Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XI

ALBOR DE IDILIO

Las dos juventudes, desventuradas y solitarias, se aproximaron.

Miguel se sentía tiernamente atraído hacia Julia. Su infortunio la idealizaba a tal punto que pensó seriamente en arrancarla de aquel hombre cuya historia no conocía aún pero que adivinaba borrascosa.

La nube de misterio doloroso y extraordinario, casi fantástico, que flotaba en torno de los negros ojos de la airosa tomochiteca, prestigiaba tan espléndidamente a la víctima que pensó libertarla.

¿Por qué no realizar un acto soberbio, un heroismo caballeresco, arrebatada de aquella guarida y llevársela de aventura en aventura, paseando su idilio apasionado, al flanco del Noveno Batallón?

El alma de poeta que dormía en el subteniente parecía despertar.

Había dicho a Julia que regresaría; que dejaba dinero para que le hiciesen de comer, porque en la fonda del pueblo le daban todo muy escaso, y no le atendían, por preferir a los oficiales superiores.

Bernardo acogió esto con muestras de placer, y ordenó imperiosamente que matasen una gallina para obsequiar a su jefe; le dijo que mientras llegaba la hora, suplicábale que le llevara, él que podía, a ver el cañón de que tanto le habían hablado; tenía esa curiosidad, porque la verdad, ya mero se decidía a acompañarles para acabar con los fanáticos.

Miguel contestó, ingenuamente, que fuese a las once del día a la Alameda; que lo llevaría para que lo viera, aunque de lejos; sin sospechar que se las había con un espía de Tomochic.

Volvió a su puesto en el río, muy silencioso, pensando en aquel golpe del acaso que lo arrojaba tan lejos, enfrente de terribles acontecimientos, la víspera tal vez de su muerte, y en el día del amor y la gracia.

Meditó tristemente. Pensó en su padre, antiguo comandante liberal, primero, y después de Tecoac humilde honrado escribiente que pasara los últimos años de su vida en una notaría, consagrando toda su actividad en hacer ricos sucesivamente a tres hombres que le abandonaron cuando fue inútil ... Pensó en su pobre madre, viuda, bella aún, vuelta a casar, infamemente maltratada ... Luego, el escándalo terrible, la separación en que intervino la policía ... y su salida del Colegio Militar para ser un obscuro subteniente que algunos días más tarde estaría en cualquier punto perdido en los desiertos de Chihuahua, a miles de leguas de México ...

¡Qué vida la suya ... ! ¡Y qué albor magnífico iluminándola de pronto ... !

Meditó en el encuentro, no con una virgen ideal, no con una doncella de leyenda, ni con una Margarita pálida y rubia, sino con aquella pobre muchacha maculada vilmente, manceba de un bandido, ¡ser humilde y candoroso, que le había mirado con sus ingenuos ojos negros, como demandándole auxilio, brindándole un amor sencillo como su alma pura!

Y Miguel en el fondo de la suya, juró protegerla y aun amarla.

¡Lúcidamente, comprendía que amaba a Julia!

Pero, en suma, ¿qué podría lograr por ella ... ?

¡Hacerla más desventurada! ¿Llevar su belleza a la brutal lascivia de sus camaradas? Hacer vivir la frase: ¡carne para los lobos!

Y en tanto así discurría, sentado en una gran piedra, la tropa, desbandada en la orilla del río, lavaba entre un clamoreo alegre de chanzonetas, ternos, risas y gritos, bajo el sol que, libre ya de brumas, resplandecía en el azul del cielo, haciendo secar con sus rayos los lienzos, cuya blancura resplandecía entre las agrias breñas. A trechos los oficiales, formando corrillos, fumaban charlando, empinando tras los árboles o las rocas, a hurtadillas del capitán, las botellas.

Y el agua del río, fría y lenta, iba deslizándose ante los ojos absortos de Miguel, enturbiada por el jabón.

Cuando regresó al campamento tuvo que tomar su carabina e ir, como los demás oficiales, al ejercicio del tiro al blanco, que el general había ordenado para que conociesen sus nuevas armas.

A la lista de doce, cuando él cepillaba el capote empolvado en que había dormido, fueron a avisarle que le buscaban.

Era Bernardo, que venía a recordarle su promesa. Tuvo que acceder, y lo llevó a ver el cañón, desde el viejo zaguán de la casa habilitada de Cuartel General.

Don Bernardo contempló con imbécil actitud despectiva aquella nuevecita máquina de guerra, destinada a barrer a Tomochic.

Poco después se separó del bandido, evitando su compañía, pero quedando con él de verse en su casa, donde había mandado preparar una comida como pa su jefecito.

Cuando estuvo solo, vaciló en ir, considerando una estupidez tomar un pésimo almuerzo en el covachón de don Bernardo, y respecto a Julia, ¿no era atormentarse a sí mismo a la vista de aquella adolescencia desventurada, que sólo amargura podía inspirarle?

¿Salvarla? -volvía a preguntarse- ¡Necio quijotismo!

Así fue que se encaminó lentamente a la plaza, resuelto a comer en la fonda. Encontró a Castorena que regresaba de allí, contando que la oficialidad había dado fin con todo, y nada quedaba para nadie, pero que en revancha iba a beberse media botella de tequila y a comer una libra de queso, únicos víveres que pudo encontrar, amén de un montón de gordas de harina.

Miguel consideró que, puesto que en la fonda no había qué comer ya, debía ir con Julia; tomando al fin, rumbo al río, después de haber conversado un rato con el poetastro, y bebido algunos tequilas.

Ella había improvisado cómoda mesa, con dos bancos y una vieja tabla. Extendió sobre ésta una servilleta muy blanca, orlada con toscos dibujos verdes, colocando, por toda vajilla, un plato de peltre.

En la chimenea, con un buen fuego, hervía en negra olla la gallina, mientras dentro de una cazuelita chirriaban en un mar de manteca, dorados trozos de chorizo.

Mariana, de rodillas ante el metate, baja la cabeza, molía el chile con monótona regularidad de trabajo más que bestial, mecánico, de una inconsciencia absoluta; mientras Julia iba y venía, muy activa, poniendo todo en orden, embelleciéndolo, iluminándolo todo con su gracia, con sus ojos ...

Dos flacos y altivos gallos amarrados en el rincón del cuarto cantaban alternativamente, en tanto que un perrazo amarillo, seco y peludo, dormía con las patas estiradas, en el rectángulo de sol que entraba por la puerta.

Julia vibró, encendida, cuando Miguel, saludándola, estrechó suavemente su mano. Y no pudo pronunciar una palabra, húmedos los ojos, apretada la garganta.

Al fin, dominando su turbación, se excusó porque aún no estaba la comida, y mirándole con repentina audacia añadió que quería que no se enojara con ella.

- ¡Ah! cómo soy tonta ... Pero deje, otra vez no sucederá lo mismo -terminó.

- Don Bernardo no tardará mucho, ¿verdad? -le dijo cariñosarnente el oficial, sonriendo ante la ingenua.

- Sí señor, no ha de dilatar; siempre come a estas horas.

Ahora verá usted cómo me regaña porqué no está el almuerzo ... ¡Es muy malo, señor ... ! ¡Ah, cómo es malo!

Había un acento tal de amargura en estas palabras que el joven volvió a experimentar un sentimiento de infinita piedad hacia ella.

Una dulzura insólita se apoderaba de su ser ... Sobre todo, lo que más le cautivaba, eran sus miradas, francas, libres: de una magia encantadora, desprendidas como por milagro del misterio triste de sus ojos negros.

- Pero ... ¿cómo lo quiere usted ... ? Oiga, Julia ...

- ¡Cállese! ¡Mire ... ! - Y no pudo seguir la pobrecita. Le indicó con un movimiento de cabeza a la vieja Mariana, quien, de espaldas a ella, vertía el chile molido en una cazuela.

El subteniente, comprendiendo, permaneció silencioso. Entonces manifestó en voz alta querer obsequiar a don Bernardo con una lata de sardinas y un buen trago.

- ¿No va, doña Mariana, mientras hago la sopa ... ? ¡Ah! también trae el amasijo, porque con eso no alcanza -indicó Julia.

Mariana alzó taciturna la cabeza, y con ojos empañados contempló un momento a los jóvenes; luego, lentamente, sin decir una palabra, tomó un desgarrado chal de sobre el verde baúl, así como el billete que le alargó Mercado con gesto de horror y asco.

Salió la vieja como una sonámbula, sin hacer ruido, sin la menor manifestación de voluntad propia.

Cuando quedaron solos, él se acercó a Julia, quien bajó la frente, y dejó de cortar un pedazo de queso.

- Mire usted, Julia, Dios es bueno y no quiere, no puede tolerar esas cosas; usted tan bonita ... tan niña ... con él ... Eso es malo ... No está bien ... ¡No ... !

Hubo un momento de silencio. Él no se sentía capaz de continuar expresando su pensamiento atrevido, y ella, la pobre ... advirtiendo todo, en el despertar de su instinto femenil, tampoco pudo responder, y hasta después de unos instantes balbuceó:

- No, no ... yo también digo eso ... pero ¿qué hago ... ? ¿Quién me va a creer a mí ... ? Me mataría ... -y se puso a sollozar.

- No llores, no llores -y la voz del oficial cobró de súbito una ternura eficaz, un acento de caricia consoladora, sincera y elocuente ...

- No llores; ¿quieres ser mi mujer? ... Nos iremos de aquí, muy lejos, a Chihuahua, a México ... ¡Serás mi esposa ... ! No, no le hace que hayas vivido con él ... Si ya sé que no lo quieres; si ya sé que te está matando, ¡pobrecita mía ... ! Oye, mira, te quiero mucho porque has sufrido, porque sabes padecer, porque eres inteligente y buena, ¡Y tan simpática, tan simpática con esos ojos tan tristes, tan negros, con esos ojos tan lindos!

Atónita y encantada, medrosa, temblando, Julia no sollozaba ya, dejándose arrullar por la música grata de las palabras de Miguel, sumergiéndose deliciosamente en la onda tibia de su ternura vehemente y juvenil, vivífica, heroica ... Su dolor se disolvía en una voluptuosidad lánguida que abolía en ella todo pensamiento y toda acción ...

Y, muda, vibrando un éxtasis íntimo, sentido por primera vez en su vida, se dejó arrullar, se dejó arrullar ...

Los gallos, sacudiendo pomposamente sus alas, cantaron uno tras otro; las moscas, revoloteando al sol sobre el perro dormido, zumbaban; sonó de allá muy lejos, en el ambiente cálido, un toque de clarín. Después, cayó un gran silencio, una paz infinita.

- Vamos, Julia, dime, ¿puedes quererme? ¿Quieres vivir conmigo? ¿Quieres que nos vayamos, juntos, solitos ... ? ¿Quieres?

Y ella desvanecida anhelante:

- ¿Solitos? ¿Juntos? ¿Por qué me dice eso ... ? ¿Por qué me lo dice, eh ... ? ¡Ah, cómo es Ud. malo, señor, cómo es Ud. malo!

Y nuevamente sollozó convulsa, pero ya sin encubrir su pena, franca, abiertos, muy abiertos sobre él los ojos angustiados por las lágrimas.

- ¡No llores, por Dios, que no llores ... ! Te lo digo porque te quiero mucho, porque vas a ser mi mujercita ... ¿verdad?

- No, no, ¿Por qué me dice eso ... ? ¿No sabe, no le he dicho que yo soy de Tomochic?

Un relámpago hostil, de cólera y de orgullo, un relámpago sólo, cruzó por sus pupilas húmedas al pronunciar el nombre heroico. Pero la doliente actitud de Miguel, sumisa y acariciadora, la rindió más aún. Se serenó; se dulcificó, pasó una sonrisa sobre sus lágrimas, sobre su orgullo ... Tornó a ser humilde.

- ¡No sabe! ... Yo quiero irme ... pero no así ... ¿sabe? -y la divina sonrisa que alboreaba en su rostro moreno y fino hizo más encantadores sus labios y más espléndido el fulgor de sus ojos ya secos, febriles ahora.

- ¡Si pudiera ir a Chihuahua o escribir a mi padrino! Puede que hasta me haya olvidado hacer las letras ... pero no ... no, déjeme, ¡déjeme ... ! ¿Ve?, también es usted así ... ¡No!

Enternecido, arrebatado, Miguel le ceñía el talle y trataba de besarla en la frente.

Ella, extinta su pena, encarnada de rubor, sorprendida por la audacia del oficial, temblorosa, extendía en el vacío sus manos, retrocediendo hasta la pared del fondo. Allí Miguel rápidamente acercó su rostro al suyo, besándola en la mejilla, sin ningún ardor lúbrico, como hubiera podido besar a una hermana.

Julia suspiró, cubriéndose el rostro con el delantal, mientras él, un tanto arrepentido, la contemplaba en silenció, melancólicamente.

- ¡Cómo te quiero, Julia! -le dijo más quedo, en pie, cerca de ella, aproximando a su encendida faz los labios candentes aún por el beso con que la había asaltado ...

El ósculo juvenil, al realizar el maravilloso prodigio de disolver el dolor de la melancólica serrana, encendía en sus pupilas, en sus senos, en su vientre, una lumbre interna y dulce que por primera vez la quemaba voluptuosamente.

De pronto, el perro amarillo despertó, levantando la cabeza, recogiendo sus patas, olfateando, moviendo la cola.

- ¡Allí viene ... ! Siéntese por el amor de Dios!

Furioso, el joven iba a dejarse arrebatar por la cólera, pero, cual no siempre sucedíale, el pensamiento límpido venció en él al impulso ciego. Se dominó, y sentándose, fingió contemplar atentamente, como un buen perito, a uno de los gallos.

Don Bernardo, borracho ya, se detuvo en la puerta, dio un puntapié al perro que iba a lamerle la mano; miró de reojo al oficial, pero riendo, cachazudo, dijo, tendiéndole una botella:

- ¡Ah ... ! ¡Cómo es usted bueno, mi jefe ... ! ¡Mire no más qué tequila le traigo ... ¡Hepa! Julia, un vaso ... ¡Pronto, condenada de Lucifer!

Julia, humilde y atónita aún, se acercó a Miguel, trémula, presentándole el vaso lleno de tequila.

Miguel lo tomó, apretando la mano de la muchacha. Ella abrió los párpados y sus negras pupilas fulguraron una mirada impregnada de gratitud y de amor, en tanto que el don Bernardo, encorvado, apoyándose en la pared, tosía fatigosamente, jadeando y escupiendo, repugnante.

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