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El cantar de Roldán

Autor anónimo

Segunda parte


LXI

- Noble emperador -dice el barón Roldán-, dadme el arco que lleváis en el puño. Nadie me reprochará, creo, haberlo dejado caer, como hizo Ganelón con el bastón que recibió en su mano diestra.

El emperador mantiene la cabeza gacha. Alisa su barba y retuerce su mostacho. Y no puede contener el llanto.


LXII

Se acerca entonces Naimón: no hay mejor vasallo en toda la corte.

- Ya lo habéis oído -le dice al Rey-, la cólera invade al conde Roldán. Ya ha sido señalado para mandar la retaguardia, ninguno de vuestros barones puede cambiar la elección. ¡Entregadle el arco que habéis tendido y hallad quien pueda valerle!

El Rey le da el arco y Roldán lo recibe.


LXIII

Dice el emperador a su sobrino Roldán:

- Buen caballero, sobrino mío, os ofrezco la mitad de mis mesnadas. Bien lo sabéis. Conservadlas con vos, Serán vuestra salvación.

- Nada de eso haré -responde el conde-. ¡Dios me confunda, si desmiento mi estirpe! Quedarán conmigo veinte mil animosos franceses. Cruzad vos los puertos con toda tranquilidad. Haríais mal en temer a nadie, estando vivo yo.


LXIV

El conde Roldán ha montado su corcel. Hacia él se dirige su compañero, Oliveros. Llegan luego Garin y el esforzado conde Gerer, y Otón y Berenguer, e igualmente Astor y el gallardo Anseís. Y también se le acercan Gerardo de Rosellón, el viejo, y el opulento duque Gaiferos.

- ¡Por mi testa -exclama el arzobispo- que he de acompañaros!

- ¡Y yo iré con vos! - dice el conde Gualterio-; soy leal a Roldán, y no he de faltarle.

Y todos ellos eligen los veinte mil caballeros que habrán de acompañarlos.


LXV

El conde Roldan llama a Gualteiro de Ulmo y le dice:

- Tomad mil franceses, de Francia, nuestra tierra, y ocupad las cumbres y los desfiladeros, para que el emperador no pierda a uno solo de los hombres que lo acompañan.

- Así he de hacerlo, por vos -responde Gualterio.

Con mil franceses de Francia, que es su patria, Gualterio sale de las filas y alcanza los desfiladeros y las alturas. Ninguno descenderá, para conocer las más penosas nuevas, antes de que se hayan desenvainado innumerables espadas. Ese mismo día, entablaron una dura batalla con el Rey Almaris, del país de Balferna.


LXVI

Altos son los montes y tenebrosas las quebradas, sombrías las rocas, siniestras las gargantas. Los franceses las cruzan ese mismo día, con grandes fatigas. Desde quince leguas de distancia, se oye el ruido de la marcha de las tropas. Cuando llegan a la Tierra de los Padres y avistan Gascuña, dominio de su señor, hacen memoria de sus feudos, de las jóvenes de su patria y de sus nobles esposas. Ni uno de ellos deja de verter lágrimas de enternecimiento. Más aún que los otros, se siente pleno de angustia Carlos: ha dejado en los pUertos de España a su sobrino. Lo invade el pesar y no puede contener el llanto.


LXVII

Han quedado en España los doce pares; y con ellos veinte mil franceses que no conocen el miedo ni temen a la muerte. El emperador retorna a Francia; esconde su angustia bajo su manto. A su lado cabalga el duque Naimón, quien le dice:

- ¿Qué puede causaros tan grande cuita?

Responde Carlos:

- Quien me hace tal pregunta, me ofende. Tan grande es mi dolor que no puedo ocultarlo. Ganelón habrá de destruir a Francia. Esta noche un ángel me otorgó esta visión: Ganelón rompía mi lanza entre mis manos, y he aquí que ha elegido a mi sobrino para mandar la retaguardia. Lo he dejado en tierra extraña. ¡Dios!, si lo pierdo, nunca hallaré quien pueda reemplazarlo.


LXVIII

Llora Carlomagno, no puede contenerse.

Cien mil franceses se entristecen por él y temen por Roldán, invadidos por extraña angustia. Ganelón, el villano, lo ha traicionado: ha recibido del Rey sarraceno grandes regalos, oro y plata, ciclatones y paños de seda, mulos y corceles, y camellos y leones. Marsil ha mandado por toda España a barones, condes, vizcondes, duques y emires, almocadenes e hijos de caudillos. Reúne en tres días cuatrocientos mil guerreros y por toda Zaragoza resuenan sus tambores. En la torre más alta se coloca a Mahoma y todos los infieles lo adoran y le rezan. Luego, a marchas forzadas, cabalgan todos a través de la Cerdaña; cruzan los valles, pasan los montes: al fin columbran los gonfalones de las gentes de Francia. La retaguardia de los doce compañeros no dejará de aceptar la batalla.


LXIX

El sobrino de Marsil, tocando con un palo el mulo que monta, se adelanta y le dice a su tío con semblante risueño:

- Buen Rey y señor mío, ¡os he servido por espacio de largos años! ¡Y por todo salario, recibí penas y quebrantos! ¡Peleé en tantas batallas y tantas gané! Dadme un feudo: la honra de llevar contra Roldán el primer ataque. Perecerá por mi afilada pica. Si me asiste Mahoma, habré de libertar todas las comarcas de España, desde los puertos hasta Durestante. Desfallecerá Carlos, los franceses se rendirán y en vuestra vida no volveréis a tener guerra.

El Rey Marsille entrega, pues, el guante.


LXX

El sobrino de Marsil alza el guante en el puño y se dirige a su tío con altivas palabras:

- Buen Rey y señor mío: me habéis hecho gran don. Elegidme ahora doce de vuestros barones, que con ellos habré de combatir a los doce pares.

Falsarón, hermano del Rey Marsil, es el primero en responder:

- Sobrino, iremos pues, vos y yo y por cierto que daremos batalla a la retaguardia del gran ejército de Carlos. ¡Está escrito: perecerán por nuestras manos!


LXXI

Por otro lado llega el Rey Corsablín. Es oriundo de Berberia y conocedor de las artes maléficas. Habla como cumplido barón: ni por todo el oro de Dios consentiría en cometer una villanía.

Se acerca también al galope Malprimís de Brigantia: son tan ligeros sus pies que aventajaría a un corcel a la carrera. Con voz sonora, grita ante Marsil:

- Estaré presente en Roncesvalles. Si allí encuentro a Roldán, bien sabré derrotarlo.


LXXII

Un noble de Balaguer se halla entre ellos. Su cuerpO se muestra lleno de gallardía y su rostro es abierto y esforzado. Una vez montado en su corcel y cubierto con su armadura, tiene muy buena estampa. Su valor le ha granjeado gran fama: ¡qué noble barón, si cristiano fuera!

Ante Marsil, exclama:

- He de ir a Roncesvalles, a jugar mi vida. Si encuentro a Roldán, bien muerto está, y muerto también Oliveros y los doce pares, y muertos todos los franceses, para su gran duelo y afrenta. Carlos el grande es ya un anciano y chochea; desfallecerá y abandonará la guerra. España quedará en nuestro poder, libertada.


LXXIII

Otro jefe se encuentra allí, oriundo de Moriana: no hay otro más felón en toda España. Ante Marsil, hace también su vanidoso discurso:

- A Roncesvalles habré de conducir a mis mesnadas: son veinte mil hombres armados de escudos y lanzas. Si encuentro a Roldán en mi camino, dadlo por muerto: lo juro por mi fe. Y todos los días habrá de lamentarlo Carlos.


LXXIV

Por otro lado, se acerca Turgis de Tortosa: tiene título de conde, y la ciudad le pertenece. Anhela que mala Illuerte alcance a los franceses. Junto a los demás, se presenta ante el Rey Marsil y le dice:

- ¡Nada temáis! Más vale Mahoma que San Pedro de Roma: si vos lo servís, vuestro ha de quedar el honor del campo. Iré a buscar a Roldán en Roncesvalles; nadie podrá valerle para evitar la muerte. Ved cuan buena y larga es mi espada: quiero esgrimirla contra Durandarte. ¿Cuál de las dos habrá de vencer? Pronto tendréis nuevas de ello. Perecerán los franceses, si contra nosotros emprenden la lucha. Dolor y afrenta alcanzarán a Carlos el Viejo. Nunca más llevará corona en esta tierra.


LXXV

Llega de otro lugar Escremis de Valtierra. Es sarraceno y Valtierra es su feudo. Entre la multitud, su voz clama ante Marsil:

- Para afrentar el orgullo, iré yo a Roncesvalles. Si hallo a Roldán, habrá de perder allí mismo su cabeza, e igual sucederá a Oliveros, el que manda entre los demás. La muerte ha marcado ya a los doce pares. Perecerán todos los franceses y Francia quedará vacía. No quedarán ya buenos vasallos para servir a Carlos.


LXXVI

Y he aquí que se aproximan por otro costado dos sarracenos: Estorgán y su compañero Estramariz, ambos villanos y traidores reconocidos. A ellos se dirige Marsil:

- ¡Señores, avanzad! Iréis a Roncesvalles, cruzando los desfiladeros, y ayudaréis a conducir mis mesnadas.

- Obedeceremos vuestro mandato -responden-. Atacaremos a Roldán y a Oliveros; no tendrán los doce pares quien les valga ante la muerte. Son buenas y tajantes nuestras espadas: rojas habrá de tornarlas la cálida sangre. Perecerán los franceses y Carlos derramará su llanto; os devolveremos la Tierra de los Padres. Creedlo, señor; en verdad habréis de verlo: os entregaremos al propio emperador.


LXXVII

Corriendo se acerca Margaris de Sevilla. A él pertenece la tierra hasta Cazmarina. Su donosura le granjea el favor de todas las damas; ni una sola deja de solazarse al verlo, ni de sonreírle amablemente. No hay entre los infieles mejor caballero. Se acerca por entre el gentío e interpela al Rey, cubriendo su voz todas las demás:

- ¡Nada temáis! A Roncesvalles iré para matar a Roldán; no logrará salvar la vida, al igual que Oliveros. Quedaron aquí los doce pares para recibir el martirio. He aquí la espada que me envió el emir de Primes; es de oro su pomo. Os lo juro, habré de templarla en sangre carmesí. Perecerán los franceses y Francia será ultrajada. Carlos el Viejo, el de la barba florida, sufrirá por ello cada día pesar y cólera. Antes de que transcurra un año, contaremos a Francia entre nuestro botín y podremos conciliar el sueño en el burgo de San Dionisio.

El Rey sarraceno se inclina ante él profundamente.


LXXVIII

Por otro lado acude Chernublo de Monegros. Su cabellera flotante arrastra por los suelos. Es para él juego de niños, cuando está de humor para ello, llevar largamente la carga de cuatro mulos enalbardados. Se dice que en su país el sol no luce nunca, no puede crecer el trigo, no cae lluvia ni se forma rocío; todas las piedras son negras. Algunos dicen que allí moran los diablos.

- He ceñido mi buena espada -dice Chemublo-. He de teñirla de rojo en Roncesvalles. Si se cruza en mi camino el valeroso Roldán sin que yo lo ataque, no creáis nunca más en mi palabra. Con mi espada conquistaré a Durandarte. Perecerán los franceses, y Francia quedará desierta. Al escuchar tales razones, se reúnen los doce pares. Llevan con ellos a cien mil sarracenos que arden en deseos de combatir y aprietan el paso. Y todos juntos se dirigen hacia un bosquecillo de abetos para armarse.


LXXIX

Se arman los infieles con sus cotas sarracenas, casi todas con triple espesor de mallas, atan sus excelentes yelmos de Zaragoza y ciñen sus espadas de acero vienés. Poseen ricos escudos, picas valencianas y gonfalones blancos, azules y bermejos. Abandonando sus mulos y palafrenes, han montado'sus corceles y cabalgan en apretadas filas. El día luce claro y brilla el sol: resplandecen todas las armaduras. Para realzar tal belleza, resuenan mil clarines. Tal es el zafarrancho que llega a oídos de los franceses. Y dice el conde Oliveros:

- Señor compañero, puede ser que nos topemos con los sarracenos.

- ¡Ah! ¡Así lo permita Dios! -responde Roldán-. Aquí habremos de resistir, por nuestro Rey. Es preciso sufrir por él las mayores fatigas, soportados grandes calores y los grandes fríos, y perder la piel y aun el pelo. ¡Cuiden todos de asestar violentas estocadas, para que no se cante de nosotros afrentosa canción! Mala es la causa de los infieles y con los cristianos está el derecho. ¡Nunca contarán de mí acción que no sea ejemplar!


LXXX

Oliveros ha subido a una colina. Mira hacía su derecha, y ve avanzar las huestes de los infieles por un valle cubierto de hierba. Llama al punto a Roldán, su COmpañero, y le dice:

- ¡Tan crecido rumor oigo llegar por el lado de España, veo brillar tantas cotas y tantos yelmos centellear! Esas huestes habrán de poner en grave aprieto a nuestros franceses. Bien lo sabía Ganelón, el bajo traidor que ante el emperador nos eligió.

- ¡Callad, Oliveros -responde Roldán-; es mi padrastro y no quiero que digáis ni una palabra más acerca de él!


LXXXI

Oliveros ha trepado hasta una altura. Sus ojos abarcan en todo el horizonte el reino de España y los sarracenos que se han reunido en imponente multitud. Relucen los yelmos en cuyo oro se engastan las piedras preciosas, y los escudos, y el acero de las cotas, y también las picas y los gonfalones atados a las adargas. Ni siquiera puede hacer la suma de los distintos cuerpos de ejército: son tan numerosos que pierde la cuenta. Tan aprisa como lo permiten sus piernas, desciende la colina, se acerca a los franceses y les relata todo lo que sabe.


LXXXII

- He visto a los infieles -dice Oliveros-. Jamás hombre alguno contempló tan cuantiosa multitud sobre la tierra. Son cien millas que están ante nosotros con el escudo al brazo, atado el yelmo y cubiertos con blanca armadura; relucen sus bruñidas adargas, con el hierro enhiesto. Habréis de dar una batalla como jamás se ha visto. ¡Señores franceses, que Dios os asista! ¡Resistid firmemente, para que no puedan vencernos!

Los franceses exclaman:

- ¡Malhaya quien huya! ¡Hasta la muerte/ninguno de nosotros habrá de faltaros!


LXXXIII

Dice Oliveros:

- Muy crecido es el número de los sarracenos y escaso me parece el de nuestros franceses. Roldán, mi compañero, tocad vuestro olifante: Carlos lo escuchará y volverá el ejército.

- Locura fuera -responde Roldán-. Perdería por ello mi renombre en Francia, la dulce. Muy pronto habré de asestar recios golpes con Durandarte. Sangrará su hoja hasta el oro del pomo. Los viles sarracenos vinieron a los puertos para labrar su infortunio. Os lo juro: a todos les espera la muerte.


LXXXIV

- ¡Roldán, mi compañero, tocad vuestro olifante! Carlos habrá de oído y volverá con el ejército; podrá sOcorrernos con todos sus barones.

- ¡No permita Dios que por mi culpa sean menoscabados mis parientes y que Francia, la dulce, arrostre el desprecio! -replica Roldán-. ¡Más bien habré de dar recios golpes con Durandarte, mi buena espada que llevo ceñida al costado! Veréis su hoja cubierta de sangre. Los felones sarracenos se han reunido para desdicha suya. Os lo juro: todos ellos están señalados para la muerte.


LXXXV

- ¡Roldán, mi compañero, tocad vuestro olifante! Carlos, que está cruzando los puertos, habrá de oírlo. Os lo juro: volverán los franceses.

- ¡No plegue a Dios que jamás hombre vivo pueda decir que por causa de los infieles toqué mi olifante! -responde Roldán-. Nunca escucharán mis deudos tal reproche. Cuando se entable la feroz batalla, mil y setecientos golpes habré de asestar y veréis ensangrentarse el acero de Durandarte. Los franceses son denodados y pelearán valientemente; no escaparán a la muerte los de España.


LXXXVI

- ¿Por qué habrían de menoscabarnos? -insiste Oliveros-. He contemplado a los sarracenos de España: son tantos que cubren montes y valles, colinas y llanuras. ¡Poderosos son los ejércitos de esta turba extranjera y muy reducido el nuestro!

Y responde Roldán:

- ¡Ello me enardece más! ¡No plegué al Dios de los cielos ni a sus ángeles que por mi culpa pierda Francia su valer! ¡Antes prefiero la muerte a soportar el escarnio! ¡Cuanto más recios sean nuestros golpes, más habrá de querernos el emperador!


LXXXVII

Roldán es esforzado y Oliveros juicioso. Ambos ostentan asombroso denuedo. Una vez armados y montados en sus corceles, jamás esquivarían una batalla por temor a la muerte. Los dos condes son valerosos y nobles sus palabras.

Los felones sarracenos cabalgan furiosamente.

- Ved, Roldán, cuán numerosos son -dice Oliveros-. ¡Muy cerca están ya de nosotros, pero Carlos se halla demasiado lejos! No os habéis dignado tocar vuestro olifante. Si el Rey estuviera aquí, no nos amenazaría tal peligro. Mirad a vuestras espaldas, hacia los puertos de España; podrán ver vuestros ojos un ejército digno de compasión: quien se encuentre hoy a retaguardia, nunca más podrá volver a hacerla.

- ¡No pronunciéis tan locas palabras! ¡Malhaya el corazón que se ablande en el pecho! En este lugar resistiremos firmemente. Por nuestra cuenta correrán los lances y refriegas.


LXXXVIII

Cuando advierte Roldán que está por entablarse la batalla, ostenta más coraje que un león o leopardo.

Interpela a los franceses y a Oliveros:

- Señor compañero, amigo: ¡contened semejante lenguaje! El emperador que nos dejó sus franceses ha elegido a estos veinte mil: sabía que no hay ningún cobarde entre ellos. Es menester soportar grandes fatigas por su señor, sufrir fuertes calores y crudos fríos, y también perder la sangre y las carnes. Herid con vuestra lanza, que yo habré de hacerla con Durandarte, la buena espada que me dio el Rey. Si vengo a morir, podrá decir el que la conquiste: Esta fue la espada de un noble vasallo.


LXXXIX

Por otro lado, he aquí que se acerca el arzobispo Turpín. Espolea a su caballo y sube por la pendiente de una colina. Interpela a los franceses y les echa un sermón:

- Señores barones, Carlos nos ha dejado aquí: Por nuestro Rey debemos morir. ¡Prestad vuestro brazo a la cristiandad! Vais a entablar la lucha; podéis tener esa seguridad pues con vuestros propios ojos habéis visto a los infieles. Confesad vuestras culpas y rogad que Dios os perdone; os daré mi absolución para salvar vuestras almas. Si vinierais a morir, seréis santos mártires y los sitiales más altos del paraíso serán para vosotros.

Bajan del caballo los franceses y se postran en la tierra. El arzobispo les da su bendición en nombre de Dios y como penitencia les ordena que hieran bien al enemigo.


XC

Se yerguen los franceses y se ponen de pie. Están bien absueltos, libres de todas sus culpas y el arzobispo los ha bendecido en nombre de Dios. Luego montan nuevamente en sus ligeros corceles. Están armados como conviene a caballeros y todos ellos se muestran bien aprestados para el combate.

El conde Roldán llama a Oliveros:

- Señor compañero, bien hablasteis al decir que Ganelón nos había traicionado. Recibió como salario Oro, riquezas y dineros. ¡Séale dado vengamos al emperador! El Rey Marsil nos compró como quien compra en un mercado, ¡pero esa mercancía, sólo habrá de obtenerla por el acero!


XCI

Pasa Roldán por los puertos de España cabalgando a Briador, su rápido corcel. Se halla cubierto de su coraza que realza su figura y blande denodadamente su lanza. Hacia los cielos endereza la punta; un gonfalón todo blanco está atado al hierro y las franjas le azotan las manos. Noble es su apostura, risueño y claro su rostro. Le sigue su compañero, y los caballeros de Francia lo proclaman su baluarte. Su mirada se dirige amenazadoramente hacia los sarracenos y luego humilde y mansa hacia los franceses, a los que dice con gran cortesía estas palabras:

- Señores barones, ¡despacio, cabalgad al paso! Estos infieles van en busca de su martirio. Antes de que caiga la noche habremos ganado un botín tan bello como suntuoso: nunca Rey de Francia conquistó otro igual.

T al tiempo que así hablaba, se toparon los dos ejércitos.


XCII

Dice Oliveros:

- No me impulsa el ánimo a discursos. No os dignasteis tocar vuestro olifante, y Carlos no está aquí para sosteneros. Ni una palabra sabe de esto, el esforzado Rey, y no es suya la culpa, como tampoco merecer reproche alguno todos estos valientes. ¡Así pues, cabalgad con todo vuestro denuedo contra esas huestes!

Señores barones, ¡manteneos firmemente en la contienda! En nombre de Dios os exhorto a bien herir.

¡Golpe dado por golpe recibido! Y no olvidemos la divisa de Carlos.

Al oír tales palabras, los francos claman el grito de guerra:

- ¡Montjoie!

Quien así los hubiera escuchado gritar, tendría memoria de un magnífico denuedo. Luego cabalgan, ¡Dios, cuán fieramente!; para llegar antes, clavan las espuelas y comienzan a herir pues, ¿qué otra cosa les queda por hacer? Los sarracenos los reciben sin miedo. Y he aquí que se trenzan en combate moros y franceses.


XCIII

El sobrino de Marsil, llamado Aelrot, cabalga el primero ante el ejército y va diciendo a nuestros franceses palabras afrentosas:

- Francos felones, hoy habréis de combatir contra los nuestros. Aquel que os tenía bajo su custodia os traicionó. ¡Insensato el Rey que os dejó en los desfiladeros! ¡Perderá su prestigio en este día Francia, la dulce, y Carlomagno el brazo diestro de su cuerpo!

Cuando esto escucha Roldán, ¡ Dios, lo invade gran cuita! Clava espuelas a su corcel, deja rienda suelta a sus bríos y corre a herir a Aelrot con todas sus fuerzas.

Le rompe el escudo y le desgarra la cota, le abre el pecho, destrozándole los huesos y le quebranta el espinazo. Le arranca el alma con su lanza y la tira afuera.

Hunde violentamente el hierro, estremeciendo al cuerpo; con el asta lo derriba muerto del caballo y al caer se le parte la nuca en dos mitades. No por ello deja Roldán de hablarle de esta guisa:

- No, hijo de siervo, no está loco Carlos, y jamás amó la traición. Dejarnos en los desfiladeros fue en él valentía. No habrá de perder en este día su prestigio Francia, la dulce. ¡Herid, franceses, fue nuestro el primer golpe! ¡Con nosotros está el derecho y el error acompaña a estos felones!


XCIV

Un duque, llamado Falsarón, se encuentra allí. Es hermano del Rey Marsil y posee las tierras de Datan y de Abirón. No existe peor truhán bajo los cielos. Es tan amplia su frente que puede medirse medio pie entre sus dos ojos. Cuando ve muerto a su sobrino, lo invade gran duelo. Sale de entre la multitud, retando al primero que encuentra, clama el grito de guerra de los infieles y lanza a los franceses palabras injuriosas:

- "#ff3300">¡En este día, Francia,la dulce, perderá su honor!

Oliveros lo oye y lo invade gran irritación. Clava las doradas espuelas en su montura y corre a herirlo como barón de buena ley. Le rompe el escudo, le desgarra la cota; le hunde en el cuerpo las franjas de su gonfalón y con el asta de la lanza lo arranca de los arzones y lo derriba muerto. Mira en el suelo al traidor que yace y le dice entonces fieramente:

- No me cuido de tus bravatas, hijo de siervo. ¡Atacad, franceses, que hoy habremos de vencer!

Y grita la divisa de Carlos:

- ¡Montjoie!


XCV

Un Rey, llamado Corsablín, se encuentra allí. Es oriundo de Berbería, una lejana comarca.

- Bien podemos entablar esta batalla -les grita a los demás sarracenos-: son muy pocos los franceses y tenemos derecho a menoscabarlos. No será Carlos quien salve a uno solo. Ha llegado para ellos el día de su muerte.

El arzobispo Turpín lo ha oído muy bien. No existe bajo el firmamento otro hombre a quien más odie.

Clava sus espuelas de oro fino y lo acomete con violencia. Ya le ha roto el escudo, destrozándole la cota, le ha hundido en el cuerpo su larga lanza. Con fuerza la empuja, sacudiéndola en las carnes del infiel hasta hacerla vacilar; luego, con el asta, lo derriba muerto en el camino. Mirando hacia atrás, ve al felón caído y no deja de decirle unas palabras:

- Infiel, hijo de siervo, ¡cuán falsamente habéis hablado! Siempre podrá auxiliamos mi señor Carlos; no está el huir en el ánimo de nuestros franceses, y todos vuestros compañeros habrán de quedar inmóviles por nuestra mano. Oíd esta nueva: preciso es que halléis aquí la muerte. ¡Acometed, franceses! ¡No flaquee ninguno! ¡Es nuestro este primer golpe, a Dios gracias!

Y grita Turpín para quedar dueño del campo:

- ¡Montjoie!


XCVI

Y Garín acomete a Malprimís de Brigantia. El buen escudo del infiel de nada le vale. Garín le rompe la bloca de cristal y la mitad cae a tierra. Le desgarra la cota hasta la carne y le hunde su buena pica en el cuerpo. El sarraceno se desploma como una masa. Satanás se lleva su alma.


XCVII

Su compañero Gerer ataca al emir. Le destroza la coraza, le desmalla la cota y en las entrañas le hunde su buena pica; apoya con fuerza, hasta que el hierro le atraviesa el cuerpo y con el asta lo derriba muerto en el campo.

- ¡Qué magnífica batalla! -dice Oliveros.


XCVIII

El duque Sansón acomete al jefe moro. Le rompe el escudo que ostenta adornos de oro y florones. De nada le sirve su buena coraza. Le atraviesa el corazón, el hígado y el pulmón y lo derriba muerto, ¡haya de llorarlo quien quiera!

- ¡Este golpe es de un valiente! -exclama el arzobispo.


XCIX

Y Anseís deja rienda suelta a su corcel y corre a atacar a Turgis de Tortosa. Le quiebra el escudo bajo la dorada bloca, desgarra de arriba abajo su doble cota y le hunde en el cuerpo el hierro de su buena pica.

Empuja con fuerza y sale la punta por la espalda del adversario; con el asta lo derriba muerto sobre el campo.

- ¡Ese golpe es de un valiente! -dice Roldán.


C

Y Angkleros, el Gascón, de Burdeos, espolea a su caballo, suelta las riendas y acomete a Escremis de Valtierra. Le quiebra el escudo que lleva al cuello, descoyunta sus partes, le rompe el ventalle de la armadura y lo hiere en el pecho, bajo la garganta; con el asta, lo derriba muerto de su silla. Luego le dice:

- ¡Ha perdido!


CI

Y Otón golpea a un infiel, Estorgán, en el borde superior de su escudo, de tal suerte que le desgarra los cuarteles de blanco y bermellón; le rompe las partes de su coraza, le hunde en el cuerpo su afilada pica y lo derriba muerto sobre su rápido corcel. Luego le dice:

- ¡Buscad quien os valga!


CII

Y Berenguer hiere a Estramariz. Le rompe el escudo, le desgarra la loriga, a través del cuerpo le hunde sU poderosa pica; entre mil sarracenos lo derriba muerto. De los doce pares, diez. hallaron la muerte; ya sólo quedan vivos dos: Chemublo y el conde Margaris.


CIII

Margaris es un cumplido caballero, de gran donosura y firmeza, ágil y ligero. Espoleando a su caballo corre a herir a Oliveros. Le rompe su escudo bajo la bloca de oro puro. A lo largo de sus costados endereza su pica, mas Dios guarda a Oliveros: su cuerpo no ha sido tocado. El asta se quiebra, mas él no fue derribado.

Margaris pasa a su lado sin que nadie le estorbe; hace sonar su trompa para reunir a los suyos.


CIV

El combate es magnífico, la lucha se torna general. El conde Roldán no preserva su persona. Hiere con su pica mientras le dura el asta; después de quince golpes la ha roto, destrozándola completamente. Entonces desnuda a Durandarte, su buena espada. Espolea a su caballo y acomete a Chernublo. Le parte el yelmo en el que centellean los carbunclos, le desgarra la cofia junto con el cuero cabelludo, le hiende el rostro entre los dos ojos y la cota blanca de menudas mallas, y el tronco hasta la horcajadura. A través de la silla, con lncrustaciones de oro, la espada se hunde en el caballo. Le parte el espinazo sin buscar la juntura y lo derriba muerto con su jinete sobre la abundante hierba del prado. Luego le dice:

- ¡Hijo de siervo! ¡En mala hora os pusisteis en camino! No será Mahoma quien os preste su ayuda. ¡Un truhán como vos no habría de ganar una batalla!


CV

El conde Roldán cabalga por todo el campo. Enarbola a Durandarte, afilada y tajante. Gran matanza provoca entre los sarracenos. ¡Si lo hubierais visto arrojar muerto sobre muerto y derramar en charcos la clara sangre! Cubiertos de ella están sus dos brazos y su cota, y su buen corcel tiene rojos el pescuezo y el lomo.

No le va en zaga Oliveros, ni los doce pares, ni los francos que hieren con redoblado ardor.

Mueren los infieles, algunos desfallecen. Y el arzobispo exclama:

- ¡Benditos sean nuestros barones! ¡Montjoie! Es el grito de guerra de Carlomagno.


CVI

Oliveros cabalga a través del caos reinante en el campo. El asta de su lanza se ha quebrado y sólo le queda un pedazo. Va a herir a un infiel, Malón. Le rompe el escudo, guarnecido de oro y de florones, fuera de la cabeza le hace saltar los dos ojos y se le derraman los sesos hasta los pies. Y entre los innumerables cadáveres lo derriba muerto. Después mata a Turgis y Esturgoz. Pero el asta se le ha roto y la madera se astilla hasta sus puños.

- Compañero, ¿qué hacéis? -le dice Roldán-. En una batalla como ésta, de poco me serviría un palo. Sólo valen aquí el hierro y el acero. ¿Dónde está, pues, vuestra espada, cuyo nombre es Altaclara? Tiene guarnición de oro y su pomo es de cristal.

- No he podido aún desenvainarla -respóndele Oliveros-, ¡tan ocupado me hallaba!


CVII

Mi señor Oliveros desnuda su buena espada, a instancias de su compañero Roldán y como noble caballero, le muestra el uso que de ella hace. Hiere a un infiel, Justino de Valherrado. En dos mitades le divide la cabeza, hendiendo el cuerpo y la acerada cota, la rica montura de oro en la que se engastan las piedras preciosas y aun el cuerpo del caballo, al que parte el espinazo. Jinete y corcel caen sin vida en el prado ante él. y exclama Roldán:

- ¡Ahora os reconozco, hermano! ¡Por golpes como ése nos quiere el emperador!

Por todas partes estalla el mismo grito:

- ¡Montjoie!


CVIII

El conde Garín monta el caballo Sorel, y el de su compañero Gerer tiene por nombre Paso-de-Ciervo.

Ambos sueltan las riendas, espolean a sus corceles y van a herir a un infiel, Timocel, el uno sobre el escudo y el otro sobre la coraza. Las dos picas se rompen en el cuerpo. Lo derriban muerto en un campo. ¿Cuál de los dos llegó antes? Nunca lo oí decir, y no lo sé.

El arzobispo Turpín ha matado a Siglorel, el hechicero que había estado ya en los infiernos: merced a un sortilegio de Júpiter logro tal empresa.

- ¡He aquí a uno que merecía morir por nuestra mano! -dice Turpín.

Y responde Roldán:

- ¡Vencido está, el hijo de siervo! ¡Oliveros, hermano mío, tales lances me son gratos!


CIX

La batalla se ha tornado encarnizada. Francos y sarracenos cambian golpes que es maravilla verlos. El uno ataca y el otro se defiende. ¡Tantas astas se han roto, ensangrentadas! ¡Tantos gonfalones yacen desgarrados y tantas enseñas! ¡Son tantos los buenos franceses que han perdido sus jóvenes vidas! Jamás volverán a ver a sus madres ni a sus esposas, ni a las huestes de Francia que los aguardan en los desfiladeros.

Llorará por ello, y gemirá Carlomagno; mas ¿de qué le valdrán sus lamentaciones? Nadie podrá socorrerlos. Mala faena le hizo Ganelón, el día en que se fue a Zaragoza para vender a sus fieles. Por haber llevado a cabo tal acción, perdió los miembros de su cuerpo y aun la vida en Aquisgrán, donde fue juzgado y condenado a la horca, pereciendo con él treinta de sus parientes que no se esperaban esta muerte.


CX

La batalla es prodigiosa y dura. Roldán hiere sin descanso, y con él Oliveros.

El arzobispo dio ya más de mil golpes y no le van en zaga los doce pares, ni los franceses que juntos atacan. Por centenas y miles mueren los paganos. Quien no se da a la fuga, no hallará luego escapatoria: quiéralo o no, dejará allí su vida.

Los francos van perdiendo su mejores puntales. No volverán a ver a sus padres y parientes, ni a Carlomagno que los espera en los desfiladeros.

En Francia se levanta una extraña tormenta, una tempestad cargada de truenos y de viento, de lluvia y granizo, desmesuradamente. Caen los rayos uno tras otro, en rápida sucesión, y se estremece la tierra. Desde San Miguel del Peligro hasta los Santos, desde Besanzón hasta el puerto de Wissant, no hay una casa que no tenga las paredes resquebrajadas. Espesas tinieblas sobrevienen en pleno mediodía; ninguna claridad, salvo cuando se raja el cielo. A todo el que lo ve, invade el espanto. Algunos dicen:

- ¡Esto es la consumación de los tiempos, ha llegado el fin del mundo!

Pero ellos nada saben, no son ciertas sus palabras: es un inmenso duelo por la muerte de Roldán.


CXI

Los franceses han combatido con entereza, firmemente. Han perecido multitudes de infieles, por millares.

A penas lograron salvarse dos sobre los cien mil que se habían juntado. Y dice el arzobispo:

- ¡Valerosos son nuestros guerreros! Nadie los tuvo mejores bajo el firmamento. Está escrito en los Anales de Francia que nuestro emperador tiene buenos vasallos.

Recorren el campo, en busca de los suyos; lloran su duelo y su compasión por sus parientes, de todo corazón, con todo afecto. Contra ellos se adelanta, entre tanto, el numeroso ejército del Rey Marsil.


CXII

Viene Marsil a lo largo de un valle, con el poderoso ejército que ha juntado. Puede contar con veinte cuerpos de tropa que ha formado en batalla. Centellean los yelmos de oro, incrustados de pedrería, y también los escudos, y las lorigas recamadas. Siete mil clarines pregonan la carga, resuena el clamor por toda la región. Dice Roldán:

- Oliveros, mi compañero y hermano, Ganelón, el villano, ha jurado nuestra muerte. No ha de quedar oculta su traición; tomará el emperador ejemplar venganza. Vamos a entablar una batalla áspera y violenta; jamás habrá visto hombre alguno encuentro semejante. Blandiré a Durandarte, mi espada, y vos, compañero, heriréis con Altaclara. ¡Por cuántas tierras las hemos llevado! ¡Cuántas batallas nos fueron por ellas favorables! ¡No habrán de cantarlas en afrentosa canción!


CXIII

Contempla Marsil el martirio de los suyos. Hace sonar sus cuernos y sus trompas, luego cabalga con la flor de su poderoso ejército. Entre los primeros galopa un sarraceno. Abismo: no hay otro más felón en la turba. Está lleno de vicios y de crímenes, y no cree en Dios, el hijo de Santa María. Es tan negro como la pez derretida, y más que todo el oro de Galicia lo tientan la traición y la matanza. Nunca lo vio alguno jugar ni reír. Pero es valeroso y temerario y por ello es grato al felón Rey Marsil. Enarbola un dragón, en torno al cual Se reúnen las huestes sarracenas. Mal había de quererlo el arzobispo, y desde el instante en que lo ve, sólo tiene el deseo de matarlo.

- Gran herejía ostenta ese pagano -se dice por lo bajo-. Mucho mejor será que corra a matarlo: jamás gusté de cobardía ni cobarde.


CXIV

El arzobispo comienza la batalla. Monta el caballo que tornó a Gresalle, un Rey al que había matado en Dinamarca. El corcel es de los buenos, muy rápido; tiene ligeros los cascos, las piernas delgadas, el muslo corto y ancha la grupa; sus flancos son largos y alto su espinazo. Su cola es blanca, amarillas sus crines, las orejas son pequeñas y tiene la cabeza leonada. Ningún otro corcel puede igualarlo a la carrera. ¡Con qué denuedo lo espolea el arzobispo! Acomete a Abismo, nadie podrá impedírselo. Corre a golpearle sobre su escudo mágico, en el que se engastan piedras preciosas, amatistas y topacios, y centellean los carbunclos: un demonio lo había donado al emir Califa, en el Val Metas, y éste lo ha obsequiado a Abismo. Hiere Turpín, sin miramientos; después de su acometida, no creo que el escudo valga ya un mal dinero. Atraviesa al sarraceno de parte a parte y lo derriba muerto sobre la tierra desnuda. Y dicen los franceses:

- ¡Admirable denuedo! ¡Nadie habrá de escarnecer la cruz mientras la tenga en sus manos el arzobispo!


CXV

Observan los franceses la numerosa hueste de los infieles: por todo el campo van apareciendo más soldados. Ocurre que llamen a Oliveros y a Roldán, y a los doce pares, para que les presten su ayuda. Entonces les dice su parecer el arzobispo:

- Señores barones: no penséis mal. Por Dios os suplico que no os deis a la fuga, para que ningún valiente pueda cantar de vosotros afrentosa canción. Mejor nos vale morir combatiendo. Pronto, según nos parece prometido, llegará nuestro fin, no viviremos más allá de este día; pero una cosa os puedo asegurar: abiertas de par en par están para vosotros las puertas del santo Paraíso; allí os sentaréis junto a los Inocentes.

Al oír tales palabras, siéntense los francos tan confortados, que ni uno solo deja de gritar:

- ¡Montjoie!


CXVI

Hay allí un moro, de Zaragoza (la mitad de la villa le pertenece); su nombre es Climorín, y no es hombre de ley. Él es quien recibió el juramento del conde Ganelón, y luego de besarlo en la boca en señal de amistad, le hizo don de su yelmo y de su carbunclo. Él afrentará a la Tierra de los Padres, dice, y al emperador arrebatará su corona. Monta en su corcel Barbamosca, que es más lIgero que el gavilán o la golondrina. Lo espolea con fuerza, le suelta las riendas y acomete a Angeleros de Gascuña. Ni el escudo ni la coraza le son de alguna garantía. El infiel le hunde en el cuerpo la punta de su lanza; apoya con fuerza, el hierro lo traspasa de parte a parte; con el asta lo derriba de espaldas en el campo, gritando:

- Estos engendros están hechos para ser destruidos! ¡Herid, sarracenos, para romper las filas.

Los franceses exclaman:

- ¡Dios! ¡Qué valiente perdemos!


CXVII

El conde Roldán llama a Oliveros y le dice:

- Señor compañero, ha muerto Angeleros; no teníamos caballero más valiente.

- ¡Dios me conceda vengarlo! -responde el conde.

Clava en su corcel las espuelas de oro puro. Blande Altaclara, cuyo acero chorrea sangre; con todas sus fuerzas acomete al infiel. Sacude la hoja en la herida y se desploma el sarraceno; los demonios se llevan su alma.

Luego mata al duque Alfayén, corta la cabeza a Escababi y desarzona a siete moros; nunca más volverán éstos a prestar su brazo en la batalla. Roldán exclama:

- ¡Gran enojo invade a mi compañero! Bien vale su precio junto a mí. Por tales lances, más nos quiere Carlos.

Y con sonora voz, añade:

- ¡Al ataque, caballeros!


CXVIII

Por otro lado se acerca un infiel, Valdabrón, quien fue armado caballero por el Rey Marsil. Es dueño en el mar de cuatrocientos bajeles, y no hay un marinero que no invoque su nombre. Por traición conquistó Jerusalén y violó el templo de Salomón, matando delante de las fuentes al patriarca. Él fue quien, luego de recibir el juramento del conde Ganelón, le hizo entrega de su espada y de mil monedas. Tiene por montura al caballo llamado Gramimundo, más veloz que el halcón.

Clava en él sus agudas espuelas y embiste a Sansón, el opulento duque. Le parte el escudo, le rompe la cota y le hunde en la carne las franjas de su oriflama. Con el asta lo arranca de la silla y lo derriba muerto, gritando:

- ¡Matad, sarracenos, que será fácil la victoria!

Y dicen los franceses:

- ¡Dios! ¡Qué duelo por este barón!


CXIX

Sabed que cuando el conde Roldán ve muerto a Sansón, se siente invadido por hondo pesar. Espolea su corcel y persigue al infiel con todos sus bríos. Enarbola a Durandarte, más valiosa que el oro puro. Ya lo embiste, el denodado, y golpea con todas sus fuerzas el yelmo incrustado de piedras preciosas. Le parte la cabeza, la loriga y el tronco, y la silla guarnecida y aun el lomo del caballo hiende profundamente. Luego, ¡alábelo quien quiera, o hágale reproche!, a los dos mata.

- ¡Cruel es para nosotros este lance! -dicen los infieles.

Y Roldán responde:

- No han de serme gratos los vuestros. ¡Con vosotros va el orgullo y la sinrazón!


CXX

Hay allí un africano, oriundo de África: Malquidán es su nombre, hijo del Rey Malquid. Llevan sus armas incrustaciones de oro y relampaguean al sol, por sobre todas las demás. El caballo que monta se llama Saltoperdido; no hay otro que pueda igualarlo a la carrera. Acomete a Anseís y le asesta un mandoble sobre el escudo, partiéndole los cuarteles de bermellón y de azur. Le desgarra los paños de su cota y le hunde en el cuerpo su pica, hierro y madera. Muerto está el conde, terminó su tiempo.

- Lástima de vos, barón -exclaman los franceses.

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