Índice de Romeo y Julieta de William ShakespeareAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ACTO PRIMERO

ESCENA PRIMERA

En una plaza pública (Sansón y Gregorio, con espadas y escudos).

Sansón: Gregorio, estoy seguro de que no nos echarán encima los aparejos.

Gregorio: Eso mismo pienso, pues eso equivaldría a convertirnos en animales de carga.

Sansón: No me has entendido bien; quiero decir que si nos enfurecemos, tendremos que empuñar nuestras espadas; yo, si me provocan, peleo.

Gregorio: Sin embargo, la verdad es que es dificil provocarte.

Sansón: No lo creas, pues para ello me basta con ver a cualquier perro de la casa de los Montescos, a quien sea de ellos: al criado o a la doncella lo aguardaré a pie firme para quitarle la derecha.

Gregorio: Así demuestras tu poca inteligencia, pues al quitarles la derecha, quedas cerca de la pared, y quien se queda cerca de ella es el más débil.

Sansón: Es cierto; por eso las mujeres siempre caminan cerca de ella. Por consiguiente, echaré de la pared a los sirvientes de los Montescos y arrimaré a ella a las doncellas.

Gregorio: La disputa es entre nuestros respectivos amos; no entre nosotros, sus sirvientes.

Sansón: Eso poco importa; seré tirano, y luego de castigar a los mozos, le romperé la cabeza a las doncellas.

Gregorio: Eso, si lo permiten ellas, que son las que lo han de sentir.

Sansón: Y lo lamentarán en tanto que yo pueda mantenerme en pie, pues sabes que no soy rana.

Gregorio: Tengo la seguridad de que no eres carne ni pescado ... ¡Prepara tu espada!; se acercan los servidores de la casa de los Montescos.

Sansón: Ya está listo mi acero. Combate tú; yo te cuidaré la espalda.

Gregorio: Sí, guardando la tuya y huyendo rápidamente.

Sansón: No seas cobarde.

Gregorio: ¿Miedo de ti? No, por cierto.

Sansón: Tengamos por nuestra parte la justicia ... que comiencen ellos.

Gregorio: Cuando pasemos a su lado frunciré el ceño, y que lo interpreten como quieran.

Sansón: O como se atrevan. Yo me morderé el pulgar y los observaré de soslayo, y si lo toleran es una gran injuria para ellos.

(Salen Abraham y Baltasar)

Abraham: ¿Se muerde el pulgar con el propósito de insultarnos, caballero?

Sansón: Sé que me muerdo el pulgar, señor.

Abraham: Sin embargo ¿lo hace para agraviarnos, hidalgo?

Sansón a Gregorio: ¿La justicia nos asistirá si respondo que sí?

Gregorio: De ningún modo.

Sansón: Señor, no me muerdo el pulgar por ustedes, pero me lo muerdo.

Gregorio: ¿Buscas riña, hidalgo?

Abraham: ¿Riña? Nada de eso.

Sansón: Si es lo que buscan, yo estoy para servirlos, pues estoy a las órdenes de un señor tan generoso como el suyo.

Abraham: Pero no tan superior.

Sansón: Conforme, caballero.

Gregorio: Di mejor. (Aparta a Sansón). Veo a uno de los familiares de mi amo. (A lo lejos se ve salir a Benvolio).

Sansón: Mejor sí, caballero.

Abraham: Estás mintiendo.

Sansón: Saquen sus espadas si son valientes ... Gregorio, no olvides tu estocada secreta.

(Se baten)

(Con la espada desenvainada, Benvolio acude a separarlos).

Alto, insensatos; regresen el acero a la vaina, pues no saben lo que hacen.

(Sale Teobaldo).

Teobaldo: Pero, ¿estás usando la espada contra villanos? Vuélvete, Benvolio, y mira de frente a la muerte.

Benvolio: Sólo deseo poner paz entre ellos. Guarda tu espada o úsala para ayudarme a disgregar este conato de lucha.

Teobaldo: ¿Pero, a qué te refieres? ¿He desenvainado mi acero y me hablas de paz? Aborrezco esa palabra tanto como al infierno, a todos los Montescos y a ti. Ponte en guardia, cobarde.

(Se baten).

(Salen partidarios de ambas casas y después algunos ciudadanos de Verona con palos).

Ciudadano primero: Arremetan con palos, lanzas y puyas. Arrasemos con todos; ¡mueran Capuletos y Montescos!

(Salen Capuleto y la señora de Capuleto

Capuleto: ¿De quién son esas voces? Denme mi espada.

Señora: ¿Cuál espada? Lo que te conviene es una muleta.

Capuleto: Mi espada, mi espada, que Montesco se acerca empuñando contra mí la suya, tan vieja como la mía.

(Entran Montesco y su mujer).

Montesco: ¡Malvado Capuleto, permíteme pasar; hazte un lado!

Señora: No permitiré que des un paso más.

(Entra el Príncipe con su séquito).

Príncipe: ¡Rebeldes, rivales de la paz, derramadores de sangre humana! ¿No quieren escuchar? Bestias humanas que mitigan en la fuente sangrienta de sus venas la pasión de su furia, lancen al suelo inmediatamente las armas homicidas, y oigan mi sentencia. En tres ocasiones, por insignificantes fantasías e insustanciales razones, han teñido con sangre las calles de Verona, haciendo a sus residentes, incluso a los más graves e ilustres, blandir las enmohecidas lanzas, y cargar con el hierro sus manos envejecidas por la paz. Si vuelven a alterar la quietud de nuestra ciudad, me responderán con sus cabezas. Es suficiente por hoy; retírense todos. Tú, Capuleto, me acompañarás. Tú, Montesco, me buscarás dentro de poco en la Audiencia, donde platicaremos prolongadamente. Pagará con su muerte quien permanezca aquí.

(Vase).

Montesco: ¿Quién volvió a iniciar la antigua controversia? ¿Estabas tú cuando comenzó, sobrino mío?

Benvolio: Los sirvientes de tu enemigo ya se encontraban peleando con los nuestros cuando llegué, y fueron infructuosos mis intentos de apartarlos. Teobaldo me embistió, empuñando el acero que azotaba al aire despreciador de sus furores. Al escuchar el choque de las espadas, la gente comenzó a participar en el combate de una parte y otra, hasta que el Príncipe separó a unos y otros.

Señora de Montesco: ¿Y viste a Romeo? ¡Me alegro mucho de que no estuviera presente!

Benvolio: Únicamente faltaba una hora para que el sol apareciera por las doradas puertas del oriente, cuando salí a pasear, solo con mis cuidados, al bosque de sicomoros ubicado al poniente de la ciudad. En ese lugar se encontraba tu hijo. En cuanto lo vi caminé hacia él, sin embargo enfiló hacia lo más recóndito del bosque. Y como sé que en determinadas situaciones la compañía estorba, seguí mi camino y mis reflexiones, huyendo de Romeo con tanto gusto como él de mí.

Señora de Montesco: Aseguran que continuamente va a ese lugar a juntar su llanto con el rocío de la mañana y a quejarse con las nubes, y en cuanto el sol, alegría del mundo, retira los negros pabellones del lecho de la aurora, huye Romeo de la luz y regresa a casa, donde se encierra melancólico en su recámara, y para eludir la luz del día, crea una noche ficticia. Me da mucha pena su situación, y sufriría un gran dolor si su corazón no llegara a dominar sus caprichos.

Benvolio: ¿Conoces la causa, tío?

Montesco: No, ni puedo investigarla.

Benvolio: ¿No has podido arrancarle alguna explicación?

Montesco: Ni yo, ni nadie. No sé si yo esté en lo correcto, sin embargo él es el único consejero de sí mismo. Oculta con mucho recelo su secreto y se consume en él, como el germen herido por el gusano antes de desarrollarse y encantar al sol con su hermosura. Cuando yo me entere por qué sufre, intentaré poner la solución.

Benvolio: Aquí está. O me engaña el cariño que le tengo, o voy a saber pronto por qué sufre.

Montesco: ¡Oh, si pudieras con destreza enterarte de su secreto! Ven, esposa.

(Entra Romeo).

Benvolio: Muy madrugador estás.

Romeo: ¿Acaso aún es muy temprano?

Benvolio: Todavía no son las nueve.

Romeo: ¡Tristes horas, cuán pausadamente transcurren! ¿No era mi padre quien salía hace unos instantes de aquí?

Benvolio: Efectivamente; sin embargo ¿qué dolores prolongan tanto las horas de Romeo?

Romeo: El no tener lo que las haría breves.

Benvolio: ¿Es asunto de amores?

Romeo: Desvíos.

Benvolio: ¿De amores?

Romeo: Mi alma sufre la despiadada severidad de sus desprecios.

Benvolio: ¿Cuál será la causa de que el amor que nace de tan trágiles principios, gobierna después con tanta tiranía?

Romeo: ¿Por qué, si pintan ciego al amor, sabe escoger tan raras sendas a su albedrío?

¿En dónde comeremos hoy? ¡Válgame Dios! Cuéntame lo que ha sucedido. Sin embargo no, ya estoy enterado. Hemos hallado el amor junto al odio; amor discrepante, odio amante; rara confusión de la naturaleza, caos sin forma, materia grave a la vez que ligera, fuerte y débil, humo y plomo, fuego helado, salud que fenece, sueño que vela, esencia misteriosa. No puedo habituarme a tal amor ¿Te ries? ¡Vive Dios! ...

Benvolio: De ninguna manera, primo. No me río, al contrario, lloro.

Romeo: ¿De qué, alma bondadosa?

Benvolio: De tu consternación.

Romeo: Es prenda del amor. Empeora el peso de mi tristeza al saber que tú de igual forma la sientes. Amor es fuego lanzado por el aura de un suspiro; fuego que arde y brilla en los ojos del amante. O más bien es torrente desbordado que las lágrimas aumentan. ¿Qué más puedo decir de él? Diré que es locura sabia, que emponzoña, dulzura embriagadora. Quédate, adiós, primo.

Benvolio: Deseo acompañarte. Me molestaré si me dejas así, y no te enojes.

Romeo: Guarda silencio, que el verdadero Romeo debe andar en otro lugar.

Benvolio: Dime el nombre de tu amada.

Romeo: ¿Quieres escuchar lamentos?

Benvolio: ¡Lamentos! ¡Gentil idea! Dime formalmente quién es.

Romeo: ¿Dime formalmente? ... ¡Oh, qué expresión tan brutal! Recomiéndale que haga testamento a quien está sufriendo horriblemente. Primo, estoy enamorado de una mujer.

Benvolio: Hasta ahí ya lo entiendo.

Romeo: Has adivinado. Estoy enamorado de una bella mujer.

Benvolio: ¿Y es fácil dar en ese blanco tan bello?

Romeo: Inútiles serían mis tiros, porque ella, poseedora de un gran abolengo como Diana la cazadora, esquivará todas las pueriles flechas del rapaz alado. Su pudor le sirve de armadura. Escapa de las palabras de amor, elude el encuentro de otros ojos, no la vence el oro. Es rica, porque es bella. Pobre, porque cuando muera, únicamente quedarán restos de su perfección soberana.

Benvolio: ¿Está unida a Dios por algún voto de castidad?

Romeo: No es ahorro el suyo, es despilfarro, porque oculta miserablemente su hermosura, y priva de ella al mundo. Es tan discreta y tan bella, que no debiera regocijarse en mi martirio, sin embargo odia el amor, y ese voto es la causa de mi muerte.

Benvolio: Ya no pienses en ella.

Romeo: Muéstrame cómo se debe dejar de pensar.

Benvolio: Hazte libre. Contempla a otras.

Romeo: De esa manera resplandecerá más y más su belleza. Con el negro antifaz sobresale más la blancura de la tez. Nunca olvida el don de la vista quien una vez la perdió. La hermosura de una dama medianamente bella únicamente sería un libro dónde leer, que era mayor la perfección de mi amada. ¡Adiós! No sabes enseñarme a olvidar.

Benvolio: Me comprometo a destruir tu parecer.

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