Índice de Padres e Hijos de Ivan TurguenievAnterior apartadoSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha

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Pasaron cerca de dos semanas y la vida en Marino transcurría por su cauce habitual. Arkadi se entregaba al sibaritismo. Basárov trabajaba. En la casa todos se habían acostumbrado ya al abandono de sus modales, a su conversación interrumpida y poco explícita. Sobre todo Fiénichka se había acostumbrado tanto a él que una noche mandó le despertasen porque Mitia tenía convulsiones. Y él acudió bromeando y medio bostezando, como de costumbre y estuvo allí dos horas atendiendo al niño.

En cambio, Pável Petróvich había llegado a odiarle con toda la potencia de su alma. Le consideraba orgulloso, insolente, cínico y plebeyo; sospechaba que Basárov no sentía el menor respeto hacia él, que quizá, incluso, le despreciase ... ¡A él, a Pável Petróvich! Nikolai Petróvich temía al joven nihilista y dudaba que su influencia sobre Arkadi fuera beneficiosa para éste. Sin embargo, le escuchaba de buena gana y presenciaba, también de buen grado, sus experimentos de física y química. Basárov había traído consigo un microscopio y se pasaba las horas muertas con él. También los criados le habían cobrado afecto, pese a que él se mofaba, en cierto modo, de ellos. Y es que intuían que en el fondo no era un señor, sino uno como ellos. Duñasha reía con él de buena gana y le miraba, a hurtadillas, significativamente. Petr, hombre sumamente estúpido y de excesivo amor propio, siempre con arrugas en la frente y cuyo único mérito consistía en su invariable gesto de cortesía, en que leía silabeando y se cepillaba con frecuencia la levita, también se ufanaba y alegraba su rostro en cuanto Basárov le prestaba alguna atención. Los chiquillos de la calle corrían tras el doctor como perrillos. El viejo Prokófich era el único que no le quería y le servía la mesa con aire taciturno. Le llamaba desollador y granuja y afirmaba que con aquellas patillas parecía un auténtico puerco. Prokófich, a su manera, era tan aristócrata como Pável Petróvich.

Llegaron los primeros días de julio, la mejor época del año. Hacía un tiempo magnífico; cierto que el cólera amenazaba de nuevo desde lejos, pero los habitantes de la provincia estaban ya acostumbrados a sus visitas. Basárov madrugaba mucho y andaba dos o tres verstas, pero no paseaba, pues no podía soportar los paseos sin una finalidad concreta, sino que recogía hierbas e insectos. A veces llevaba consigo a Arkadi y en el camino de regreso, generalmente, se entablaba entre ellos alguna disputa, en la que éste casi siempre quedaba derrotado, pese a que hablaba más que su amigo.

Una vez se retrasaron mucho y Nikolai Petróvich salió al jardín a su encuentro. Al llegar al cenador oyó de pronto los pasos acelerados y la conversación de ambos jóvenes. Estos se acercaban por el lado opuesto y no podían verle.

- Tú no conoces lo suficiente a mi padre -decía Arkadi. Nikolai Petróvich se ocultó.

- Tu padre es un buen hombre, pero está anticuado y pasado de moda.

Nikolai Petróvich aguzó el oído; pero Arkadi no respondió nada. Permaneció dos minutos inmóvil y finalmente, con paso vacilante, se dirigió a su casa.

- Hace unos días le sorprendí leyendo a Pushkin -continuó Basárov-. Haz el favor de explicarle que ya no es un niño, que eso no es propio de su edad. ¡Ser romántico en nuestros tiempos! Dale a leer algo más eficaz.

- ¿Qué podría recomendarle? -preguntó Arkadi.

- Que lea Stoff and Kraft (1), de Büchner, para empezar.

- Tienes razón -aprobó Arkadi-, Stoff and Kraft está escrito en un estilo popular.

Aquel mismo día, después del almuerzo, Nikolai Petróvich, sentado en el despacho de su hermano, conversaba con éste:

- De modo que ya lo sabes -le decía-, tú y yo somos unos anticuados y estamos pasados de moda. En fin, tal vez Basárov tenga razón, pero a mí, la verdad, me duele una cosa: precisamente ahora, cuando esperaba estrechar mi amistad con Arkadi, resulta que me he quedado rezagado, él ha ido hacia delante y no podemos comprendernos.

- ¿Pero por qué crees tú que ha ido hacia delante? ¿Y en qué se diferencia tanto de nosotros? -preguntó Pável Petróvich con impaciencia-. Ha sido ese seigneur, ese nihilista, quien le ha metido en la cabeza semejantes ideas. Odio a ese mediquillo, que a mi juicio no es más que un charlatán. Estoy seguro de que con todas sus ranas y experimentos tampoco ha ido muy lejos en física.

- No, hermano, no digas eso. Basárov es inteligente y posee conocimientos sólidos.

- ¿Y qué me dices de su detestable amor propio? -le interrumpió de nuevo Pável Petróvich.

- Sí, tiene amor propio -aprobó Nikolai Petróvich-, pero está visto que eso es algo imprescindible. Sin embargo, hay una cosa que no acierto a comprender. Creo que hago todo lo necesario para no quedar rezagado de mi siglo. Arreglé la situación de mis campesinos y me hice con la granja, de forma que en nuestra provincia incluso me tildan de rojo; leo, estudio y en general procuro estar a la altura de las exigencias de nuestro tiempo. Pero ellos, los jóvenes, dicen que estoy pasado de moda. Y te aseguro, hermano, que he comenzado a pensar si tendrán razón.

- ¿Por qué dices eso?

- Verás. Estaba hoy leyendo Gitanos, de Pushkin ... De pronto se me acerca Arkadi en silencio y con marcada expresión de cariño, me retira suavamente el libro, pone ante mí otro, alemán ..., se sonríe, se va y se lleva a Pushkin.

- ¿Sí? ¿Y qué libro te puso?

- Este -y Nikolai Petróvich sacó del bolsillo de la levita el folleto de Büchner en su novena edición.

Pável Petróvich le dio vueltas en las manos y al fin exclamó:

- ¡Hum! Veo que Arkadi Nikoláievich se preocupa de tu educación. Y bien, ¿has intentado leerlo?

- Sí, lo he intentado.

- ¿Y qué tal?

- Pues o yo soy un necio o ese libro es de lo más absurdo. Creo más bien que soy un necio.

- ¿Todavía no has olvidado el alemán?

- No, no lo he olvidado.

Pável Petróvich dio de nuevo vueltas al libro en sus manos y miró a su hermano de reojo. Ambos callaban.

- A propósito -comenzó de nuevo Nikolai Petróvich, deseando sin duda cambiar de conversación-, he recibido una carta de Koliasin.

- ¿De Matviei Ilich?

- Sí. Llegó a ... para inspeccionar la provincia. Ahora es un alto dignatario y nos invita a nosotros y a Arkadi a la ciudad; dice que desea recibimos como corresponde a tan buenos parientes.

- ¿Irás? -preguntó Pável Petróvich.

- Yo no, ¿y tú?

- Yo tampoco. Buenas ganas de recorrer cincuenta verstas para tomar Kisiel (2). Matviei quiere mostrarse ante nosotros en todo su esplendor. ¡Que el diablo se lo lleve! Consejero secreto, ¡qué importancia! Si yo hubiera sido lo suficiente necio para continuar en el ejército, ahora habría ascendido a general ayudante. Además, como tú y yo somos personas anticuadas ...

- Sí, hermano, por lo visto va siendo hora de encargar la sepultura y poner las manos en cruz sobre el pecho -aprobó suspirando Nikolai Petróvich.

- Pues yo no estoy dispuesto a rendirme tan pronto. Presiento que todavía he de tener una reyerta con ese curandero.

La reyerta tuvo lugar aquel mismo día a la hora del té. Pável Petróvich entró en el salón dispuesto al combate, irritado y decidido. Sólo esperaba un pretexto para arremeter contra el enemigo, pero el pretexto tardaba en llegar. Basárov hablaba generalmente poco en presencia de los viejos Kirsánov, como denominaba a ambos hermanos, y aquella tarde, hallándose de mal humor, tomaba en silencio una taza de té tras otra. Pável Petróvich se consumía de impaciencia, mas al fin se realizaron sus deseos.

La conversación giraba en torno a un terrateniente, vecino de los Kirsánov, a quien Basárov había conocido en Petersburgo y al que calificó con indiferencia de basura aristocratucho.

- Permítame una pregunta -comenzó Pável Petróvich, y sus labios temblaron-, ¿en su opinión, las palabras aristocratucho y aristócrata significan lo mismo?

- He dicho aristocratucho -musitó Basárov tomando perezosamente el último trago de té.

- Cierto, mas yo supongo que en su criterio ambos términos son una misma cosa. Creo mi deber precisar que no comparto su criterio. Siempre he sido considerado como hombre liberal y amante del progreso. Precisamente por eso respeto a los verdaderos aristócratas. Recuerde usted, señor mío -en ese momento Basárov alzó la mirada hacia Pável Petróvich-, recuerde usted, señor mío -repitió éste con ensañamiento-, a los aristócratas ingleses, que no ceden un ápice de sus derechos y, por ello, saben respetar también los derechos ajenos. Exigen de los demás el cumplimiento del deber para con ellos y, a su vez, saben cumplir con su deber para con los demás. La aristocracia concedió la libertad a Inglaterra y ha sabido mantenerla.

- Ya hemos oído muchas veces esa canción -replicó Basárov-, pero ¿qué quiere usted demostrar con eso?

- Con esto, señor mío, deseo demostrar -Pável Petróvich, cuando se enfadaba, subrayaba intencionadamente la pronunción de esta palabra, aunque sabía perfectamente que la gramática no lo admite. Esa extravagancia era un residuo de los tiempos de Alejandro. Los eruditos de aquel entonces, hablando en su idioma natal, solían pronunciar afectadamente esto, para hacer alarde, sin duda, de su origen aristocrático, por cuyo motivo, pese a ser rusos de pura cepa, podían permitirse el lujo de desdeñar las reglas de la fonética-. Con esto -repitió-, quiero demostrar que sin sentido de la dignidad propia, sin respeto para consigo mismo, y en la aristocracia esos sentimientos están muy desarrollados, no puede haber ningún fundamento firme del bien público ni del orden social. La personalidad, señor mío, eso es lo fundamental. La personalidad del individuo debe ser firme como una roca, pues todo se basa en ella. Me consta que usted encuentra ridículas mis costumbres, mi indumentaria y, finalmente, mi pulcritud, mientras que el motivo de todo ello no es más que el sentido del propio respeto y el sentido del deber; sí, sí, del deber. Vivo en una aldea, en un rincón perdido, pero no por ello decaigo ni respeto menos en mí al hombre.

- Permítame una observación -objetó Basárov-, usted se respeta a sí mismo, pero permanece cruzado de brazos sin hacer nada. ¿Qué provecho se deduce de ello para el bien público? Si no se respetase a sí mismo, haría igual.

Pável Petróvich palideció.

- Esa es una cuestión de índole muy distinta. No es mi intención explicar ahora por qué permanezco cruzado de brazos, como ha osado usted expresarse. Yo quería decir que la aristocracia es un principio, y en nuestros tiempos sólo pueden vivir sin principios los individuos inmorales y vacíos. Ya se lo dije a Arkadi al día siguiente de su llegada y ahora se lo repito a usted. ¿No es así, Nikolai?

Nikolai Petróvich aprobó con la cabeza.

- Aristocracia, liberalismo, progreso, principios -profirió entre tanto Basárov-, ¡cuántas palabras extranjeras ... e inútiles! El hombre ruso no las necesita como regalo.

- ¿Qué es lo que necesita, a su modo de ver, el ruso? Cualquiera que le oiga pensará que nos hallamos al margen de la humanidad y de sus leyes. Pero la lógica de la historia exige ...

- ¿Y para qué nos sirve esa lógica? Podemos pasamos sin ella.

- ¿Sí? ¿Y cómo?

- Supongo que usted no necesita lógica para llevarse un pedazo de pan a la boca cuando tiene hambre. El ruso está aún lejos de tanta abstracción.

Pável Petróvich agitó las manos.

- No acierto a comprenderle después de eso. Usted injuria al pueblo ruso. No comprendo cómo pueden ustedes dejar de reconocer los principios, las reglas. ¿En virtud de qué actúan ustedes?

- En virtud de aquello que consideramos útil -replicó Basárov-. Y en el tiempo actual lo más útil es la negación. Por eso nosotros negamos.

- ¿Todo?

- Todo.

- ¿Cómo? No sólo el arte, la poesía, sino ... da miedo decirlo ...

- Todo -repitió Basárov con indescriptible serenidad.

Pável Petróvich le miró fijamente. No esperaba aquello. En cuanto a Arkadi incluso había enrojecido de placer

- Entonces -intervino Nikolai Petróvich-, ustedes lo rechazan todo, o dicho con más exactitud, lo destruyen todo. Pero es necesario también construir.

- Eso ya no es cosa nuestra ... Primeramente hay que desbrozar el terreno.

- El estado actual del pueblo lo exige -añadió Arkadi con gravedad-. Nuestro deber es satisfacer esas exigencias; no tenemos derecho a entregamos al egoísmo personal.

Esa última frase, al parecer, no gustó a Basárov, pues sonaba a filosofía, es decir, a romanticismo, y él consideraba también que la filosofía era romanticismo; pero juzgó inoportuno contradecir a su joven discípulo.

- ¡No, señores, no! -exclamó en un súbito arranque Pável Petróvich-. No puedo creer que ustedes conozcan verdaderamente al pueblo ruso, que sean representantes de sus demandas y de sus aspiraciones. No, el pueblo ruso no es como ustedes se lo imaginan. Es patriarcal, no puede vivir sin fe, las tradiciones son sagradas para él ...

- No voy a contradecirle en eso -le interrumpió Basárov-, incluso estoy dispuesto a reconocer que tiene usted razón.

- Pues si tengo razón ...

- De todos modos, eso no demuestra nada.

- Justamente, no significa nada -repitió Arkadi coh la seguridad de un experto ajedrecista que, habiendo previsto de antemano la jugada peligrosa de su adversario, no se turba en absoluto.

- ¿Cómo que no demuestra nada? -musitó Pável Petróvich asombrado-. ¿Acaso ustedes van contra su propio pueblo?

- ¡Y aunque así fuera! -exclamó Basárov-. El pueblo supone que cuando truena es porque el profeta Elías se pasea por el cielo en su carroza. ¿Es que voy a estar de acuerdo con él? ¿Que el pueblo es ruso? ¿Y es que acaso yo mismo no lo soy?

- No, usted no es ruso después de todo cuanto ha dicho.

- Mi abuelo labraba la tierra -respondió Basárov con altanería-. Pregunte a cualquiera de sus propios campesinos en quién de los dos, en usted o en mí, reconoce mejor a un compatriota. Pero usted ni siquiera sabe hablar con ellos.

- Y usted les habla y los desprecia al mismo tiempo.

- ¡Y qué, si merecen ese desprecio! Usted censura mi ideología. ¿Y quién le ha dicho que ésta sea casual, que no es producto de ese mismo espíritu popular que usted defiende tanto?

- Claro, como si los nihilistas fueran tan necesarios.

- Si son o no necesarios no es a nosotros a quienes nos toca juzgar. También usted se considera útil.

- Señores, señores, por favor, no personalicen -exclamó Nikolai Petróvich levantándose. Pável Petróvich sonrió y poniendo la mano en el hombro de su hermano, le obligó a sentarse de nuevo.

- No temas -le dijo-, yo no me acaloro, precisamente por ese mismo sentimiento de dignidad, del que con tanta rigidez se burla el señor ..., el señor doctor -luego prosiguió dirigiéndose de nuevo a Basárov-: ¿Cree usted acaso que su doctrina es una novedad? Ni muchísimo menos. El materialismo que usted preconiza estuvo más de una vez en boga y siempre resultó inconsistente ...

- ¡Otra palabra extranjera! -le interrumpió Basárov, que comenzaba a enfadarse y su rostro iba adquiriendo un matiz plomizo y rudo-. En primer lugar nosotros no preconizamos nada, no acostumbramos a ello.

- ¿Pues qué hacen entonces?

- Verá usted, antes, hace muy poco todavía, decíamos que nuestros funcionarios se dejaban sobornar, que en nuestro país no hay caminos, ni comercio, ni una legislación justa ...

- Claro, claro, ustedes denunciaban, ¿no es ése el término? Con muchas de sus acusaciones yo también estoy de acuerdo, pero ...

- Después nos convencimos de que no valía la pena charlar y sólo charlar de nuestras úlceras, que eso sólo conduce a trivialidades y al doctrinarismo, vimos que incluso los más inteligentes de nosotros, gente avanzada y audaz, no servía para nada, que nos ocupábamos de problemas absurdos, discutíamos de arte, de la creación inconsciente, del parlamentarismo y del diablo sabe cúantas cosas más, cuando se trata del pan nuestro de cada día, cuando nos ahogan las más burdas supersticiones, cuando todas nuestras sociedades anónimas quiebran por el único motivo de carecer de gente honesta, cuando esa misma libertad que preconiza el gobierno, tal vez no nos sirva, porque nuestro mujik es capaz de robar a cualquiera con tal de emborracharse en la taberna.

- O sea -le interrumpió Pável petróvich-, que ustedes se han convencido de todo y han decidido no emprender nada serio.

- Y hemos decidido no emprender nada serio -respondió Basárov con voz lúgubre. De pronto se sintió enojado consigo mismo por haber prodigado tantas explicaciones ante aquel señor.

- ¿Y sólo lanzar improperios?

- Y blasfemar.

- ¿Y eso se llama nihilismo?

- Y eso se llama nihilismo -repitió Basárov esta vez, con especial insolencia.

Pável Petróvich entornó los ojos y exclamó luego con extraña serenidad:

- O sea que el nihilismo debe poner remedio a todo mal y ustedes son nuestros liberadores, nuestros héroes. ¿Mas por qué razón honran a otros, aunque sea a esos mismos acusadores? ¿No será que ustedes son también unos charlatanes, como todos?

- Se nos puede acusar de otro pecado, pero no de ése -respondió Basárov entre dientes.

- ¿Es que ustedes actúan acaso? ¿Se disponen a actuar?

Basárov no respondió nada. Pável Petróvich se estremeció, pero en seguida recobró el dominio de sí mismo.

- ¡Hum ...! Actuar, destruir ... -prosiguió-. ¿Pero cómo es posible demoler sin saber siquiera por qué?

- Nosotros destruimos porque somos la fuerza -observó Arkadi.

Pável Petróvich miró fijamente a su sobrino y sonrió.

- Sí, la fuerza, que no rinde cuentas -continuó Arkadi enderezándose.

- ¡Desdichado! -clamó Pável Petróvich, que decididamente no estaba en condiciones de seguir resistiendo-. ¡Aunque sólo consideraras qué es lo qúe apoyas en Rusia con tu trivial sentencia! Esto puede acabar con la paciencia de un ángel. ¡La fuerza! También un calmuco salvaje y un mogol poseen la fuerza, ¿y de qué nos sirve? Nosotros amamos la civilización. Sí, sí, señores míos, y amamos también los frutos de esa civilización. Y no me digan que esos frutos son insignificantes; el último chupatintas, un barbouilleur, un pianista, el que aporrea un piano por cinco kopecks cada tarde es más útil que ustedes, porque representa la civilización y no la mongólica fuerza bruta. Ustedes se tienen por gente avanzada, pero, en realidad, su lugar está junto al calmuco nómada. Y finalmente, señores poseedores de la fuerza, recuerden que ustedes son sólo cuatro gatos, mientras que los otros, los que no consentirán que les pisoteen sus creencias más sagradas, los que acabarán por aplastarlos, son millones.

- Si nos aplastan, mala suerte -musitó Basárov-, pero no somos tan pocos como usted se imagina.

- ¿Cómo? ¿En serio piensa usted encontrar eco en todo un pueblo?

- Ya sabe usted que la chispa de un cirio de un kopeck originó el incendio de Moscú.

- Bien, bien. Primeramente hizo usted gala de un orgullo casi satánico y ahora se burla. Eso es lo que atrae a la juventud, de esa forma cautivan ustedes los inexpertos corazones de los jovenzuelos. Miren a uno de ellos, el que está a su lado, casi le venera -Arkadi se volvió y frunció el ceño-. Y ese virus se ha extendido ya demasiado. He oído decir que nuestros pintores no pisan el Vaticano. A Rafael le consideran poco menos que un necio, sólo porque es una autoridad. Entre tanto, ellos mismos son de una esterilidad que da náuseas y su imaginación no alcanza más allá de Muchachas en la fuente, que además, como pintura, es peor que mala. Mas supongo que en su opinión son unos bravos muchachos, ¿no es cierto?

- En mi opinión -replicó Basárov-, Rafael no vale un comino, pero tampoco ellos son mejores que él.

- ¡Bravo! ¡Bravo! Escucha bien, Arkadi ... Así es como deben expresarse los jóvenes de nuestro tiempo. ¿Y cómo no van a ir detrás de ustedes? Antes los muchachos tenían que estudiar, pues no querían pasar por ignorantes, de modo que aunque sólo fuese por ese motivo, trabajaban. Pero ahora les basta con decir: Todo en el mundo es absurdo, y asunto concluído. Si antes eran simplemente estúpidos, ahora se han vuelto nihilistas.

- ¿Ve usted cómo le ha traicionado ese sentimiento de dignidad que tanto ponderaba? -observó Basárov con flema, mientras que Arkadi enrojeció, comenzando a centellearle los ojos-. Nuestra discusión ha ido demasiado lejos ... y creo más conveniente concluirla. En cuanto a mí sólo estaré de acuerdo con usted cuando me muestre al menos una institución de nuestra vida actual que no merezca la más acabada e implacable reprobación.

- ¡Podría exponerle millones! ¡Millones! -respondió Pável Petróvich-. Para empezar, nuestra comunidad.

Basárov esbozó una fría sonrisa, semejante a una mueca.

- Respecto a la comunidad -dijo-, será mejor que pida opinión a su hermano. Al parecer él ha comprobado de hecho qué es la comunidad, la caución solidaria, la abstinencia y otras cosas por el estilo.

- Finalmente la familia. La familia, tal como existe entre nuestros campesinos -exclamó Pável Petróvich.

- También considero más conveniente para ustedes no entrar en pormenores al respecto. Hágame caso, Pável Petróvich, tómese un plazo de dos días, pues de golpe apenas si percibirá nada. Repase todas las clases sociales y reflexione bien acerca de cada una de ellas. Entre tanto Arkadi y yo vamos a ...

- ¡A mofarse de todo! -le interrumpió Pável Petróvich.

- No, vamos a rajar ranas. ¡Hasta la vista, señores!

Y ambos jóvenes salieron. Los dos hermanos se quedaron solos mirándose mutuamente en silencio.

- ¡Ahí los tienes! -dijo al fin Pável Petróvich-. Esa es la juventud moderna, nuestros sucesores.

- Nuestros sucesores -repitió con amargura Nikolai Petróvich, que en el transcurso de la discusión se había sentido sobre ascuas, limitándose a mirar dolorosamente y a hurtadilas a su hijo-. ¿Sabes de que me acuerdo, hermano? Una vez reñí con nuestra difunta madre. Ella gritaba, no quería escucharme ... y finalmente yo le dije que no podía comprenderme porque pertenecía a otra generación. Se ofendió tremendamente y yo pensé: ¿Qué le vamos a hacer? La píldora es amarga, pero hay que tragala. Ahora nos toca el turno a nosotros. Ellos, nuestros sucesores, nos pueden decir: No sois de nuestra generación, tragaos la píldora.

- Eres demasiado bondadoso y modesto -objetó Pável Petróvich-. Yo, por el contrario, estoy seguro de que tenemos mucha más raZÓn que esos señoritos, aunque quizá nos expresamos en un idioma algo anticuado, vieilli, y carecemos de esa insolente petulancia ... ¡Y qué engreídos son estos jóvenes de hoy! Si preguntas a uno de ellos: Qué vino toma: ¿blanco o tinto? Tengo la costumbre de dar preferencia al tinto, responde con voz de bajo, dándose importancia en el gesto, Como si todo el universo le estuviera contemplando en ese instante ...

- ¿Desean ustedes más té? -preguntó Fiénichka asomándose tímidamente a la puerta entreabierta. La joven había esperado a que concluyese la discusión para entrar.

- No. Puedes ordenar que se lleven el samovar -respondió Nikolai Petróvich yendo a su encuentro, mientras que Pável Petróvich se retiraba a su despacho pronunciando un lacónico bonsoir.




Notas

(1) Materia y fuerza (alemán).

(2) Kisiel: Especie de jalea.

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