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CAPÍTULO XXXVII

¡VIVA LA MUERTE!

Bajo un portalito semidestechado por el incendio que lo había respetado en parte, perpendiculares a las paredes ennegrecidas, tendidos boca arriba como en el descanso de un anfiteatro, o cual si estuviesen expuestos en una morgue terrible, estaban en fila los últimos siete tomochitecos, retorciéndose, de rostros espectrales, contemplando con opacas miradas agónicas las lejanías del valle querido y sacro que se extendía lúgubremente.

Y, revuelta ante los harapos negruzcos y hediondos que la semicubrían, sanguinolento el rostro, presa del último hipo, extendidos en cruz los brazos nudosos y flacos, había una mujer, ¡una mujer que se había batido también, una mujer! Tenía las manos quemadas por la pólvora. Y negra canana vacía le cruzaba el seno desnudo ... Bajo la canana advertíase un rosario ensangrentado ...

El gran caudillo, el pontífice héroe, estaba a su flanco, inmóvil el alto cuerpo, con una pierna hecha un atroz colgajo, un brazo ligado por una ancha venda azul con manchas de sangre, descubierta la cabeza de crespa y alborotadísima la luenga melena. Y su gran barba negra rodeándole el rostro flaco de soberbia nariz de águila la hacía aparecer aún más imponente, despertando en el ánimo más pobre una inmensa admiración, una piedad profunda.

Así, sublime, en su actitud trágica de gladiador heroico, al lado de su esposa y de su hermano exánime de hambre; así le vio Miguel, cuando pasó con su tropa, frente de la triste casa.

El oficial apartó el rostro para no mirar aquel espectáculo inaudito, aquel enfilamiento de agonizantes, colección de vivos mucho más siniestra que una de muertos. Y él que se creía familiarizado ya con todos los prodigios del horror, volvió los ojos ¡para no ver más aquello!

- ¡Ay ... lástima de hombres, mi subteniente, lástima de hombres! -díjole un sargento, enternecido.

- Es verdad ... ¡Lástima! -contestó.

Allá en el campamento que se había ensanchado apenas principió el incendio del Cuartelito, había pleno resurgimiento de algazara, un desbordarse de entusiasmo, gritos y carcajadas.

¡El fin de Tomochic! ¡Ya no habría peligros ni fatigas, ya no se batirían más; todo había concluido ... ! Y ya podrían en lo de adelante contar con orgullo:

- ¡Estuve en Tomochic!

El sotol circulaba; y tropa, oficiales, paisanos y soldados, enardecidos por el triunfo, bebían y brindaban por sus cuerpos y sus jefes, por los nacionales de Sonora, por el general Porfirio Díaz, por el general Rangel y por el Gobierno ... y también por los muertos y los heridos ... y por las mismas almas de los tomoches ...

Miguel, sombrío, contemplaba con rostro de idiota el lejano horizonte, el cerco de montañas, el cielo ya de una limpidez purísima, manchado a trechos por el humo del incendio, la casa en plena ignición, los escombros de las casuchas casi demolidas; el río pasando impasible y reverberante a lo lejos; y en torno del oficial, el estruendoso tumulto alegre de la oficialidad, la indiada y la soldadesca festejando la victoria.

De repente sonó una detonación próxima, luego otra, y otras más ... Después cayó un silencio extraño. La barahúnda cesó. Era un silencio de muerte. Miguel se incorporó, volviendo a la realidad, como al despertar de un sueño prolongado y denso.

- ¿Qué sucede? -preguntó a un oficial que silbaba a la sordina, muy tranquilo, un aire de zarzuela alegre.

- Nada, hombre, no te asustes; ya se acabó todo, los acaban de fusilar ... ¡Una obra de misericordia ... los han rematado!

- ¿A quiénes? ...

- A quienes ha de ser, pen ... co, a los ultimos tomoches.

Era verdad. Así tendidos y moribundos, sangrando, humeando todavía sus carnes y sus harapos, les acababan de fusilar.

- ¡Bendito sea Dios! -murmuró una soldadera arrodillada, santiguándose.

Con el último tomochiteco había terminado la campaña de Tomochic ...

En la tarde se nombraron faginas para efectuar la incineración de los cadáveres tendidos en el valle y en las faldas de los cerros. Se les amontonaban unos sobre otros, se les arrojaban grandes leños y se prendía fuego. Y nada más repugnante y triste que el espectáculo aquél. Una densa fetidez irradiaba de tales hacinamientos, invadiendo toda la cuenca de Tomochic ...

Agotada la leña, los fatídicos montones continuaban ardiendo lentamente, con la propia grasa de la carne humana, dispersando los miembros, transformando los calcinados cuerpos, ennegreciendo cráneos pelados, de espantosos ojos, arrancando de las bocas y de los vientres que escurrían, flamulillas violáceas ... Olor de trapo y de cabellos quemados, de carnaza chamuscada, de nauseabunda podredumbre y de humano estiércol ... y en vez de buitres, cerdos.

Asqueado y abatido, y clavado en el alma el pensamiento de Julia, Miguel intentó esa tarde interrogar a alguna de las mujeres prisioneras que salían a llevar agua a las enfermas; pero en el momento de ir a hacerlo, se mandó formar la fuerza del Noveno para instalarla en otro sitio, allá en el límite del valle, en una casa situada al pie del monte y fuera del núcleo de escombros.

El Undécimo, Duodécimo, y Vigésimocuarto con el Estado Mayor, también cambiaron de instalación, acampando en unos amplios corrales al lado del Cerro de la Medrano. Cerca de éstos quedaron los nacionales de Sonora, los dragones de Seguridad Pública y los del piquete del Quinto Regimiento.

A cargo de éste se dejó una gran cantidad de caballos, mulas, asnos, reses y carneros, animales todos recogidos en los campos abandonados.

Las soldaderas entraron, ya sin temor, desenfrenadamente a saco en aquellas cuantas casas destruidas a sangre y a fuego, apoderándose de cuanto encontraban, exponiéndose a que algún techo se desplomara sobre ellas ... ¡Nunca como entonces estuvieron tan contentas, suelto su instinto de rapiña, libres sus uñas, abiertas sus bocas! Y las heroinas volvieron a ser harpías.

El subteniente Mercado quedó cerca del general para llevar órdenes en la noche, al nuevo alojamiento del Noveno, y como éste distaba cerca de media legua del Cuartel General, se le prestó un caballo con una montura de tropa.

Para transmitir una orden tuvo que atravesar por entre las ruinas y el incendio aún no extinto, y pasó a galope, contemplando con lúgubre voluptuosidad la dantesca escena, evitando las fatídicas hogueras en que ardían los cadáveres amontonados, sintiendo ya, a veces, en lo íntimo, una alegría feroz ante la desolación del fuego y de la muerte.

Antes de montar, habíase bebido en dos tragos un cuartillo de soto! ... y al sentirse sobre un caballo fresco y nervioso, arrancando a golpe, creyóse transformar en águila cruzando a través de una catástrofe ...

Y en el delirio del sotol complicado con su quijotismo fantaseador y sentimental recordó a aquellos jinetes chihuahuenses cuyas lanzas llevaban cabelleras de apaches, y se convirtió en relámpago sobre un caballo de pesadilla.

Pluguiéronle las ráfagas frías que pasaron cantando a sus oídos, y arrancándose el kepis, cual si le hubiese contagiado la extinta locura de Tomochic, ebrio y dichoso, al hundir los acicates en los flancos del corcel, gritó con alarido salvaje en la soledad y en el silencio:

- ¡Hurra ... ! ¡Sotol y petróleo ... ! ¡Viva la muerte ...!

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