Índice de Poemas rústicos de Manuel José OthónProcul negotiis Frondas y glebasBiblioteca Virtual Antorcha

POEMAS RÚSTICOS
(Poemas de Manuel José Othón)

PASTORAL


I

Allá, sobre escarpada serranía
enhiesto y colosal se empina un risco;
a su pie, retorciéndose bravía,
baja, por entre el roble y el lentisco,
una senda hasta humilde pastoría
donde hay una cabaña y un aprisco.
Es solo habitador de aquel albergue
un pobre rabadán: mas nunca el día
lo encontró bajo el rústico techado,
pues apenas ha el alba despuntado,
sus perlas derramando en cielo y tierra,
ya la figura del pastor se yergue
sobre el excelso pico de la sierra.
Como un dios se le mira desde el valle
en la roca granítica tallado,
majestuoso y altivo, acariciado
del trémulo pinar por el ventalle.
Y cuando el sol, al asomar, colora
de rosicler aristas y perfiles
y chorrea en los húmedos cantiles
el diluvio de rosas de la aurora,
las cabras y corderos triscadores
empiezan a saltar por los alcores,
que empenachan el mirto y la retama
y el heno alfombra y la menuda grama.
Se les ve, desde el fondo del paisaje,
sobre el musgoso peñascal salvaje
brillar al sol, blanquísimos y tersos,
como nevados ópalos, dispersos
entre las esmeraldas del frondaje.

II

Sumérgese el pastor, vagando libre,
ya en las resplandecencias de la cima
o ya en las lobregueces del barranco,
sin que una sola víscera le vibre,
ni al resbalar por la espantosa sima,
ni al descender por el cortante flan<:o.
Es el rey y señor de la comarca
solamente habitada por las fieras
y las reses salvajes. Sus dominios,
do jamás hubo guerras ni exterminios,
del ingente peñón, erguido encima,
con sólo un golpe de su vista abarca.
Vertientes quebradísimas, laderas
en que se junta y amalgama el verde
con el violeta azul, y al fin se pierde
al esfumarse en las lejanas eras;
dorsos de piedra rígidos que enarca
la montaña en tremendas convulsiones
al sentir el furor de los turbiones;
parapetos de roca amenazando
aplastar los ramajes y los troncos;
guijas que arrancan de su lecho blando
los torrentes horrísonos y roncos
que al valle ruedan con fragor bramando;
cavernas pavorosas, hondonadas
en donde se detienen las miradas
fijas, con estupor horrorizante,
del tenebroso piélago delante;
cumbres que irisa eternamente el hielo
y besan las purpúreas alboradas,
y agujas de granito, donde el vuelo
las águilas abaten fatigadas
al terminar su viaje por el cielo ...

III

Abajo, la llanura, las vecinas
selvas; muy lejos, la ignorada aldea
en el centro de un valle que rodea
el verde cinturón de las colinas;
cerca, los frescos y olorosos prados
en las estribaciones blandamente
de la agreste montaña recostados;
arriba, un océano: el oleaje
de las cimas riscosas y onduladas
que corren descendiendo gradualmente,
ya dóciles y tersas, ya encrespadas,
como olas en un mar que de repente
cuajara el septentrión; y en el encaje
de las tajadas peñas, el roquero
risco, cual torreón del homenaje
de un castillo fantástico y severo;
y en el último término, al escaso
resplandor de la tarde, las llanadas
silenciosas y tristes, y empapadas
en las cárdenas tintas del ocaso ...
Tal es el reino del pastor.

IV

Impera
majestad absoluta y verdadera,
sobre aquella región, casi perdida
y extraña de los hombres a la vida;
pero donde otra vida omnipotente
del seno augusto de la tierra brota,
como alma inmensa por el aire flota,
y do la madre universal se siente
rayo en el éter y en las auras nota.
Bajo aquel dilatado firmamento,
nada el poder vivificante turba,
ni suspende el eterno movimiento.
Desde el hondo nivel de la planicie,
igual y recta, hasta la excelsa curva
trazada en la cerúlea superficie,
todo es fuerza y calor, todo es aliento.
La tierra ardiente se desborda en olas
de resonantes hierbas y corolas
y, cuando empieza a modular el viento
los himnos de su agreste sinfonía,
circula de la sierra por la espalda
un divino temblor. La selva umbría
que festonea la sinuosa falda,
esponja muellemente su ropaje
de pomposo y verdísimo follaje
como un ala de trémula esmeralda;
y so las frondas vírgenes, el grano
y la yema y el óvulo que duermen,
se despiertan al soplo soberano
¡y todo vibra en la explosión del germen!
Nada yace en la calma y el reposo;
donde un átomo alienta hay un sonido,
un estremecimiento portentoso,
ya brisa, ya huracán, ¡siempre latido!
Al rodar, de las cumbres, desprendido,
sobre los campos en fecundo riego,
el torrente, seméjase a un coloso
que se despeña desatado y ciego;
y, mientras el espacio enrojecido
arde como una bóveda de fuego,
y reverbera el sol en las opacas
moles de piedra, por el bosque añoso
aun se siente pasar el poderoso
aliento de las ondas genesiacas.

V

Entonces, bajo el oro que el verano
difunde, como polen infinito,
a cuya influencia se madura el grano,
amarillea el césped en el llano
y el musgo se reseca en el granito;
el pastor, con el alma estremecida,
responde, una por una, a las potentes
y raudas pulsaciones de la vida;
el sol canicular su sangre abrasa
que, por las anchas venas, a torrentes
con ritmo libre y vigoroso pasa;
y del espacio en la candente lumbre
clavando la mirada, y en los rojos
paisajes, por las siestas abrasados,
que surgen a lo lejos tras la cumbre
de la montaña azul -inmensos prados
de secos yerbazales y rastrojos-
siente cual un sacudimiento enorme
penetrar en su alma la grandeza
de aquella tropical naturaleza
y la salvaje majestad. Informe
va esfumándose el cuadro ante sus ojos
y, levantando entonces la cabeza,
para explorar los vastos panoramas
del monte y la profunda lejanía,
trepa de un viejo tronco por las ramas,
y en la ardiente explosión del medio día
lo cubre el sol con su dosel de llamas.

VI

Todo parece reposar en torno
al estival influjo del bochorno:
desde la base y áspera pendiente
hasta la cumbre, donde apenas pudo
llegar la planta humana. En indolente
actitud yace el bruto. Desmayado
el sonoro follaje cuelga mudo,
cual arpa abandonada, y en el prado
se tiende a sestear, blanco y lanudo,
bajo la sombra, el triscador ganado.
Sólo en las hondonadas más abruptas,
donde las fuentes gárrulas borbollan
y, dulcemente susurrando, arrollan
blandos líquenes u ovas incorruptas,
el recio leñador, casi desnudo,
hiende los troncos jadeando. El eco
a los golpes retumba, ya apagado
por la distancia, ya vibrante y hueco.
Y parece temblar la cordillera
y estremecerse el soto y la campaña,
como si a cada hachazo se sintiera
latir el corazón de la montaña.

VII

En las tardes azules, cuando otoña,
el pastor se recuesta sobre el césped
en lo más alto de la sierra, donde,
tañendo su tristísima zampoña,
oye que la torcaz, eterno huésped
del robledal, a su canción responde.
Y en las de invierno, diáfanas y frías,
cuando el rayo postrero resplandece,
ante las azuladas lejanías
abismado y absorto permanece.
Allá, cual vaga niebla, la profunda
masa de otras extensas serranías
ven sus ojos de águila. Más lejos,
semejando' un celaje que se inunda
del crepúsculo gris en los reflejos,
una línea sutil, visible apenas:
¡la ancha faja del mar! Hacia otro lado,
de un valle en el confín, las rancherías
dispersas entre páramo y sembrado,
frescos lagos y tórridas arenas;
y en el extremo, aun por el sol bañado,
donde van a morir las dos cadenas
de montañas, confuso y esfumado,
cual un manchón opaco y ceniciento,
ve el triste solitario de los montes
-a mirar lo infinito acostumbrado
y a espaciarse en los vastos horizontes-
el ruin y miserable hacinamiento
que forma la ciudad: ¡tapias y muros
y palacios, y templos, y obeliscos,
que anonada, en los términos oscuros,
la triunfante grandeza de los riscos!
Y divisa el pastor, con la mirada
que hiende, poderosa, los espacios,
las torres muy pequeñas, los palacios
aun más pequeños. ¿Y los hombres? ... ¡nada!
Y buscando a sus ansias más anchura
alza los ojos. -Ya del sol fulgura
sólo un rayo glorioso, en el instante
que se hunde en ocaso agonizante.
Lo azul, lo inmensamente azul, se pierde
en la infinita lontananza verde;
tiembla la luz, se funden los colores
en la comba del éter; un residuo
de la lumbre del sol con resplandores
flavos enciende el horizonte occiduo.
Y de pie, sobre el risco que es su trono,
ve el soberano, en místico abandono,
en sus dominios acabarse el día
y la noche empezar, vaga y sombría.
¡Hora augusta y sagrada! El sol esparce
su oro ya muerto en los flotantes velos
que a ras del cerco horizontal condensa,
para encajar en él, como un engarce,
la divina turquesa de los cielos
y de los campos la esmeralda inmensa.

VIII

Deja entonces su trono de granito
y baja por la senda silencioso
y en honda paz. La noche y lo infinito
le hablan en derredor; mas no al reposo
lo invitan, que su alma aún se halla abierta
a ese clamor profundo y misterioso
de las cosas brotado, como un grito
del universo; grito prepotente
que a una vida sublime nos despierta
y pone el corazón de Dios enfrente.
Para aquel olvidado sin amores
a quien sólo natura da sus flores,
la noche es una madre: inmensamente
lo acaricia y acógelo en su seno,
siempre de sombra y de ternura lleno.
Sopla el aura a su oído mansamente,
suspirando canciones y querellas
y, cuando para orar alza la frente,
clavan en su pupila transparente
sus dardos de diamante las estrellas;
y lo inunda en su etérea catarata,
las noches diafanísimas de junio,
el tenue polvo azul, azul y plata,
en que envuelve a la tierra el plenilunio;
o bien, cuando en los montes se desata,
desde el alto crestón hasta el ribazo,
el viento bramador y enfurecido,
la noche para él tiene un latido
y un arrullo de amor en su regazo.
¡Noches de santo horror e indefinible
misterio: ya reinéis claras u oscuras,
mira el alma en vosotras lo invisible
para sentir después, hondo y terrible,
el vértigo de Dios, en las alturas!

IX

Hay, en las soledades estrelladas
de aquellas noches, una inmensa y triste
serenidad. Cuando la luna llena
baña la sierra en ondas plateadas,
el pico enhiesto de esplendor se viste
y se incrusta en la atmósfera serena.
Como un diluvio la blancura llueve
y queda el aire convertido en ampo,
el agua en perlas y anegado el campo
en luminosos átomos de nieve.
Entonces, más que nunca, desbordadas
las recónditas ansias que en el pecho
se agitan del pastor, siempre tranquilo
y humilde pero nunca satisfecho,
del exterior asoman, condensadas
en profundas y límpidas miradas,
que se remontan hasta el almo asilo
de los mundos sin fin. Mientras reposa
el cuerpo laxo sobre duro lecho,
en la divina cúpula radiosa
-dejando lo infinito de la tierra
y libre de misérrimos pesares-
el levantado espíritu se encierra.
Sólo el cielo en las noches estelares,
cuando brillan los astros a millares
y a millares se agrupan, ocultando
el ancho velo de zafiro; cuando
forman islas sin playas en los mares
eternos del espacio ¡sólo el cielo,
que es reposo inmortal de todo anhelo,
con sus fulgores y tristezas calma
el anhelo ardentísimo de una alma
plena de inmensidad! ...

X

La noche cae
y reinan las tinieblas pavorosas.
Hay vértigo en el alma de las cosas,
porque el horror, como el abismo, atrae.
Mas el pastor descansa. Ningún peso
viene a oprimir su corazón de justo;
ningún vestigio en su semblante impreso
ha dejado el dolor. Silencio augusto
impera en torno de él y, mientras duerme,
su perro en vela está, y el mal, inerme.
Repose en calma. La diurnal tarea
ya pronto volverá, pues tras el monte
una indecisa claridad blanquea ...
Ya en las cumbres destácase el granito.
Ya se bañan de azul el horizonte
y el alma.

¡Oh, infinito! ¡Oh, infinito!
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