Indice de Vladimir, el pintor de nubes y otros cuentos de Rainer Maria Rilke La fugaBiblioteca Virtual Antorcha

Vladimir, el pintor de nubes y otros cuentos

Rainer Maria Rilke

TODAS EN UNA


Cuando Ana María entraba en la hahitación de Werner, el joven de una palidez impresionante, apartaba la figurilla de madera que estaba esculpiendo; se sacudía las rodillas y fijaba sobre ella sombríos ojos, impregnados de una enternecedora gratitud, semejante a la que hace nacer entre los huérfanos y los enfermos abandonados al menor testimonio de bondad hacía ellos. Ana María no se preocupaba de eso; estaba habituada. Le sonreía y se ponía a examinar la estatua con la curiosidad atenta de una criatura:

- ¿La Santa Virgen? -preguntó, haciendo crujir bajo sus delicados dedos algunas virutas rizadas.

- La Santa Virgen, sí -repetía Werner meneando la cabeza.

Le sucedía recibir encargo de un San Juan. de un San Lorenzo, para un calvario o un nicho de pórtico, también a veces un San Nicolás con la inscripción: Santo Patrono, ptotégenos del peligro del mar, o de un San Gil con esta inscripción obligatoria: Protégenos de la roedura de la sarna; pero llegaban pocos pedidos, y Werner estaba siempre enfermo. Lo más o menudo seguía, pues, su fantasía y esculpía sobre todo madonas; grandes madonas altivas que llevaban en los pesados pliegues de sus mangas un niño Jesús, redondo y vigoroso, o menuditas madonas, desamparadas y lasas, tan asombradas de su maternídad que parecían prontas a depositar, no importaba dónde, sus minúsculos salvadores de gesto de bendición. Otras, tocadas de altas y anchas coronas, tendían las manos en un infinito don de sí mismas. Las había que, en señal de timidez y confusión, cruzaban sobre su pecho sus brazos tiesos, y sus párpados se hacían pesados a fuerza de permanecer bajos. Algunas, en fin, habían reclamado colores y obtenido el rojo para sus mejillas, más rojo aun para sus labios; y su semblante parecía mucho más sano, mucho más vigoroso. Pero la misma expresión animaba los rasgos de todas, la de una inmensa gratitud hacia Werner: le debían la vida. Hubieran unido sus fuerzas para ayudar al joven a recobrar el uso de sus piernas, paralizadas desde los dieciséis años, si tan sólo hubiera querido arrodillarse ante ellas. Pero la mayor parte no estaban hechas por encargo. En vano aguardaban en el desván, una al lado de otra; no podían esperar que llegara el día en que la más profunda comunión les permitiría al fin cumplir el milagro.

La gente del pueblo se preguntaba cómo Werner no se agotaba esculpiendo esas vírgenes, y los ancianos meneaban sus albeadas cabezas en señal de asombro y de reprobación. ¡Sacrilegio! ¿Quién conocía exactamente los rasgos de la Santa Virgen? Werner menos que cualquier otro, puesto que su parálisis le había impedido ir a la iglesia.

Ana María era, sin duda, la única que no se asombraba: ese trabajo le parecía muy natural. Se acordaba del piadoso y dulce niño que, lejos de los otros, paseaba con ella fuera de la ciudad, a través de las tristes praderas. Antes de su enfermedad.

Sin embargo, desde esa época, él tenía en su paso algo de ánsioso, de huyente, algo que causaba espanto, pero cuya torpeza atraía a Ana María enterneciéndola. Cuando les ocurría no hablar; o el camino no les ofrecía flores, los labios del niño entonaban bajito una canción llena de nostalgia, una canción venida no se sabe de dónde. La puesta del sol, de un rojo vivísimo detrás de las ramas de los sauces llorones, le arrancaba sollozos, como si asistiera a la muerte de un ser viviente que le fuese querido. Todo esto estaba lejos, pero Ana María no ponía entre esas lágrimas de niño y estas madonas de madera una distancia muy grande. La enfermedad aproximaba el pasado. De modo que la obra del joven no le sorprendía en absoluto. Como antaño, en el tiempo de sus paseos a través de las praderas, continuaba, naturalmente, permaneciendo con él, que no sabía ya marchar, y testimoniaba a sus santas la misma simpatía que a sus lágrimas de aquel entonces, No había cesado de ver en el joven enfermo ese extraño compañero que tenía necesidad a la vez de la compasión y la sonrisa, que ella le ofrecía. Soñaba en esos ojos profundos y dolorosos, en esas manos de muchacha, manos blancas de padecimiento que, a la hora del crepúsculo, difundían como una solemne bendición.

Hasta le ocurría tener esos ensueños delante de él; echando ligeramente hacia atrás su cabeza, aureolada de abundantes cabellos claros, las manos juntas sobre las rodillas, contemplaba los rasgos del enfermo como un paisaje lejano.

- ¿Qué tienes, Ana María? -preguntaba él.

Ella desertaba:

- Pienso.

- ¿En qué piensas, Ana María?

- Me pregunto si existen muchos hombres siempre enfermos, como tú.

- ¡Ay! Ana María, muchos por demás.

- ¡Oh! Entonces para ellos el mundo entero no existe, ni los bosques, hi las grandes ciudades, de mil cosas tan bellas, tan extrañas.

- Sueñan en eso, Ana María.

Y Ana María, confusa, callaba.

Una tarde, al crepúsculo, Ana María, le dijo:

- A menudo me pregunto si rezas a esos Santos y Vírgenes que esculpes.

El enfermo sonrió suavemente.

- Los hago y ésa es mi plegaria.

Ana María reflexionó un momento, luego, como si hablase consigo mismo. dijo:

- ¿Cómo te imaginas la Virgen? ¿Por qué de esa manera? ¿Has visto algún día una hermosa imagen de ella?

- Imagen o ensueño, no sé ... Pero esa imagen no me abandona; está siempre presente, como la nostalgia.

Y la muchacha, señalando con la mirada las madonas:

- ¿Cuál se aproxima más a tu imagen?

Werner cerró los ojos:

- Todas -dijo-. Si prestas a una lo que todas tienen de más amable y más gracioso, de más poderoso y más profundo, entonces, sólo ella se le parecerá. Estoy obligado a recomenzar sin cesar, tanta bondad y amor demanda ella. Todas esas que están ahí y las que hare aún, sólo representan a ella, ella, la única. La amo tanto -tendió los brazos en un gesto de veneración como delante de una visión, luego se inclinó, tomó la figura en la que trabajaba, la levantó en la luz del crepúsculo y agregó, en voz baja:

- Llegaré a eso quizá algún día, todas en una ...

Suspiró profundamente:

- Será para ti, Ana María.

Ana María se echó a reír con una risa traviesa:

- Para mi boda ...

- ¿Por qué para tu boda? -y la voz de Werner se tornó extraña y ronca, como si una angustia lo oprimiera.

Ana María respondió con gravedad:

- Porque es una fiesta.

Y una gran inquietud se apoderó también de ella.

Llegó el momento. Ana María tuvo necesidad de una madona. Todas las mañanas. Werner, sobre sus muletas, se arrastraba hasta el desván para escoger allí la madera que convenía a su nueva obra. Pero no encontraba nada que pudiera satisfacerlo. Fatigado de sus vanas búsquedas. permanecía, sentado en un rincón de la fría pieza, y contemplaba todas esas madonas tristes por no haber visto nunca rezar un niño, ni, en los fin de semana, arder ante ellas los cirios. Pero no pensaba en esas vírgenes ociosas y polvorientas. Ana María iba a casarse, y le debía una madona como presente de boda.

Desde hacía mucho tiempo no la veía más. Ella parecía no atreverse a encontrarlo. De tiempo en tiempo le enviaba a su hermana, la pequeña Clara, una chica de diez años. El enfermo se aferraba a la niña; ágil, glotona, graciosa, la había apodado Ratón. Ratón experimentaba hacia Werner, que le causaba mucha zozobra, el sentimiento de una cierta superioridad. Lo trataba, por otra parte, francamente como a un niño torpe y cándido. Cada día iba a visitarlo llevándole una flor o una manzana, o simplemente su boca de criatura joven y fresca, que él amaba más que todo lo demás.

Después de haber buscado largo tiempo, acabó por encontrar la madera que necesitaba. Puso delante de él como modelo una de las madonas. Una de sus grandes y magníficas madonas. Ratón, boquiabierta, brillándole los ojos, observaba con gozo su deslumbrante esplendor. De pronto, exclamó:

- Pero no es la Santa Virgen.

Werner, trabado en las dificultades de su trabajo, la miró sorprendido. Ratón, confusa, calló, apretando contra su boca su pequeña mano regordeta.

- ¿Por qué? -preguntó Werner.

- Porque ... No, no quiero decirlo -sonreía.

- Vamos, pequeña astuta, ¿quién es?

Ratón se apretaba contra él.

- ¿Santa Agata? -pregunta el joven acariciándole los cabellos.

- ¡Oh. no!

- ¿Santa Ana?

Ratón sacudió la cabeza.

Werner citaba ahora todos los nombres de Santas que acudían a su mente. La niña respondía siemple no, con una creciente firmeza. De pronto, con aire mohino e impaciente, dijo:

- Pero gran tonto, no es una Santa, es un ser vivo.

Werner sonreía.

- ¡Adivina! No, si tú no puedes adivinarlo -agregó en seguida Ratón con tono quejumbroso, ligeramente irónico, mirando bien de frente el rostro perplejo de su amigo.

Luego se decidió:

- Es Ana María.

El enfermo palideció, sus manos blancas temblaban, se hundió en su silla. La imagen de Ana María parecía alzarse ante sus ojos, al lado de la grande y magnífica madona y lo incitaba a comparar la muchacha y la estatua.

La niña pareció primero decepcionada y como sorprendida de ver de pronto a Werner tan grave y silencioso. luego se atemorizó; él se había sobresaltado, había asido sus muletas y, con una voz extraña, imperiosa, la l1amaba.

Sí, la pequeña tenía miedo. Hubiera deseado preguntarle qué tenía. Pero la angustia la tomaba de la garganta, le hacía palpitar el corazón tan fuerte que no podía decir una palabra. Sus rodillas vacilaban, pero ella se arrastraba siempre detrás de las ruidosas muletas del enfermo y trepaba con él hacia el granero. Allá arriba la tiró del brazo antes dé que ella hubiera tenido tiempo de reconocerse en la oscuridad, y le dijo con tono seco:

- Esta ¿también es Ana María, verdad?

Ratón no podia distinguir nada. El le hacía daño. Sin embargo, reunió todas sus fuerzas y, con lágrimas en los ojos, respondió:

- Sí.

- ¿Y ésta? -continuó el enfermo.

Con sus ojos dilatados de terror, ella creía reconocer ahora algo que se parecía mucho a la madona de abajo:

- También -murmuró en un soplo.

Se sintió de nuevo asida del brazo, y arrastrada más lejos. Con voz jadeante, Werner le suplicaba:

- ¿Y ésta?

Ratón asintió, rápidamente.

Pronto no vió más que bellas y grandes Ana María. Y su terror disminuyó.

- ¡Ah! -exclamó, sobrecogida de admiración; luego, como si temiera ser trastornada en su ensueño por continuos interrogantes, repitió:

- Todas, todas ...

Werner le soltó el brazo, se arrastró, vacilante, a un rincón de la sala, hacia una silla, donde se echó, agorado. Sus muletas cayeron a tierra. Ratón, afligida, apenas osaba mirarlo; él tenía el aire muv triste. Ella volvió a las estatuas. Con un dedo en la boca, caminaba suavemente, sobre la punta de los pies, de una a otra Ana María.

Werner mantenía su puerta cerrada y no la abría mis que a la vieja sirvienta que le traía sus comidas. Al crepúsculo, encontraba casi siempre intacto el plato. El enfermo, infatigable, continuaba esculpiendo durante la noche, al resplandor de una bujía. Sus manos ardían de fiebre y el esfuerzo le había tomado insensibles los oidos. Hasta una hora avanzada se consume lentamente su bujía: silba, palpita y termina por apagarse. La oscuridad entorpece sus ojos fatigados, pero su mano retiene aún el cincel, convulsivamente. Hace, a ciegas, algunos tallados rápidos, asesta golpes violentos en la madera. A Werner le parece que la Santa Virgen, su gran nostalgia, lo guía así en la nocbe densa y da a su mano dócil la fuerza de esculpir sus rasgos que no podía imaginar, símbolo propio de grandeza y de santidad.

Sin abandonar un instante su trabajo, veló basta el alba, doloridos los ojos. Al amanecer, alzó su obra hacia la luz que comenzaba a apuntar. Una vez más la encontró la misma Ana María, la que pronto iba a casarse. Pero inmediatamente la arrojó contra el vidrio, con un gesto tan brutal que la cabeza se desprendió, describiendo, al volar, una vasta curva en la penumbra. Entonces dejó caer la madera que esculpía, e introdujo los dedos entre sus cabellos con tanta fuerza que sintió hundirse sus uñas en su cabeza como helados tornillos.

Afuera, la mañana y el sol de estío. El gris de los techos se diluía lentamente. En el jardín vecino, los gritos de los pájaros se unían a la alegría matinal. Un esplendor punpúreo deslumbraba sus ojos, agotados por la vigilia. No podía arrodillarse; sus pies estaban muertos. Pero su alma febril, desesperada, estába allí, de rodillas, rezando, y con las manos juntas en alto, él imploraba:

- Santa Virgen, tú existes pero no eres semejante a Ana María. No es posible que te parezcas a una mujer que va a casarse. Y a ti, a ti sola, es a quien quiero glorificar. Desde que Dios me arrebató la gracia de servirme de mis piernas, procuro crear tu imagen. ¡La tuya, sí, tu propia imagen! Con mis pobres manos impotentes esculpo mis plegarias en la madera. Pero tú no te complaces por ello, ¿verdad?

¡Estas imágenes pueden satisfacerte: tu bondad no encuentra sitio en ellas. Santa Virgen, concédeme crear una una sola, pero que se te asemeje, aunque esta semejanza sea tan lejana como la de una brasa ardiente con el radioso sol! Te estaré tan reconocido. ¡Pero que la luz sea tu luz, el amor tu amor! Y sobre todo, tú no serás, no puedes ser, ¿verdad? parecida a Ana María, cuyas bodas van a celebrarse muy pronto.

Su voz era sorda, y sus manos lasas, agotadas, se deslizaban sobre sus rodillas. Con los ojos cerrados, se abandonaba a la plegaria, reposaba como un niño, después de una larga noche de fiebre intensa.

Un momento después estaba de pie. Se puso a tantear un pedazo de madera y reanudó, apresuradamente, su tarea; su agilidad revelaba una sobreexcitación poco común. Con una vigilancia tensa, inquieta, seguía con los ojos su trabajo que, bajo los rápidos tallados se definía, tomaba forma. Ahora sentía una fuerza divina conduciéndolo a la Victoria; sus benditas plegarias le habían dado una dulce y misteriosa esperanza. Esta vez, tenía la certeza, era tan diferente de lo que había hecho antes cincuenta y cien mil veces. Era algo enteramente nuevo, puro, nunca experimentado, y que debía lograrse: no todas en una, sino la sola, la única, la que ignora todas las demás. Una gran alegría colmaba su corazón y sus dedos temblaban de gozo más aun que de agotamiento. Algunas horas más tarde -que transcurrieron en un instante-. él se detuvo, depositó su obra en la ventana, y se puso a contemplar con una sonrisa pensativa los rasgos delicados, levemente velados, que se desprendían de la fragante madera. Era un rostro tierno, sufriente, el rostro de una mujer que se va y que no se reconoce más, porque se hallaba demasiado lejos ya o nuestros ojos están hinchados de lágrimas. Y sin saber cómo, Werner se acordó de su pobre madre enferma, que apenas había conocido; tan pronto ella debió juntar las manos en la tumba ... Con gesto mecánico, púsose nuevamente a esculpir, pero su alma, arrastrada por la silenciosa emoción, regresó al despuntar pálido aún del amor materno, que había estado a punto de olvidar.

La impresión de que acababan de abrir la puerta lo arrancó a su ensueño y lo sobrecogió de miedo. Se sobresaltó y, con los ojos velados, lejanos, examinó rápidamente la habitación; en todos los rincones el crepúsculo tramaba sus lazos. Está solo. Retornó su trabajo, pero sentía a su lado a alguien que esculpía con él. Se inclinó sobre la estatua para protegerla. Sin embargo, el extraño pudo alcanzar la obra, asestó sobre los rasgos afinados por el dolor convulsivos golpes y logró dar a la expresión algo de firme y terreno que recordaba a Ana María. Werner estaba helado de espanto. Sentía llegado el momento de la lucha suprema. Su herramienta centelleaba en su febril prisa, perseguida, y pasaba como el relámpago en las cinceladuras, haciendo saltar astillas. Quería superar al extraño, pero el otro. con un aire burlesco, destruía talla por talla con una calma brutal, inexorable, la menor traza de su jadeante adversario.

Al fin le pareció que su propio arrebato desenfrenado se había puesto al servicio del enemigo.

La cólera de la impotencia se apoderó de Werner. Su mano derecha, temblorosa, asestaba sobre la madera golpes más y más violentos y sin objeto. Sus ojos no la seguían ya. Con la mirada fija en el rojo rostro del crepúsculo, rugía: ¡Tú o yo!.

Esa mano, sin embargo, como desprendida del cuerpo, continuaba su tarea, y, el tajante cincel, que había cesado de trabajar la resistente madera, tallaba ahora en sus manos ensangrentadas.
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