Indice de Vladimir, el pintor de nubes y otros cuentos de Rainer Maria Rilke Nota editorial de Chantal López y Omar Cortés a la edición impresa AnnuchkaBiblioteca Virtual Antorcha

Vladimir, el pintor de nubes y otros cuentos

Rainer Maria Rilke

EL REY BOHUSCH


I

Cuando el gran actor Norinski entró a las tres de la tarde en el Café Nacional frente al Teatro Checo de Praga, experimentó un ligero sobresalto, pero sonrió en seguida con su sonrisa más desdeñosa: en el espejo que, al sesgo, recortaba un paño frente a la puerta, estaba aprehendido un rincón alejado de la sala del café, y había reconocido él una columna de mármol, inclinada, y bajo esa columna, un hombrecillo jorobado cuyos extraños ojos en una cabeza informe parecían, con mirada fija, acechar al recién llegado. La extrañeza de esa mirada, en cuyas profundidades no se sabía qué de inaudito parecía reflejar oscuramente, había asustado por un momento al actor. No porque él fuera de una naturaleza particularmente temerosa, sino a causa de la distracción pensativa y profunda propia de grandes artistas como él, a través de la cual cada acaecimiento deba de algún modo abrirse camino. Frente al personaje de carne y hueso, Norinski no experimentaba ya nada semejante. Durante un largo rato hasta midió con la vista al jorobado, dando, con un aire inútilmente importante, apretones de mano a los parroquianos de su mesa de café. Esos apretones de manos llevaban cierto tiempo porque cada uno de ellos se descomponía en tres movimientoS. Primer acto: vacilante, la mano del actor responde al ruego de las manos que se le tienden. Segundo acto: su mano habla con fuerza a la mano que aprieta: ¿Sientes la importancia de este minuto? Tercer acto y desenlace: Norinski abandonaba a su turno todas las manos ofrecidas, las rechaza con desprecio: ¡Oh! miserable, ¿lo dudas siquiera ...? Esos miserables eran en tal oportunidad: Karas el pálido y largo critico del Tchas, que se distinguía por un cuello de una longitud excepcional y, como lo dijera cierto día un maligno cofrade judío, por una manzana de Adán particularmente cortés que acompañaba cada trago a través de la soledad del gaznate, hasta el borde del cuello donde ya no podía extraviarse, y luego, servicial y diligente, regresaba a su puesto; Schileder, el bello pintor que pintaba cosas tan tristes; el escritor Patek, el poeta Machal, y finalmente el estudiante Rezek, sentado ligeramente aparte, que bebía en un gran vaso tchay caliente con mucho coñac, y guardaba silencio.

Al fin Norinski pareció advertir al jorobado. Se rió:

- ¡El rey Bohusch!

Y con una majestad irónica extendió la mano por encima de la mesa de mármol.

El pequeño se sobresaltó y, por no hacer esperar al actor, envió a su encuentro, con una prisa excesiva, sus dedos amarillos y deformes, de suerte tal que las dos manos se buscaron un instante en el aire como pájaros. Esto pareció cómico a Bohusch, que dejó oír una risa temblorosa y rota, que interrumpió medrosamente al punto asi que vió las marcas de viruelas en la frente de Norinski desaparecer bajo írritados p1iegues. El actor murmuró algunas palabras, retiró su mano sin haber alcanzado la otra y dijo a Karas con un tono de mal humor:

- ¿Qué tonterías escribes, caro mio? Pero yo continuaré representando mi Hamlet como lo hice ayer. Comprendedlo bien, es mi Hamlet el que represento.

Karas hizo un movimiento de deglución y habló confusamente de la concepción del papel que habían expuesto personajes importantes, pastaba nombrar, por ejemplo, a Kainz ...

El estudiante Rezck vició su vaso con un gesto violento y Norinski dijo con ardor:

- Pero amigo mio, ¿qué me importa un Hamlet alemán? ¡No pretenderás asimismo que no podamos también nosotros, tener nuestra opinión! ¡Shakespeare es un alemán! ¿Qué vienen a hacer entonces aquí los alemanes? Yo me inspiro directamente eb el original inglés.

- No hay más que de esto de cierto - dijo Patek, aprobador, acariciando con una mano cuidadosa su perilla cortada a la última moda.

- Por otra parte tu traje - era perfecto -agregó el bello píntor, apaciguador y Norinski se volvió con vivacidad hacia este último.

- Sí -bostezó con despreocupación, luego con una voz condescendiente.

- ¿Y cómo anda vuestra pieza, Machal?

El poeta miró un instante en silencio en el fondo de su vaso de ajenjo, después respondió con una voz dulce y doliente.

-Es la primavera.

Todos aguardaban una explicación más cómpleta, pero el poeta había ya partido de nuevo hacia el pálido jardín de sus ensueños.

Vió crecer su vaso de ajenjo, hasta que él mismo se sintió en medio de aquella luz opalina, liviano y disuelto en esa atmósfera extraña. Solamente Schileder habia tomado en serio esa palabra todopoderosa. La sentía encima de él, tan cerca que ni aún hubiera podido parpadear. En lo profundo de sí mismo, pensaba:

- Dios mio, cada uno podría decir otro tanto. ¿Qué hay, pues, de particular? Yo también podría decir: Es la ...

No tuvo tiempo de acabar. Todos se reían y Schileder respiró cuando comprendió por el gesto de los demás que no se habia atribuído a la palabra de Machal un alcance tan considerable.

Karas se volvió hacia el poeta:

- ¿Es decir que tu pieza florece? ¿Eh?

A estas palabras. Machal se despidió de su musa con una reverencia: Excusadme, y abandonó a disgusto su universo opalino. Pero el malentendido, decididamente, era demasiado grave.

- No -replicó él-. Eso quiere decir que estoy ahora muy triste. Quiere decir que este es un tiempo en que la naturaleza desconoce todo devenir, en que yo estoy fatigado, fatigado por este doloroso brotar.

- Excusadme -el escritor golpeteó con su guante amarillo en el hombro dd poeta- es muy posible ¿pero eso no es la primavera?

Y el pintor pensó: No, no es la primavera.

- En el lindo mes de mayo ... -declamaba el actor.

- Antaño -respondió el poeta en un soplo (y con un gesto de la mano rechazó ese tiempo lejano) - antaño era así. Como está dicho en las poesías antiguas, la primavera: luz, amor y vida. Pero quienquiera crea todavía esto, se miente a si mismo.

- ¡Qué lástima! -pensó el pintor-. ¿Ya no hay entonces primavera?

Pero Machal alzó, en plena luz de la tarde, su rostro desfigurado por grandes pecas, y por la ventana advirtió justamente la escalinata del Teatro Nacional a lo largo de la cual un agente de policia iba y venía. No era precisamente lo que había querido mostrar a sus ínterlocutores. pero dijo:

- Mirad afuera. Esa lucha con la estúpida gleba baldía que cada uno de esos finos y frágiles brotes debe sostener para lograr su estío. Aquí -y se irguió ligeramente- el desarmado brote que quiere florecer, es todo lo que puede hacer, puede sólo florecer y no quiere trastornar a nadie, y a pesar de ello todos están contra él: las glebas negras que no lo dejan pasar sino después de una larga espera, los días que dejan caer sobre él, al azar, el calor, la lluvia y el viento, y las noches que se aproximan lentamente para estrangularlo con sus dedos helados. Este ruin y triste combate es la primavera.

Machal Se estremeció; sus ojos se apagaron. El rey Bohusch lo contemplaba fijamente. Le parecía qur el poeta hablaba con injusticia, y muchas objeciones afluían a su espíritu. Había intentado levantarse y de pie y alegre, asumir la defensa de la primavera que a pesar de todo, estaba pletórica de victorias y de sol. Tantos bellos pensamientos le subían a la cabeza que sintió ponérseles calientes sus mejillas y por un instante olvidarse de respirar. Pero ¿de qué hubiera servido que él se levantara? Ellos apenas si lo habrian advertido, porque Bohusch. sentado en la alta banqueta de velludo, parecia casi más grande que cuando estaba de pie. Y su voz, asimismo. apenas si hubiera llegado a Norinski; tal dístancia la tornaban ya insegura y revoloteaba torpemente como un pájaro herido. Bohusch sabía esto. De modo que se calló, apretó los labios que parecían esculpidos en madera, y comenzó, como a menudo lo hacía en su infancia, a jugar en silencio con muchos pensamientos dorados, a levantar montañas y castillos enteros, por las altas ventanas de columnas desde las cuales lo saludaban sus sueños. Y era tan rico que podía elevar sin cesar nuevos palacíos, ninguno de los cuales se parecía al precedente, lo que no es poco decir, porque el pequeño se entregaba a ese juego dedde hacía más de treinta años, a partir de su quinto año, más o menos, sin repetirse nunca.

En tanto Machal si había perdido de verdad nuevamente su vaso de ajenjo, los otros hablaban todos a la vez de mil benalidades cotidianas, y por encima de todo esto volaba, como un pájaro de alas abiertas por entero, la voz baja del actor. Pero Bohusch, en su rincón, proseguía su apología de la primavera. En realidad, sólo la conocía bajo el aspecto que tenía en la húmeda Fosa de los ciervos o en el cementerio Malvasinka; un día, muy niño, habia visto en la salvaje Charka, y aún hoy percibía en su pecho un sutil y antiguo eco de ese día de domingo. Pero qué felicidad era, sin duda, verla alli donde es la patria, lejos de la ciudad y de su agitación, y Bohusch sentíase irritado y herido por el pensamiento de que aquellos hombres que estaban a su alrededor y que sin embargo habían visto muchos países, permitieran se calumniase a la primavera. ¿No debía decirles esto? Pero una tentativa vacilante de sus labios perdióse sín dejar huellas en la confusión de la conversación general, y el pobre Bohusch nada más hubiera sabido decir. Como si temieran ser traicionado, sus pensamientos, con una inquieta vehemencia, escapaban de la amena reunión y, en su hogar, ocupaba su cerebro una sola imagen, que expresaba sin esfuerzo y sin que, por otra parte, nadie se cuidara de ella: Sí, padre mío. Corrió un instante antes que el jorobado comprendiera claramente por qué, en ese momento, pensaba justamente en su padre. Lo veía: en su inmenso paletó de piel trenzada, cuyo cuello parecía confundirse con su gran barba, el señor Bohusch marchaba con un paso amplio y seguro en el alto vestíbulo blanco de luz del viejo palacio de la calle de la Espuela. La empuñadura de oro de su báculo casi tocaba las franjas doradas del reborde de su sombrero bajo el cual vigilaban sus ojos, graves y atentos. El enclenque niño estaba entonces con frecuencia parado detrás de la puerta del cuartito del portero, y por una hendija miraba a su padre cuya estatura era más alta que la de todos los otros hombres y que la del viejo príncipe mismo ante el cual el padre se descubría respetuosamente sin inclinarse, no obstante, muy bajo. Bohusch, por muy atrás que indagara, no podía acordarse de un beso, o de una sonrísa de ese hombre, pero su estatura y su voz hacían parte de las impresiones más nítidas de su infancia. Y por esto es que recordaba siempre a su padre, cada Vez envidiaba al difunto una de esas dos ventajas y se decía: Una y otra ahora se encuentran en suma inutilizadas; no tiene necesidad de su voz ni de su gran talla. ¿Por qué ha tenido todo eso? Y cuando el jorobado pensaba esto, sentíase siempre arrebatado, arrastrado. Sus pensamientos ya no eran de él, corrían ante él, y debía perseguirlos, para recobrarlos. ¿Se podía dejarlos correr así? Sin aliento, los alcanzaba cada vez en el mismo lugar. Era una bella noche de otoño, con rápidas nubes. La luz fugitiva era precisamente asaz paciente para permitir a Bohusch reconocer una placa de mármol en la cual, entre las ramas profusas, podía leer: Vitezlav Mohusch, portero ducal. Y cada vez que el pequeño leía eso, comenzaba a cavar con ávidas uñas en la hierba y la tierra, hasta que se sentía más y más fatigado, y el aliento de la tierra húmeda hacíase más y más pesado y más fresco, y sus uñas comenzaban a rechinar sobre la madera del gran ataÚd amarillo. Y entonces veíase arrodillarse sobre el ataúd, en la sombría fosa, y permanecer indeciso duránte algunos segundos. Hasta que, por fin, encontraba una solución: Debíase poder romper esa tabla golpeando con la cabeza, así como se podía quebrar un vidrio. ¿No se le había ridiculizado siempre a causa de su cráneo tan grueso? Entonces iba a ser bueno por lo menos para eso. ¡Crac! La tabla cede como vidrio, y Bohusch tiende su mano ardiente, saca de esa oscuridad húmeda el pecho de su padre, reviste con él, como con una coraza, sus timidos hombros, tiende otra vez la mano, busca y busca con sus dedos crispados, se ayuda con la otra mano, y no alcanza a comprender por qué sus dos manos sangrientas no encuentran la voz de su padre.

II

En los primeros anocheceres de primavera, el aire es de una frescura húmeda que se posa dulcemente sobre todos los colores y los aviva fundiéndolos unos en otros, Las claras casas de las márgenes del malecón han tomado casi todas el pálido tinte del cielo, y únicamente las ventanas se estremecen de tiempo en tiempo en una luminosidad cálida y, reconciliadás, se apagan en el crepúsculo, cuando el sol cesa de perturbarlas. Sólo la torre de San Vito permanece aún de pie en su eterna grísalla.

- Es verdaderamente una señal -dice Bohusch al estudiante silencioso-, sobrevive a todos los crepúsculos y permanece siempre igual a sí misma. Quiero decir: en el color, ¿verdad?

Rezek no había entendido nada. Miraba hacia el puente de la Malala strana donde justamente se encendían los reverberos.

Bohusch prosiguió:

- Conozco a mi madrecita Praga hasta el fondo del corazón -repitió, como si alguien hubiera puesto en duda su afirmación- porque es su corazón aquel lado, con el Hradchin. En el corazón se encuentra siempre lo más secreto y, ved, hay tantas cosas secretas allá, en esas viejas casas. Quiero decíroslo, Rezek, porque sois de la región y tal vez no lo sepáis. Hay allá viejas capillas. ¡y cuántos objetos extraños, señor, así se encuentran! Imágenes y lámparas y cofres enteros, no miento, cofres enteros colmados de oro. Y desde esas viejas capillas subterráneos pasillos conducen muy lejos, bajo la ciudad, acaso hasta Viena.

Rezek contempló al jorobado de perfil.

- Por mi alma -juró éste, y puso su mano sobre su angosto pecho retorcido- jamás lo hubiera creído yo mismo. Pero lo vi un día; no en una capilla, pero ...

- ¿Dónde? -interrogó de pronto el estudiante con un interés tan decidido que el pequeño se asustó.

- Vamos -dijo-, no queréis creerme. Pero en lo más profundo de nuestro sótano hay en cierta parte un hundimiento, se bajan dos escalones tal vez, y hay en el muro un agujero, justamente lo bastante grande para que se pueda pasar al través, en cuatro patas, naturalmente.

La risa quebrada de Bohusch estalló.

- Bien, ¿y después? -insistió Rezek, agregando en seguida con una voz más tranquila, arrollando un cigarrillo entre sus ágiles dedos-. ¿Y luego?

- ¡Yo no hubiera entrado alli jamás, Dios me guarde! Pero la candela con la que había bajado un día se me escapó y cayó entre viejas piras de madera seca. Adivinaréis mi espanto, Rezck: ¡una candela ardiendo entre viejas maderas secas! Por fin la encuentro; naturalmente habíase apagado, pero por temor al fuego continúo removiendo. En alguna parte había podido extraviarse una chispa a pesar de todo. De pronto me deslizo más abajo, con toda la madera, y me encuentro sentado ante la abertura. Miro. ¡No es posible! ¿Otro sótano? Hago luz. No hay más que un pasillo que conduce Dios sabe adónde. Sí, sólo Dios lo sabe.

Descendieron lentamente el malecón hasta el puente de piedra, Rezek sacó una larga bocanada de su pequeño cigarrillo impregnado de humedad, y dijo sin bajar su mirada sobre Bohusch:

- Desde luego, ese agujero estaba tapiado desde hacía mucho tiempo.

- ¿Tapiado? -cacareó Bohusch-. ¿Tapiado? -Le costaba trabajo retener la risa-. ¿Y quién habría de tapiar aquéllo?

- ¿Pero sin duda habréis señalado en alguna parte la existencia de ese pasillo?

El estudiante parecía casi irritado. Sus ojos sombríos acechaban En su pálido rostro, como si fueran a arrojarse sobre la respuesta del pequeño.

Este acababa de recobrar su calma.

- Pensáis, va de suyo, que lo he contado a mi madre. Pero ella dijo: ¿Un agujero? ¿Qué nos importa eso? Vuelve a poner la madera donde estaba. Y entonces volví a poner la madera donde estaba. Ella tiene perfecta razón. ¿Qué podía importamos aquel agujero?

El estudiante aprobó con un aire distraído luego dijo rápidamente:

- Todavía hace frío en abril.

Levantó sus hombros cuadrados y se abotonó el sobretodo de verano amarillento y gastado que había llevado todo el ínvierno.

- ¿Entremos allí, en el café? Un tchay nos hará bien. ¡Venid!

Deslizó su mano bajo el brazo del jorobado y quiso arrastrarlo. Pero Bohusch se defendió:

- ¿Qué pensáis, Rezek? Hemos estado demasiado tiempo en el café.

- Sí, pero con aquella gente -Reuk puso en estas últimas palabras la expresión de todo su desprecio-. Con vos es con quien quíero hablar, no con esos señores, con esos artistas.

- ¿Qué decís? -preguntó Bohusch sorprendido-. Me parece que nuestro pueblo puede estar orgulloso de ellos.

Rezek se detuvo de golpe y palideció.

- Más bien esa gente debiera estar orgullosas de nuestro pueblo. Pero creédmelo, nada saben ellos uno de otros, ni el pueblo de ellos, ni ellos del pueblo. Os lo pregunto, ¿qué son ellos? ¿Son checos? Mirad cualquiera de ellos. Karas escribe sus diarios álemanes sobre nuestro arte. Y nuestro arte, ¿qué es? ¿Canciones acaso como las podría cantar este pueblo muy joven, sano y apenas despertado? ¿Imágenes de su país? ¿Sí? ¡Nunca! De esto nada absolutamente saben esos señores. Ellos hoy no son como este pueblo que se encuentra aún en plena infancia, pletóríca de deseos, y que nada todavía ha realizado. Ellos han sido acabados en una sola noche. Demasiado maduros, ya. ¿No es infinitamente más cómodo que seguir el propio camino a través de la opresión que debe padecer el pueblo? Se llega sin esfuerzo. Se importa todo de París: los vestidos, los pensamientos y la inspiración. Ayer éramos una criatura, hoy somos un joven ancian, ya extenuado. Se sabe de súbito todo. Y adaptamos nuestro arte a esa actitud. Se pintan escenas de horror y de orgias. Se busca la doncella en la mujer, y se la exalta en las novelas; luego en canciones frívolas, se condena a esa doncella y se celebra el amor viril en estrofas macizas. Y finalmente se ha llegado, al extremo: ya no se celebra, ya no se condena. Se está cansado de todo esto. Se ha superado todo. Se es místico. Ya no estamos en nuestra casa, aquí, en Bohemia. ¿Para que? Se tiene la patria no sé dónde, por ejemplo en la fuente de toda vida. Es muy gracioso, ¿verdad? En tanto este pueblo se afana, y por prímera vez descubre que es joven y sano, y siente toda la fuerza inquieta de los orígenes que corre por sus venas, los artistas profanan su lengua abusando de su primavera para expresar una declinación con un arte mórbido.

El estudiante se había enardecido hablando y su voz se enronquecía. Ambos estaban de pie en el mismo sitio. Los transeúntes comenzaron a fijar su atención y un agente lanzaba de tiempo en tiempo una mirada desconfiada hacia los dos paseantes. Bohusch, en silencio, alzaba sus ojos hacia el estudiante que le parecía erguirse en el cielo, tan alto como la torre de la catedral.

Con una voz repentinamente alterada, Rezek, irritado por la curiosidad de la gente, dijo:

- Venid al café.

Y Bohusch, como obedeciendo una orden, lo siguió. Ni aún imaginó que hubiera podido decir no. Sin embargo, cuando se detuvieron de nuevo en la puerta del pequeño café, dijo temerosamente:

- Señor Rezek, excusadme, pero en verdad que no puedo. Mi madre, bien lo sabéis, me espera al anochecer. Y se inquietaría si ahora no regresara. Ella es así. Excusadme ...

El estudiante cortó su palabra:

- En tal caso, os acompaño.

Parecía no tener ya frío. Y se dirigieron hacia la Mala strana. En silencio. Cuando pasaron al lado del agente de policia, el jorobado advirtió que una mirada recelosa y sombría acompañaba a Rezek. Levantó los ojos: pero el estudiante ya había vuelto la cabeza y escupía con indiferencia del otro lado, pareciendo preocupado sobre todo por alcanzar un limite.

Bohusch reflexionó; sentía un parentesco entre los bellos pensamientos que le habían acudido esa tarde, en el Nacional, y lo que Rezek acaba de decir o lo que iba aún a decir. Era la primera vez que le sorprendia este sentimiento, aunque se encontrara a menudo con el estudiante; él siempre lo había creído tonto. ¿Por qué? Acaso porque él era más bien taciturno. Sin duda, era por la misma razón que se le tenía, a él también, a Bohusch, por débil de espíritu. Pero ¡qué hermoso habíase tornado el rostro magro y feo del estudiante cuando profirió sus entusiastas palabras! Todo lo que en sus rasgos y en sus gestos parecía cuadrado y torpe, adquiría un acento que lo elevaba hacia lo sublime; volvíase severo, autoritario, absoluto. Ese gran joven que creciera demasiado ligero, que estaba mal nutrido y mal vestido, había tomado de pronto, a los ojos de Bohusch, una apariencia elemental y eterna, y en tanto marchaba así, al lado del jorobado, éste no cesaba de sentir que ese día era particularmente importante y que él debía retener la fecha: sábado 17 de abril. Esta convicción creció en él, pero en cierto modo en el segundo plano de su alma, mientras que, al frente, su propio yo se mantenía de pie, se inclinaba y decía a Bohusch:

- No, no admito esto, me opongo a ello expresamente. Tú no tienes derecho, querido mio, a guardar para ti todos los tesoros que te doy, a ti, Bohusch. Vamos, muestralos. Habla. Los hombres deben saber que soy rico. Sé lo que tú quieres decir. Eres feo. Pero comienza por hablar. Hablar embellece. Tú mismo acabas de observarlo. Prométemelo.

Y el pobre Bohusch se dió a sí mismo su palabra de honor de que hablaría. Y Bohusch se disponía ya a comenzar, cuando el estudiante se detuvo a su lado y, con el dedo, mostró algo más allá del Moldau, sobre cuyas sombrías ondas flotaban luces perdidas.

- Mirad allá, el Vycherad el viejo castillo de familia de los Libuscha. y allá el Hradchirt y, detrás de nosotros, la iglesia del Tyn, todos esos santuarios. Si aquellos señores huyen hacia el pasado, como siempre dicen, ¿por qué no hacia ese pasado? Por qué nos hablan siempre del Oriente y de las cruzadas y de la negra edad media? Es cuestión de estética, dicen ellos. No, digo yo, es cuestión de corazón. No es por azar que solamente los conmueven las cosas lejanas y las cosas próximas, familiares, jamás les emocionan. Son sencillamente extranjeros. Y el pueblo cultiva con inquietud su vieja tradición ruda, que, a pesar de todos, las ciudades, de nieto a nieto, se hace más y más pálidas, de suerte que él, apenas si conoce aún las riquezas vivientes de su país. Sin duda sería demasiado humillante para esos altos señores conducir este pueblo ante su sagrada herencia y decirle, con palabras nuevas y claras, el gran valor y la dignidad sacra de tal patrimonio.

Fijos los ojos, Bohusch contemplaba las piedras de la acera, y dijo, como forzándose, dulcemente, interrumpido varias veces por una ligera tos:

- Tenéis razón, Rezek, tenéis perfecta razón. No comprendo muy bien todo eso; porque no es tan enteramente sencillo como en vuestras palabras. Pero tenéis razón. Algunas veces he pensado como vos, ¿por qué se escribe así. y no de otro modo? Sin embargo, si me permitís hacer la observación, poco importa en suma que los poetas nada nos digan del Hradchin y del Tyn. Creo -ved- conocer a mi madrecita Praga hasta el corazón, y esto sin que ningÚn poeta jamás nada me haya dicho de ella. Basta crecer en medio de esas ig1esias y de esos palacios. Dios sabe que ellos no tienen necesidad de ningún intercesor, que hablan por sí mismos. Basta querer escucharlos. ¡Ah, cuántas historias saben! Caro mío; quiero contaros algunas un día, sí. O, mejor aún, es necesario que escuchéis a mi madre contarlas.

Rezek hizo un movimiento de impaciencia. Bohusch lo advirtió de inmediato y se interrumpió un instante, luego:

- Perdóname. No quería decir más que esto ... Sí, es una gran lástima por el Hradchin, pero también por lo que no es lid pasado. Esas calles, y esos hombres, y sobre todo los campos detrás de la ciudad y los hombres allá lejos: un campo; sabéis, un campo infinito, triste y gris, y el anochecer detrás Y nada más que algunos árboles y algunos hombres; y los árboles están encorvados y los hombros también. O bien una de esas canteras como aquellas que están allá afuera, más allá de Smichow. Desde un montículo triste y desnudo, las piedras ruedan al guijarral. Y el ruido que hacen es también una canción. Y abajo unos hombres, durante todo el día, tallan piédras grises y hacen con ellas pequeños cubos muy lisos y sólo ven un sol turbio a través de sus anteojos de cuerno. Y los más jóvenes de ellos se olvidan a veces y comienzan a cantar suavemente. Oh, no una canción gallarda y gozosa, sino una canción cualquiera que sigue la cadencia de su trabajo, por ejemplo Kde domov muj o algo semejante. Y todos entonces escuchan. Pero eso no dura mucho tiempo. El joven recuerda pronto que el polvo de guijarro es demasiado irritante para los pulmones, y se calla ... Pero perdonadme ...

El pequeño, como coartado, miró a su alrededor. Recobrándose, cuando vió que los ojos del estudiante estaban posados sobre él, graves y atentos, interpretó esta atención como una victoria y prosiguió con más confianza:

- Quería decir esto más: ¿Por qué ellos no pintan entonces esto, por qué no hacen de esto poemas? Puesto que es checo, puesto que es triste ...

Rezek meneó la cabeza y dijo:

- ¿Creéis que el pueblo es muy triste?

Bohusch refl0xionó.

- Es verdad -dijo- que conozco tan pocas cosas, jamás voy muy lejos de aquí. Pero sin embargo creo ...

- ¿Por qué?

- ¿Por qué pregunáis? Díos mío, ¿a mí preguntáis eso? Los padres son tristes y los niños también y quedan así. Apenas saben andar, que ya ven ante su puerta al triste juan Nepomuceno teniendo al crucificado entre sus brazos, y el viejo sauce al borde del estanque del pueblo, y los girasoles en el jardinillo marchitándose tan pronto bajo un sol apacible. ¿Pone alegre, todo esto? Y además ellos aprenden desde muy temprano a odiar. Los alemanes están en todas partes y es necesario odiar a los alemanes. Os lo suplico, ¿por qué esto? El odio entristece. Hagan lo que quieran los alemanes; no comprenderán sin embargo nuestro país y no podrán entonces quitárnoslo nunca. En nuestras fronteras hay grandes bosques y altas montañas donde los alemanes se han instalado, ¿verdad? Pero esos bosques y esas montañas no hacen más que enmarcar nuestro país. Lo que está adentro, todos los campos, los prados, los ríos, todo eso es nuestro pais, todo eso nos pertenece como nosotros le pertenecemos con todo lo que está en nosotros.

- Como esclavos -dijo Rezek, despreciativo.

- No digáis eso, os lo ruego. No, no como esclavos, como hijos ... Tal vez como hijos no del todo legítimos, que no son admitidos a recoger la herencia, por el momento a lo menos. Pero sin embargo como hijos auténticos y naturales. Vos debéis sentirlo. Vos mismo lo decís: el pueblo es todavía muy joven y muy sano: será, pues, fuerte y no se entregará. Es posible que éste o aquél lleve cadenas hoy. Esto pasa. Sé que uno de nuestros mayores ha escrito Canciones de esclavos. No tenía razón. Ningún hombre honrado de nuestro pueblo hará ruido con cadenas. Ciertamente que no. Hasta andando las levanta con precaución para que la querida tierra nada sienta de su aflicción ... Así es como obran entre nosotros los hombres sinceros.

Acababan de llegar a la entrada de la calle del Puente, se abrieron camino a través de la muchedumbre más apretada de los transeúntes y pronto tomaron la primera callejuela transversal. Al resplandor del primer reverbero, el estudiante contempló a su compañero con una sorpresa no disimulada; meneó la cabeza, pareció triturar algo entre sus labios y dijo:

- Sois un orador, Bohusch.

- ¡Oh! -dijo el pequeño, y su rostro tuvo de pronto la expresión de un niño a quien se le acaba de hacer un regalo.

- No, seriamente, pero dejadme decíroslo: lo que habéis dicho de los alemanes ... Si sois razonable, quizás el pueblo necesite de vos un día.

- ¿Qué? -dijo Bohusch, y quiso reírse de sorpresa y timidez.

Pero Rezek, apretados los labios, lo contemplaba grave y silenciosamente. El jorobado experimentó de pronto una angustia confusa. Se acercó al estudiante y cuchicheó:

- Todo esto son sólo suposiciones mías. Tal vez sea muy diversamente. Naturalmente, no sabría decíroslo con certeza. No me querráis mal por esto, señor Rezek.

Y de pronto, muy contrito, se lamentó:

- Mirad, soy en pobre diabo. Si supierais cuán dt compadecer soy; por la mañana hago copias en la redacción; y al anochecer me quedo junto a mi vieja madre que casi ya no ve. Así transcurren mis días. Y el domingo, cuando veo a mi Frantichka, ¿sabéis a dónde vamos juntos? Al cementerio Malvasinka. Allí donde están, una al lado de la otra. todas esas cruces verdes que se parecen. No hay más que niños en esa parte del cementerio y sobre angostos rótulos de hoja de lata se puede leer un nombre de pila cualquiera: El pequeño Garel o La pequeña María y debajo una plegaria. Y allí pasamos nuestro domingo.

- Aquí estamos solos. milatchkou -dice mi Frantichka.

- Sí, Frantichka -digo yo-, estamos solos aquí.

Y yo sé sin embargo que estamos rodéados de muertos. Pero, ¡qué importa! Hay siempre algo entre nosotros y ellos, ora la primavera, ora la nieve. Sí -repitió él-, soy un pobre diablo.

- Vamos, vamos -respondió Rezek, consolador.

Habían llegado ya ante la casa, bajo cuyo techo Bohusch compartía dos habitaciones con su vieja madre. El estudiante parecía tener apuro por marcharse.

- ¿No me queréis mal, señor Rezek? -suplicó aún el jorobado.

- No tengo ninguna razón para quereros mal -respondió éste con una voz brusca-. Buenas noches, os veré mañana en el café, ¿verdad?

- Sí, mañana, aunque el domingo sea el día en que Frantichka ... Sí, buenas noches.

Rezek, que ya había dado algunos pasos, se volvió súbitamente. Posó su mano agitada sobre el hombro del pequeño y agregó sin acento particular:

- Realmente, habéis picado mi curiosidad, Bohusch, con vuestra historia del sótano, sí, me intriga. ¿No queréis llevarme un día a vuestro sótano?

- ¿El sótano?

- Sí, bien sabéis, ese agujero ...

- ¡Oh! ciertamente, si lo queréis.

- Bien, ¿y cuándo?

- Cuando querráis.

- ¿Mañana por la mañana?

- Mañana por la mañana.

Y convinieron una hora.

III

Nadie había advertido a Bohusch que, ese domingo, conducía un visitante matutino al sótano de la vieja y sombría casa de la calle San Jerónimo. Ambos habian bajado con tantas precauciones como si se tratara de no despertar a un durmiente. Habían quitado la madera, después el visitante, que estaba muy silencioso, penetró en el pasillo secreto. El jorobado estaba de pie y lo miró alejarse. Durante un momento aún la abertura quedó iluminada, luego los rayos de luz se apagaron en los ángulos de las paredes, algunos reflejos revolotearon en el espacio sombrío, golpearon sus alas en las murallas y cayeron en la oscuridad sin límites. Bohusch prestó oídos. Los pasos resonaban más y más lejanos. Tuvo de pronto miedo. Pensó: ¿por qué hace eso? Por fin ya no oyó nada y comenzó a llamar. Sus paIabras tenían un sonido extraño, llevaban los latidos de su corazón que sentía en la garganta, y que se tornaban más y más agitados y vehementes.

- Tened cuidado, Rezek, Rezek, no vayáis más lejos. ¿Qué hacéis? No continuéis. Aquí, aquí. ¿Me oís? Jesús, María, ¿dónde estáis? No cometáis imprudencias, no se puede saber ...

De súbito la plena luz de la linterna cayó sobre él. Aquello fue tan inesperado que las huellas de su miedo no se borraron de inmediato y, en su turbación, tomó un aspecto casi cómico. Rezek, de un salto, se le había reunido, pero parecía cuidarse apenas de su presencia. Un cierto contentamiento brillaba en sus ojos, pero se apagó pronto, para dar lugar a esa expresión cerrada y severa que petrificaba cada rasgo de su fisonomía.

- ¿Y bien? -pronunció al fin Bohusch, y retornó la linterna de la mano del otro, para tener la luz muy cerca de él y tranquilizarse más.

El estudiante le pareció de pronto estúpido, casi cómico, y cuando observó, además, que en su temor había terminado por buscar con la mirada, muy lejos del sitio donde se abría el pasillo, su terror se desvaneció, se disolvió en cierto modo y estalló en una risa metálica e interminable. Estaba dispuesto ahora a tomarlo todo a risa, y le divertía ver al estudiante amontonar de nuevo la madera delante de la entrada secreta, con gestos llenos de una prudente dignidad. Volviendo a subir invitó a Rezek a entrar durante algunos instantes a su casa. Su madre, dijo, debía estar seguramente en ella, y Rezek no lamentaría escuchar algunas bellas historias y tomar acaso un vasito de gilka: así eran de raros.

Pero el estudiante se excusó brevemente; tenía que hacer y volvería otra vez. Lo vísto habíale interesado vivamente y se lo agradecía mucho a Bohusch.

Este estaba muy decepcionado; le hubiera gustado tanto hablar ahora. Pero Rezck no se dejó doblegar. Saludó con un gesto presuroso y, bajando, escuchó al jorobado subiendo de nuevo a grandes zancadas y, llegado al primer piso, gritar a algún vecino un buenos días sonoro. El estudiante subió con paso rápido a la calle del Puente. En medio de los paseantes. Su presura sorprendía, y su silueta negra y esbelta parecía avanzar apoyándose en la ola clara y despreocupada de esa muchedumbre que se dirigía hacia la iglesia de San Nicolás.

De esa muchedumbre dominical, un poco más tarde, emergió también la figura miserable del rey Bohusch. En esos parajes, la mayoría lo conocia como también el sobrenombre que se le había dado, Dios sabe por qué, en la escuela. Y ocurría que pilluelos insolentes le gritaran su sobrenombre, tanto más cuanto en su levita de domingo su joroba era aÚn más fea y más manífiesta. Pero el jorobado, sin dejarse perturbar, caminó durante algún tiempo entre la muchedumbre, luego volvió sobre sus pasos y regresó, siempre sonriente, hacia la ciudad antigua. Quería encontrar algún conocido, sentíase dispuesto a explicar a alguien que la vida, a pesar de sus defectos, tenía sin embargo algo de bueno, que los checos eran un pueblo patriota y admirable, y Praga una ciudad ... (Contemplad si no ese Rudolfinum, diría), una ciudad sin igual en el mundo. Tenía las mayores probabilidades de encontrar a alguien en la calle Ferdinand y en el boulevard, sobre cuyas anchas aceras la Praga moderna pasa la tarde del domingo, y fué en esa dirección con la esperanza de ver a alguien, así fuera Machal o Patek.

Apenas había pensado en este último cuando lo reconoció. El escritor mundano marchaba a pocos pasos delante de él. Llevaba un traje nuevo y gris claro bajo el cual sin duda abrigaba su primavera un poco inquieta, y el pliegue del pantalón no desarreglado por sus pasos se prolongaba hasta los zapatos lustrados que valorizaban con mucha gracia. Cuando Bohusch lo alcanzó y lo abordó, Patek llevó una mano negligente y enguantada (café con leche 6 3/4) al borde de su sombrero bajo, y no pareció muy dispuesto a entablar conversación. Pero Bohusch sentíase tan dichoso por haber encontrado a alguien que olvidó su timidez y, sin aguardar una invitación, acompañó al escritor. Patek dejaba caer de tanto en tanto una palabra sobre su pequeño acompañante, es decir la perdía, sin cuidarse de si el jorobado recogía o no esos preciosos mendrugos. En desquite, éste hablaba sin parar, y sólo descansaba de cuando, en cuando con una risa ruidosa. Todo le daba pretexto para palabras. Sus chanzas que no eran siempre muy felices, atraían la atención a izquierda y derecha, o irritaban, y el elegante joven que por todos lados distribuía numerosos saludos sentíase asaz avergonzado de la compañía de ese proletario frustrado, como acostumbraba a llamar a Bohusch. Así, en la primer esquina que vino, puso cara de reconocer a un amigo del otro lado de la calle, guiñó los ojos, murmuró algunas palabras confusas, y se marchó antes que Bohusch se hubiera dado cuenta de nada. El jorobado prosiguió al pronto su camino, después de una decena de pasos se detuvo, buscó en la muchedumbre la silueta del fugitivo, y vió que Patck estaba solo. Entonces la risa se apagó en su ancha cara; lanzó una injuria a alguien, que al pasar, acababa de rozarlo, luego con sus cortantes hombros se hundió en una calle lateral en donde no había sol ni hombres.

Brotaban lágrimas de sus ojos. Por un instante pensó reunirse con Schlleder en su taller. Allí siempre era tolerado. Aun cuandó el pintor estaba ocupado, podía sentarse con un álbum cualquiera en un suave ángulo de la gran pieza y, durante horas, podía mirar imágenes o pasear sus miradas a lo largo de las altas cornisas sobre las cuales los objetos más heteróditos se concertaban bajo el espeso velo de un polvo que se había acumulado durante años. A menudo había pasado allí una hora tras otra sin que nadie se cuidara de su presencia, y cuando encontraba en alguna parte un pedazo de terciopelo o de una seda abigarrada y de pliegues brillantes, no lo perdía de vista y, el píntor se lo regalaba gustosamente. Entonces había trepado su escalera corriendo, loco de impaciencia; y habíase revestido de esa pieza de tela para mirarse en el espejo. Sí, el pobre Bohusch juzgaba su negra levita, que en efecto era muy vieja, completamente insuficiente como vestimenta de domingo y, ya desde muy niño, soñaba poder andar entre los hombres con atuendos extraordinarios y magnificos. ¿No había servido la mísa en el tiempo en que iba a la escuela, para tener la ocasión de llevar la sobrepelliz? E igualmente hubiera querido ser soldado, sobre todo por amor al uniforme. Todo esto había pasado hacía mucho tiempo, y ya no podía esperar endosarse nunca, en ocasión de las fiestas mayores. Otra cosa que esa vieja levita gastada y negra, a menos que Frantichka se resolviera, a pesar de todo, a casarse con él. Para tan bella fiesta él se decidiría ciertamente a hacerse cortar un traje nuevo y hasta lo haría guarnecer de un ancho cuello de terciopelo. La bordada chaqueta de su padre que Bohusch se haría cortar nuevamente estaba reservada para ese gran día. No se trataba de gastar dinero inútilmente. Pero, ¿llegaría alguna vez ese tiempo? ... El último domingo, Bohusch había esperado vanamente a su amiga. ¿Y si tambíén hoy faltara a la cita?

En los cementerios pobres donde ningún monumento de mármol está decorado por la hábil mano de los jardineros artistas, las cosas suceden así; entra la primavera en su inocencia, y el ruido del portal enmohecido es el último ruido que escucha. No sospecha donde se encuentra. Pero se complace entre esos muros tranquilos, más allá de los cuales la vida continúa, y junto a esos pequeños ángeles de tierra cocida y brillante, que tienen las manos juntas y le dirigen sus plegarias. ¿A quién si no rogarían? Así mismo para los jóvenes vientos tímidos no hay mejor apoyo que una de esas cruces a lo largo de las cuales, cuando son bastante grandes, pueden estirarse tanto como les pluguiere. Y como allí se siente a pesar de todo a gusto, la primavera crece aquí más ligero que en otras partes. La pequeña estatura de Bohusch perdíase de verdad siempre entre la animada muchedumbre de las primaveras y las anémonas, y por encima de él el viento asechaba en cada árbol que florecía antes de tener hojas, y le enviaba de tiempo en tiempo una flor sobre las rodillas y mecía tan maliciosamente sus graciosas ramas que parecía que, de un momento a otro, quisiera cubrir de flores al solitario visitante. Pero el jorobado no estaba dispuesto a comprender. Quitaba los pétalos de sus mangas negras y miraba más allá del sol, en otro, en muy otro día. Esto ocurría también en un cementerio, hace unos tres años. Algunas personas vestidas de negro estaban de pie alrededor de una tumba abierta. Los hombres que llevaban con una especie de elegancia marcial sus grandes barbas o sus rostros rasurados, tenían en torno a sus labios esos pliegues que son considerádos como significativos de tristeza o emoción; las mujeres, mucho menos importantes, tenían pañuelos, y, en el centro de ese grupo severo, una pequeña mujer desconsolada, de cabellos blancos. Ella estaba presa de un dolor que la dominaba, que la había subyugado completamente. Cada estremecimiento de su pobre figura, cada queja suplicante de su voz sofocada, pertenecía a ese dolor. De tal modo, había olvidado cuanto la rodeaba, hasta a su hijo, el pobre Bohusch. El estaba muy asombrado. Jamás había visto a su madre en tal estado. El mismo no estaba íntimamente conmovido. Preguntábase tan sólo cómo su padre había podido hallar espacio en ese ataúd. La caja no era muy grande, y sin duda debía estar acostado así: Bohusch se representaba a su padre con las rodillas un poco dobladas, y pensaba que si el muerto tenía algún día la idea inaudita de alargar las piernas, la caja amarilla cedería infaliblemente, por arriba y por abajo. Absorbido por tales pensamientos, él esperaba tranquilamente que el acompañamiento se decidiera a retomar el camino de la casa. Pero cuando su madre, sacudida por sollozos, continuó sin querer reconocerlo, comenzó a atemorizarse. No podía comprender que la vieja mujercita, que durante los cuarenta años de su matrimonio, excepto los dos primeros, jamás había llorado, por temor a su marido que no soportaba las escenas, agotaba todas las lágrimas ahorradas durante esos años, lloraba un año tras otro con el dulce goce de un alivio. ¡Y cuarenta años no se lloran en un abrir y cerrar de ojos! Espantado, Bohusch miraba de uno en otro. Todos los amigos y compañeros del difunto pasaban a su lado, y los más delicados le apretaban la mano en silencio, lo que hacía desbordar las lágrimas de la mujer que seguía a cada uno de ellos, y hasta el ayuda de cámara inglés de su Alteza dijo, en un alemán correcto y extranjero: No era del todo viejo, vuestro padre. Quería recordar con ello que el portero difunto tenía dos años más que él, ayuda de cámara inglés de su Alteza. Esos apretones de mano habían puesto a Bohusch más y más inquieto; tan sólo ahora comenzaba a comprender que algo excepcional debía haber acaecido, y, aterrorizado por la rígida solemnidad de esos hombres, permaneció algunos pasos detrás del cortejo. Entonces sintió de pronto dos brazos descender hasta él, y cuando levantó los ojos, una mujer rubia habíalo besado en medio de la frente. Sintió que ella tenía labios frescos y lo que le gustaba más aun: no lloraba. Sólo tenía ojos infinitamente tristes. Pero cuando el jorobado encontró su mirada, debiá pensar en un bosque sombrío. En nada terrible, pero en un bosque sombrío, donde, además, podía permanecerse. De modo que amó de inmediato esos ojos tristes, los tristes ojos de su Frantichka. Por otra parte nadie conocía a esa mujer, y nadie en el cortejo fúnebre sabía entonces su nombre; ella lo había seguido simplemente. En la portada del cementerio, dos mendigas esperaban paradas, con rosarios entre sus dedos marchitos. Estaban en el décimo séptimo Salve María; cuando Bohusch pasó con su nueva amiga, de la mano, ellas interrumpieron su plegaria y una dijo:

- Esa que va con el jorobado era la amiga del difunto.

Y su fisga cuchicheante se perdió poco a poco en el décimo octavo Salve, María ... Pero Bohusch no había escuchado nada. Continuó encontrándose con la joven rubia, y cuando ella le acarició de nuevo la frente diciendo: Eres excelente, un excelente chico, besó su mano y su corazón latió más ligero. Había sentido un estremecimiento helado recorriéndole la espalda y estallar todo en su cabeza con estrépito, había apretado las manos hasta gritar de dolor, y en lugar de gritar había murmurado:

- Eres mi amada, ¿verdad?

Entonces ella se rió, se rió fuerte, y aprobó con la cabeza; sus ojos estaban llenos de esa querida tristeza, pero hacía mucho tiempo de aquello, y Bohusch, que ahora estaba sentado bajo el árbol florido del cementerio de Malvasinka, hubiera, de buen grado, hecho de nuevo la misma pregunta a Frantichka. En vez, miraba fijamente en el rojo rostro del crepúsculo, y pensaba: Ahora no vendrá más. Y no había ya en él la menor esperanza, pero, a pesar de todo, él permanecía sentado entre los terromonteros y las tumbas, retenido por el oscuro deseo de poder morar ahí con los mismos derechos que sus numerosos vecinos.

¿Qué debía hacer para ello? Dios mío, sus ojos no tenían más que abandonar esas torres, esos techos, la dulce inclinación de esa pendiente, despedirse del cielo, de la primera estrella del crepÚsculo, y algo que estaba profundamente. sepultado en él tomaría aliento por última vez y diria Frantichka: después nunca más. Sería todo. ¿Era eso, pues, tan difícil? Debía ser difícil, porque Bohusch se levantó y descendió el camino surcado de carriles, hasta la calle mayor. Una neblina gris y centelleante se depositaba allí, y, por así decirlo, tenía prisioneras dd aire las llamas de gas, de suerte que ya no podían dispensar su luz sobre los grupos apretados de paseantes fatigados que, dos pasos delante del solitario, surgían de lo insondable, semejantes a grapos de fantasmas, para hundirse en seguida detrás de él en la nada. Y si Bohusch, siguiendo su instinto más profundo, hubiera continuado marchando sin levantar los ojos, habría ciertamente caído en el Moldau que estaba agitado por el deshielo, así como un caballo fatigado encuentra el camino de su cuadra sin abrir los ojos. Pero Bohusch alzó la cabeza. La neblina a su alrededor comenzó a hablar con sonidos más y más poderosos, y todas las torres de las que él había querido despedirse, elevaron sus solemnes voces del Ave María. Fue aquello como si por encima de los techos, detrás de los pliegues opacos de la brumá, tuviera lugar no se sabía qué gran fiesta, y el alma del jorobado se sintió de pronto elevada, y antes que hubiera podido retenerla, se disolvió en el místico júbilo del cielo. Y el pobre Bohusch estaba allí, y asistía a ese vuelo.

Recordó que dentro de ocho días era domingo de Pascuas, y con este pensamiento le invadió tal gozo que entró sonriendo en la casa de su vieja madre, y durante la noche supo referir cosas tan divertidas que ésta no podía aguantar la risa. ¿Qué importaba que Bohusch soñara más tarde que se casaba con Frantichka? Lo vió todo, hasta en los menores detalles, hasta los zarcillos adornados de rubíes que, semejantes a gotas de sangre, resplandedan en las orejas de su prometida. Y todo marchó bien. Las bodas tuvieron lugar en la gran nave de la iglesia de San Nicolás y Bohusch hasta reconoció al sacerdote. Hasta ahí todo era normal y había tenido lugar como en pleno día. Pero súbitamente todo se tornaba extraño. Una joven, ¡oh! una muchacha muy joven abrazaba a la casada que estaba de rodillas ante el altar y gritaba:

- No te lo entrego, lo amo demasiado.

Gritaba muy fuerte y se agitaba enloquecidamente, aunque se encontrara, si os parece, en la gran iglesia de San Nicolás. Era muy natural que el novio, que por lo demás llevaba, en efecto, una levita nueva con cuello de terciopelo, examinara de muy cerca a esa muchacha que tanto lo amaba. Reconoció a Carla, la hermana menor de Frantichka, que él apenas conocía, y se sintió muy irritado por la perturbación que provocaba en la ceremonia. Pero cuando la miró de más cerca aun, observó que esa muchacha rubia llevaba un ropaje de monja y el gozo que experimentó a su vista fue tan penetrante que se sobresaltó y despertó. Corrió un instante antes de que, sentado en su cama, hubiera recuperado plena conciencia. Luego contó cuantos días transcurrirían aún hasta el Jueves Santo, y cuando se hubo convencido que lo separaban de él solamente tres días, Bohusch sbnríó y se durmió con esa sonrisa, sin soñar más hasta la mañana.

IV

La plaza del Palacio de Praga tiene, a pesar de la miserable avenida que la atraviesa, un porte bastante soberbio. Es que está rodeada de palacios. La ancha fachada del viejo Palacio Real con su blanco poema épico de la arquitectura, colmada de luz cuyo centinela va y viene, infatigable como un péndulo, es la más imponente. El castillo de familia de los príncipes de Schwarzenberg y otro edificio un poco tedioso se presentan del otro lado como en una perpetua reverencia, y, a la derecha del Palacio, el palacio del arzobispo, recientemente repintado, veía en actitud ligeramente pretenciosa sobre las modestas moradas de los prelados y de los canónigos que se acercan timidamente a su poderoso patrono. Solamente a un lado, allí donde desembocan la escalera y la pendiente de la calle de la Espuela, subsiste en su fondo una laguna; se observa, estrechada entre la montaña de San Laureado y el Belvedere, en un magnífico panorama, a Praga, ese rico, ese gigantesco gran patio de honor, detrás de las verjas barrocas y de vida, se despliega bajo los ojos del Hradchin, y a las antiguas agréganse dignamente estrofas siempre nuevas, y más brillantes. En el otro extremo de esa hilera de casas que de una parte limita esa clara perspectiva, está situado un mísero y viejo edificio de un piso que, día tras día, está allí, con las manos ante los ojos, y nada quiere ver de todo ese esplendor. Los niños de los alrededores pasan con un estremecimiento de miedo ante su austero silencio, y si por casualidad, se les ha hablado de esa morada, no duermen durante toda la noche, o tienen sueños ardientes en los cuales monjas pálidas hacen gestos extraños. Verdad es que su joven fantasía puede ser desvelada por el hecho de que los batnabitas que viven su muerte continua y muda detrás de esos muros crueles, sin cambiar jamás una palabra entre ellos, y que ni aun pueden concederse tanto sol como uno podria encontrar en el ojo de otro, que los barnabitas pasan sus noches agitados por ansiosas plegarias, en ataúdes de madera en los cuales no tardan en sepultarlos bajo el cuadrado de tierra que debe haber en el fondo de esos muros sombríos, y donde, ciertamente, no penetra nunca la primavera. La orden de los hermanos barnabitas se ha extinguido hace mucho tiempo. Los cráneos semi-descompuestos de los dos últimos compañeros han quedado sobre un altar de piedra, en las catacumbas funerarias de Santa Maria de la Victoria, y gozan del reposo sin plegarias de la pudredumbre. Pero las hermanas son más perseverantes en el sufrimiento.

Cuando, por última vez, hace quince años, el reposo de los goznes enmohecidos de la puerta fue turbado, vecinos de cabellos blancos, buenas hermanas de memoria ya imprecisa, pretendieron saber que una octava monja se había reunido a las siete que aun estaban en vida, pero aquello era no más que suposiciones asaz desprovistas de fundamento. En cambio, gente más joven y de ojos más seguros habían mirado dentro del coche que condujo a la más reciente víctima, y ellos juraban haber visto una muchacha muy joven, de una belleza y de una juventud indescriptibles, y agregaban, que era un pecado dejar agostarse esa plenitud de gracia escogida en el más terrible de todos los claustros. Y decían otras muchas cosas. Esta habladuría referíase a las razones que debían haber determinado tal prematura partida de la vida; se construían largas historias románticas, centelleaban puñales bajo los fuegos de bengala más variados y los príncipes mas demoníacos de todos los cuentos de nodriza extraían de esas hipótesis posibilidades de existencia. Sabíase naturalmente con certeza que ese renunciamiento estaba motivado por algún acontecimiento ruídoso y terrible y como siempre se olvidaba que aquello podía haber sido asimismo una experiencía casi imperceptible, una de esas decepciones profundas y silenciosas que dan a las almas más delicadas la certidumbre oscura de que las cimas y los abismos de la vida han pasado y que ahora hay solo la vasta llanura, con pequeñas tumbas e irrisorios montículos que es demasiado fatigoso recorrer. La bella criatura fatigada venía del alto y sombrío palacio de la calle de la Espuela que también habia sido el lugar de los tímidos juegos de niño de Bohusch, y el día en que el coche cerrado condujo a la princesa Aglaja a su nueva soledad, fue tambíén para él, que era entonces adolescente, un cambio. Sín embargo ya ni aun podía imaginar cómo debía ser la princesa en aquel tiempo; llevaba dentro de sí su imagen de los días en que su risa dorada había revoloteado como una golondrina perdida a través de las salas frías y al fin se había perdido, a pesar del aya inglesa, rígída y aterrorizada, en las libres lejanías del parque. Allí es donde los dos niños se encontraban a veces y parloteaban, se reían o se perseguían como hacen los niños liberados de una sujeción: Aglaja de su aya, y Bohusch de su muda y fiel tristeza. Vinieron años durante los cuales el hijo del portéro no vió más la compañera de juegos que en el intervalo habíase convertido en una dama y sucedió que así, en su recuerdo, puso el día del renunciamiento de Aglaja junto a los días gozosos de su infancia y tuvo la impresión de que el día más brillante podía cambiarse en la noche más sombría, el estío más opulento en la jornada de invierno más desolada, sin transición. Estaba ante un acontecimiento cuya falta de consideración lo espantaba, cuyo significado estaba hecho para quitarle para siempre la creencia de que los ricos y los privilegiados eran en cierto modo los aliados del destino, que era hostil y rencoroso sólo con respecto al pobre diablo. Todo un manojo de 'prejuicios cayó de una sola vez de sus manos; una concepción del universo, una religión le era dada, gérmenes que hubieran podido madurar en él y manifestarse si hubiera sido más valiente. Pero lo que pudo trocarse en actos que crecen libre y solemnemente en un cuerpo normal, en él se resolvió en ensueños multicolores y extraños, en imaginerías tímidas que concernían a un mundo de más en más exiguo, y finalmenre no fueron más que una angosta aureola alrededor de la imagen de la princesa. Su impotente reconocimiento adornaba tan largamente esa imagen que de la criatura reidora y querida acabó por desprenderse una pálida y secreta amada, y de la amada una santa adorada que se precia mucho a la Virgen María y pronto sólo existió para acoger los extraños votos de Bohusch y recibir todas las extrañas virtudes que su fantasía infatigable no cesaba de concederle. Y cual no era la ventaja de Bohusch sobre los otros creyentes al poseer una santa que, aunque no fuera posible llegar hasta ella, vivía sin embargo y la conocía como compañera de aquella infancia que debió, a pesar de todo, llevar como una joya detrás de los muros eternos.

Estas relaciones no sufrieron la menor alteración cuando el jorobado llamó a Frantichka su amiga, porque en ese tiempo la divinización de Aglaja estaba ya tan avanzada que su forma transfigurada encontrábase por encima de todos los deseos bajos y todos los ensueños turbios.

Bohusch consagrábase a ella no más que una vez por año, y justamente el Jueves Santo. porque ese día la iglesia del claustro de los barnabitas estaba abierta a todos los visitantes. Esa pequeña iglesia sombría y asaz despojada de ornamentos está cerrada detrás del altar mayor por una pared a cuyo amparo las monjas asistían al oficio. La víspera del día de la Pasión, y solamente ese día, las monjas se filtran dulcemente como una lamentación lejana sobre los pocos asistentes. Entonces la pequeña congregación de los fieles es toda oidos, retiene su aliento, se estremece; el sacerdote en el altar interrumpe sus plegarias, los niños del coro echan miradas inquietas hacia los ángulos sombríos de la sala, y las imágenes oscuras en los muros se despiertan. El claro tañido de la elevación rompe el encanto. Las imágenes en los muros están muertas de nuevo, el sacerdote se inclina sobre el cáliz, y los devotos se echan atrás sobre sus bancos, se suenan ruidosamente y cuchichean:

- Era muy débil. ¿Son todavía ocho, ellas?

Y se encogen de hombros, suspiran y se suenan.

Así fué todavía aquel jueves santo. Bohusch estaba arrodíllado en la primera fila y esperaba que su santa llamara. No había olvidado el sonido de su voz y mientras creía reconocerla con certeza en el coro lejano. La recogía la separaba de las otras como un hilo de seda de una tela palidecida. La retenía de cierto modo y sólo dejaba llegar las otras voces al resto dei auditorio; pero hoy, desde el primer son, supo que ella faltaba. Y su temor se complacía en negarlo: sabía qUe ella no estaba allí. Y se inclinaba hacia adelante, y su espanto acechaba y extrangulaba el menor sonido; pero él estaba más y más seguro de que ella faltaba; y al fin, con una ansiedad sin límites, tendió sus manos adelante, lejos, lejos, y escuchó con la punta de sus dedos, pero ella no estaba allí. Entonces algo gritó en él, al mismo tiempo que la campanilla del oficio, gritó una sola vez, y se abatió sobre el duro banco como alguien abandonado por su Dios.

V

El pintor Sthileder fue el primero que observó una gran transformación en Bohusch. Pensó rápidamente en las causas posibles de ese cambio pero no lo esclareció. Matilde, su mujer, tampoco pudo explicarlo. Olvidaron, pues, esa evolución sorprendente hasta cierta mañana, poco tiempo después de Pascua, en que Patek entró al taller y dijo:

- ¡Qué impertinencia!

Schileder dejó su pincel y su paleta, contempló a su irritado visitante que, sin quitarse el sombrero, iba y venía por la pieza:

- Buenos días, ¿qué te sucede?

Pero el escritor repitió varias veces:

- ¡Qué impertinencia!, luego se detuvo y quiso, con muchas precauciones, depositar su impecable sombrero de copa sobre una pila de cartones polvorientos. Primero los tocó con un índice enguantado que retiró como si acaDara de tocar una sartén ardiente. Poseído de una aflicción conmovedora, balanceó su sombrero entre las palmas de sus manos y echó al pintor una mirada llena de reproche.

- En tu casa todo está cubierto de polvo, ni siquiera se puede dejar nada.

Al fin encontró dónde sentarse y se puso a referir de una manera asaz desordenada que venía del Nacional, que allí se había encontrado con la compañía habitual, y que se había hablado de esto y de aquello.

- ¿Tienes un cigarrillo? -se interrumpió, y prosiguió cuando Schileder se lo hubo servido. Se había hablado pues, de esto y de aquello. Y el proletario frustrado había tomado parte en la discusión de una manera tan insistente y pretenciosa que él, Patek, había juzgado que era su deber dar de una buena vez una lección a ese indiscreto.

- ¿No tienes coñac? -requirió en ese instante crítico. De un golpe se tragó el coñac y dijo con una mueca, estirando los brazos y aproximándose a la ventana:

- ¿Y sabes a lo que se ha atrevido ese individuo? ¡Me ha replicado! ¿Se ha oído jamás esto? El me replica. Peor que esto. Tiene la audacia de ofenderme.

- ¿Qué ha dicho? -inquirió el pintor.

- No se.

Schileder lo miró con un aire tan sorprendido que Patek, no sin cierto embarazo, agregó rápidamente:

- Crees que tengo tiempo para retener tales tonterías: que yo tenía verguenza de él o cosa parecida. El hecho es que me ofende. ¿Cómo no ruborizarse de tal personaje?

Durante algunos instantes más el elegante novelista manifestó una viva indignación, pero pronto comenzó a interesarse en el trabajo de Schileder, examinó ora esto, ora aquello, sosteniendo prudentemente entre el pulgar y el índice varios marcos que estaban vueltos contra la pared. Schileder lo dejó hacer con complacencia y no se sintió de modo alguno sorprendido cuando el joven se despidió de él con el mejor humor del mundo. Patek procédía siempre así. Con una breve escena más o menos coronada de éxito se libraba de cualquier acontecimiento desagradable, lo terminaba por completo, recobraba lo superior, como acostumbraba decir, lo que no impidió al gran vencedor repetir esa misma mañana cinco veces aún la historia de su discusión con Bohusch, y bajo un aspecto más y más favbrabie para él, de tal suerte que la quinta versión, que quedó en el camarín de una cantante de operetas modernas, comportaba la graciosa exposición de una filosofía duralista cuyo principio superior era figurado por la silueta mundana del cuentista. Y en lo que todo el mundo acabó por saber, sea por los relatos de Patck, sea en otras fuentes, había un fondo de verdad: Bohusch habíase vuelto otro. Su amada, su santa lo había abandonado. Advirtió él desde ese momento que había dado tanto de sí mismo a esas figuras, que sólo había guardado para sí un pequeñísimo resto. Durante algunas horas aÚn, luchó por saber si arrojaría sin tocarlo ese resto al Moldau o si su capital era asaz grande todavía para ser empleado en la banca de la Vida. En tanto pensaba en esto, se acordó de golpe de la palabra que pronunciara Rezeck, y este recuerdo lo exaltó. Rezek había dicho en aquel anochecer memorable: Tal vez el pueblo necesite de vos. Es cierto que Rezek había agregado: Si sois razonable. Y Bohúsch hubiera querido jurar que ahora era más razonable que antes. Pensaba mucho y decía en toda ocasión lo que pensaba en frases complicadas y de giros desusados, y en cada ocasión él mismo era su oyente más atento. Radsima vez, como olvidado de su promesa, tornábase tímido y silencioso. Tenía miedo de sí mismo en tales instantes en que el antiguo Bohusch, con sus imaginerías dorádas, estaba ante él como un fantasma y le suplicaba que volviera a la silenciosa tristeza de sus pasados días. Pero el nuevo Bohusch resistía. Todo el día estaba en el café, en la calle, cantaba, silbaba y reía, a tal punto que la gente se volvía para seguirlo con los ojos. o bien se paraba delante de las vidrieras, sin ver otra cosa que el reflejo inestable de su propia fealdad, y semejábase a alguien que espera lo que no llega todos los días. Casi instintivamente buscaba ante todo encontrarse en Rezek. Le parecía que se enteraría por boca del estudiante lo que sería para él el acontecimiento, pero no podía encontrarlo ya en parte alguna. Rezek había abandonado su habitación sin dejar dirección y nadie lo había vuelto a ver en el Nacional.

- ¡Qué extraño individuo! -dijo un día Norinski. Schileder aprobó con la cabeza, pero el nuevo Bohusch fisgó:

- ¡Qué tontería! -y estalló en su vieja risa miserable a la que nadie hizo eco.

En el crepúsculo del mismo día lo extraño se produjo. Bohusch que descuidaba más en más a su vieja madre, regresaba más tarde que de costumbre. Trepó algunos escalones sosteniendo una cerilla encendida. Su mirada exploraba la espesa oscuridad del anguloso corredor. Le pareció de pronto que la puerta del sótano no estaba bien cerrada; se acercó tanteando, la abrió con precaución y descendió extrañamente decidido, los familiares escalones de la escalera. Su figura se perdió completamente en la oscuridad húmeda en cuyo fondo percibía sonidos extraños y lejanos. Sólo cuando, habiéndose deslizado a lo largo del frío muro, descubrió que estaba quitada la madera y un débil resplandor llegaba del pasillo secreto, sintió temor. Pero un sentimiento más poderoso lo forzó a aproximarse más aún. Escuchó al principio las voces que resonaban del otro lado, y cuando nada pudo comprender, se adelantó con un movimiento involuntario cuya dirección lo sorprendió en la abertura, justamente bastante adentro para llenar su cuadro, sin aventurarse más allá. De primer momento distinguió una gran linterna cuya luz parecía fluir sobre el piso como un líquido derramado. Alrededor de esa charca de luz eran visibles los pies de hombres jóvenes, y, en medio de su círculo los pies de una muchacha.

Lentamente la mirada de Bohusch subió a lo largo de ésta y encontró en la penumbra, sobre un vestido de color indefinible, dos claras y vivientes manos de muchacha rápida y obstinada con las sombras celosas que Bohusch no siempre comprendía. Pero comprendía las manos. Comprendía de pronto que esas manós agitadas rompían algo, que quería suprimir no sabía qué injusticia con su joven y santa violencia. Y comenzó a amar esas manos. Suavemente, levantó la cabeza y buscó el rostro de la muchacha a la que pertenecían esas manos. Sus ojos empeñaron una lucha rápida y obstinada con las sombras celosas que borraban los rasgos apenas entrevistos, hasta triunfar, al fin. Reconoció a Carla. Y ahora se detuvo, y su mirada asombrada y cargada de admiración no abandonaba ya el bello rostro entusiasta de la muchacha; bebía las palabras que escapaban de sus labios hasta que tomaran ese sonido particular que tuvieran en su ensueño: Lo amo tanto, lo amo tanto ...

Todo esto había sucedido en un guiñar de ojo. Y los minutos siguientes trajeron esto: La muchacha habló en voz baja, como alguien que se aleja más y más; las palabras que hacía un instante fluían de sus labios tan coloridas y tan altivas, se arrastraban, desnudas y sin meta, entte la oscuridad, tenían vergüenza, y sus ojos vacíos permanecían adheridos a aiguna parte, abajo, y se apagaban poco a peco. Hubo un movimiento en la asamblea. Las miradas de los oyentes siguieron las suyas y durante un segundo el gran ojo fijo de Bohusch los tuvo a todos prisioneros. Solamente un segundo, porque súbitamente los sobrecogió un terror, se revolvieron como esclavos rebeldes, el tropel se refugió con cuchicheos desordenados y violéntos juramentos en la profundidad del pasillo, y la luz saltó al rostro de Bohusch como un gato amarillo. El se despertó y tembló:

- ¡Rezek! ~gritó.

Este estaba inclinado sobre Bohusch.

- ¡Bohusch, perro, nos espías -gritó aquél.

Bohusch volvió los ojos. Tenía miedo del estudiante.

- ¡Rezek! -vociferó el jorobado, aún más fuerte que el otro, desde el fondo de su terror; sólo encontraba ese nombre. Al mismo tiempo su posición en aquel estrecho agujero le hacía daño y se sintió a punto de llorar de desesperación. Entonces el estudiante lo ayudó a levantarse, y de inmediato lamentó su debilidad, pensó en sus proyectos, y dijo con un aire de superioridad asaz poco convincente.

- ¡Lo sé todo!

Diciendo esto, pensaba en las dos manos irritadas de la muchacha.

- ¿Has escuchado, entonces? -preguntó el estudiante, amenazador.

Bohusch lo enfrentó, no sin miedo:

- Rezek -dijo-, vamos, Rezek, no estéis así. ¿No soy de los vuestros? Estoy con vos de todo cOrazón con vos.

El estudiante lo contempló con una despiadada atención, y el jorobado sintiáse desarmado por una mirada penetrante que trataba de atravesar sus pensamientos. Repitió otra vez antes de encontrar algo mejor:

- Sin mí, ¿lo habrias encontrado jamás?

Quería referirse al sótano.

- Yo bien sabía -prosiguió- que teníais necesidad de él y también por qué -sostuvo maliciosamente.

El estudiante se dejó convencer. Dijo. repentinamente:

- Tu mano y silencio.

Con cierto orgullo el jorobado puso sus cortos dedos en la mano del fanático; su apretón de mano no aprobaba, no otorgaba nada. Se sabía vencedor y comenzó a proponer sus condiciones. Lo hizo con arrogancia: quería hablar entre ellos allá abajo, para el pueblo y por la libértad. ¡Oh, tenía proyectos muy importantes! Pero Rezek, debía darle la seguridad de que podría hablar.

- Sí -respondió el estudiante, e insistió otra vez:

- Silencio.

Bohusch aprobó con indiferencia y requirió aún:

- ¿Entonces. ¿es cosa cierta que podré hablar?

El otro prometió y empujó a Bohusch hacia la puerta. No temía mayormente al maltrecho a quien juzgaba sobre todo inoportuno y, por la razón principal de que nada esperaba de él. Desde lo bajo de la escalera lo llamó aún. Dijo por tercera vez: Silencio y tendió un objeto hacia Bohusch que sonreía. Bohusch iba a tomarlo cuando reconoció que la dura y cruel mano del estudiante sostenía un largo y delgado puñal sobre cuya hoja la linterna proyectaba como un pálido reflejo de sangre. Y Bohusch tuvo que hacer un esfuerzo sobre sí mismo, no lograba sonreír. Se forzó en una mueca desengañada y, estremeciéndose, subió a su casa. Por otra parte, la mañana estaba próxima.

Desde entonces Bohusch ya no dormía de noche. Esperaba día y noche que Rezek lo hiciera llamar y pensaba en lo que entonces tendría que decir ... Muchas, muchas cosas. Su fantasía mezclaba a lo más sutil lo más grosero, y sí por un instante pensaba hablarles del modo de socorrer a los huérfanos, un instante después decidía convencerlos, ordenarles subir al asalto de iglesias y palacios. Sí, ante todo las iglesias. Pero cualquiera fuera el tema de sus discursos, veíase siempre en el centro del grupo, como el amo a quien la bella Carla y sus numerosas y fuertes jóvenes obedecerían respetaosa y ciegamente. Sentíase como un desconocido que al fin tomaba su verdadero sitio y marchaba en su tiempo sin límites en que el día y la noche se habían confundido en un crepúsculo, uniforme, animado por el deseo de obligar a todos a concederle su absoluta atención. Su santa infiel se había amparado indignamente contra su amor y su odio detrás de los muros eternos; pero daría a Frantichka, que sin duda pronto oiría por boca de Carla hablar de su gloria, la posibilidad de obtener su perdón. Se preguntó si debía ir a la casa de ella y pasó dos noches y tres días escribiendo una larga carta a su indigna amada. Su escritura de cancillería esmerada y adornada habíase emancipado en cierto modo sobre esas hojas. La máyor parte de las letras parecían caricaturas insolentes del copista que, con extraños disfraces y cetros de toda especie, afirmaban aún su bufonería y una a espaldas de la otra, se burlaban recíprocamente. En la primera parte de esa larga misiva daba seguridades a Frantichka, a la manera de los soberanos de la Edad Media, de sus buenos sentimientos y de su benevolencia a su respecto; en la segunda parte, hablaba con infinitas perífrasis de la importancia de su misión secreta, y en la tercera, le proponía esto:

Sin embargo, atento que el gran misterio y la importancia indecible de mis obligaciones me ponen con profundo pesar mío en la imposibilidad completa y absoluta de hacerte asistir a la asamblea que debe contribuir a preparar la independencia de mi pueblo y a fundar mi propia gloria, yo te invito por la presente a venir a mi casa el ... (aquí estaba senalada una fecha próxima), a las seis de la tarde. Ante mi madre y ante ti quiero hablar entonces tanto como me sea permitido hacerlo sin ser traidor, no hacia personas que no temo, sino a nuestra alta y justa y magnífica causa.

Y esta larga invitación estaba firmada como sigue:

Rey Bohusch. Fecha en Praga.

Cuando.el jorobado se releyó una vez más debió sonreír y estuvo a punto de destruir su carta. Luego se dijo: No, por lo menos es una burna broma, sí, por cierto -y ensobró el mensaje, y lo llevó él mismo al correo. Cuando lo oyó caer en el fondo del buzón respiró, aliviado.

VI

Frantichka no había contestado; pero en verdad Bohusch no esperaba ninguna respuesta. Estaba persuadido que ella vendría, casi humildemente, a casa del nuevo Bohusch cuya amistad se le aparecería ahora como un don generoso e inmerecido.

Lentamente y vacilando, él le concedería su perdón, después sin duda ya no irían el domingo al cementerio de Malvasinka, sino entre la muchedumbre, por uno de los jardines públicos.

Bohusch pensaba todo esto rápidamente durante las raras pausas que le dejaba su preocupación esencial por los grandes asuntos a los cuales estaba consagrada en adelante su vida. Era una tarea agotadora proseguir ahora, todos a la vez, esos pensamientos importantes que había tenido, uno a uno, dUrante sus años de miseria, dominarlos a todos con la mirada, luego de expresarlos en orden. Era tal el aflujo de opiniones, de proyectos, de recuerdos, que todo un enjambre queria sin cesar volar de sus labios, arrebatado y despiadado como una multitud que huye de un teatro preso del fuego. Pero en seguida Bohusch mostraba semblante severo y ordenaba:

- Cabria, uno después de otro. Cada uno tendrá su turno.

Y justamente en tales ocasiones acaecía que la multitud entera desvanecíase bruscamente, sencillamente se esCurría, y que Bohusch sintiera de pronto su cabeza vacía y fuera incapaz de pensar nada ni de decir nada. Sin embargo, cuando había bebido algunos vasos de tchay esa multitud multicolor reaparecía, y el jorobado sentíase dichoso y reía hasta que las lágrimas se derramaban de sus ojos. Entretanto su instabilidad habíase acrecentado. Leía muchos diarios y viejos libros, cubría cuadernos enteros de letras ridículas y dormía en medio de sus ocupaciones, de día o de noche, poco importaba, en un café o en una iglesia, rara vez en su casa, sobresaltándose después de algunos minutos de un semi-sueño agitado.

Así llegó la mañana del día en que Bohusch había prometido a su madre y a Frantichka, que ambas podrían asistir a su triunfo verdadero, hablar ante ellas. Había pasado la noche en varios cafés y tabernas y ahora regresaba, fatigado de haber velado, siguiendo a lo largo de los muros y mirando con un aire indiferente la espesa neblina rosada de esa mañana de primavera. Encontró poca gente. Cerca de la Torre Polvorín se le cruzaron dos sirvientas que llevaban cestas, riendo y charlando. Tenían ojos frescos y desvelados: sus vestidos y sus delantales ostentaban aún el almidón de lo nuevo. Un poco más adelante, lo dejaron atrás dos soldados de infantería. Marchaban con un paso enérgico cuya cadencia resonaba gravemente, y los botones de sus blusas robaban al sol sus primeros rayos y los lanzaban osadamente a los ojos llenos de sueño. de Bohusch. Depués un mozo panadero silbó en la cara del jorobado y se rió fuertemente detrás de él, y un agente de policía canturreó no importa qué en tanto el penacho de su casco flotaba al viento. Giraron postigos y los cristales se entregaron pór entero al sol y se incendiaron de llamas blancas.

A través de esa primavera gozosa y fresca se arraStraba el jorobado, huraño y debilitado, la camisa arrugada, las ropas sucias, y parecía un espantoso sapo descubierto en medio de un macizo perfumado. Por otra parte él no advirtió nada de todo ese esplendor, salvo que estaba trastornado por él. Sí, ni aún sabía que era la mañana y la primavera. Sin embargo, cuanto más avanzaba la mañana, más parecía ganar una cierta agitación a los hombres que se mostraban. Gente que se saludaba todos los días sin hablarse, se detenian con semblantes sorprendidos o inquietos y se apretaban por fin la mano con un cierto reconocimiento convencional, para detenerse de nuevo diez pasos más lejos. Se experimentaba aparentemente la necesidad de comunicarse una noticia que concernía e interesaba a todo el mundo. En el ángulo de la calle Ferdinand un mandadero leía en medio de un grupo de hombres y de sirvientas un pasaje del Tschesky Curir y, un poco más lejos, un señor viejo que salía de un café decía a su compañero en lengua alemana: Son gente verdaderamente peligrosa. Se debería ... Pero la continuación se le escapó a Bohusch.

El señor de edad continuaba su camino con sus zapatos bien lustrados, y su joven compañero aprobaba cada palabra, la confirmaba respetuosamente con un movimiento de cabeza; parecía ser completamente de la misma opinión.

Cuando Bohusch llegó a los alrededores del Nacional, reconoció detrás de una ventana a Norinski que, con su habitual manera heroica, aparentaba hacer algún relato a los demás. El jorobado vaciló un instante. Después prosiguió su camino y descendió el malecón para regresar a su casa. Estaba fatigado. Norinski entretanto habia concluido: Bebió su café con un gesto negligente -esa taza de café que hubiera podido ser un cubilete de veneno- y pronunció con majestad:

- Ninguno de vosotros osará pretender que yo no lea un buen checo. Y no dejaré pasar ocasión de convencer de lo contrario a esos miserables alemanes. ¡Que uno de ellos se aproxime! Le hundiré el cráneo. Pero no hay que exagerar la importancia de esas historias. Son niñadas, podéis creerme.

Luego se levantó, se olvidó de pagar su consumisión, distribuyó apretones de mano, generosos en tres actos, y, alta la cabeza, se dirigió hacia su cercano alojamiento. Los demás apretaron el círculo y Karas comenzó a leer las informaciones que se referían al incidente. Todos daban casi la misma versión: por denuncia de una mujer se había descubierto una asociación de jóvenes, estudiantes y principiantes, que mantenían reuniones secretas en el sótano de una casa de la calle de San Jerónimo, reuniones donde se habían pronunciado discursos que constituían alta traición. Era interesante subrayar que también habían asistido muchachas a esas reuniones. Y diarios alemanes se felicitaban de la destrucción de ese nido de malhechores y lamentaban que, en razón del obstinado silencio de los conspiradores detenidos, aún no hubiera sido encarcelado el jefe, lo que, gracias al valor y a la clarividencia de nuestra policía, ciertamente no tardará. Finalmente los diarios más alemanes escribían además que se debía castigar de una manera ejemplar y sin piedad a esos jóvenes criminales y a los traidores del país. Todo esto podía leerse en el Café Nacional. Schileder estaba sinceramente indignado: dijo algunas palabras sobre el valor de esos jóvenes que no hacían solamente discursos, sino que también querían obrar. No sabía cómo expresarse, y se calló, intimidado, al no encontrar muchas aprobaciones. Todos, sin duda, menearon un instante la cabeza y echaron una palabrita como una limosna en la mano de la Justicia. Pero en definitiva -miraron hacia atrás- puesto que estaban solos se podía hablar francamente.

Patek condenó muy sencillamente ese romanticismo de cavernas que no era admisible ni aún en una novela, y el poeta Machal, que tenía nada más que una idea muy vaga de lo que había acaecido, bostezó, y entre dos ensayos de bostezo, objetó que todo ese asunto le parecía brutal, sí, terriblemente brutal. Karas, que se sentía tomar cada día más cosmopolita, dijo un discurso asaz largo durante el cual su manzana de Adán subía y bajaba como una rana atormentada por dudas. Su conclusión fué que afuera convenía absolutamente mantener la opinión de que esos j6venes eran no tan sólo mártires de la idea, sino también los héroes de una causa nacional. Pero para sí, no podía dejar de condenar abiertamente tales puerilidades -¡sí, puerilidades!- de jóvenes apenas desarrollados. Se era después de todo demasiado cultivado para no saber que se reconquistarían los derechos por una actividad nacional en la vida y la escena política (era esa una expresión de la que Karas se servía muy a gusto en sus folletines, pero nunca por tales incongruencias. Tenía aún reservadas algunas frases, pero se interrumpió de pronto. El mismo no sabía por qué. Los otros levantaron los ojos y vieron a Rezek parado ante ellos. El estudiante en cuyo pálido rostro brillaban sombríos ojos con un resplandor extraño, no pareció ver las manos que se le tendían. Tal vez había escuchado las últimas palabras del crítico, pero nada respondió, sentóse en su sitio habitual y bebió su Tchay. Sus duras manos temblaban ligeramente. No se osó decir pálabra. Al fin Patek se puso a hablar de un libro nuevo y los artistas se olvidaron en su discusión. Se trataba de un relato a la manera de Maupassant que un joven cofrade deseaba publicar. Se planteaban algunas cuestiones de dinero y se preguntaba si se debía ayudar al autor. El poderoso Karas no parecía dispuesto a ello. Entonces Patrk exclamó, indignado:

- ¡Pero, os lo suplico, es una cuestión nacional!

Rezek se levantÓ con una sonrisa glacial:

- ¿Sois checos? -preguntó.

Todos se callaron y lo miraron, turbados. Schileder se había levantado.

- ¿Sois checos? -repitió el estudiante.

Karas lo apaciguó:

- ¿Qué os pasa. Rezek? ¿Nos provocáis?

- Pero estáis desarrollados, ¿verdad? -prosiguió Rezek- desarrollados y capaces.

- Está ebrio -cuchichéó Machal desdeñosamente.

Rezek apretó los puños. Pero se contuvo.

- Sé que tenéis la costumbre de alimentar una cólera justificada contra la embriaguez. Lo sé. Pero quiero deciroslo aún, el pueblo no está desarrollado, y si os sentís tan acabados sois sus enemigos, sois traidores.

- Yo soy oficiál -dijo Patek con voz inquieta y se adelantó.

Rezek le puso el puño ante la cara, luego salió pasando delante de él, sin una palabra más.

Bohusch no podía contar con Frantichka antes de las seis o las siete, porque él mismo le había propuesto esa hora en su carta; sin embargo, desde las tres se preguntó por qúé su amada no llegaba, luego hacia las cuatro estuvo a punto de ir a buscarla, renunció a ello de mala gana y vacilando, por orgullo o alguna otra razón. Con las manos a la espalda, iba y venía en la pequeña habitación donde un antiguo mobiliario demasiado numeroso que llevaran del alojamiento del portero tornaba trabajosas esas idas y venidas, y se quedaba parado sólo de tanto en tanto, junto a la ventana delante de la cual cosía su madre.

- Madre -dijo al fin, atormentado-, es necesario que vayas a buscarla. La vieja meneó la cabeza, quitóse los gruesos anteojos y aprobó. No reflexionó ni un momento: naturalmente, había que ir a buscar a Frantichka. Y cambió su gorro por un sombrero y se echó el hermoso chal amarillo sobre los hombros.

- Puedes decir que justamente pasabas, Dios mío, sí, pasabas justamente por allí, por azar, ¿Verdad? ¿Por qué no podrías pasar por allí? Pasa por allí mucha gente.

Bohusch se rió con una risa quebrada.

- Dime -prosiguió-, ¿es posible?

La señora Bohusch aprobó, intimidada.

- Sabes -dijo-, primero voy a ir a la iglesia Vecina. Entonces podré decirle: vengo de la iglesia.

Ella vacilaba aún. Bohusch sin embargo pensaba desde hacía rato en otra cosa. Apenas si veía todavia a la vieja y se sorprendió, yendo y viniendo por la habitación, al encontrarla de pronto ante él. El chal amarillo, al sol de la tarde, era de una crudeza insoportable. Se miraron un instante en silencio los dos pequeños seres miserables y enfermizos. Luego la vieja trotó hacia la puerta, meneando la cabeza. De súbito Bohusch fue junto a ella.

- Maminko -dijo con voz de niño enfermo, y la asustada vieja comprendió. Creció, se tornaba rica, se tornaba madre. Esa sola palabra había provocado aquello. Toda su inquietud se deshizo en bondad, de pronto, y ella, que hacía un momento parecía aún tan desarmada, volvióse poderosa, ahora que ella tendía dulcemente los brazos, y para Bohusch era como un retorno. Apoyó él su gran cabeza pesada y turbia contra el pecho de su madre, cerró sus ojos ardientes, zozobró en ese amor profundo e infinito. Callaba. Y he aquí que algo comenzó a llorar en él. Oyó muy claramente que aquello comenzaba. Debía estar en él, en alguna parte, muy profundamente, tan débil era aquello. Y abrió curiosos ojos; quería saber dónde lloraba aquelló. Y no lloraba él; era su madre, Bohusch no podía ahora bajar sus párpados; detrás esperaban lágrimas, muchas lágrimas. Fue de pronto como una fiesta en la habitación. Los objetos en torno a los dos pobres seres tomaron un resplandor que jamás habían tenido, ni aún en sus mejores días. Cada pequeño vaso, cada pequeña copa sobre el aparador tenía de pronto su luz y se jactaba de ello y quería jugar a la estrella. Y puede imaginarse qué claridad debía haber en esa habitación.

Después el reloj sonó, prudentemente, como con pesar. Pero sonó cinco veces y la madre se fue.

- ¿Adónde? -se inquietó el jorobado.

- Es necesario que vaya a buscar a Frantichka.

Bohusch, súbitamente, recobró la memoria. Vaciló, luego dijo, casi con tristeza:

- Es verdad, Frantichka ...

Fue la despedida.

Cuando Bohusch quedó solo, reanudó sus idas y venidas febriles e inquietas. Aquí o allá, al pasar, arreglaba algo, barría el polvo de la mesa, se olvidaba a pesar suyo de ordenar sus libros y papeles. Haciendo esto había entrado en calor. Y cuando vió ardiente su rostro, en alguna parte del espejo, se detuvo, sorprendido: llevaba sobre sus hombros el chal de seda amarilla cruda de su madre. Era divertido. Quería reirse, pero se olvidó y envolvió su espalda en los pliegues suaves de la tela, con involuntarios movimientos de satisfacción. Se sintió fatigado y dejóse caer sobre el canapé floreado que ocupaba con la mesa ovalada el centro de su mejor habitación. Pensaba y pensaba. El pobre y hermoso canapé crujía bajo su peso. Se sobresaltó y acarició con una cierta ternura su superficie tejida, luego se sentó en una de las sillas cercanas. Su rostro que a veces podía ser pueril, envejecía ahora de minuto en minuto a ronsecuencia de su intensa reflexión; estaba roído, por así decirlo, por las arrugas que se extendían y se hundían en él como orugas en un fruto enfermo. ¿Sabía todo lo que iba a decir? Un terror indefinido estaba suspenso sobre él. Sintióse tan abandonado, poseído de vértigo como alguien a quien se ha olvidado en la cima de una alta torre. Buscaba tanteando un punto de apoyo. Y en el instante siguiente se figuró que trastornaba el orden que reinaba en la habitación, esa bella ordenación de día de fiesta, porque estaba sentado en esa silla. Tuvo miedo de su presunción. Se refugiaba más y más lejos y acabó por acurrucarse en un pequeño taburete puesto alto, en un ángulo de la pieza, junto a la puerta. Entonces se sintió más tranquilo. Pensó: Ya, ha pasado. lo he dicho todo, y sabía sin embargo que no había hecho más que llorar y eso es muy otra cosa que hablar. No obstante persistió con obstinación: Lo he dicho todo, la madre lo sabe, y tú también, agregó en voz alta y buscó los ojos del gato amarillo que venía, lentamente y con un andar astuto, a su encuentro. Las garras no rechinaron sobre el piso oscuro y brilante. Sin ruido, el animal se aproximó, tornóse más y más grande, y cuando fue tan grande que Bohusch ya no podía ver, detrás de él, la habitación tranquila y solemne, el pequeño dormía, y soñaba sin duda. Porque dijo con una voz que parecía llegar de lejos:

- Este es, Rezek, te lo suplico. Este es el secreto. El pintor debe pintar al pueblo, y decirle: eres hermoso.

Su cabeza volvió a caer hacia adelante y él volvió a levantarse con esfuerzo.

- El poeta -prosiguió- debe celebrar al pueblo y decirle: eres hermoso.

Suspiró en su sueño. Ser hermoso, eso es lo necesario. Después comenzó una sonrisa en las comisuras de sus labios, una buena y piadosa sonrisa que se extendió sobre el rostro del durmiente y lo rejuveneció. Suspiró otra vez: No traicionaré jamás; luego su sueño fue tan profundo que ninguna palabra más llegó a sus labios.

La puerta se abrió. Pero el jorobado levantó los ojos cuando Rezek lo tenía ya de la garganta y gritaba junto a él:

- ¿Has guardado el secreto?

Bohusch sintió esa palabra quemarle la mejilla. Sus manos se defendieron convulsivamente, pero sus ojos no comprendían. Todavía sonreían. Sonrieron al terrible vengador hasta el instante en que murieron. Entonces el chal de seda amarilla se deslizó sobre el cuerpo y recubrió a Bohusch y su secreto.
Indice de Vladimir, el pintor de nubes y otros cuentos de Rainer Maria Rilke Nota editorial de Chantal López y Omar Cortés a la edición impresa AnnuchkaBiblioteca Virtual Antorcha