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EL SON DEL CORAZÓN
(Poemas de Ramón López Velarde)

Epílogo

EL VERSO INOLVIDABLE



La síntesis diferencial de este poeta asciende como un trémolo de aristocracias sobre la hora vacía de las hemorragias nacionales. Enfrentándolo con la realidad externa que lo nutrió, se llega a la conclusión de que el yo irreductible rebasa los datos de la experiencia común y proyecta en hipótesis viables las construcciones del porvenir.

Aquel que se evade cotidianamente a zonas de abnegación, donde se argentan los ideales por congelaciones sucesivas y de donde se vuelve con el sentido ingrávido de la escarcha y la alondra; el que logra, por un esfuerzo sostenido, prender en la noche de la patria una bella curva espiritual; quien perfecciona el coloquio con los sistemas planetarios que bailan en las franjas del sol coladas por la rendija; quien, además de todo esto, encadena sus emociones, las combina en los sagrarios intangibles de la personalidad consciente y las filtra por el ojo de una aguja para que caigan libres de escoria, merece ser llamado héroe de la epopeya siglo veinte que vivimos.

Por nudos de discreto heroísmo trepaba López Velarde a los cables que nos tiran las constelaciones.

Hoy, que estamos familiarizados con los retratos vertiginosos de la pantalla, recordamos con júbilo el busto del poeta y reaparece en las películas de la memoria con sus guiños y valores plásticos y espirituales. Pero como aquí el fotógrafo operaba con las falanges ardorosas de la vida, se nos representa cual un malabarista que equilibrase la magia interna y la magia del mundo; surge de nuevo con su sonrisa modelada por el septimino de las cañas panidas; en su máscara leemos la teoría de nostalgias y silencios fecundos, y volvemos a ver su cabeza patricia y denodada y su aspecto de angelote escapado de frisos pre-estelares.

Cuando la madrépora emocional de López Velarde iba a abrir cardinalmente su millón de brazos, resplandecientes de corales y sorpresas, murió trocando en sonrisas el último latido. Dicen que, al ungir su frente, amanecía.

Este es el hombre que dio un salto mortal e inmortal, al pasar de su fino ensayo de Sangre devota a Zozobra y El minutero. Su sentimentalismo primitivo es más tarde resplandor nervioso; su anarquía ilimitada y difusa tiende a lo exquisito ilimitado y sus simples emociones estéticas conviértense en sensibilidad mental. De este modo, el amorfo iridiscente de la subconsciencia: automatismo psíquico, dictado de los sueños, imágenes espontáneas, endopatía; todo el cortejo de inasibles que acompañan a los fenómenos misteriosos que acaecen en nuestra red nerviosa y en los altos centros cerebrales, adquieren carta de ciudadanía en los versos y en la prosa de este cantor infortunado.

En la Provincia armonizará un derroche de luces vegetales por monteríos y huertas; en la ciudad urdió con la risa de la mujer y el juego de arbitrarias cataratas, una metafísica de cristales. Pero no sólo se libertó del terruño charanguero y entumecedor, sino también de la urbe, esa amortajada con el llanto de la decadencia y el hipo de los bárbaros. Fue cuando empezó a tatuar con sus conceptos acerados las encinas de la selva intocada para convertirse en el arquitecto de sí mismo, el arquitecto que levantaba sus palacios imaginarios con coordenadas, que antes parecían abstrusas, por estar hechas con puntos medulares, y que hoy son claras de claridad desesperante. Su ubicuidad permitíale ser el metaforista bizarro que ritmaba su profetismo intelectual con la mecánica del pelele, y el flaneur abstraído, que luego se gastaba la broma de tomar un camión astroso. ¡Oh, dúctil Sagitario, cazador de imposibles estrellas cinemáticas! Fue el lustre de su vida en que se dedicó a ensamblar hallazgos de raro calibre, hasta conseguir precipitados quimio-cerebrales casi absolutos, como este:

Mi carne pesa, y se intimida
porque su peso fabuloso
es la cadena estremecida
de los cuerpos universales
que se han unido con mi vida.

Ambar, canela, harina y nube,
que en mi carne al tejer sus mimos,
se eslabonan con el efluvio
que ata los náufragos racimos
sobre las crestas del diluvio.

Mi alma pesa, y se acongoja
porque su peso es el arcano
sinsabor de haber conocido
la Cruz y la floresta roja
y el cuchillo del cirujano.

Y aunque todo mi ser gravita
cual un orbe vaciado en plomo
que en la sombra paró su rueda,
estoy colgado en la infinita
agilidad del éter, como
de un hilo escuálido de seda.

¡Así habla el demiurgo! Su yo depurado trasciende al egoísmo y se hace impersonal.

Baja a veces su imperio alcanforado con el terrible cedazo que ya no cierne sino polen de rosaledas y levaduras del trasmundo, para asombrarnos con su poema Humildemente, o reconducirnos a la Suave Patria por una coordinación de síntesis espontáneas forjadoras de un collar de en decasílabos supremos. Sus dedos hortelanos vuelven a oler a jengibre y manzanilla, derraman sus ánforas glucosas de albérchigos y guayabas, mueven a su paso las corolas un allegro de estambres y cruza, rúbrica feliz, por los paisajes de su inventiva, el relámpago verde de los loros. ¡Arpegios incorruptibles! ¡Mieles de Dios!

He aquí al poeta que odiaba el grito y las contorsiones de los versificadores impacientes. He aquí al hombre que quemaba diariamente las etiquetas de la literatura y que hoy se instala en las ágoras de la República resucitado con el aliento de las vírgenes lejanas, sostenido por la parábola que radiaron sus flechas cosmogénicas y consagrado por el óleo latino.

Con el decurso de los días aparecen los botareles y armadura de una fábrica que por su inquietud espiritual desborda los cálices apolíneos y que, aprovechando la disimetría de cien torres, se estiliza góticamente en el azul...

Entendiendo el ideal en el arte como la armonía de las formas futuras y, dentro de esto, el perfeccionamiento de la humanidad por la belleza, ninguno de nuestros poetas alcanza timbres tan nobles como Ramón López Velarde.

Efectivamente, en la breve y condensada obra que nos legó resaltan la anatomía y virtudes de la mujer y las excelencias del territorio, miniadas con el pincel de la comprensión, el cariño y el desinterés. De nuestro acervo literario esta es la sola vibración lírica cuyos elementos orquestan la rapsodia mexicana que se alza como una arquitectura barroca cimentada en basaltos y obsidiana, revestida de tezontle, ónices y tecali, y rematada por logias opalinas y tímpanos aéreos que se resuelven en gamas ornitológicas y vuelos de colibrí.

Como aceptó la divina amargura de vivir en continuidad poética de los objetos preciosos que nos rodean, escogió a la mujer para descansar de las tareas espirituales que asedian al constructor moderno. Los que lo creen romántico no recuerdan que dejó caer en los escudos de su vía crucis estas lágrimas de oro: el hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra. Por lo demás, su mano inverosímil hizo de la estatua femenina una delicia avasalladora que finge, bajo las ropas negras, un tratado en marfil de escalofríos.

Su otro oasis fue la Provincia. Rasgando pequeños horizontes, nos reintegró a una patria efectiva, sin truenos, una patria que, aunque interinamente padece el sarpullido de las fobias, suele caracterizarse como un contacto de almas y estrellas.

Pero el poeta frecuenta otros parajes. Las sendas se le motean de principios; su sibila, aconsejada por la serpiente, no hace sino gritarle negaciones; sus miembro. distiéndense en los crepúsculos hasta tocar las violetas del nubarro. Las telas fantásticas de Zozobra y El minutero se enriquecen con el toque gris de plata y los sulfuros que poblaran las concepciones de un redivivo Greco. El sismo medular provoca perturbaciones indelebles que evidencian el patetismo raigal.

Mas, la voluntad alerta, prende en cada jirón de enigma el brote insinuante de unos labios, aterciopela cada sollozo con un acorde y hace abortar en las entrañas de los profundos ébanos nocturnos nácares, plumones, caricias y delirios. Y resulta lo excepcional en poesía; dentro la negra inmensidad arde la afirmación de la estrella, la mujer y el cocuyo, reivindicando alegría. ¡Inquietud y elegancia!

A esto hay que agregar una complicación pictórica de primer orden, una bruma leonardesca de ágatas, perlas y cianuros que sublima los cuadros del poeta y hacen de los paisajes un derivado del reposo animal y una secuencia de la fluidez del pensamiento. Almas y formas humanas se encaminan por prados, arroyos y roquedales, sumándose a ellos y amalgamándose en las lejanías, para converger en perspectivas abstractas, plenas de futuricidades excesivas ...

Esta manera de López Velarde no es aparente: el una integración de infinitesimales que sólo alcanzan los creadores, cada uno de los cuales vive su distinta eminencia, más allá de las escuelas pasadas y presentes.

Como en el verso inolvidable, su ojo, cada mañana, era el príncipe del día.

Finalmente, los elementos (psico-estructurales) de que se sirvió López Velarde para realizar la trunca delicia de su ensueño, son, sin duda, el nuevo aporte de quilate-rey que vuelca en el tesoro social de la belleza. Estos elementos son la rima, el ritmo y el adjetivo. Vale la pena aventurar una impresión fervorosa.

Rima.
Con su rima -mentís solemne a los flojos buzos del lenguaje- dio circulación al oro de las minas estáticas, timbrando el mercado con remates y desconcertantes. Sus consonancias y asonancias son frutos esenciales que caen estilizados del paraíso de la idea.

Ritmo.
Ritmo velado y letárgico que corresponde a las actitudes de un sonámbulo innovador. Música cerebral y doliente que se va imponiendo como la gracia de los rostros queridos y que al fin nos conquista a fuerza de diarios sortilegios. Pocas veces se da el caso en la historia de las literaturas de un ritmo que sea exponente de las modalidades internas del artista, que vaya, como en el presente caso, por las líneas quebradas del pensamiento de la vida.

Adjetivo.
Monstruoso vástago de Laforgue y Herrera Reissig es el adjetivo velardeano. Es de Laforgue por su audacia orbal, proveniente de energías insospechadas, caída de los hospitales saturnianos y de las faunas y floras invertebradas y geométrícas de Orión. Vale como un lingote rico de heliotropos y electrones. Es de Herrera Reissig por su química descompuesta y su cromatismo espectral, pues fue extraído de terciopelos submarinos y suscitado por las aventuras de la luz y el sonido en las gargantas, en las cabelleras, en las encías amadas, en los valles y en el diálogo del lucero y el pozo. Sumado al sustantivo precipita cobaltos faraónicos y ocelados, únicos para esmaltar la cauda de un destino. A veces es el adjetivo del Espíritu Santo robado al filón bíblico y a los bronces purísimos que rodará por calles y azoteas el ángelus del día ...

Tal el hombre que vislumbró la presencia trágica del alma y que, equilibrando la emoción y el conocimiento, logró el armónico trascendente.

López Velarde es acreedor a una viva corona de gratitudes, porque estando dotado como pocos para operar en el vacío, supo contenerse y darnos el acento cuajado de su espíritu. Supo decirnos lo estupendo anímico y evitar los saltos bruscos apoyándose en la ironía, como tangente que alegra los márgenes del drama, aunque sin concederle intelectual regalía.

Fue un dignatario de su patria y hubiese llegado a ser sintonizador de ondas trasoceánicas, arquetipo de esta humanidad que se traslada sólo Dios sabe a qué generosas maravillas.

¡Que se alcen. sobre su tumba, en este aniversario, nuestras cumbres mayores, en una alba salutación de ventisqueros!

RAFAEL CUEVAS
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