Esquilo


Los siete
contra
Tebas

Primera edición cibernética, abril del 2010

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés


Haz click aquí, si deseas acceder al catálogo de la Biblioteca Virtual Antorcha


Presentación

La obra que ahora colocamos en los anaqueles de nuestra Biblioteca Virtual Antorcha, es la tragedia de Esquilo, Los siete contra Tebas, en la cual aborda de lleno el tema del fratricidio y sus consecuencias.

La estirpe masculina del célebre Edipo termina enfrentando un tétrico destino al tener que combatir Eteocles y Polinices, el primero defendiendo la ciudad de Cadmo, y el segundo atacándola.

Los dos, con sus respectivas y, por qué no decirlo, justas razones se enfrentan ocasionándose la muerte; sus hermanas, Antígona e Ismene, sobreviviéndoles encaran horrorosa angustia que se ve acrecentada cuando el Senado de Cadmo sentencia a sepultar con tributo y gloria a Eteocles, condenando a la insepultura a Polinices.

... en cuanto a su hermano Polinices -advierte el Pregonero al comunicar la sentencia senatorial a las aflijidas hermanas-, que su cadaver insepulto sea arrojado fuera de aquí, a que le devoren los perros como a quien habría sido el asolador de la tierra de Cadmo, si no hubiese salido un dios al encuentro de su lanza.

Pero Antígona se rebela y opta por ir a dar la debida sepultura a su hermano, horrorizada ante la, para ella, cruel e incomprensible sentencia.

Si bien esta tragedia no es de lo mejor de Esquilo, su lectura es bastante impactante y su mensaje fortísimo.

Chantal López y Omar Cortés


PERSONAJES

ETEOCLES.
UN ESPIA.
CORO DE TEBANAS.
UN MENSAJERO.
ISMENE.
ANTÍGONA.
UN PREGONERO.
PRIMER SEMICORO.
SEGUNDO SEMICORO.


La escena es en la ciudadela de Tebas.
Prologuiza Eteocles, disponiendo al pueblo tebano a la defensa de la ciudad.



Aparecen ETEOCLES, el CORO y el pueblo.

ETEOCLES
Ciudadanos de Cadmo:

Menester es que en la ocasión hable quien vela por la República, sentado en la popa de la ciudad, timón en mano y sin rendir los ojos al sueño. Porque si salimos con bien se dirá: ¡Un dios lo hizo!; pero si, lo que no suceda, sobreviene un desastre, sólo Eteocles será el infame que andará en coplas entre los ciudadanos, y contra él irán los aves y clamores.

¡Librenos de ello Zeus defensor, y haga con la ciudad de los Cadmeos según su nombre!

Hora es esta de que vosotros todos, el que aún no ha llegado a la flor de la mocedad y el que ha tiempo que salió de ella y el que sustenta un cuerpo lleno de vigor rosa lozanía, cada cual cuidadoso como debe, defienda la ciudad y las aras de los dioses patrios, porque jamás sean privados de sus honores; y a los hijos, y a la tierra madre, amorosa nodriza que tomando sobre sí toda la fatiga de vuestra. infancia, os criaba cuando de niños os arrastrabais por su propicio suelo, como a quienes habíais de ser sus habitadores fieles, que la han de cubrir con sus escudos en este trance.

Hasta el presente día, sin duda que algún dios se inclina a nosotros benigno. Asediados, durante ese tiempo, gracias a los dioses, las más veces nos ha sido la lucha favorable. Pero hoy, el adivino, ese pastor de las aves, que sin ayuda del fuego pesa en su oído y ánimo con no engañoso arte los agoreros signos; ese dueño de los augurios nos anuncia que anoche se juntaron los Acheos y determinaron el ataque decisivo contra la ciudad.

Ea, pues, lanzaos a las almenas y a las entradas de las torres; corred, armaos de todas armas, poblad las defensas, manteneos firmes en las plataformas de los baluartes, y apostados en las avenidas tened buen ánimo y no temblad a una turba de extranjeros.

El dios, que lo ha comenzado bien, lo acabará. Por mi parte, he enviado espías y exploradores del campo. Espero que no han de perder la jornada, y en oyéndoles no seré tomado de sorpresa.

ESPÍA
Eteocles, óptimo príncipe de los Cadmeos, torno de allá trayéndote nuevas ciertas del campo; yo mismo he sido espectador de los sucesos.

Siete caudillos, hombres impetuosos, desollaron un toro sobre un herrado escudo; mojan luego sus manos en la sangre de la taurina víctima, y juran por Ares, por Belona y por el Terror, ávido de matanza, asolar la ciudad y devastar la fortaleza de Cadmo, o morir empapando en su sangre esta tierra.

Después, con aquellas mismas sangrientas manos cuelgan del carro de Adrasto las caras prendas que han de ser en el hogar memoria para sus hijos, y las lágrimas salen hilo a hilo de sus ojos, pero ni un ¡ay! de su boca. Antes sus almas de hierro, ardiendo en coraje, respiran muerte como leones que olfatean la sangre.

Y no se ha de tardar perezosa la prueba de estos hechos, porque los he dejado echando suertes, a fin de que cada cual mueva su haz contra la puerta que los dados le señalen.

Por tanto, escoge al punto los guerreros más esforzados de la ciudad y apóstalos en las avenidas de las puertas, que ya el ejército argivo, todo él armado, se acerca a toda prisa, y avanza entre nubes de polvo, y la blanca espuma salpica el llano desprendida en gotas del agitado resuello de los corceles.

Tú, pues, asegura la ciudad como prudente patrón de esta nave, antes que los vientos de Arel se suelten impetuosos.

Ya ruge la terrestre onda de los sitiadores. Pronto, aprovecha cuanto más antes la ocasión de la defensa. Yo seguiré todo el resto del día con ojo vigilante y fiel, y sabedor tú con puntualidad de lo que ocurra de puertas afuera, estarás a salvo de todo golpe.

ETEOCLES
¡Oh Zeus! ¡Oh Tierra! ¡Oh vosotros, dioses tutelares de la ciudad! ¡Oh Maldición y formidable Erinna de mi padre! No queráis hacer presa de enemigos, y entregar a todo desvastador estrago, y arrasar hasta los cimientos ciudad donde corre el habla de Hélade y hogares en que se alzan vuestras aras.

!Jamás esta libre tierra ni la ciudad de Cadmo sufran el yugo de la servidumbre! Sed nuestro baluarte. Vuestra como nuestra es la causa por que abogo.

Así lo espero, que en la buena fortuna es cuando una ciudad hace honor a los dioses.

Vanse ETEOCLES, el ESPÍA y el pueblo.

CORO
¡Ay, que temo que habré de lamentar grandes dolores!

El ejército ha dejado ya el campo y avanza con fiera acometida. Hacia aquí corre innumerable vanguardia de gente de a caballo. Esa nube de polvo que se cierne en 'el aire me lo está anunciando, mensajero mudo, pero bien cierto e infalible. El fragor de la tierra, sacudida por los equinos cascos, se levanta de entre el polvo y se acerca y vuela y brama a modo de victorioso torrente que con estruendo del alto monte se derrumba.

¡Oh dioses, oh diosas!, apartad de nosotros el mal que nos asalta. Las haces cubiertas de sus lucientes escudos se lanzan con precipitada furia sobre la ciudad, prontas a la acometida; su vocear domina las murallas.

¿Qué dios nos defenderá? ¿Qué diosa? ¿Quién será en nuestro socorro? ¿Ante cuál de estos simulacros de los dioses me postraré en súplica?

¡Oh bienaventurados, que ocupáis esos espléndidos tronos: llegó el momento de abrazarnos a vuestras imágenes!

¿A qué es tardar gimiendo tanto?

¿Oís o no oís el choque de los escudos? ¿Cuándo pensaremos en ceñirnos velos y coronas, y elevar nuestras súplicas, si ahora no?

Siento un estrépito. ¡Ay, que no es el golpe de una sola lanza!

¿Qué harás, ¡oh Ares!, antiguo señor de este pueblo? ¿Harás traición a una tierra que es tuya? ¡Oh dios del casco de oro, contempla, contempla la ciudad a quien tanto amor tuviste algún día!

Dioses tutelares de la patria, acudid todos, acudid; echad una mirada sobre este aterrado coro de vírgenes que os suplican temerosas de la esclavitud.

En torno a la ciudad una ola de guerreros de ondeantes penachos hierve mugidora, hinchada por el aliento de Ares.

¡Oh Zeus, padre sumo, defiéndenos de ser presa de nuestros enemigos! Porque los Argivos rodean la ciudad de Cadmo, y con ellos el terror de las marciales armas.

Los frenos que sujetan las equinas bocas dicen con lúgubre son: ¡Muerte!

Siete hombres audaces que se señalan entre todo el ejército por sus ricas armaduras, blandiendo sus lanzas, amenazan las siete puertas, cada cual la que la suerte le ha deparado.

Hija de Zeus, potestad amiga de los combates, ¡oh Pallas!, sé el salvaguarda de la ciudad.

Y tú, creador del caballo, Poseidón, señor, que dominas los mares con el tridente azote de los marinos peces, líbranos, líbranos de estos terrores.

Y tú, Ares ¡ay de mí! guarda la ciudad que lleva el nombre de Cadmo, y haz ostentación de tu alianza.

Primera madre de nuestro linaje, Cypris, ven en nuestra defensa. De tu sangre nacimos, a ti llegamos ahora clamando a ti con súplicas, que sin duda escucharán tus oídos de diosa.

Numen titular, Matador de lobos, por nuestros lastimosos clamores, sé el matador de esos lobos de nuestros enemigos.

¡Oh virgen hija de Latona ármate bien de tu arco, propicia Artemis!.

¡Ah, ah, que oígo en derredor de los muros el estruendoso rodar de los carros! ¡Augusta Hera! En los cubos de las ruedas rechinan pesadamente los ejes oprimidos. ¡Propicia Artemis!

¡Ah, ah! El aire brama enfurecido, azotado por las lanzas. ¿Qué te espera que padecer, ciudad nuestra? ¿Qué será de ti? ¿Qué fin te depararán los cielos en estas desventuras?

¡Ay, ay! Una granizada de piedras viene sobre las almenas de las torres.

¡Oh propicio Apolo! Retumba en las puertas el estrépito del golpeado cobre de los escudos. ¡De Zeus venga el piadoso término rematador del combate!.

Y tú, que habitas enfrente de la ciudad, Oncea, bienaventurada señora, defiende esta tu morada de las siete puertas.

¡Oh deidades prepotentes!, excelsos dioses y diosas, custodios de las torres de esta tierra, no entreguéis la ciudad al hierro de un ejército que habla una lengua extraña. Escuchad, escuchad los justos ruegos de unas vírgenes que os tienden las manos suplicantes. Dioses amigos, rodead la ciudad, protegedla, mostrad cómo la amáis. Velad por los públicos sagrados ritos, velad por ellos, defendedlos. Haced memoria de las fiestas abundosas en víctimas, que con voluntad pronta este pueblo os consagra.

Sale ETEOCLES.

ETEOCLES
Yo os pregunto, ganado insufrible: ¿es esto mostrarse pronto a hacer bien a la ciudad, y salvarla, y dar aliento a sus asediados defensores? ¿Es esto?

¡Caer ante las imágenes de los dioses tUtelares y gritar, y vocear, ralea aborrecida de los sabios! Jamás, ni en la mala ni en la buena fortuna, viva yo bajo un mismo techo con gente mujeril, que como ella domine, ¡qué intolerable petulancia! Mas si algo teme, no hay peste como ella para su casa y pueblo. Ahora, con este gritar y este correr de un lado a otro, ponéis cobarde desaliento en el ánimo de los ciudadanos y ayudáis a maravilla las armas de los de afuera. Nosotros mismos nos destruimos aquí adentro. He ahí lo que puedes sacar de vivir con mujeres. Mas si alguien no se sujetare a mis órdenes, hombre o mujer o lo que quiera que sea, contra ellos se dictará sentencia de muerte, y no habrá cómo escapen de ser apedreados por el pueblo en público suplicio. Pues que al hombre tocan las cosas de afuera, no se entrometa la mujer en esto; estese dentro de casa y no haga daño.

¿Oís o no oís? ¿Hablo con sordas por ventura?

CORO
¡Oh, amado hijo de Edipo! Temí oyendo el estruendoso rodar de los carros, y el girar rechinante del cubo de las ruedas, y el gemir de esos frenos, hijos del fuego; timones que rigen las hípicas bocas, sin dormir jamás.

ETEOCLES
¡Y qué! ¿Acaso huyendo de la popa a la proa es como el piloto encontrará camino de salvación cuando fluctúe entre las ondas la combativa nave?

CORO
Dirigíame yo corriendo a los antiguos simulacros de los bienaventurados, puesta en ellos mi confianza, cuando llegó hasta mí el fragor de la funesta tempestad, que a modo de apretada nieve caía sobre las puertas, y entonces con el terror elevé a los dioses mi voz suplicante, porque tiendan su auxilio sobre la ciudad.

ETEOCLES
Orad por que los muros resistan el empuje de los sitiadores.

CORO
Pues en verdad que de los dioses depende.

ETEOCLES
Mas también es común sentencia que ciudad tomada, los dioses la abandonan.

CORO
En mi vida me abandonen estos dioses, ni sea yo la ciudad entrada por asalto y abrasada su gente por el fuego enemigo.

ETEOCLES
Con invocar a los dioses no vayas a resolver en mi daño, mujer; que, como dice el proverbio, la obediencia al que manda es madre del buen suceso que salva.

CORO
Razón tienes; pero más alta potestad es la de los dioses, que muchas veces levanta al desvalido de entre sus males y desvanece la densa niebla de dolor que Se tendía delante de sus ojos.

ETEOCLES
A los hombres toca, cuando los enemigos intentan atacar, ofrecer sacrificios a los dioses y consultar los oráculos; a ti, callar y estarte dentro de casa.

CORO
Gracias a los dioses habitamos hoy ciudad que no ha sido tomada, y nuestras torres rechazan a la impetuosa muchedumbre enemiga.

¿Qué hay de odioso y reprensible en esto que digo?

ETEOCLES
No te niego que honres al linaje de los inmortales; pero de modo que no vuelvas pusilánimes a nuestros defensores.

Estate serena y no hagas extremos de dolor.

CORO
Oí de improviso estrepitoso tumulto, y trémula y aterrada me refugié en esta acrópolis, venerado sagrario de nuestros dioses.

ETEOCLES
Pues ahora, si oís hablar de muertos y heridos, no los recibáis con sollozos, que con esa carnicería de hombres se ceba Ares.

CORO
¡Oigo el relinchar de los caballos!

ETEOCLES
Si lo oyes, haz como si no lo oyeses.

CORO
Gime la fortaleza estremecida en sus cimientos, como si los enemigos la rodeasen.

ETEOCLES
Sobre estos negocios basta con que yo determine.

CORO
Estoy temblando; crece en las puertas el estrépito.

ETEOCLES
¿No callarás? Guárdate de decir palabra en Tebas.

CORO
¡Oh, consejo altísimo de los dioses, no entregues estos baluartes!

ETEOCLES
¡En hora mala!¿No podréis sufrir en silencio?

CORO
¡Que no me vea yo en la esclavitud, dioses de mi patria!

ETEOCLES
Tú misma, tú nos harás esclavos, a mí, y a ti, y a la ciudad entera.

CORO
Omnipotente Zeus, vuelve tu rayo contra los enemigos.

ETEOCLES
¡Oh, Zeus, y qué casta nos has regalado: las mujeres!

CORO
Míseras como los hombres, cuya ciudad es tomada.

ETEOCLES
¿Otra vez andáis abrazando esas estatuas y agorando males?

CORO
Falta ya de alientos, el terror se lleva tras sí mi lengua.

ETEOCLES
Si me otorgases una corta merced que yo te demandara ...

CORO
Dila cuanto antes y así la sabré pronto.

ETEOCLES
Que calles, ¡infeliz!, y no atemorices a nuestros amigos.

CORO
Me callo. Sufriré con los demás por lo que está decretado.

ETEOCLES
Prefiero ese modo de hablar a aquellas tus palabras de antes. Pero apártate de esas estatuas, y ruega por lo que importa más que todo: que los dioses peleen en nuestra ayuda.

Escucha ahora mis votos, y depuesto el temor del enemigo, respóndeme cantando el sagrado Pean, jubiloso himno henchido de guerreras esperanzaS, estilo de la patria Hélade, compañía de los sacrificios, aliento del soldado.

Yo hago votos a los dioses tutelares de nuestra ciudad, y a los que habitan y cuidan nuestros campos, y a los que vigilan y presiden nuestra pública Agora, y a la fuente Dircea, sin que exceptúe las aguas del Ismeno, digo que hago voto, si alcanzamos próspero suceso y la ciudad es salva, de enrojecer las aras de los dioses con la sangre de las ovejas, e inmolar en su honor taurinas víctimas, y colgar en sus santas moradas los trofeos y las vestiduras de nuestros invasores y los enemigos despojos que ostentan las gloriosas señales de nuestras lanzas. Tales votos como éstos has de hacer tú a los dioses, pero no con gemidos y vanos y broncos ayes. Así nos evitarías mejor lo que esté decretado.

Pero marcho a disponer con toda diligencia otros seis adalides, y yo iré de séptimo, que, apostados en las avenidas de las siete entradas de los muros, haremos cara a los enemigos antes que vuelvan apresurados los espías y sus nuevas corran veloces, y con lo apretado de la necesidad lo enciendan todo.

Vase.

CORO
Procuro obedecerte, pero el temor no deja que descanse mi pecho.

Como paloma criadora, que a la vista del dragón se agita en el mísero nido, y tiembla por sus polluelos, así las ansias, que hacen habitación en mi alma, al ver yo esa muchedumbre que rodea los muros, aumentan mis terrores.

El ejército todo viene derecho en apretadas haces hacia nuestras torres. ¿Qué va a ser de mí? De todas partes arrojan sobre nuestros soldados una granizada de asperísimas piedras. Dioses hijos de Zeus, echad el resto en defensa de la ciudad y ejército de Cadmo. ¿Por qué otro suelo mejor cambiarías este suelo, si abandonaseis esta tierra de profundos y henchidos surcos, y el agua Dircea, la más saludable entre cuantas buenas de beber envía Poseidón, el que entre sus brazos abarca la tierra y los hijos de Tethys?

Enviad, pues, dioses tutelares de mi patria, contra los que están fuera de muros, la espantable derrota, perdición del soldado que hace arrojar las armas; dad el triunfo a los tebanos, y por nuestras lastimeras súplicas permaneced por siempre en vuestros ricos tronos para ser los defensores de Tebas.

Miserable cosa sería que una tan antigua ciudad fuese precipitada en el Orco. Que por permisión de los dioses se viese esclava, hecha presa de las armas enemigas, afrentosamente asolada por el acheo y vuelta en cenizas inertes.

Que las mujeres, ¡ay de mí!, jóvenes y ancianas fuésemos llevadas por fuerza de las crenchas de nuestros cabellos a modo de yeguas, y desgarradas nuestras túnicas. Y en la desierta ciudad resonarían los apagados ayes de los cautivos moribundos. Ya antes de que suceda tan funesta desdicha se llena de terror mi alma.

Y bien de llorar sería para las delicadas doncellas dejar sus casas por un camino odioso, ya agotadas por bárbara fuerza, que arrebató los frutos verdes aún, antes que un legítimo himeneo los gozase.

¡Qué por más dichoso tengo a quien muere que no a éstas sin ventura! ¡Ay de mí, que ciudad entrada luego padece muchos infelicísimos males! Los unos haciendo cautivos a los otros y dándoles muerte, y llevando a todas partes el incendio; la ciudad entera toda ella envuelta e infestada de humo; mientras, el domador de los pueblos, Ares, atropella toda piedad y sopla enfurecido.

Dentro de muros, estrépito temeroso; fuera, una valla de picas que, a modo de torre inexpugnable, encierra a los vencidos.

Al bote de lanza de un hombre cae muerto otro hombre. Resuena en el aire el vagido lastimero de los recién nacidos, que expiran ensangrentando con su propia sangre el materno pecho que los sustenta. Tras de esto, aquel correr codicioso de acá para allá, seguido de su hermano el pillaje. El afortunado que hizo presa, Se encuentra y topa con otro afortunado, rico de despojos, y el apocado, que va con las manos vacías, deseoso de su parte, incita a voces a quien como él va de vacío. Y no la buscan menor ni siquiera igual, sino cada cual mayor que la de los otros. ¿Qué podrá esperarse después de esto?

Derramados por el suelo toda suerte de frutos, son dolor de quien se los halla y amargura de los ojos del ama cuidadosa. Revueltos en confuso montón, corren muchos en sórdidas y vilísimas ondas los regalados dones de la tierra.

Las tiernas doncellas esclavas sufren con nuevo dolor, como a un enemigo más poderoso, el servil lecho de quien las logró por su buena fortuna. Su esperanza es que venga sempiterna noche y las libre de sus lastimosísimos dolores.

PRIMER SEMICORO
¡Oh, amigas! He ahí el espía que llega, y, según me parece, trae alguna nueva del ejército.

Bien de prisa viene y apretando el paso.

SEGUNDO SEMICORO
Y aquí está el rey en persona; el hijo de Edipo, a saber las nuevas que el espía tan oportunamente trae. También a él apenas le deja la prisa fijar la planta en el suelo.

Salen ETEOCLES y el ESPÍA.

ESPÍA
A ciencia cierta puedo decirte el estado de los enemigos y qué puerta le cupo a cada cual en suerte. Ya Tideo brama de furor frente a la puerta Precia. El adivino no les deja pasar las aguas del Ismeno porque las entrañas de las víctimas no le son favorables; y Tideo, fuera de sí y ansioso de pelear, se desata en voces, como hambriento león en silbas al calor del mediodía, y provoca con denuestos al sabio vate hijo de Oicleo, acusándole de retroceder medroso, con bajeza de ánimo, ante la pelea y la muerte. Y gritando así, sacude el triple penacho; la crinada cabellera hace negra sombra al yelmo, y bajo la trémula mano claman terror las resonantes y cóncavas labores de su broncineo escudo. En él lleva esta arrogante empresa: un cielo, hecho a cincel, todo encendido por los astros, en medio del cual brilla resplandeciente la luna llena, gloria de las estrellas y ojo de la noche. De esta suerte está a la orilla del río, y salta loco de ufanía con el soberbio aparato de sus armas, y vocea y llama a combate, no de otro modo que fogoso carcel, en oyendo el son de la corneta, se ensaña con el espumante freno, y quiere lanzarse a la batalla. ¿Quién le opondrás? Una vez que la puerta de Preto sea forzada, ¿quién será poderoso a hacerle frente?

ETEOCLES
No me asusto yo de afeites de hombre ninguno; ni los motes hacen heridas, ni muerden penachos y sonoros cobres sin la lanza. y en cuanto a esta noche que dices hay en el escudo, resplandeciente de los astros del cielo, acaso esa locura pudiera ser profecía para alguho. Porque si cae sobre sus ojos la noche de la muerte, vendrá a ser esa arrogante empresa bien justa, y verdadera, y significativa para su mantenedor, y él, agorero de su propia afrenta. Yo pondré contra Tideo por defensor de esa puerta al virtuoso hijo de Astaco, de muy generosa sangre, honrador del trono del honor, y aborrecedor de jactanciosas frases. Tímido sólo para toda acción fea, jamás conoció la cobardía.

Trae su estirpe de aquellos hombres nacidos de la siembra de Cadmo, que perdonó Ares, y es de pura raza tebana. Tal es Melanippo. Ahora Ares jugará a los dados la victoria, mas como quiera, la ley de la sangre designa a Melanippo para defender de la lanza enemiga a la madre que le parió.

CORO
Así los dioses den ahora a mi mantenedor tan buena fortuna como justicia le asiste al alzarse en armas por la ciudad; pero temo ver el fin sangriento de los que van a morir por los que les son caros.

ESPÍA
Sí, quieran los dioses darle buena suerte. La puerta de Electra tocóle a Capaneo, el cual es otro gigante mayor que el sobredicho, cuya arrogancia no razona a lo humano. Amenaza las torres con estragos que jamás permita la fortuna, y dice que, quiera el cielo o no quiera, que él ha de destruir la ciudad, y que la ira misma de Zeus, que se clavase en el suelo a su paso, no le detendría en su camino.

Por él lo mismo se le da de relámpagos y rayos que de los calores del mediodía. Tiene por empresa un hombre desnudo armado de encendida tea, y que dice en letras de oro: Yo incendiaré la ciudad.

Contra un tal hombre como éste envía ... Mas ¿quién le hará cara? ¿Quién esperará sin temblar a hombre que viene tan arrogante?

ETEOCLES
Ventaja sobre ventaja. La lengua es el verdadero acusador de los vanos pensamientos de los hombres.

Capaneo amenaza, pronto a hacer lo que dice, y menosprecia a los dioses y suelta su lengua con necia alegría, y, mortal como es, lanza a voces arrebatadas palabras que llegan hasta el mismo Zeus. Pero confío que ha de venir sobre él, y con razón, el ignífero rayo, y nada semejante a los ardores del sol de mediodía. Tan baladrón y todo contra él está designado un hombre que arde en coraje, el impetuoso Poliphonte, defensa bastante del puesto con el favor de su patrona Artemis y de los demás dioses. Dime otro de los destinados por la suerte para las restantes puertas.

CORO
Perezca quien se gloria lanzando tan terribles amenazas contra la ciudad. Que el golpe del rayo le destruya antes que invada mis hogares y me arroje con lanza soberbia de mi virginal retiro.

ESPIA
Voy, pues, a decir a quién señaló en seguida la suerte para otra de las puertas. Salió la tercer jugada del cobrizo fondo del yelmo, y fué para Eteoclo, a quien toca llevar su gente sobre la puerta de Neis. El entonces hace revolverse a las yeguas, que relinchan impacientes bajo el freno, codiciosas de volar a las puertas. Los férreos bocados silban con rudo estilo, cubiertos del resuello espumoso que se exhala de las dilatadas narices. El escudo que lleva está pintado con nada humilde adorno: un hombre armado que va subiendo los peldaños de una escala arrimada a una torre enemiga que quiere destruir, el cual vocifera estas palabras escritas: Ni el mismo Ares podrá arrojarme de esta torre.

Envía también contra éste un hombre que sea capaz de apartar de Tebas el yugo de la esclavitud.

ETEOCLES
He aquí a quién puedo enviar, y pienso que con alguna fortuna: a Megareo, hijo de Creon, del linaje de los hombres sembrados. Ya partió a su puesto. No ostentan sus manos pomposos alardes; pero no retrocederá por temor a estrepitosos relinchos de caballos fogosos; antes bien, o morirá, pagando así a la patria la deuda de su crianza o se apoderará de los dos hombres y de la ciudad del escudo, y alhajará con estos despojos la casa de su padre. Cuéntame las balandronadas de otro; di, y no omitas palabra alguna.

CORO
Pido a los cielos, ¡oh, defensor de mis hogares!, que seas afortunado en tu empresa y que les sea contraria a nuestros enemigos. Como ellos con enfurecido ánimo se desatan en amenazas insolentes contra la ciudad, así los mire airado Zeus justiciero.

ESPÍA
El cuarto, a quien corresponde la puerta de Atena Oncea, es el gigante de Hippomedonte, de desaforada estatura, que viene a nosotros con grandes voces. Como luego comenzase a voltear un enorme disco que trae, quiero decir, el círculo de su escudo, temblé de miedo; no diré lo contrario. Y no era ningún torpe el grabador de empresas que cinceló en él este asunto: Tiphon arrojando por la igniespirante boca la negra humareda, ágil hermana del fuego. y todo alrededor de la honda cavidad del disco está todo él incrustado de entrelazadas madejas de serpientes.

En cuanto a Hippomedonte, da jubilosos alaridos de guerra, y lleno del furor de Ares corre a la lucha arrebatado y loco como una bacante y despidiendo terror de sus ojos. Fuerza es guardarse bien de la acometida de un tal enemigo, que ya su arrogancia ha llevado el terror a aquella puerta.

ETEOCLES
Ante todo, Palas Oncea, que asiste en la ciudad vecina a esa puerta, perseguirá con su odio la insolencia de ese hombre, y le rechazará de sus polluelos como a dragón dañoso. Además, el adversario que se le ha elegido es el insigne hijo de Enopo Hiperbio, que está deseoso de probar su suerte en este trance de fortuna. Y nada hay que tacharle ni en la apostura, ni en el valor, ni en el arreo de las armas. Con razón los ha juntado Hermes, porque irán enemigo contra enemigo, y llevarán en sus escudos dioses enemigos. Pues si Hippomedonte tiene a Tiphon respirando llamas, en el escudo de Hiperbio está sentado Zeus, firme y reposado, con el rayo ardiente en la diestra; y nadie vio todavía a Zeus vencido de vencedor alguno. ¡Y he aquí cuánto vale la amistad de los dioses!

Nosotros estamos con los vencedores; ellos, con los vencidos, porque si Zeus pudo más en la pelea que Tiphon, así es natural que suceda ahora con los dos contrarios. Zeus, que está en el escudo de Hiperbio, será su salvador, según reza la empresa.

CORO
Yo confío que quien lleva en el escudo y pone enfrente de Zeus una figura que le es odiosa, el cuerpo de un dios sepultado bajo la tierra, imagen por igual aborrecida de los hombres y de los eternos dioses, que ha de dejar su cabeza en nuestras puertas.

ESPÍA
Que sea así. Pero voy a hablar del quinto, que está apostado en la puerta del Bóreas, junto al sepulcro del divino hijo de Zeus, Amfion. Jura por la lanza que sustenta, y que lleno de arrogancia tiene en más veneración que a un dios, y la quiere más que a las niñas de sus ojos, que a despecho de Zeus ha de asolar la ciudad de Cadmo. Quien así vocifera es un hombre de hermoso rostro, casi niño, aún no salido de la mocedad, retoño de una madre habitadora de las selvas. Apenas apunta en sus mejillas el ligero bozo, que con la edad crece y se torna espesa barba; pero de niño sólo tiene rostro y nombre. Allá está retándonos, con la fiereza en la mirada y la crueldad en el corazón. Y tampoco éste se llega a nuestras puertas sin alardear de jactancioso.

Juega un ancho y broncíneo escudo, que defiende en redondo su cuerpo, en él lleva la figura de la afrenta de nuestra ciudad: la Esfinge carnicera, hecha de bulto y con primoroso arte claveteada y toda resplandeciente. Bajo sus garras tiene un Cadmeo, de modo que contra él vengan la mayor parte de nuestros dardos. Mas no parece que el árcade Partenopo viene a hacer tráfico de la guerra y a deshonrar el término de una gran jornada. Extranjero educado en Argos este tan valeroso guerrero, por pagar a los argivos los cuidados de su crianza, amenaza ahora nuestras torres con estragos que jamás cumplan los dioses.

ETEOCLES
¡Si alcanzasen de los dioses para sí lo que contra nosotros piensan con esas sus impías vanidades! ¡A buen seguro que no pereciesen todos con entera y miserabilísima ruina! También para ése, que tú dices el Arcade, hay un hombre nada jactancioso, pero cuya mano sabe lo que hay que hacer: Actor, hermano del que he nombrado antes, el cual no dejará que una vana lengua sin obras corra suelta dentro de nuestros muros para aumento de nuestras desdichas, ni que entre jamás quien ostenta en el enemigo escudo la imagen de una fiera, el más aborrecido de los monstruos, que cuando se halle puesta a la espesa nube de dardos que sobre ella irán de la ciudad, se revolverá acusadora contra quien la lleva. Con la voluntad de los dioses saldrán verdades mis palabras.

CORO
Tus razones penetran hasta el fondo de mi pecho; pero los cabellos se me erizan de horror al oír las soberbias amenazas de esos hombres impíos y arrogantes.

¡Así hagan los dioses que perezcan en esta tierra!

ESPÍA
El sexto, de quien hablaré al punto, es Amfiareo el adivino, varón prudentísimo, y en el combate por extremo valeroso. Apostado frente a la puerta Homoloidea, ahora maldice a Tideo el violento; ahora, clavando airado sus ojos en ese tu hermano, desdichado juguete del destino, parte en dos su nombre por afrenta, y le grita:

¡Polinices, homicida, perturbador de la República, autor de todos los males de Argos, evocador de las Erinnas, ministro de la Muerte, y para Adastro, consejero de estas maldades! ¡Cierto, prosiguen sus labios, que tal hazaña será agradable a los dioses, y para los que nos suceden, hermosa de contar y de oír! ¡Arrojar sobre la patria un ejército extraño y asolar la ciudad de tus padres y los templos de los dioses de tu propia tierra! ¿Qué sentencia habrá que haga enmudecer la causa de una madre? ¿Cómo ha de estar jamás de tu parte la patria entregada por obra tuya al hierro enemigo? Adivino de mi propia suerte, bien sé que he de quedar sepultado en este suelo y le he de fecundar con mis despojos. Peleemos, sin embargo, que no temo muerte deshonrosa.

Así dice el adivino, jugando un escudo todo de cobre, bien forjado, pero en cuyo centro no campea empresa alguna. No quiere parecer el mejor, sino serlo, cuidadoso de coger los frutos del hondo surco que la sabiduría abrió en su mente, del cual brotan las cuerdas resoluciones. Aconséjote que contra este hombre despaches adversarios diestros y valerosos, que es temible el que venera a los dioses.

ETEOCLES
¡Ah, destino, que asocias a un hombre justo con los más impíos de los mortales! ¡Cierto que en toda empresa nada hay peor que la mala compañía, y su fruto es bien desabrido! El campo de la maldad rinde por cosecha la muerte. Embárquese el bueno con navegantes malvados y puestos a toda mala obra, y perecerá con toda aquella ralea aborrecida de los dioses. O que el justo viva entre hombres inhumanos y olvidadizos de los dioses, y se hallará cogido en la misma red que ellos, y coma ellos caerá, y con razón, derribado por el divino azote que alcanzará a todos. He aquí ahora este vate; hablo del hijo de Oicleo, varón prudente, bueno, justo y piadoso; profeta insigne, confundido mal de su voluntad ccn estos hombres impíos y procaces, que hacen tan larga expedición para haber de volverse huyendo, pues Zeus mediante, con ellos sufrirá la misma funestísima suerte. Imagínome que no ha de atacar las puertas; no por cobardía ni por flaqueza de ánimo, mas porque sabe que ha de perecer en la lucha. Si es que de algún fruto tienen que ser para él los oráculos de Loxias, el cual ha por costumbre siempre callar o decir verdad. No obstante, contra él pondremos un hombre que guardará la puerta: al esforzado Lastenes, que no da cuartel; en el entendimiento, anciano; en el cuerpo, mozo y de bríos; en el mirar, pronto, y nada tardo de manos para llevarlas a la siniestra y tirar de la desnuda lanza. En cuanto a la victoria ..., sólo el cielo puede darla a los hombres.

CORO
Escuchad, dioses, nuestras justas plegarias y haced que la victoria sea de la ciudad. Volved los desastres de la guerra contra los invasores de nuestro suelo. ¡Que Zeus los arroje de nuestras torres y los aniquile con su rayo!

ESPÍA
Diré, en fin, el que viene sobre la séptima puerta: es tu propio hermano. ¡Qué de maldiciones echa contra la ciudad, y qué desdichas le promete!

Que en asaltando nuestras torres, luego que se haga proclamar en la comarca a voz de pregón, y que entone el triunfal pean, celebrador de nuestra ruina, que correrá a encontrarse contigo; y que, o te matará, aunque muera sobre tu mismo cuerpo, o que, si vives, que se ha de vengar de ti con un deshonroso destierro como aquel con que tú le afrentaste. Tales amenazas lanza a voces el arrebatado Polinices, e invoca a los dioses gentilicios de la tierra patria por que miren a sus súplicas.

Y tiene un escudo recién forjado, de hermosa hechura, encima del cual lleva un doble emblema esculpido con todo arte. Es una mujer que va guiando, grave y serena, a un hombre hecho de oro, al parecer soldado, la cual dice, al tenor de la leyenda: Yo soy la Justicia, y volveré del destierro a este hombre, y tendrá la ciudad patria, y la posesión de la casa de sus padres. Esto es lo que trazan nuestros enemigos. Tú ahora ve a quién piensas despachar contra Polinices. Porque jamás tendrás que reprender a este hombre por sus noticias; pero tú solo eres quien ha de entender de regir la nave de la ciudad.

ETEOCLES
¡Oh, raza mía de Edipo, digna de llanto, por íos dioses enloquecida y por los dioses grandemente odiada!

¡Ay de mí, que al fin se cumplen hoy las maldiciones de padre! Mas no es hora ésta de llorar y dolerse; no salgan de aquí más insoportables lamentos.

Polinices, merecedor del nombre que tienes, yo te digo que pronto veremos cómo se cumplen tus emblemas y si las letras de oro del escudo, tan vanas como tu orgullo necio, te restituyen en la ciudad.

Porque si la Justicia, esa virgen hija de Zeus, acompañase tus obras y pensamientos, por ventura pudiera suceder así. Pero ni cuando saliste del oscuro seno de tu madre, ni en la niñez, ni en la mocedad, ni al cerrar de barba, nunca jamás te creyó digno ni de mirarte. Y no pienso que ha de ponerse de tu lado para oprimir a la patria; que no haría verdadero su nombre, sino antes falsísimo, si asistiese a quien por condición está pronto a toda mala obra. En esta confianza, yo iré a encontrarme con él; yo mismo. ¿y qué otro con más justicia que yo? Yo iré contra él; príncipe contra príncipe; hermano contra hermano; enemigo contra enemigo. Trae cuanto antes los botines de campaña, la lanza y el escudo para las piedras.

Vase el ESPÍA.

CORO
¡Oh, Eteocles, para mí el más querido de los hombres! ¡Oh, hijo de Edipo, no quieras hacerte semejante en condición a quien tan feamente has denostado!

Que Argivos y Cadmeos vengan a las manos, baste con esto. Sangre es que puede expiarse. ¡Pero la muerte de dos hermanos así, suicida! ... No hay vejez para tal mancha.

ETEOCLES
Cualquier mal que me aviniere, como sea sin ingnominia, venga en buena hora, que en la muerte está el único bien. Mas no dirás que hay gloria en lo que sobre desdicha es vergüenza.

CORO
¿Y aún lo intentas, hijo? No te arrastre esa funesta y loca ansia de pelea que llena tu alma. Desecha de ti ese primer impulso de una mala pasión.

ETEOCLES
Pues que el cielo da prisa por el desenlace, láncese viento en popa a las ondas del Cocito, que son su herencia, toda esta raza de Laio aborrecido de Febo.

CORO
Es un cruelísimo deseo ése que te punza y muerde y te incita a cometer un homicidio de bien amargos frutos, a derramar una sangre que para ti es sagrada.

ETEOCLES
No, es la maldición de mi padre que se apercibe ya a cumplirse. Llena de odio y con los ojos secos y sin lágrimas, llégase a mi lado y me grita: Primero, la venganza, y después, la muerte.

CORO
Pero tú no la provoques. Por guardar una vida inocente no has de ser motejado de cobarde. Ni Erinna descarga sobre nuestra morada su negra tormenta, cuando las manos se conservan puras, para que nuestras ofrendas sean aceptas a los dioses.

ETEOCLES
Ya los dioses no se curan de nosotros. Además, que ha de poner admiración el beneficio que traerá nuestra muerte. ¿A qué, pues, andamos halagando todavía a nuestro mortal destino?

CORO
Sí, ahora que te estrecha. Porque ese mal espíritu que agita tu alma, quizá mudándose con el tiempo se vuelva en viento más blando, pero ahora está hirviendo aún.

ETEOCLES
Es la maldición de Edipo que se agita hirviente.

¡Harto verdaderas son esas visiones de nocturnos fantasmas que se me aparecen partiendo la herencia de mi padre!

CORO
Créete de mujeres, por más que no les tengaS amor.

ETEOCLES
Podéis decir cosas que sean de hacer, pero sin hablar mucho.

CORO
No tomes el camino de la séptima puerta.

ETEOCLES
Tus palabras no quebrantarán la resolución de mi ánimo airado.

CORO
...

ETEOCLES
Justa o no, los dioses honran siempre la victoria.

CORO
...

ETEOCLES
Lenguaje es ése que un soldado no puede aprobar.

CORO
¿Quieres, pues, gozarte en la sangre de tu propio hermano?

ETEOCLES
Si los dioses me lo conceden, no escapará él de la muerte.

Vase ETEOCLES.

CORO
¡Estoy transida de terror! Esa diosa, ruina de las casas y en nada igual a los otros dioses; la de los decretos infalibles; la vaticinadora de infortunios; esa Erinna invocada por un padre, va al fin a cumplir las airadas imprecaciones del insensato Edipo. La discordia, que perderá a sus hijos, precipita el desenlace.

¡El hierro extranjero, venido de los Calibes de la Escitia, será el fiero y cruel partidor de la hacienda paterna, que hará las suertes, y a cada uno le dará para que habite, en vez de dilatados dominios, la tierra que pueda ocupar después de muerto!

Cuando heridos y despedazados con mutuos y mortales golpes caigan ya sin vida; luego que el fondo mismo de la tierra haya bebido su roja sangre, ya negra y cuajada, ¿quién ofrecerá sacrificios expiatorios? ¿Quién lustrará sus cuerpos? ¡Oh, desdichas nuevas de esta casa, que venís a juntaros con sus antiguos males!

Con aquella vieja culpa de Laio, bien pronto castigada, y que hoy viene en su tercera generación. Por tres veces habíale advertido Apolo desde aquella ara de Pitia, centro de la tierra, que muriese sin hijos si quería ver salva a la ciudad. Dejóse él vencer de temerarios consejos de amigos; fue contra la voluntad del dios, y engendró su propia muerte; a Edipo el parricida, que osó sembrar una estirpe sangrienta en la sagrada tierra de su madre donde fue sustentado. La demencia juntó a los insensatos esposos, y, a modo de un mar, trajo sobre nosotros olas de males. Cayó la una, y otra más terrible se levanta ahora, y muge en torno a la popa de la ciudad. Tan sólo una tabla de salvación hay de por medio: el espesor de una torre, y no para mucho, que bien me temo que con sus reyes va a caer también Tebas.

¡Cumplidas están ya las antiguas maldiciones! ¡Ya se hacen las funestas paces! Las calamidades, cuando vienen, no pasan de largo, sino que descargan. Afanoso el hombre, amontona sobre el bajel riquezas en demasía, y luego tiene que arrojarlas de lo alto de la popa. Porque ¿a quién admiraron más los hogares de sus conciudadanos y la pública Agora henchida de atropellada muchedumbre? ¿A quién dieron más honor y gloria que a Edipo cuando limpió la comarca de la peste que le arrebataba sus hombres? Mas así que el infeliz se dió razón de su miserable consorcio, no pudiendo llevar su dolor, y lleno el pecho de rabia, añade a sus males otros dos males nuevos. Con bárbara furia arranca con la mano parricida aquellos sus ojos que tenían que encontrarse con el rostro de sus hijos, y, ¡ay de mí!, horrorizado de su nefanda obra, lanza tremendas maldiciones sobre los que engendró. ¡Qué alguna vez dividan entre sí espada en mano la herencia de sus padres! Tiemblo que la veloz Erinna vaya a cumplirlas ahora.

Sale un MENSAJERO.

MENSAJERO
Tened buen ánimo, hijas, con tanto regalo criadas por vuestras madres. La ciudad escapó del yugo de la servidumbre. Vinieron por tierra los fieros de aquellos hombres arrogantes; Tebas boga ya por mar serena, y el fondo del bajel no se ha abierto al continuo azotar de las olas. Las torres se mantienen en pie y nos escudan, habíamoslas asegurado con defensores poderosos, cada cual de ellos para guardar la que le estaba encomendada.

En lo más hemos tenido buen suceso: en seis de las puertas; pero de la séptima se ha apoderado el augusto Apolo, sagrado guía de los siete príncipes, haciendo así que en la raza de Edipo llegue a cumplirse el castigo de la antigua temeridad de Laio.

CORO
¿Qué nuevo desastre es ése que ha venido sobre la ciudad?

MENSAJERO
La ciudad está en salvo; pero los reyes que fueron engendrados de una misma sangre ...

CORO
¿Quiénes? ¿Qué dices? Túrbase mi mente con el terror que me ponen tus palabras.

MENSAJERO
Vuelve en ti ahora, y escucha. La raza de Edipo ...

CORO
¡Ay de mí, desdichada, que soy adivina de males!

MENSAJERO
La tierra ha bebido su sangre, que derramaron el uno contra el otro.

CORO
¡Y hasta ahí llegaron! ¡Espantable crimen! Pero ... lacaba!

MENSAJERO
Murieron los dos, dándose mutua muerte.

CORO
¡Y así, con las manos fraternales, se han arrancado la vida!

MENSAJERO
Demasiado cierto es. Revolcados quedan en el polvo.

CORO
¡Y así a los dos juntos les esperaba un mismo destino!

MENSAJERO
Sí; él acabó por fin con la infeliz raza. ¡Cosas para ser celebradas con alegrías y con llanto! Salva está Tebas; pero los príncipes, los dos caudillos hermanos, se sortearon con el bien forjado hierro escita la plena posesión de sus riquezas, y tendrán cuanto de tierra puedan ocupar en su sepultura, con que habrán alcanzado los funestos votos de su padre.

Vase

CORO
¡Oh, gran Zeus! ¡Oh, dioses tutelares de la ciudad, que habéis defendido estas tOrres de Cadmo! ¿Por ventura deberé yo alegrarme y celebrar con regocijadas voces la salvación de Tebas, libre ya de todo riesgo, o lloraré a esos tristes e infortunados caudillos, últimos de su raza? ¡Bien cumplieron con sus nombres; que con harta fama y reñida pelea han perecido llevados de su impío consejo!

¡Oh, negra maldición de la raza de Edipo, al fin cumplida! Un hielo de muerte se derrama por todo mi corazón. Fuera de mí, como una thyada, rompo en funerario canto, vertiendo lágrimas sobre los ensangrentados cuerpos de los que tan miserablemente han acabado. ¡Cierto que con mal sino se cruzan sus lanzas!

Llegó a cumplirse la palabra de maldición de un padre; no ha faltado, no. La terca resolución de Laio ha dado fruto. Y mis ansias por la ciudad no cesan; que están aún en todo su rigor los oráculos de los dioses.

¡Oh, príncipes dignos de perpetuo llanto, ved ahí la inaudita hazaña que habéis acometido!

(Traen a la escena los cuerpos de ETECLES y POLINICES.)

Ya éstán aquí, no las palabras, sino las calamitosas y lastimeras realidades. Helas ahí, que ellas mismas se ofrecen a nuestros ojos.

Patente está la relación del mensajero. ¡Dobles congojas! ¡Dobles víctimas de un mutuo homicidio! Dobles males compartidos entre dos sin ventura. Es la ruina, que hoy, queda consumada. Y qué diré yo sino que en esta casa hacen su habitación infortunios sobre infortunios? Ea, amigas, al viento de los gemidos, golpead con ambas manos vuestra cabeza e imitad el acompasado batir de los remos, propicios son para los navegantes que de continuo hace bogar por el Acheronte la gemebunda barca de negras velas hacia la región donde nunca fijó Apolo su planta, lugar sin luz que a todos los mortales recibe, y siempre está con las fauces abiertas, hambriento de devorarlos.

(Salen ANTÍGONA e ISMENE.)

Pero mirad aquí a Antígona e Ismene, que vienen a un amargo oficio: a endechar sobre sus dos hermanos. Sin duda que dejarán que salga del fondo de su amoroso pecho el justo dolor que las atormenta, mas razón es que antes de su canto entonemos nosotras el lúgubre y desapacible himno de las Erinnas y que luego cantemos el odioso cántico de Ades. ¡Ay, hermanas, las de más infelices hermanos de cuantas ceñimos nuestras vestiduras con femenil cíngulo, no imaginéis que hay engaño en mis lágrimas y sollozos, sino que mis ayes salen del fondo de mi pecho!

Divídese el CORO.

PRIMER SEMICORO
¡Ay, ay, temerarios, a quienes ni persuadieron amigos ni quebrantaron tribulaciones! ¡Desdichados, que por la fuerza quisisteis haceros dueños de la casa de vuestros padres!

SEGUNDO SEMICORO
¡Desdichados, sí, que con ruina de su casa hallaron desdichada muerte!

PRIMER SEMICORO
¡Ay, ay, destructores de los muros de vuestra casa, que en un amargo reinar teníais puestos los ojos, ya habéis dirimido con el hierro vuestras discordias!

SEGUNDO SEMICORO
¡Bien cumplió la formidable Erinna la maldición de vuestro padre Edipo!

PRIMER SEMICORO
¡Los dos pasados de parte a parte el costado izquierdo!

SEGUNDO SEMICORO
Sí, pasados de parte a parte costados que salieron de unas mismas entrañas.

PRIMER SEMICORO
¡Ay, ay, infelices! ¡Ay, maldiciones que habéis traído un mutuo fratricidio!

SEGUNDO SEMICORO
¡Herida que los pasó de parte a parte!

PRIMER SEMICORO
¡Herida que los hirió en su cuerpo y en su casa!

SEGUNDO SEMICORO
Con el indecible furor de la fatal discordia, invocada por la imprecación de un padre.

PRIMER SEMICORO
Los gemidos invaden la ciudad; gimen las torres; gime este suelo, que amaba a sus dos hijos. Ahí quedan para los que vengan después las riquezas que a esos infelices les trajeron la discordia y, al fin, la muerte.

SEGUNDO SEMICORO
Lleno de ira el pecho, partieron entre sí esas riquezas de modo que cada cual tuviese igual parte; pero sus amigos no dejarán de maldecir el hierro que los concertó, y que a ninguno hizo gracia de la vida.

PRIMER SEMICORO
Sí, ahí están muertos a hierro.

SEGUNDO SEMICORO
Y abiertas a hierro los esperan ... Acaso alguno preguntará qué. ¡Dos suertes de tierra cavadas en la sepultura de sus padres!

PRIMER SEMICORO
Hasta la que fue su morada envían sus ecos mis desconsolados ayes; ayes por ellos; ayes por mí y por mis propias desventuras. Duelo cruel, que huye toda odiosa alegría, y hace que con no fingida pena desfallezca el corazón y se deshaga en lágrimas por los dos príncipes hermanos.

SEGUNDO SEMICORO
Mas sea lícito decir de los tristes que ellos fueron causa de grandes males para sus conciudadanos y para esas invasoras haces de extranjeros que en inmensa muchedumbre han perecido en la pelea.

PRIMER SEMICORO
¡Infeliz de la que parió, sobre todas cuantas mujeres llevaron nombre de madres! ¡Que recibió por esposo a su propio hijo, y de él concibió a los que así acabaron ahora matándose el uno al otro con aquellas manos nacidas de un mismo seno!

SEGUNDO SEMICORO
Sí, los dos a quienes un mismo seno había concebido, muertos quedan a la vez por una herencia amarga, en furioso combate que ha puesto fin a su querella.

PRIMER SEMICORO
Ya la enemistad cesó, y en la sangrienta y empapada tierra se juntaron sus vidas. ¡Ahora sí que son de una sangre!

SEGUNDO SEMICORO
Cruel dirimidor de discordia es el huésped del otro lado del mar, el agudo hierro al fuego forjado. Cruel también es Areas, e inicuo partidor de riquezas, que ha sacado verdadera la maldición de un padre.

PRIMER SEMICORO
¡Míseros de ellos, que cada uno tiene la parte de sus infortunios que le regaló Zeus, y bajo su cuerpo una riqueza sin fondo: la tierra!

SEGUNDO SEMICORO
¡Oh, casa en desastres fecunda! Todo acabó.

Ya toda esta raza entera ha desaparecido. Las Furias de la maldición paterna lanzaron con desapacible son agudos alaridos de triunfo. Ate ha erigido su trofeo en la puerta donde los dos hermanos se pasaron con las mortales lanzas, y, vencedor de ambos, reposa el Destino.

ANTÍGONA
(Dirigiéndose al cuerpo de POLINICES.) Tú diste y recibiste la muerte.

ISMENE
(Dirigiéndose al de ETEOCLES.) Tú has muerto matando.

ANTÍGONA
A hierro mataste.

ISMENE
A hierro moriste.

ANTÍGONA
¡Qué miserias has procurado!

ISMENE
¡Qué miserias has padecido!

ANTÍGONA
¡Salid, gemidos!

ISMENE
¡Salid, lágrimas!

ANTÍGONA
Mataste, y ahora yaces tendido delante de mis ojos.

ISMENE
Caíste envuelto en sangre, y así te ofreces a mí, sangriento y sin vida.

ANTÍGONA
¡Ay!

ISMENE
¡Ay!

ANTÍGONA
El dolor enajena mi mente.

ISMENE
Dentro del pecho angústiase el corazón.

ANTÍGONA
¡Ah, ah! merecedor de ser llorado por siempre.

ISMENE
¡Y tú también, desdichado entre los desdichados!

ANTÍGONA
De mano amiga recibiste la muerte.

ISMENE
Tú diste muerte al amigo.

ANTÍGONA
Doble desastre que referir.

ISMENE
Doble desastre que considerar.

ANTÍGONA
Doble aflicción, que está aquí, la mi lado!

ISMENE
Desgracias de hermanos, desgracias hermanas también, que me hacen vecindad desdichada.

ANTÍGONA
¡Horrendo de decir!

ISMENE
¡Horrendo de mirar!

CORO
¡Oh, Parca, funesta distribuidora de infortunios!

¡Oh, veneran da sombra de Edipo, negra Erinna, y cuán formidable eres!

ANTÍGONA
¡Ay!

ISMENE
¡Ay!

ANTÍGONA
¡Qué de horrendos males! ...

ISMENE
Le ofreció a éste su hermano de vuelta del destierro.

ANTÍGONA
¡Y después que le mató, no entró en Tebas!

ISMENE
Y cuando parecía haberse salvado, perdió la vida.

ANTÍGONA
¡Sí, la perdió!

ISMENE
¡Y quitó a éste la suya!

ANTÍGONA
¡Mísera raza!

ISMENE
¡Calamidad miserable!

ANTÍGONA
Desgracias gemelas dignas de lastimosísimo duelo.

ISMENE
Torrente irresistible de males que saltan los unos sobre los otros.

ANTÍGONA
¡Horrendo de decir!

ISMENE
¡Horrendo de mirar!

CORO
¡Oh, Parca, funesta distribuidora de infortunios!

¡Oh, veneranda sombra de Edipo, negra Erinna, y cuán formidable eres!

ANTÍGONA
¡Bien lo sabes tú, que experiencia hiciste de ella!

ISMENE
Y tú, que no lo aprendiste más tarde.

ANTÍGONA
Cuando volviste a la ciudad.

ISMENE
Cuando lanza en mano le provocaste.

ANTÍGONA
¡Ay dolor!

ISMENE
¡Ay desdichas!

ANTÍGONA
Para mi casa y para la patria.

ISMENE
¡Ay, y más aún para mí!

ANTÍGONA
¡Ay, acaudillador de estas discordias!

ISMENE
¡Ay, príncipe sin ventura!

ANTÍGONA
Los dos, dignos de lástima sobre todos los hombres.

ISMENE
Caisteis, ¡ay de mí!, bajo la maldición de un padre.

ANTÍGONA
¡Ay de mí! El Destino os arrastró al crimen.

ISMENE
¡Ay! ¿En qué lugar daremos tierra a sus cuerpos?

ANTÍGONA
¡Ay! En el lugar más honrado.

ISMENE
¡Oh, sí! ¡Reposen los infelices junto a su padre!

Sale un PREGONERO

PREGONERO
Según mi deber, os anuncio el juicio y sentencia de los magistrados del pueblo de Cadmo: Eteodes, que amó a su patria, recibirá en esta tierra sepultura. El, por defendernos de enemigos, delante de nuestra ciudad arrostró la muerte; él ha sido hallado puro y sin tacha en presencia de la religión de sus padres; él murió allí donde para un joven guerrero es hermoso el morir. Ahí tenéis lo que me está mandado que anuncie respecto de Eteocles; mas en cuanto a su hermano Polinices, que su cadáver insepulto sea arrojado fuera de aquí a que le devoren los perros como a quien habría sido el asolador de la tierra de Cadmo, si no hubiese salido un dios al encuentro de su lanza. Pero aun después de muerto sufrirá la expiación el sacrílego; ése, que en deshonor de los dioses, arrojó invasor ejército sobre su patria con el ansia de su conquista. Así se tiene por justo que lleve el premio, recibiendo de las hambrientas aves de rapiña ignominiosa sepultura; y que ni con piadoso oficio manos amigas ningunas echen sobre su cuerpo amontonada tierra, ni tenga funerario culto de endechas y plañidos, ni le paguen los suyos tributo de honrosas exequias. Tal es la sentencia del Senado Cadmeo.

ANTÍGONA
Pues yo les digo a esos mismos que están al frente de la ciudad, que si nadie más quiere venir conmigo a sepultarle, yo le sepultaré. Yo arrostraré el peligro por dar sepultura a mi hermano, y no me avergonzaré de haber negado obediencia a la ciudad en esto. ¡Son muy poderosas aquellas entrañas donde a los dos nos engendraron una madre infeliz y un padre sin ventura! Y así, alma mía, tú que aún estás sobre la tierra, toma parte, y de voluntad y con afecto de hermana, en el infortunio de quien ya es muerto. No sepultarán los lobos sus carnes en los hondos vientres; que ninguno se lo imagine. Aun mujer como soy, yo misma encontraré cómo le abra la fosa y cómo le forme un túmulo; yo misma le llevaré en mis brazos y le envolveré en los anchos pliegues de este velo de finísimo lino cysino. Y nadie mande lo contrario. (Dirigiéndose al cuerpo de POLINICES.) Descansa; medio habrá de ponerlo por obra.

PREGONERO
Te prevengo que no lo intentes contra el voto de la ciudad.

ANTÍGONA
Te prevengo que no me notifiques decretos inútiles.

PREGONERO
¡Qué arrogante es la plebe luego que escapa del peligro!

ANTÍGONA
Sea arrogante. Pero no quedará insepulto mi hermano.

PREGONERO
¿Y honrarás tú con la sepultura a quien la ciudad tiene por enemigo?

ANTÍGONA
Aún no recibieron sus hechos marca alguna de manos de los dioses.

PREGONERO
Antes que pusiese a la ciudad en peligro, cierto que no.

ANTÍGONA
Había padecido sin razón, y volvió males por males.

PREGONERO
Mas por uno cometió el crimen contra todos.

ANTÍGONA
La diosa Discordia es siempre la última que habla. Yo le sepultaré. No hables más.

PREGONERO
Sigue, pues, llevándote sólo de tu consejo; mas en cuanto a mí, te lo prohibo.

CORO
¡Ay, ay! ¡Oh Erinnas, que así os ufanáis con vuestras obras; peste, que arruinas los linajes, y ahora has destruído de raíz toda la raza de Edipo! ¿En qué pararé?

¿Qué hacer yo? ¿Qué partido tomar? (A POLINICES.) ¿Cómo me determinaré a no llorarte, ni acompañar tu cuerpo hasta la sepultura? Mas tiemblo, y retrocedo por temor a los ciudadanos ... (A ETEOCLES.) Tú, a lo menos, tendrás muchos que te lloren; pero este infeliz irá sin otro duelo ni llanto que las lágrimas de una hermana! ¿Quién habrá que pueda resignarse a esto?

Divídese el CORO.

PRIMER SEMICORO
Haga lo que quiera la ciudad con los que lloran a Polinices; nosotras iremos con Antígona, y le haremos las exequias, y le daremos sepultura. Su duelo toca también a toda la raza de Cadmo; y en punto a justicia, a las veces el pueblo muda de pareceres.

SEGUNDO SEMICORO
Pues nosotras con éste, como a una mandan la ciudad y la justicia. Porque después de los felices y del poder de Zeus, él fue sobre todos quien salvó de la ruina a la ciudad de Cadmo, él, quien contuvo la ola de extranjeros próxima a inundarla.