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CAPÍTULO XLI

¡TENÍA QUE SER!

El oficial de guardia, apartándose del corrillo que rodeaba al tomochiteco Reyes, vuelto de nuevo a la realidad, apoyado en su carabina, contempló las lejanías del valle a la luz de la luna, que parecía llover tenues y transparentes cenizas glaciales sobre los campos yermos ...

Miró, no ya los sangrientos manchones luminosos entre las negras humaredas de los incendios, sino un pululamiento de fijas lucecillas lívidas, cual si fuesen las dispersas fogatas de un vivac de espectros ...

Eran aquellas livideces luminosas las hogueras en que ardían los montones de cadáveres, en el silencio, en la paz lúgubre, a la luz de la luna, en la desolación tristísima del valle de Tomochic.

En ese momento Reyes, con voz monótona, contaba la vida laboriosa de aquellos que supieron darse heroica muerte.

- Sí, jefes -decía Reyes-, eran muy honrados, muy hombres, muy leales. La palabra del más pobrecito de ellos, del último mozo, era palabra de rey ...

Miguel sonrió al escuchar este elogio pueril, sabiendo lo que ha valido siempre la palabra de tantos hombres de estado, presidentes, dictadores, o reyes ...

- Eran muy trabajadores. No querían a los borrachos ni a los flojos ... Al bandido de Bernardo Carranza lo echaron de aquí, y sólo por su condenado talento y por saber de todo lo utilizó Cruz ...

Tornó a sonreír Miguel, pensando que no era éste el primer noble caudillo mexicano que creyendo defender una santa causa utilizaba a los traidores y a los bandidos, pagándoles regiamente, mucho más regiamente que a los leales y fieles ...

- ¡Ah! y cómo eran limpios ¡ah! ¡cómo eran limpios, señores, los pobrecitos ... ! Nadie andaba descalzo, nadie iba, ni en tiempo de calor, sólo con calzoncillos. Eso sí, no se pelaban ni rasuraban ... ¡Era pecado ... ! Y los tenían ustedes con tamañas melenas y muy barbudos, y como casi todos estaban llenos de vello, parecían osos vestidos de cristianos ... y ahora con su vocerrón, su altanería, su mirar siempre a los ojos, sin bajar nunca los suyos; y, agrégueles una fuerza terrible, una agilidad de demonio, un tino para poner la bala donde ponían la intención y unas cananas repletas de cartuchos y unas carabinas Winchester de repetición, de a doce y dieciocho, que hacían ...

- Ya, ya. Ya de eso sabemos nosotros mejor que usted, amigo -interrumpióle Castorena con tal ironía trágica que heló a los circunstantes. Pasó por sus almas la visión horrible de los últimos combates, la visión de los camaradas muertos por aquellas carabinas Winchester, ante las cuales parecían viejos trabucos ridículos los fusiles Remington de la tropa.

- ¿Y qué tales mujeres, eh? -preguntó el teniente Soberanes, un intrépido oficial galante.

- ¡Ah ... ! ¡Como para la gente decente ... ! Ojazos negros, medio tristes, pelo largo y fino, pechos duros ... Muy obedientes, muy calladas, muy trabajadorcitas, muy buenas, muy lindas ...

En pleno corazón Miguel recibió el golpe. No pudo contenerse, él, que era incapaz de fingir ni de callar cuando algo intenso sentía, y exclamó:

- ¡Es cierto, palabra de honor ... ! ¡Muy lindas y muy buenas ... !

- ¡Sí ... ! ¡muy lindas!

Vibró tal sinceridad y tal emoción en las frases del subteniente que muchos rostros sorprendidos y curiosos le miraron.

- ¡Hipocritón ... ! ¡Mosquita muerta ... ! ¿Dónde tienes a tu paloma tomoche? -y Castorena, al decir esto, descargó sobre el hombro de Miguel una hercúlea manotada cordial.

- Y ¿qué hará el Gobierno con las pobres huérfanas y viudas? -preguntó a Reyes un subteniente.

- Van a ser entregadas a las principales familias de Chihuahua, para que puedan aprovecharse para bien del Estado, como semilleros de valientes útiles ...

- ¡Eran dignas mujeres de tales hombres ... ! No, no se me olvidará nunca en mi vida cómo supieron morir los últimos tomoches -dijo un teniente del Quinto Regimiento ... Ya saben ustedes ... yo estuve allí, yo vi aquello ... ¡oh! ¡qué cosa! ¡qué horror ... ! Figúrense que luego que los pasaron del portal aquel donde los habían tendido, al llano de por allá -y señaló con elocuente gesto un punto distante-, los dejamos tendidos boca arriba, para fusilarlos así ...

- ¡Qué barbaridad ... !

- ¿Cómo qué barbaridad? -interrumpió el oficial de guardia ... Si los habían de fusilar al fin y al cabo ¿para qué esperar a que se curaran, o a encapillarlos aparatosamente prolongando su agonía ... ? Así, así estuvo mejor ... ¡Sí señores, fue un acto de humanidad nuestra haberlos rematado así!

- Tiene razón el compañero -agregó el teniente narrador-, sólo les dimos espacio para que hicieran sus últimos encargos, ya habían tenido tiempo de sobra para rezar y Cruz esperaba entrar derechito al cielo. Nos rogó que lo colocáramos en medio de su hermano y de su mujer ...

- Cuestión de etiqueta pontifical ¡qué diablo! -anotó Castorena.

- Así lo hicimos. Un tomoche, que apenas podía hablar, se volteó, retorciéndose, al lugar en que la fagina había puesto al Papa, diciendo:

- Cruz, Cruz ... polvitos ...

- Déle a Nicolás -dijo Cruz a un soldado del Duodécimo-. Éste le llevó un escapulario que contenía unos polvos de la Santa de Cabora, polvos con los cuales se podía resucitar.

Cerca de los moribundos estaba yo con una alférez de mi regimiento, y detrás un pelotón de soldados con las armas cargadas.

¡Hínquense! -le dijeron al que estaba en un extremo, mientras un soldado, acercándose, alzó su carabina; muy tembloroso.

¡No puedo ...! -Iba a incorporarse, pero el soldado, a boca de jarro, le disparó, haciéndole pedazos el cráneo, chamuscándole los cabellos. El cuerpo rebotó cayendo boca abajo.

En ese momento otro soldado hizo fuego sobre Cruz, el que sí se pudo arrodillar. Cayó de espaldas con el pecho atravesado, quedando con la boca abierta y los ojos mirando al cielo.

Al último que fusilaron le dieron dos balazos, porque al soldado le temblaba tanto la mano, que a un paso, apuntándole al pecho, le hirió en el estómago; el tomoche, recostado, dio un salto y gritó:

¡Viva el Poder de Dios! -Miramos cómo el soldado volvió a cargar su carabina, le apuntó de nuevo, y la disparó a quemarropa, chamuscándole la barba y metiéndole la bala en un ojo, salpicándose de sesos ...

¡Así había muerto el último tomoche de los ciento trece que resistieron, durante nueve días de triste heroísmo, a mil doscientos hombres y a un moderno cañón!

¡Era preciso acabar con ellos ... ! ¡No podía ser de otro modo, no podía ser!

Y todos los oficiales del corrillo, generosos cual jóvenes, disciplinados como hijos del Colegio Militar, al estremecerse de piedad y de admiración por aquel prodigio épico, aprobaron con un ademán unánime la frase del oficial de guardia, quien apoyado en su carabina, ausente ya su pensamiento, contemplaba la silenciosa tristeza de la luna sobre aquel campo santo ...

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