Índice de El retrato de Dorian Grey de Oscar WildeCapítulo VIIICapítulo XBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO IX

Estaba Dorian Gray almorzando, a la mañana siguiente, cuando entró Basil Hallward en la habitación.

- Me alegra haberte encontrado, Dorian -dijo el pintor gravemente-. Estuve aquí anoche, pero me dijeron que te habías ido a la Opera. Como es natural, supuse que esto no era posible; pero me habría gustado que hubieran dejado dicho adónde habías ido realmente. He pasado una noche espantosa, casi con el temor de que una segunda tragedia sucediera a la otra. Me podías haber puesto un telegrama cuando tuviste la primera noticia. Me enteré casualmente de lo ocurrido leyendo la última edición del Globo, en el club. En seguida vine aquí y sentí infinito no encontrarte. No encuentro palabras para decirte cómo me ha abatido esto. Ya me imagino cuánto debes sufrir. Pero ¿dónde estabas? ¿Acaso con la madre de la muchacha? Estuve a punto de ir a buscarte allí. El periódico daba sus señas. ¿En Euston Road, verdad? Pero temí entrometerme en un dolor al que no podía llevar el menor alivio. ¡Pobre mujer! ¡Cómo debe estar! ¡Además, su única hija! ¿Qué dice la desdichada de todo esto?

- Querido Basil, ¿cómo quieres que lo sepa? -murmuró Dorian, apurando a sorbos en una copa de cristal veneciano un vino amarillo pálido de burbujas de oro, con un aire de horrible aburrimiento-. Sí; estuve en la Opera. Allí debías haberme buscado. Conocí a Lady Gwendolen, la hermana de Harry. Fuimos a su palco, Es una mujer deliciosa y la Patti cantó divinamente. No me hables de cosas terribles. Si no se habla de una cosa, es como si no hubiera sucedido. Sólo la expresión, como dice Harry, confiere realidad a las cosas. Lo que sí puedo decirte es que no era hija única. Tiene un hijo, creo que magnífico muchacho. Pero no se dedica al teatro. Me parece que es marino o algo parecido. Y, ahora, háblame de ti y di me qué estás pintando.

- ¿Dices que fuiste a la Opera? -dijo Hallward muy lentamente y con un dejo tembloroso de dolor en la voz-. ¿Estuviste en la Opera, mientras Sibyl Vane yacía muerta en un sórdido cuarto? ¿Y puedes hablarme de que otras mujeres son deliciosas y de que la Patti ha cantado divinamente, cuando aún la muchacha que amabas no tiene siquiera la paz de una tumba para dormir? Pero, ¿es posible que no repares en el horror que espera a su blanco cuerpecito?

- ¡Calla, Basil, no quiero oír esto! -gritó Dorian, poniéndose en pie de un salto-. No me hables más de ello. Lo hecho, hecho está. Lo pasado, pasó.

- ¿Y llamas pasado al ayer?

- ¿Qué tiene que ver el tiempo que haya transcurrido? Sólo la gente superficial necesita años enteros para librarse de una emoción. El hombre que es dueño de sí mismo puede poner fin a un dolor con la misma facilidad con que inventa un placer. Yo no quiero ser esclavo de mis 'emociones. Quiero usar de ellas, gozar de ellas y dominarlas.

- Pero, Dorian, ¡esto es horrible! Algo te ha cambiado por completo. Pareces el mismo muchacho maravilloso, que, día tras día, venía a mi estudio a posar para que yo pintase su retrato. Pero entonces eras una criatura sencilla, natural y cariñosa. En una palabra, el ser menos corrompido del mundo. Ahora, no sé qué es lo que ha pasado contigo, pero hablas como un hombre sin corazón y falto de todo sentimiento compasivo. Influencia de Harry, sin duda. Lo veo muy claro.

Dorian se ruborizó y se acercó a la ventana; por unos momentos contempló al jardín verde, llameante bajo el sol.

- Mucho tengo que agradecerle a Harry, Basil -dijo, al fin-; más que a ti. Tú sólo me enseñaste a ser vanidoso.

- ¡Ah!, ¿sí?, pues bastante castigo tengo por eso ... o lo recibiré algún día.

- No sé qué quieres decir, Basil -exclamó Dorian, volviéndose-. No sé qué es lo que quieres. Dímelo, ¿qué quieres?

- Quisiera estar ante el Dorian Gray que yo pintaba -dijo el artista, tristemente.

- Basil -dijo el mozo, acercándose a él y poniéndole su mano en un hombro-; has llegado demasiado tarde. Ayer, cuando supe que Sibyl Vane se había matado ...

- ¡Matado! ¡Santo cielo!, pero ¿estás seguro? -gritó Hallward, fijando en él sus ojos con expresión de horror.

- ¡Querido Basil! Es imposible que tú creas que se ha tratado de un vulgar accidente. Desde luego, se ha matado.

El otro escondió el rostro entre sus manos y murmuró:

- ¡Qué horror!

Un estremecimiento sacudió todo su cuerpo.

- No -dijo Dorian Gray-; no hay nada horroroso en esto. Es una de las grandes tragedias románticas de nuestro tiempo. En general, son los actores quienes llevan una vida más vulgar. Son buenos maridos o esposas fieles o cualquier otra cosa aburrida por el estilo. Ya sabes qué quiero decir ... virtud de clase media y cosas parecidas. ¡Qué diferente era Sibyl! Vivió su más bella tragedia. Siempre había sido una heroína. La última noche que trabajó en la escena -la misma noche que tú la viste- lo hizo mal, porque había conocido la realidad del amor. Cuando conoció su falsedad, murió como hubiera muerto Julieta. Y así volvió a entrar en la esfera del arte. Hay en ella algo de mártir. Su muerte tiene toda la patética inutilidad del martirio, toda su estéril belleza. Pero como te estaba diciendo, no creas que no he sufrido. Si ayer hubieras entrado en determinado momento - a eso de las cinco y media o seis menos cuarto-, me habrías encontrado bañado en lágrimas. Ni siquiera Harry, que estaba conmigo entonces, y que fue, en realidad, quien me trajo la noticia, tuvo la menor idea de lo que me estaba pasando por dentro. Yo sufría atrozmente. Después todo pasó. Y no puedo repetir la misma emoción. Esto queda exclusivamente para los sentimentales. Basil, eres terriblemente injusto conmigo. Has venido a consolarme, lo cual no deja de ser una delicadeza de tu parte; pero, me encuentras consolado y esto te enfurece. ¡He aquí lo que llaman un hombre generoso! me recuerdas una historia que me contó Harry acerca de cierto filántropo que se pasó veinte años de su vida buscando alguna ofensa que reparar o una ley injusta que reformar, no recuerdo exactamente. Al fin lo logró y nada podría reflejar su desengaño. Ya sin tener nada que hacer, casi murió de aburrimiento y volvióse un empedernido misántropo. Además, mi querido Basil, si quieres consolarme de verdad, es preferible que me enseñes a olvidar lo ocurrido o a verlo desde un ángulo artístico. ¿No era Gautier quien solía hablar de la consolation des arts? Recuerdo que un día cogí en tu estudio un tomito encuadernado en pergamino y encontré casualmente esta deliciosa frase. Ahora bien; yo no soy como aquel joven de que me hablaste cuando fuimos juntos a Marlow, aquel joven que solía decir que la seda amrilla podía consolarnos de todas las miserias de la vida. Pero me gustan las cosas bellas que se pueden tocar y tomar. Los viejos brocados, los verdes bronces, las lacas, las marfiles tallados, todas las cosas exquisitas que nos rodean, el lujo y la ostentación pueden enseñamos mucho. Pero el artístico temperamento que todo esto crea, o, de una u otra forma, revela, me interesa mucho más. Convertimos en espectadores de nuestra propia vida, es como dice Harry, escapar al sufrimiento de la vida. Sé que te va a sorprender oírme hablar así. Cuando te conocí no era más que un colegial. Ahora soy un hombre. Tengo nuevas pasiones, nuevos pensamientos, nuevas ideas. No soy el mismo; pero, no por ello, debes quererme menos. He cambiado, pero debes ser siempre mi amigo. Desde luego, siento mucho afecto por Harry. Pero sé que eres mejor que él. No eres más fuerte -temes demasiado a la vida-, pero eres mejor. ¡Y qué felices hemos sido cuando hemos estado juntos! No te alejes de mí, Basil, ni rompas conmigo. Yo soy quien soy. No tengo nada más que decirte.

El pintor estaba extrañamente conmovido. Sentía un cariño infinito por Dorian y su personalidad había marcado un viraje decisivo en su arte. Ya no podía pensar más en reproche de nada. Después de todo, su indiferencia tal vez no era más que un estado de ánimo que pasaría. ¡Había en él tanta bondad y tanta nobleza!

- Bueno, Dorian -dijo al fin, con una triste sonrisa-; de ahora en adelante, no volveré a hablarte de este horrible asunto. Sólo espero que tu nombre no aparezca para nada envuelto en él. Las indagaciones comenzarán esta misma tarde. ¿Te han citado?

Dorian sacudió la cabeza y una impresión de contrariedad asomó a su rostro al oír la palabra indagaciones. ¡Era algo tan crudo y vulgar aplicado a lo ocurrido!

- No saben mi nombre -replicó.

- Pero ella seguramente lo sabía.

- Sólo mi nombre de pila y ése estoy seguro de que no lo dio a conocer a nadie. Una vez me dijo que todos ellos tenían gran curiosidad por saber quién era yo y que ella, invariablemente, les decía que yo me llamaba el Príncipe. ¿Delicioso, verdad? Tienes que hacerme un dibujo de Sibyl, Basil. Me gustaría conservar de ella algo más que el recuerdo de unos besos y de algunas palabras sueltas, llenas de patetismo.

- Procuraré hacer algo, Dorian, si es tu deseo. Pero tienes que volver a posar para mí. No puedo hacer nada sin ti.

- ¡Imposible, Basil!, ¡nunca volveré a ser tu modelo! -exclamó Dorian, sobresaltado.

El pintor lo miró con asombro.

- ¡Qué tonterías estás diciendo, hijo mío! -gritó-, ¿o eso quiere decir que que no te agrada el retrato que te hice? ¿Y dónde está? ¿Por qué has puesto el biombo delante de él? Déjame verlo. Es lo mejor que he hecho hasta ahora. Fuera ese biombo, Dorian. Es vergonzoso que tu criado haya escondido así mi obra. Ya me pareció, al entrar, que algo había cambiado en el cuarto.

- Mi criado no tiene nada que ver con esto, Basil. Ya puedes imaginarte que no dejo que arregle la casa a su capricho. El se limita a colocar las flores algunas veces y nada más. No; he sido yo mismo. La luz era demasiado intensa para el retrato.

- ¡Demasiado intensa! Estoy seguro que no, mi querido Dorian. El sitio es magnífico para él. Dejáme verlo.

Y Hallward se dirigió a uno de los rincones de la habitación. Un grito de terror salió de Dorian, que corrió a interponerse entre el pintor y el biombo.

- Basil -dijo, poniéndose palidísimo- no debes verlo; no quiero que lo veas.

- ¡Cómo!, ¡que no vea mi propia obra! Dorian, tú no hablas en serio. ¿Por qué no he de verla? -exclamó Hallward, echándose a reír.

- Si intentas verla, Basil, palabra de honor que no te dirigiré la palabra en toda la vida. Estoy hablando muy en serio. No puedo darte ninguna explicación, ni tú debes pedírmela. Pero, tenlo muy presente: si tocas este biombo, todo habrá concluido entre nosotros.

Hallward estaba como petrificado. Miraba a Dorian con verdadero asombro. Nunca lo había visto así; apretados los puños, las pupilas como dos discos de fuego azul y todo él temblando, pálido de rabia.

- ¡Dorian!

- ¡No hables!

- Pero ¿qué pasa? Si no quieres no lo miraré, por supuesto -dijo fríamente, volviendo los talones y acercándose a la ventana-. Pero, en verdad, parece un poco absurdo que yo no pueda ver mi propia obra, sobre todo cuando voy a exponerla en París este otoño. Probablemente tendré que darle antes otra mano de barniz; asi pues, habrá que verla algún día. ¿Y por qué no hoy?

- ¡Exponerla! ¿Quieres exponerla? -exclamó Dorian, atenazado por una extraña sensación de terror.

¿Iba el mundo, entonces, a ver su retrato? ¿Iba a quedarse boquiabierto ante el misterio de su vida? No, no; ¡imposible! Había que hacer algo, en seguida -no sabía qué- para impedirlo.

- Sí; supongo que no tendrás nada en contra. George Petit está recogiendo mis mejores cuadros para una exposición particular en la calle de Seze, que abrirá en la primera semana de octubre. El retrato estará fuera sólo por un mes. Espero que podrás pasarte sin él, fácilmente, durante este tiempo. Por otra parte, es casi seguro que tú no estarás en Londres. Y si lo guardas detrás de un biombo, esto prueba que no te interesa mucho.

Dorian Gray se pasó la mano por la frente, empapada de sudor. Se daba cuenta de que estaba al borde de un grave peligro.

- Hace un mes me dijiste que nunca lo expondrías -exclamó-. ¿Por qué, entonces, has cambiado de idea? Los que alardean de ser consecuentes, resultan, a la postre, tan caprichosos como los demás. La única diferencia es que vuestros caprichos no tienen pies ni cabeza. Tú no puedes haber olvidado lo que me prometiste solemnemente: no enviar, por nada del mundo, el retrato a una exposición. Y exactamente lo mismo dijiste a Harry.

Súbitamente se detuvo y un relámpago cruzó por sus ojos. Recordó en ese momento que una vez le había dicho Lord Harry, mitad en serio, mitad en broma: Si quieres pasar un curioso cuarto de hora, haz que Basil te diga por qué no quiere exponer tu retrato. El me lo contó a mí y las razones fueron para mí una revelación. Sí; tal vez Basil tenía también su secreto. El intentaría sacárselo.

- Basil -dijo, acercándose a él y mirándolo fijamente a los ojos-; tú y yo tenemos secretos. Cuéntame el tuyo y yo te contaré el mío. ¿Por qué te negaste antes a exponer mi retrato?

El pintor no pudo evitar un estremecimiento.

- Si te lo dijera, Dorian, podrías quererme menos y seguramente te reirías de mí. Yo no soportaría ni lo uno ni lo otro. Si no quieres que vea tu retrato de nuevo, me resignaré. Al menos, podré verte siempre a ti. Si deseas que mi obra maestra permanezca siempre oculta para el mundo, lo aceptaré satisfecho. Prefiero tu amistad a la fama o a la gloria.

- No, Basil; debes decírmelo -insistió Dorian-. Creo que tengo derecho a saberlo.

Su terror había desparecido para dejar paso a la curiosidad. Estaba resuelto a descubrir el misterio de Basil Hallward.

- Sentémonos, Dorian, -dijo el pintor, algo turbado al parecer-. Sentémonos y contéstame a esta pregunta: ¿no has advertido nada extraño en el retrato? Algo que, al principio, probablemente no te causó la menor impresión y que, de pronto, te fue revelado?

- ¡Basil! -gritó Dorian, agarrándose a los brazos de su sillón con manos temblorosas y mirándolo con ojos ardientes y extraviados.

- Veo que sí. No hables. Espera hasta que oigas lo que tengo que decirte.

Dorian, desde que te conocí, tu personalidad ejerció sobre mí la más extraordinaria influencia. Mi alma, mi cerebro, y mi fuerza estaban bajo tu dominio. Llegaste a ser para mí la encarnación de ese ideal invisible, cuyo recuerdo nos persigue a los artistas como un sueño exquisito. Yo te adoré. Tenía celos de todo aquel con quien hablabas. Necesitaba tenerte todo para mí, estabas presente todavía en mi arte ... Como es natural, nunca te hice saber nada de esto. Habría sido imposible. No lo hubieras comprendido, pues yo mismo apenas lo comprendo. Sólo sabía que había mirado a la felicidad en sus propios ojos y que el mundo se había convertido en algo maravilloso para mí ... demasiado maravilloso tal vez; pues en esta loca adoración hay un peligro, el de perderla, no menor que el peligro de conservarla ... Pasaron las semanas y, cada día, me sentía más absorbido por ti. Entonces empezó una nueva fase. Yo te había dibujado como Paris, provisto de delicada armadura y como Adonis, con la capa de cazador y bruñida jabalina. Tú te sentaste en la proa de la barca de Adriano, coronado de pesadas flores de loto y clavando la mirada más allá del Nilo verde y turbio. Tú estabas inclinado sobre la charca tranquila de una selva griega y en el agua plateada y silenciosa viste la maravilla de tu propio rostro. Y todo esto era como debía ser el arte: inconsciente, ideal y remoto. Un día, día fatal pienso a veces, decidí pintar un admirable retrato tuyo, tal como eres en realidad, no en la indumentaria de las edades muertas, sino en tu mismo traje y en tu propio tiempo. Si fue el realismo del método o la simple magia de tu personalidad, que llegaba hasta mí, directamente sin velos ni niebla, no podría decírtelo. Lo que sí puedo decirte es que cada pincelada, mientras yo pintaba, parecía que iba revelándome mi secreto. Me atemorizó entonces que los demás pudieran percatarse de mi idolatría. Me daba cuenta, Dorian, de que había dicho demasiado de mí mismo en el cuadro. Fue, en este momento, cuando decidí no permitir jamás que el retrato fuera expuesto. Tú te enojaste un poco; pero entonces tú no comprendías todo lo que representaba para mí. Harry, a quien se lo conté, se rió de mí. Pero a mí no no me importaba. Cuando acabé el retrato y me senté a contemplarlo a solas, comprendí que tenía razón ... No obstante, días después, cuando el cuadro salió de mi estudio y no bien me liberé de la irresistible fascinación de su presencia, me pareció una locura haber visto en él algo que no fuera tu belleza y que yo era capaz de pintar. Todavía hoy, en este momento, no puedo menos de admitir que es una equivocación pensar que la pasión que se siente al crear, jamás se muestra realmente en la obra creada. El arte siempre es más abstracto de lo que nos figuramos. La forma y el color no nos hablan más que de la forma y el color. Muchas veces pienso que el arte, lejos de revelar al artista, lo oculta. Así, cuando recibí de París esa proposición, decidí que tu retrato fuera la obra culminante de mi exposición. Jamás podía habérseme ocurrido que te negases. Pero ahora veo que tienes razón. El retrato no puede ser expuesto. Dorian, no te enfades conmigo, por todo lo que te he dicho. Como decía yo una vez a Harry, has nacido para ser adorado.

Dorian Gray respiró con libertad. Volvió el color a sus mejillas y una sonrisa jugueteó en sus labios. Había pasado el peligro, y por el momento estaba a salvo.

Con todo, no podía contener un sentimiento de infinita compasión por el pintor, que acababa de hacerle tan extraña confesión: preguntándose si alguna vez llegaría a sentirse él mismo tan dominado por la personalidad de un amigo. Lord Henry tenía el encanto de ser extraordinariamente peligroso, y nada más. Era demasiado listo y demasiado cínico, a la vez, para quererle de veras. ¿Encontraría alguna vez a alguien que pudiera inspirarle tan extraña idolatría? ¿Sería ésta una de las cosas que la vida le reservaba?

- Me parece realmente extraordinario, Dorian -prosiguió el pintor- que hayas visto eso en el retrato. ¿Lo has visto de veras?

- Algo vi en él -contestó Dorian-, que, a veces, me parecía sumamente extraño.

- Está bien, pero déjame que lo vea ahora.

Dorian movió la cabeza.

- No me pidas eso, Basil, te lo suplico. No puedo, en absoluto, dejarte frente a ese retrato.

- Pero, ¿no has de dejarme algún día?

- Nunca.

- Bien; tal vez tengas razón. Adiós, pues, Dorian. Tú has sido la única persona que, durante mi vida, ha influído en mi arte. Todo lo que yo haya hecho de bueno, a ti te lo debo. ¡Ah!, tú no sabes cuánto me ha costado decirte lo que te he dicho.

- Pero, querido Basil, ¿qué es lo que me has dicho? -dijo Dorian-. Sencillamente que sentías admirarme demasiado. Y esto ni siquiera es un cumplido.

- No tenía la intención de que fuera un cumplido, sino una confesión. Una vez hecha ésta, parece como si me hubiera quitado un peso de encima. Tal vez no deberíamos expresar nuestra adoración con palabras.

- Tu confesión me ha decepcionado.

- ¿Qué esperabas entonces, Dorian? ¿Es que tú has visto algo más en el retrato? ¿Había algo más que ver?

- No; no había otra cosa que ver. ¿Y por qué me lo preguntas? Pero no hables de adoración. Es una tontería. Basil, tú y yo somos amigos y siempre lo seremos.

- Ahora tienes a Harry -dijo el pintor con tristeza.

- ¿Harry? -exclamó Dorian, echándose a reír-. Harry se pasa el día diciendo cosas increíbles y la noche haciendo cosas inverosímiles. Vive exactamente como a mí me gustaría vivir. Pero no creas, a pesar de todo, que yo acudiría a Harry si estuviera en un apuro. Antes te buscaría a ti, Basil.

- ¿Posarás de nuevo para mí?

- ¡Imposible!

- Negándote, echas a rodar toda mí vida artística, Dorian. Nadie se encuentra dos veces con su ideal y contados son los que se encuentran una.

- No puedo explicártelo, Basil; pero nunca volveré a posar para ti. Todo retrato tiene algo de fatal. Tiene una vida propia. Iré a tomar té contigo y también lo pasaremos muy bien.

- Tú, mucho mejor, por supuesto -murmuró Basil con pesadumbre-. Así pues, hasta la vista. Siento que no me dejes ver, siquiera sea por última vez, el retrato. Pero ¡qué le vamos a hacer! Comprendo cabalmente tus sentimientos.

Apenas hubo abandonado la estancia, Dorian sonrió para sí. ¡Pobre Basil! ¡Qué lejos estaba de saber la verdadera causa! ¡Y qué extraño que, en lugar de haberse visto obligado a revelar su propio secreto, hubiera logrado, casi por casualidad, arrancar el suyo a su amigo! ¡Cuánto le había aclarado esa extraña confesión! Los absurdos arrebatos de celos, su ilimitada devoción, sus extravagantes panegíricos y sus extrañas reticencias, todo lo comprendía ahora y le apesadumbraba. Le parecía que, en el fondo de esta amistad tan novelesca, había algo trágico.

Suspiró y tiró de la campanilla. El retrato tenía que ser ocultado, a toda costa. No podía volver a correr el riesgo de un descubrimiento semejante. Había sido una locura dejarlo allí, siquiera una hora, en una habitación a la que cualquiera de sus amigos tenía acceso.

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