Índice de Padres e Hijos de Ivan TurguenievAnterior apartadoSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha

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Unos días después se celebró el baile en casa del gobernador. Matviei Ilich fue el verdadero héroe de la fiesta. El alcalde de la provincia hizo saber a todo el mundo que asistía a la velada sólo por consideración a él, mientras que el gobernador permanecía inmóvil, dictando órdenes, La dulzura del trato en Matviei 1lich sólo podía compararse a su magnificencia. Era cariñoso con todos, aunque con un matiz de repugnancia hacia unos y de respeto hacia otros; halagaba a los demás en vrai chevalier francais y reía incesantemente con una risa ruidosa, sonora y uniforme, propia de un dignatario. Dio una palmadita en la espalda a Arkadi, llamándole en voz alta sobrinito. A Basárov, que vestía un frac usado, le honró con una mirada de soslayo, pero condescendiente, con un mugido imperceptible, aunque afable, en el que sólo se podía descifrar yo ... y muy; alargó un dedo a Sítnikov, obsequiándole con una sonrisa, pero en seguida volvió la cabeza. Incluso a Kúkshina, que había comparecido en el baile sin crinolina y con unos guantes sucios, llevando un ave del Paraíso en el cabello, le dijo: enchanté, El público abarrotaba los salones y todas las damas tenían pareja. Los caballeros vestidos de paisano se agrupaban a lo largo de las paredes, mientras los militares bailaban sin cesar, sobre todo uno de ellos, que había pasado cerca de seis semanas en París, donde había aprendido exclamaciones pomposas, tales como sut, Ah fichtrre, Pst, pst, mon bibi y otras por el estilo, que él pronunciaba a la perfección, con verdadero chic parisiense. Al mismo tiempo decía si j'aurais, en lugar de si j'avais, absolumentsin falta. En resumen, se expresaba en ese dialecto ruso-francés, que tanto hace reír a los franceses, cuando no sienten la necesidad de convencer a nuestros compatriotas de que hablamos el francés como los ángeles, comme des anges.

Arkadi, como ya sabemos, bailaba mal, y Basárov no bailaba en absoluto, de modo que ambos se quedaron en un rincón. Sítnikov se unió a ellos y con un gesto de burla y desprecio, al mismo tiempo que hacía viperinas observaciones, miraba con descaro en torno suyo y parecía experimentar un auténtico placer. De pronto mudó su semblante y volviéndose a Arkadi musitó con cierta turbación:

- Ha llegado Odintsova.

Arkadi miró hacia atrás y vio a una mujer alta, con un vestido negro, que se hallaba junto a la puerta del salón. Quedó admirado de la dignidad de su porte. Sus hermosos brazos desnudos se destacaban graciosamente sobre el esbelto talle. De sus sedosos cabellos colgaban con armonía ramas finas de fucsia, que caían sobre sus hombros ovalados. Sus ojos claros, serenos e inteligentes, precisamente serenos y no pensativos, miraban bajo la frente, blanca y despejada, y sus labios dibujaban una sonrisa imperceptible. Su rostro irradiaba cierta fuerza suave y amable.

- ¿La conoce usted? -preguntó Arkadi a Sítnikov.

- Superficialmente. ¿Quiere que se la presente?

- Por favor ..., después de este baile.

Basárov también se había fijado en Odintsova.

- ¿Quién es esa efigie? No se parece a las demás comadres -observó.

Al finalizar el baile Sítnikov condujo a Arkadi junto a Odintsova; mas como él mismo apenas la conocía, se turbó visiblemente, mientras ella le miraba con cierto asombro. Sin embargo, su rostro expresó alegría al oír el apellido de Arkadi y le preguntó si era hijo de Nikolai Petróvich.

- Sí, soy su hijo.

- He visto a su padre dos veces y he oído hablar mucho de él. Celebro de veras conocerle a usted.

En aquel instante se adelantó hacia ella un ayudante de campo, que la invitó a bailar. Ella accedió.

- ¿Es que baila usted? -inquirió respetuosamente Arkadi.

- Sí, bailo. ¿Por qué se extraña? ¿Acaso le parezco demasiado vieja?

- ¡Qué ocurrencia! ¿Cómo ha podido creer ...? Bueno, en ese caso permítame invitarla a la mazurca.

Odintsova sonrió condescendiente.

- Será un placer -dijo, y miró a Arkadi no con altivez, sino como suelen mirar las hermanas casadas a sus hermanos jovencitos.

Odintsova era un poco mayor que Arkadi, pues tenía veintiocho años cumplidos, pero el joven se sentía ante ella como un colegial, como un estudiante, como si la diferencia de edad entre ellos fuese mucho más considerable. Marviei Ilich se aproximó a Odintsova muy halagador y con aire magnificente. Arkadi se apartó, pero continuó contemplándola a cierta distancia; tampoco apartaba la vista de ella mientras bailaban. Ella conversaba con la misma naturalidad con su pareja que con el alto dignatario: volvía ligeramente la cabeza, entornaba los párpados, riendo también dulcemente un par de veces. Tenía la nariz algo gruesa, como casi todas las rusas, y el color de su piel no era del todo puro; pero con todo y con eso Arkadi pensó que no había encontrado jamás una mujer tan encantadora. No podía sustraer su atención al sonido de su voz. Hasta los pliegues del vestido parecían caerle de distinto modo que a las demás mujeres, haciéndola más esbelta, y sus movimientos eran particularmente suaves, a la par que naturales. Arkadi sintió cierta timidez cuando a los primeros compases de la mazurka se sentó junto a su dama y, disponiéndose a entablar conversación, sólo se pasó la mano por el cabello sin que se le ocurriese una sola palabra. Pero su timidez y turbación no duraron demasiado. La serenidad de Odintsova se le comunicó también a él y no había transcurrido un cuarto de hora, cuando ya hablaba con desenvoltura de su padre, de su tío, de la vida en Petersburgo y en la aldea. Odintsova le escuchaba con amable atención, abriendo y cerrando graciosamente su abanico. La locuacidad de Arkadi se interrumpía cada vez que algún caballero sacaba a bailar a Odintsova. Sítllikov la invitó dos veces. Ella regresaba junto a Arkadi, se sentaba de nuevo, tomaba su abanico, sin que siquiera se le hubiese alterado la respiración, y el joven reanudaba la charla, rebosante de felicidad al sentirla tan cerca y poder hablar con ella, mirándola a los ojos, contemplando su hermosa frente, su rostro gentil, serio e inteligente. Ella hablaba poco, pero en sus palabras se traslucía conocimiento de la vida; por algunas de sus observaciones Arkadi dedujo que aquella mujer, tan joven todavía, había sufrido y reflexionado mucho.

- ¿Quién era la persona que estaba con usted, cuando el señor Sítnikov le condujo hacia mí?

- ¿Es que se ha fijado en él? -preguntó a su vez Arkadi-. ¿Verdad que tiene una fisonomía interesante? Se apellida Basárov y es mi amigo.

Y Arkadi comenzó a hablar de su amigo con tanto detalle y con tal entusiasmo que Odintsova se volvió para mirar a Evgueni con atención. Entre tanto los compases de la mazurka se iban extinguiendo y Arkadi lamentaba tener que separarse de su dama; había pasado tan agradablemente cerca de una hora a su lado. Cierto que en el transcurso de ese tiempo le pareció que ella le trataba con cierta condescendencia, como si le estuviera otorgando un favor ..., pero a los corazones jóvenes no les aflige demasiado esa sensación.

Cesó la música.

- Merci -dijo Odintsova levantándose-. Usted ha prometido visitarme. Traiga también a su amigo, siento una gran curiosidad por conocer a un hombre que tiene la osadía de no creer en nada.

El gobernador se acercó a Odintsova para anunciarle que la cena estaba servida, al mismo tiempo que le ofrecía su brazo en actitud tutelar. Al salir, ella se volvió para sonreír y saludar por última vez a Arkadi. Este hizo una reverencia, miró en pos de la joven -¡qué esbelto le pareció su talle, ceñido por el brillo grisáceo de la seda negra!- y pensó: En este momento ya se ha olvidado de mi existencia, experimentando en su alma una especie de sutil resignación.

- ¿Qué tal? -le preguntó Basárov en cuanto Arkadi hubo regresado a su rincón-. ¿Estás satisfecho? Un señorón me estaba diciendo hace poco: ¡Caramba con la señora! Pero el tal señorón más bien parece imbécil. ¿Qué opinas tú? ¿Es verdaderamente una mujer así?

- No comprendo bien esa definición -respondió Arkadi.

- ¡Vaya hombre! ¡Miren qué inocente!

- En ese caso, no comprendo a ese señorón. Odintsova es muy agradable, ciertamente, pero se conduce de manera tan fría y rígida, que ...

- Ya conoces el refrán: Del agua mansa líbreme Dios ... -interrumpió Basárov -. Dices que es fría, y en eso precisamente consiste su encanto. ¿A ti te gusta el helado?

- Tal vez -murmuró Arkadi-. No puedo enjuiciar esto. Ella desea conocerte y me ha pedido que te lleve cuando vaya a su casa.

- ¡Me imagino cómo me habrás ponderado! Por lo demás, has hecho bien; iré contigo a verla. Sea quien fuere esa mujer, una lagarta de provincia o una émancipée, como Kúkshina, tiene unos hombros que no se ven con frecuencia.

A Arkadi le dolió el cinismo de Basárov; mas como suele ocurrir, reprochó a su amigo no precisamente aquello que le había desagradado ...

- ¿Por qué no admites la libertad de criterio en una mujer? -le preguntó a media voz.

- Porque, amigo, según mis observaciones, sólo piensan libremente las mujeres horribles.

En eso terminó la conversación. Ambos jóvenes se retiraron inmediatamente después de la cena. Kúkshina se despidió de ellos con risa nerviosa y maligna, aunque no desprovista de timidez. Su amor propio estaba profundamente herido por el hecho de que ninguno de los dos le había prestado la menor atención. Fue de las últimas que se quedó en el baile y pasadas las tres de la madrugada bailó la mazurka polaca con Sítnikov a la manera parisiense. Y con aquel aleccionador espectáculo finalizó la fiesta del gobernador.

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