento, en furioso torbellino; el disco entero del planeta brilló de pronto ante mi vista. Creí volverme loco cuando ví las enormes murallas derrumbarse en dos. Prodújose un ruido prolongado, un estruendo tumuitoso como la voz de mil cataratas, y el estanque profundo y corrompido, situado a mis pies, se cerró triste y silenciosamente sobre las ruinas de la Casa Usher.