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CAPÍTULO XX

DERROTA DE LA SEGUNDA COLUMNA

Miguel ante aquel caos vibró en lo íntimo un arranque de suprema indignación y cólera.

- ¡Ah! ¡Conque así se perdían las batallas y era la explicación de las hecatombes! ¡No era ésa la guerra con que había soñado al leer la historia de las grandes campañas históricas! ...

Y, sin embargo, tuvo al fin que retroceder él también, contaminado otra vez por el miedo, en tanto que allá en lo alto, la sección que les hacía fuego se retiraba en desorden, suspendiéndolo.

Castorena, de pie sobre una roca, sin kepis, agotados sus cien cartuchos disparados pródigamente, blandiendo feroz su carabina, loco, amenazaba romperles el alma a todos los que corrían, quienes no le hacían caso, perdida toda moral y disciplina en el vértigo de la derrota.

- ¡No corran, no corran! ¡Media vuelta y a ellos! ¡Viva el Noveno!

Enternecido y avergonzado, Miguel pasó junto al bravo camarada, abrigándose tras de la peña que le servía de pedestal, tratando de convencerle de su inútil temeridad.

No le escuchó, y llorando de rabia:

- Vengan, vengan acá, en campo raso, ¡cobardes! -repetía, completamente ronco.

¡Había que ver a aquel indómito muchacho, desgarrado y polvoroso, de pie sobre su roca, descubierta la cabeza, en jirones el capote, erizados los rojos cabellos, con lágrimas en los ojos, haciendo molinete con su carabina agarrada por el cañón, entre espesísima nube de pólvora ... ! ¡Había que verle ... !

El capitán Molina pudo lograr reunir, entre los que retrocedían, algunos valientes que formaron, tras compacto grupo de arbustos, un núcleo de defensa, una fortaleza heroica que acogía a los que quisiesen resistir.

- ¡Eh, Castorena, Mercado, por aquí, agáchense, agáchense! -les gritó.

Y al fin los dos, uno tras otro, con la carabina en la diestra, corriendo de abrigo en abrigo, remontaron el cerro, oyendo los gritos salvajes de ¡Viva Nuestro Señor Jesucristo! ¡Viva María Santísima!

En el improvisado reducto en que se defendía aquel pelotón de soldados se hacía con ventaja muy dura resistencia. Cerca de él había tres cadáveres de tomoches.

Por entre las piedras y las rocas, amontonados en torno de los troncos de los pinos, se veían los kepis y los cañones de los fusiles que centellaban a los rayos dcl sol que penetraba a través del alto ramaje cuyas hojas descendían despedazadas por el granizo de hierro.

Los oficiales pudieron llegar, y Miguel, extenuado, se echó en el suelo, decidido a que le mataran allí, pero descansando un poco.

Sentía calor de infierno y sudaba a chorros. Hubiera dado su porvenir en ese instante por un trago de agua.

Eran las once del día.

Allí, arrodillados o pecho a tierra, una veintena de soldados, cuatro oficiales y el capitán, hacían fuego, cazando a los enemigos que podían ver. Pero éstos, o habían retrocedido, o cargaban sobre la segunda columna que debía estar a un costado, pues hacia ese rumbo el traqueteo de las detonaciones redoblaba.

Un grupo de hombres de aquélla pasó a lo lejos, huyendo entre los árboles, cuando un oficial a la cabeza gritaba vivas en el estruendo de las descargas.

- ¿A dónde va usted, compañero? -le increpó el capitán, corriendo a él para ir a cortarle el paso.

- Señor, a tomar mejor posición a retaguardia, porque ...

- ¡Vaya usted a su puesto inmediatamente!

El oficial, avergonzado, regresó lentamente, agazapándose entre los árboles, incorporándose, mohíno, al improvisado reducto.

¡Era el que en la mañana se lamentaba de quedarse sin tajada!

La segunda columna, que permaneció a retaguardia de la primera, avanzó tomando la izquierda, dejando entre ambas un intervalo considerable. Recibió orden de desplegar en tiradores únicamente su primera sección; sus otras dos secciones permanecieron en lo alto, mientras aquélla adelantaba las alas para proteger un ataque de flanco.

Y en efecto, mientras la primera columna era asaltada de frente, la segunda lo fue por la izquierda. Los tomochitecos parecían conocer la táctica.

Los mismos accidentes del terreno, la misma naturaleza del suelo, salvaje y abrupto, dio a este combate idéntico aspecto del que se librara a la derecha.

Aquellos valientes montañeses lanzaban sus gritos terribles, y con certeza prodigiosa repartían la muerte.

- ¡Mueran los pelones! ¡Viva María Santísima! -también aullaban por aquel flanco.

Las dos columnas, paralelamente, debían descender por el cerro y desde la base de éste dirigirse a tomar las primeras casas del pueblo, llevando como reserva la tercera columna, protegidas todas por los fuegos del cañón.

Los tenientes coroneles que mandaban cada una de aquéllas daban órdenes a retaguardia, recibiéndolas a su vez del General en Jefe, por conducto de los nacionales.

Pero el intervalo entre las dos primeras columnas fue demasiado grande, por lo cual sucedió que un pelotón de audaces tomoches logró intercalarse en él como una invisible cuña, disparando sobre sus flancos y tomando en parte la retaguardia de la sección desplegada, la que al verse batida por tres fuegos, desesperada, contestó en la angustia de su situación en el bosque, descargando sus armas a todos rumbos.

Entonces, las secciones de retaguardia, sintiendo llegar a través de la espesura un huracán silbante de balas, desplegaron en desorden, y en desorden rompieron fuego hacia abajo, aniquilando a las secciones del frente.

¡Aquello fue el caos de la muerte, el momento de una desesperación inmensa. Ni una voz de alto mando que se escuchara, nadie que se comprendiese ... ! Todos hacían fuego de una manera loca. ¡Minuto de infierno!

Los fatídicos silbidos de las balas tomochitecas cruzándose con los de los mismos fusiles federales, tendían en la espesura entre la niebla de la pólvora redes fúnebres.

Había heridos en la espalda, muertos con las sienes atravesados, cadáveres con las frentes hechas pedazos ...

La confusión era espantosa, la pólvora cegaba por completo; y los hombres rodaban entre las piedras; y en tanto, los invisibles serranos de Tomochic, sin llevar las carabinas al hombro, sino colocándolas bajo el brazo, rápidamente, descargaban.

Mandaba la primera sección de la segunda columna el capitán Emilio Servín, joven delgado, de rostro huesudo, bigotito castaño y ojos pequeños y brillantes, sumamente bilioso y colérico ... Estaba literalmente loco de rabia. Al ver aquel disgregamiento y a su gente corriendo en todas direcciones, sin saber a punto fijo por dónde estaba el verdadero enemigo, aullaba, renegando y golpeando con su carabina a los que huían.

- ¡Entren, cobardes ... ! ¡Viva el Gobierno ... ! ¡No corran, ca ... nallas! -vociferaba, rojo de ira y con los ojos saliéndose de las órbitas.

- ¡Síganme, no sean cobardes!

Y sin reflexionar, impulsado por una desesperación inaudita, avanzó temerariamente por entre los matorrales; llegó a un gran claro que se hacía en el monte sin que nadie se atreviera a seguirlo, y allí, solo y a descubierto, soberbio, hizo fuego sobre uno de los enemigos que saltaba hacia lo alto del monte.

No tuvo éxito en el disparo. Su adversario, apuntándole apenas, le hizo caer, atravesado el pecho por una bala. Cuentan que al pasar junto al joven capitán moribundo, los tomoches, oyéndole blasfemar, le dispararon otro tiro a quemarropa.

Algunos soldados, tras de los árboles y rocas, vieron cómo, por último, el joven capitán levantó la cárabina, tratando de incorporarse para hacer fuego; pero se desplomó boca abajo, muerto, con la boca abierta y espumeante, mordiendo los guijarros de la sierra, a la que con los brazos abiertos parecía abrazar en la última convulsión trágica ...

Fatal coincidencia: Domingo Alcérreca, capitán segundo de la primera columna, lanzado por el huracán de dispersión que en ese momento también soplaba sobre ella, había llegado al mismo punto en que yacía Servín, y allí, junto a su infortunado camarada, cayó, con el cráneo reventado por tres proyectiles.

También los tenientes coroneles de las columnas, Gallardo y Villedas, eran casi al mismo tiempo y en diferentes puntos, el uno atacado ferozmente de cerca y salvado por su asistente, y el otro, herido en la cabeza.

La dispersión total fue inevitable entonces, también en la segunda columna. Cada quien escapaba por donde podía, sin rumbo fijo, sin dirección alguna, saltando por entre los cadáveres y abandonando los heridos, que retorcían los brazos, incorporándose, desesperados, en las más lamentables posturas.

El campo erizado de rocas enormes, poblado de altos pinos, quedó regado de armas, cadáveres, heridos y maletas. Un guión yaciente cerca del cabo que lo portaba semejaba con su lienzo rojo un gran charco de sangre escarlata, que hacía aún más pálido el rostro del cadáver tendido a su lado, con la boca abierta y los ojos mirando inmóviles el cielo matinal resplandeciente y hermoso, ya limpio de horribles humaredas.

Cesó el estruendo de las descargas; solamente se escuchaba una que otra detonación que repercutían los ecos de la sierra o el estampido intermitente del cañón que aún escupía sus proyectiles sobre el pueblo.

Había terminado el combate.

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