Índice de El sabueso de los Baskerville de Sir Arthur Conan DoyleAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO OCTAVO

PRIMER INFORME DEL DOCTOR WATSON

De aqui en adelante seguiré la marcha de los acontecimientos transcribiendo mis propias cartas al señor Sherlock Holmes, car0tas que tengo delante de mi, encima de la mesa. Falta una página, pero, fuera de ella, las reproduzco tal como se escribieron. Ellas muestran mis sentimientos y mis sospechas de cada momento con más exactitud que pudiera hacerlo mi memoria, por muy claramente que estos acontecimientos trágicos hayan quedado grabados en ella.

Mi querido Holmes:

Mis cartas y telegramas anteriores lo han tenido a usted bastante bien al dia acerca de todo lo que ha ocurrido en este rincón del mundo, del que Dios se olvidó por completo. Cuanto más tiempo lleva uno aquí, muy hondo se le mete en el alma el espíritu del páramo, su inmensidad y también su encanto adusto. Al encontrarse en el seno del mismo se han dejado a las espaldas todos los vestigios de la Inglaterra moderna; pero, por otro lado, se advierte por todas partes la presencia de los hogares y las obras del pueblo prehistórico.

Cuando se va caminando, vense a uno y otro lado las casas de aquellos seres olvidados, con sus tumbas y los enormes monolitos, que se supone caracterizaron a sus templos. Al contemplar sus chozas de piedra gris, que surgen sobre el fondo de las laderas acuchilladas de las colinas, dejamos atrás nuestra propia época; si viésemos salir agachado por una de las puertas de poca altura de las chozas a un hombre velludo, vestido de pieles, ajustando una flecha con punta de pedernal a la cuerda de su arco, experimentaríamos la sensación de que era más natural la presencia de aquel hombre allí que no la nuestra. Lo que resulta extraño es el que poblasen con tal abundancia unas tierras que siempre debieron de ser de las menos productivas. Yo no me especializo en cosas antiguas, pero me supongo que debió de tratarse de una raza de hombres acosados y que nada tenían de guerreros, que se vieron obligados a conformarse con lo que ninguna otra quería ocupar.

Todo esto es, sin embargo, ajeno a la misión a que usted me ha enviado, y es probable que carezca absolutamente de interés para su inteligencia rigurosamente práctica. Aún me acuerdo de su absoluta indiferencia por la cuestión de si es el sol el que se mueve alrededor de la Tierra, o es la Tierra la que se mueve alrededor del Sol. Vuelvo, pues, a los hechos que tienen referencia con sir Enrique Baskerville. Si en los últimos días no ha recibido usted informe alguno, ha sido porque no hubo hasta hoy nada importante que comunicar. Pero de pronto ha ocurrido una cosa sorprendente que le explicaré a su debido momento. Ahora, y antes que nada, necesito ponerlo en contacto con algunos otros factores de la situación.

Uno de estos, y sobre el cual es poco lo que he hablado, lo constituye el presidario que se fugó al páramo. Existen hoy fuertes razones para creer que ha salido ya de aquí, lo que constituye un gran alivio para quienes viven en casas aisladas por este distrito. Ha transcurrido una quincena desde su fuga, y en todo ese tiempo no se le ha visto, ni se ha sabido nada de él. Desde luego, no hay ninguna dificultad en explicarse su ocultamiento. Cualquiera de estas chozas de piedra le hubiera dado asilo en que esconderse. Pero le habría faltado por completo el alimento, a menos que se apoderase de alguna de las ovejas y la matase. Creemos, pues, que se largó de aqui, y los granjeros que viven aislados duermen, en consecuencia, mejor.

Somos cuatro los hombres útiles, entre la gente que habita el palacio; podríamos, pues, defendernos muy bien; pero reconozco que he pasado momentos de intranquilidad cuando me he puesto a pensar en los Stapleton. Viven a millas de distancia de toda ayuda. Son en la casa una doncella, un criado, la hermana y el hermano, pero este último no es hombre muy fuerte. Si el forajido criminal de Notting Hill entrase en la casa, se encontrarían desamparados y a su merced. Semejante situación nos preocupó tanto a sir Enrique como a mi, y apuntamos la idea de que Perkins, el lacayo, fuese a dormir alli; pero Stapleton no quiso oír hablar de esa proposición.

La verdad es que nuestro amigo el baronet empieza a dar muestras de mucho interés por nuestra bella convecina. No hay por qué asombrarse de ello; el tiempo pesa mucho en este lugar solitario sobre un hombre de acción como es él, y se trata de una mujer fascinadora y hermosa de veras. Hay en ella algo de tropical y de exótico, que contrasta de un modo extraño con la manera de ser, fria y antiemotiva, de su hermano. Sin embargo, también este produce la sensación de fuegos ocultos. Ejerce este, desde luego, una marcada influencia sobre su hermana, porque me he fijado en que, cuando ella habla, mira continuamente a su hermano como buscando la aprobación de este para las cosas que ella dice. Confío en que la tratará con amabilidad. Los ojos del hermano tienen un centelleo seco, y sus delgados labios están firmemente apretados, y esas cosas corresponden a un carácter dominador y quizás áspero. A usted le parecería ese hombre un objeto digno de estudio.

Vino al palacio aquel mismo dia a visitar a Baskerville, y a la misma mañana siguiente nos llevó hasta el lugar donde se supone que tuvo su origen la leyenda del malvado Hugo. Fue una excursión de varias millas al través del páramo hasta un sitio tan desolador que bien pudo dar pie a la narración. Nos encontramos en una cañada, con peñascos a uno y otro lado, que desemboca en un calvero. cubierto de plantas juncáceas de lancos penachos. En el centro del calvero se alzan dos grandes piedras que el tiempo y la intemperie han ido desgastando y afilando hasta darles la apariencia de enormes colmillos picados, que pertenecieron a alguna fiera monstruosa. El sitio correspondía, desde todo punto de vista, al escenario de la conocida tragedia. Sir Enrique se mostró muy interesado, y más de una vez preguntó a Stapleton, si creía verdaderamente en la posibilidad de que interviniese lo sobrenatural en los asuntos de los hombres. Se expresaba como sin darle importancia, pero era evidente que tomaba la cosa muy en serio. Stapleton se mostró reservado en sus contestaciones, pero era fácil advertir que decía menos de lo que habría podido decir, y que si no expresaba por completo su opinión, hacíalo tan solo por consideración a los sentimientos del baronet. Nos hizo el relato de casos similares, en los que ciertas familias habían sido víctimas de alguna maligna influencia. En suma, que nos dejó con la impresión de que él participaba de las creencias populares en la materia.

De regreso de esta excursión, nos quedamos a almorzar en la casa Merripit, y allí fue donde sir Enrique conoció a la señorita Stapleton. Desde el primer instante se sintió fuertemente atraído hacia esa mujer, y mucho me engaño si ese sentimiento de atracción no fue mutuo. Mientras caminábamos de regreso al palacio hizo una y otra vez referencia a ella, y desde entonces no ha transcurrido apenas día sin que nos hayamos visto con el hermano o con la hermana. Esta noche cenan aquí, y ya se ha hablado de que vamos nosotros a cenar en su casa la semana entrante. Cualquiera se imaginaría que una boda semejante habría de ser muy bien recibida por Stapleton; sin embargo. más de una vez he sorprendido en la cara de este una expresión de desagrado fortísimo cuando sir Enrique hacía objeto de sus atenciones a su hermana. La quiere mucho, sin duda, y sin ella llevaría una vida de soledad, pero sería el colmo del egoísmo el que se interpusiese para impedir que su hermana lleve a cabo una alianza tan brillante. Por todo ello estoy seguro de que Stapleton no desea que la intimidad que existe entre su hermana y sir Enrique madure hasta convertirse en amor, y varias veces he observado los esfuerzos que ha hecho para impedir que estos se quedasen a solas.

Y a propósito de esto, las órdenes que usted me dio de que no permita que sir Enrique salga de casa a solas, resultarán mucho más difíciles de cumplir si un enamoramiento viene a complicar aún más nuestras dificultades. Si yo cumpliese al pie de la letra las órdenes de usted, no tardaría en perder simpatías.

El doctor Mortimer almorzó el otro día con nosotros; el jueves, para ser más exacto. Ha estado excavando una colina funeraria que hay en Long Down, y ha encontrado un cráneo prehistórico que le tiene rebosante de júbilo. ¡Es un entusiasta, de los que solo piensan en una cosa, como no ha habido otro igual! Los Stapleton llegaron más tarde, y el bueno del doctor nos condujo a todos hasta la Avenida de los Tejos, a petición de sir Enrique, para hacernos una demostración exacta de cómo pasaron las cosas en la noche fatal. Esta Avenida de los Tejos es un paseo largo y melancólico entre dos altas paredes de seto vivo recortado, con sentadas franjas de césped a uno y otro lado. A un extremo del mismo hay un viejo y destartalado invernadero. Hacia la mitad se encuentra la puerta barrera en la que el anciano dejó caer la ceniza de su cigarro. Es una puerta barrera blanca, de madera, que se cierra con un pestillo. Al otro lado se extiende el dilatado páramo. Me acordé entonces de su hipótesis acerca de los hechos y me esforcé por representarme todo lo ocurrido. Mientras el anciano permanecía allí, vio algo que venía cruzando por el páramo, algo que lo aterrorizó hasta el punto de hacerle perder la cabeza; echó a correr y siguió corriendo hasta caer muerto de espanto y de agotamiento. Aquí estaba el largo y lóbrego túnel por el que huyó. ¿Y de que huía? ¿De algún perro de pastor que vino por el páramo? ¿De un sabueso fantasmal, negro, mudo y monstruoso? ¿Intervino en todo ello una mano humana? ¿Sabía el pálido y vigilante Barrymore más de lo que le importaba decir? Todo ello resultaba vago y confuso, pero hay siempre detrás la negra sombra del crimen.

He conocido a otro convecino después de mi última carta. Se trata del señor Frankland, del palacio Lafter, que reside a cuatro millas de nosotros, hacia el Sur. Es un señor anciano, de cara rubicunda, cabellos blancos, y muy colérico. El objeto de sus iras es la legislación inglesa, y se ha gastado una gran fortuna litigando. Disputa por el simple placer de disputar, dándosele lo mismo luchar por el pro o por el contra, no siendo de extrañar que le haya resultado tan dispendiosa semejante diversión. De pronto se le ocurre cortar un derecho de tránsito, desafiando al ayuntamiento a que lo haga abrir. Otras veces va a derribar con sus propias manos la puerta barrera de otro propietario y sale diciendo que allí existía desde tiempos inmemoriales un sendero, y desafía al propietario a que lo lleve a los tribunales por invasión de propiedad. Es hombre ducho en antiguas leyes comunales y señoriales y unas veces pone a contribución esos conocimientos suyos en favor de los habitantes de la aldea de Fernworth y otras en su contra, de modo, pues, que tan pronto se ve llevado en triunfo por la calle de la aldea como es quemado en efigie, según haya sido su última hazaña. Se asegura que en la actualidad lleva entre manos unos siete pleitos, los que probablemente se le engullirán el resto de su fortuna, con lo que vendría a perder su aguijón y quedará inerme de alli en adelante. Haciendo abstracción de las cuestiones legales; parece persona amable y de buen corazón; si lo menciono aquí es porque usted insistió de manera tan particular que le describiese de alguna manera a las personas de las que estamos rodeados. Este caballero pasa su tiempo en la actualidad dedicado a una ocupación curiosa: es aficionado a la astronomía, posee un telescopio excelente, y se pasa el día tumbado en el tejado de su propia casa examinando el páramo con la esperanza de lograr descubrir por sorpresa al presidiario fugado. Todo marcharía bien si limitase sus actividades a esta ocupación, pero circula el rumor de que se propone entablar pleito contra el doctor Mortimer por haber abierto este una tumba sin la autorización del más próximo pariente, y esto lo hará porque el doctor saco el cráneo neolítico en sus excavaciones en la colina funeraria de Long Down. Contribuye de este modo a que nuestras vidas no nos resulten demasiado monótonas, y proporciona un pequeño alivio de risa en un lugar en el que tanta falta hace.

Y ahora, después de ponerlo a usted al día en lo referente al presidiario fugado, a los Stapleton, al doctor Mortimer y al señor Frankland, del palacio Lafter, voy a terminar con algo que es mucho más importante, hablándole de los Barrymore y en especial de los hechos sorprendentes de la pasada noche.

En primer lugar, quiero hablarle del telegrama de comprobación que usted expidió desde Londres para asegurarse de que, en efecto, el señor Barrymore se encontraba aquí. Ya le tengo explicado que la declaración del jefe de Correos demuestra que la comprobación de nada sirvió, y que no poseemos pruebas ni en un sentido ni en otro. Le referí a sir Enrique lo ocurrido y, entonces él, inmediatamente, siguiendo su proceder impulsivo, hizo subir a Barrymore y le preguntó si había recibido él mismo en persona el telegrama. Barrymore dijo que sí.

- ¿Se lo entregó el muchacho a usted en propias manos? -preguntó sir Enrique.

Barrymore se mostró sorprendido, y meditó un instante. Luego dijo:

- No. Yo estaba en el cuarto de los baúles en ese momento, mi mujer me lo subió.

- ¿Dio la contestación usted mismo?

- No; le dije a mi mujer cómo tenía que contestarlo, y entonces ella bajó y escribió la contestación.

Por la noche el mismo Barrymore volvió, por propia iniciativa, a tratar del tema, y dijo:

- Sir Enrique, esta mañana no llegué a comprender por completo la finalidad de las preguntas que me hizo. Confío en que ellas no significarán que no haya hecho nada capaz de hacerme perder la confianza de usted.

Sir Enrique tuvo que darle la seguridad de que, en efecto, no la había perdido, y lo tranquilizó regalándole una parte importante de su indumentaria usada, porque había llegado ya de Londres la nueva con que se ha equipado.

A mí me interesa la señora Barrymore. Se trata de una mujer pesadota, maciza, de cortos alcances e intensa respetabilidad inclinada al puritanismo. Difícil le sería a usted imaginarse persona de menor sensibilildad. Sin embargo, ya le tengo contado a usted cómo la oí sollozar amargamente la primera noche de mí llegada; de entonces acá he visto más de una vez en su rostro señales de lágrimas. Algún pesar muy hondo le roe constantemente el corazón. A veces me pregunto si la persigue el recuerdo de alguna culpabilidad, y otras veces sospecho que Barrymore es un tirano doméstico. Tuve siempre la sensación de que hay en la manera de ser de este hombre un algo extraño y discutible, pero la aventura de la noche pasada ha llevado al colmo mis recelos.

Sin embargo, considerada en sí misma, se trata de un asunto pequeño. A usted le consta que yo no tengo el sueño pesado; puesto que me encuentro en esta casa vigilando, mis sueños son aquí más ligeros que nunca. La noche pasada, a eso de las dos de la madrugada, me despertaron unos pasos furtivos de alguien que cruzaba por delante de mi habitación. Me levanté, abrí mi puerta y miré fuera. Por el pasillo se arrastraba una sombra negra, y larga. La proyectaba un hombre que caminaba con muho tiento, llevando en la mano una vela. Iba vestido con los pantalones y la camisa, llevando los pies descalzos. Apenas si pude ver su silueta, pero su estatura me indicó que se trataba de Barrymore. Avanzaba muy despacio y con gran circunspección, y en toda su manera de actuar había algo indescriptiblemente culpable y furtivo.

Le tengo ya explicado que el pasillo en cuestión está cortado por la galería que circunda al vestíbulo, pero que vuelve a reanudarse en el lado más lejano. Esperé hasta que mi hombre desapareciese de la vista. Y entonces me fui tras el. Cuando yo di la vuelta a la galería ya Barrymore había llegado al final del otro pasillo, y pude darme cuenta, por la luz que salía de una puerta abierta, que habia entrado en una de las habitaciones. Ahora bien: todas estas habitaciones están sin muebles y desocupadas, por lo cual esa expedición se hacía más misteriosa que nunca. La luz brilIaba con fijeza, indicando que permanecía inmóvil en su sitio. Yo avancé muy despacio por el pasaje. todo lo silenciosamente que me fue posible, y me asomé a mirar por el borde de la puerta.

Barrymore se hallaba agazapado junto a la ventana, manteniendo la vela en alto junto al cristal. Se hallaba medio vuelto de perfil hacia mí, y parecía que su rostro estuviera rígido de expectación, al mismo tiempo que miraba fijamente hacia la negrura del páramo. Permaneció algunos minutos mirando con intensa atención. Después dejó escapar un profundo gemido, y haciendo un gesto de impaciencia, apagó la luz. Yo retrocedí al instante hacia mi habitación, y muy poco después volvieron a oirse los pasos furtivos, en la caminata de regreso. Mucho después, y cuando yo me había quedado ligeramente dormido, oí una llave que giraba dentro de una cerradura, pero no pude poner en claro de dónde procedia aquel ruido. No consigo adivinar el alcance de todo esto, pero lo seguro es que en esta casa lóbrega está pasando en secreto algo hasta cuyo fondo hemos de llegar nosotros más pronto o más tarde. No quiero molestarle con mis hipótesis, puesto que usted me pidió que le proporcionase únicamente hechos. Esta mañana he tenido una larga conversación con sir Enrique y nos hemos trazado un plan de campaña que se basa en mis observaciones de la pasada noche. No quiero hablar ahora de ese plan, que, sin duda, hará que merezca ser leído mi próximo informe.

Índice de El sabueso de los Baskerville de Sir Arthur Conan DoyleAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha