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¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD? Y OTROS CUENTOS

RICARDO FLORES MAGÓN

EL TRIUNFO DE LA REVOLUCIÓN SOCIAL



I

Juan está de plácemes: acaba de ver en un diario la noticia, procedente de Wáshington, sobre que Carranza ha sido reconocido como jefe del Poder Ejecutivo de la República Mexicana. Abraza efusivamente a Josefa, su mujer; besa a su hijito y, gritando casi, dice:

- ¡Ahora la paz será un hecho! ¡La miseria terminará! ¡Viva Carranza!

Josefa se queda con la boca abierta, mirando atentamente a su marido; no comprende cómo, por el mero hecho de subir al Poder un nuevo Presidente, pueda tener fin la miseria. Lanza una mirada circular por el cuarto, el cuarto de una vecindad del callejón del Tepozán, de la ciudad de México, y suspira. Todo lo que la rodea es miserable: las sillas de tule desfondadas; las hornilIas del brasero, sin una raja de carbón; el camastro luciendo las sábanas, que ostentan dibujos capriohosos a manera de mapas, producto de los desahogos corporales del chiquitín; sobre la mesa inválida arde un cabo de parafina en el cuello de una botella surcada de arriba abajo por los espesos lagrimones del combustible derretido. Sin darse cuenta de que su mujer no le ha entendido, grita Juan:

- ¡Una era de prosperidad y de libertad se abre ante el pueblo mexicano! ¡Viva Carranza!

Josefa abre desmesuradamente los ojos. Decididamente no comprende qué relación pueda haber entre la exaltación de un individuo al Poder y la muerte de la miseria, y se sumerge en hondas reflexiones, hasta que un piojo, el más hambriento tal vez de los innumerables que pueblan su cabeza, de un terrible piquete la vuelve a la realidad. Se rasca con furia, con ardor, con frenesí, al mismo tiempo que, con voz debilitada por los prolongados ayunos, dice a su marido:

- Pudieras decirme, Juan, ¿qué es lo que los pobres vamos a ganar con la subida de Carranza a la Presidencia?

- Vamos, Josefa, ¿que no entiendes todavía esas cosas? Vamos a ganar leyes que beneficien al trabajador; los que tengamos afición por los trabajos agrícolas, recibiremos tierras de manos del Gobierno; en fin, gozaremos de libertad y de bienestar.

En los labios de Josefa se dibuja una sonrisa que traduce la amargura de su corazón. Aunque pobre, había tenido oportunidad de leer algo sobre Historia de México, y recuerda que todos los presidentes, antes de alcanzar el alto puesto público, juraron, mil y mil veces, dedicar todos sus desvelos en favor del pueblo. Así rezan las proclamas de Iturbide, los manifiestbs de Bustamante, los bandos de Santa-Anna, y las proclamas, manifiestos, bandos y circulares de Zuloaga y Comonfort, de González y de Díaz, de todos, en una palabra, incluyendo a Madero. Todos juraron hacer feliz al pueblo, y el pueblo fue desgraciado bajo todos ellos.

Una chinche camina lentamente a lo largo de la pared, como para matar el tiempo dando un paseo, mientras deciden acostarse aquellas pobres gentes, víctimas del sistema capitalista. Josefa la ve. y, con una destreza que deja adivinar una larga práctica, la embarra con la yema del dedo, dejando una huella bermeja en la pared. La mísera mujer lanza una mirada casi compasiva a su marido, mirada que parece decir: ¡pobre esclavo! ¿Hasta cuándo abrirás los ojos?

Juan está radiante de alegría, y, agitando el periódico por lo alto exclama:

- Orden constitucional, esto es. las garantías individuales, respetadas; las prerrogativas del ciudadano, sin trabas; justicia imparcialmente administrada; sufragio libre; no reelección; honradez en los funcionarios públicos, ¿qué más quieres, mujer? ¿Por qué pones cara de duelo?

Josefa replicó:

- Todo eso suena muy bonito; pero el pan, ¿quién nos dará el pan?

- ¡Ja. ja, ja! Para esto tengo brazos, dijo riendo Juan y agrega: sólo los flojos se mueren de hambre.

Josefa deja caer los brazos con desaliento. Decididamente -piensa- Juan es un perfecto borrego.

Varios piquetes de piojos la hacen rascarse con desesperación hasta hacerse brotar la sangre. De repente se dejan oír repiques: son las campanas de la parroquia de Santa Ana; del rumbo de Tezontlale llega el rumor de gritos, el estallido de los cohetes, el repique de las campanas que todos los templos echaron a vuelo, mezclados con las notas triunfales de un pasodoble que ejecuta una banda militar, acaban por entusiasmar a Juan hasta el delirio, y, tomando su sombrero, se marcha a la calle a dar rienda suelta a su exaltación, gritando a voz en cuello: ¡Viva Carranza!

Son los trabajadores carrancistas que celebran el reconocimiento del gobierno de Carranza, extendido por los gobiernos extranjeros, representantes de sus respectivas burguesías.

II

Ha pasado un mes, Juan trabaja, pero su situación no varía; su miserable salario apenas basta para que él, Josefa y el chicuelo no mueran materialmente de hambre. Las mismas sillas desfondadas; el mismo miserable camastro con sus mapas; la pobre mesa no ha podido ser jubilada; en el brasero no se cuece una buena sopa; las rajas de carbón cuestan tanto como si fueran de oro; mayor número de estrías sangrientas en las paredes indican que las chinches no han perdido la costumbre de dar un paseo antes de comer; los piojos saoan lumbre a la pobre Josefa.

- ¡Cuánto hemos ganado con el encumbramiento de Carranza! ¿Verdad, querido Juan? -dice Josefa con cierta sorna.

Juan se rasca la cabeza atormentada por los piojos y la decepción: ¡él creía que Carranza en el Poder era tanto como abundancia en el hogar. Sin embargo. no se da por vencido y exclama:

- Es imposible que en un mes pueda un Gobierno hacer la felicidad del pueblo. Démosle tiempo para que pueda implantar las reformas que beneficiarán a las masas, y entonces ya veremos.

III

Ha pasado un año. La condición de Juan es la misma de antes. Es cierto que los salarios son ahora más elevados; pero el dueño de la casa ha aumentado los alquileres de los cuartos; los comerciantes han subido los precios de los artículos de primera necesidad; la ropa es más cara ahora que lo era antes. No trabaja ahora más que ocho horas al día; pero en ese término tiene que hacer lo mismo, exactamente lo mismo que antes hacía en doce, catorce y aún dieciséis horas.

IV

Josefa tiene en las manos un ejemplar de Regeneración, que lee con marcado interés, y sólo abandona la lectura por instantes, cuando las picaduras de los parásitos hacen absolutamente indispensable la intervención de las uñas. Juan recorre el cuarto de arriba abajo visiblemente agitado, teniendo en una mano un cuadernito rojo, cuyo color es la única nota alegre en aquel obscuro pozo de miseria, de mugre y de tristeza: es el Manifiesto del 23 de septiembre de 1911.

De repente Juan interrumpe sus paseos y, dándose una palmada en la frente, exclama:

- ¡Qué majadero he sido, y conmigo todos los trabajadores que apoyaron a Carranza! Henos aquí en la miseria, en la última miseria, a pesar de que nos deslomamos en el trabajo lo mismo que antes de que se encumbrara ese viejo bribón. Lo de los repartos de tierras resultó ser la más grosera engañifa, pues hay que pagar el pedazo que le conceden a uno; lo de las leyes protectoras del trabajo, no es más que protección al Capital, porque el burgués se da maña para desquitarse de alguna manera de lo que pierde en lo que se nos concede; lo del orden constitucionai no aprovecha a los pobres que seguimos siendo, en virtud de nuestra miseria, los mismos parias de antes. ¡Muera Carranza!

- ¡Muera todo Gobierno! -grita Josefa, agitando como una bandera el ejemplar de Regeneración que tiene en la mano.

- ¡Viva la Anarquía! -grita Juan agitando el cuadernito rojo, de cuyas páginas brotan frescuras de juventud, efluvios de primavera, bálsamo de esperanza y radiaciones de sol para todos los que sufren, para todos los que suspiran, para todos los que arrastran su existencia en los negros abismos de la esclavitud y la tiranía ...

Por primera vez el cuarto sórdido se ennoblece, porque sirve de abrigo a una pareja de leones y a un cachorro.

V

Han pasado varios días. Las barricadas de la Capital ofrecen un aspecto formidable. Los barrios de la Merced, Curtidores y Manzanares, unidos, han levantado una barricada en dos horas. Hombres, mujeres, ancianos, niños y aun inválidos se habían puesto a la obra. El feo edificio del mercado de la Merced, ha proporcionado la mayor parte del material. Detrás de la barricada se encrespa un mar de sombreros de palma. Los huaraches y los toscos zapatones de los defensores, pisan enérgicamente la negra tierra, orgullosa ahora de servir de pedestal a una pléyade de héroes. Esperan por momentos el ataque de las fuerzas del Gobierno. Todo es actividad dentro de la barricada: las mujeres hacen hilas; los hombres limpian sus rifles; los niños reparten parque a aquellos campeones del proletariado. Una bandera roja. ostentando en letras blancas esta inscripción: Tierra y Libertad, sonríe al sol en lo alto de la barricada, enviando desde aquella cumbre su saludo a todos los desheredados del mundo. El proletariado de la Capital está en armas contra el Capital, la Autoridad y el Clero.

VI

Los proletariados del Rastro y San Antonio Abad no se muestran menos activos. Los matanceros afilan sus cuchillos, probándolos con la yema del pulgar. Las calles adyacentes al Rastro y la Fábrica de Hilados y Tejidos se encuentran desnudas de empedrado: todos los materiales han sido buenos para la construcción de la barricada; mesas, cacharros, pianos, vestidos, colchones, todo ha ido a caer en aquel montón de objetos en confusión horrible, para servir de resguardo a los nobles pechos de sus defensores.

Belén y el Salto del Agua; San Cosme y Santa María de la Ribera; San Lázaro y San Antonio Tomatlán; la Bolsa y Tepito; San Juan, Nonoalco, Santa María la Redonda, la Lagunilla, todos los barrios populares de la populosa ciudad han vaciado sus vecindades, y sus moradores, embellecidos por el fuego revolucionario, se preparan a resistir el ataque de los esbirros carrancistas; las barricadas brotan de tierra en un abrir y cerrar de ojos. La barricada de San Lázaro y San Antonio Tomatlán ostenta en su cumbre una bandera singular: es una enagua vieja, rasgada, mugrienta. ¡Es la bandera de la miseria! Es el harapo desafiando al mundo de la opresión y del privilegio. Mientras la hilacha no se desprende del cuerpo del proletariado, el señor está tranquilo; pero cuando aparece atada en la punta de un palo, el mundo se estremece.

VII

Pero si en todas las barricadas se nota entusiasmo, a la barricada de los barrios de Peralvillo, Santa Anna y Tezontlale, unidos, ninguna supera en actividad, entusiasmo, audacia y celo revolucionario. Juan y Josefa no se dan punto de reposo. Ennegrecidos por el polvo, se ven hermosísimos, sudorosos, jadeantes, recorriendo de arriba abajo la barricada, comunicando energía y entusiasmo a sus defensores. De repente un clamoreo formidable, seguido de descargas cerradas de fusilería y toques de clarín, se dejan oír por el rumbo de la Concepción Tequipehuca.

- ¡Son los de la Bolsa y Tepito, que se baten! -grita Juan arrojando al aire su sombrero.

Pocos instantes después el rugido de los cañones; el ruido de las descargas de fusil; el batir de los tambores; los gritos coléricos del clarín; los aires marciales de las bandas de música, se confundían en un solo estruendo en toda la ciudad: era que todas las barricadas estaban siendo atacadas a un mismo tiempo por las fuerzas carrancistas.

Juan y Josefa trepan a lo alto de la barricada, desde donde ven que una gruesa columna carrancista se aproxima a paso de carga por las calles de Santo Domingo.

- Ya se acerca el enemigo, camaradas -gritan a un mismo tiempo-, que cada quien escoja el lugar que más le acomode para la defensa de nuestro baluarte.

En un instante la barricada se corona de fusiles. El enemigo emplaza dos cañones en la bocacalle de Santa Catarina y las Moras, mientras parte de la columna continúa avanzando sobre la barricada, que se encuentra en la bocacalle.

Una voz imperiosa sale de la columna que se encuentra ya a cien pasos de distancia de la barricada:

- En nombre del Supremo Gobierno, ¡rendíos!- dice.

- ¡Viva Tierra y Libertad!, contestan los de la barricada.

Las descargas de fusilería se suceden rápidas por ambas partes; los cañones dirigen sus proyectiles al centro de la barricada, para abrir brecha; el humo satura la atmósfera hasta hacerla irrespirable; el ataque es furioso; la resistencia es formidable; los esbirros de Carranza acompañan sus disparos con palabras injuriosas; los proletariados, defensores de la barricada, cantan:

Hijo del pueblo, te oprimen cadenas,
y esa injusticia no puede seguir;
Si tu existencia es un mundo de penas.
Antes que esclavo, prefiere morir
.

Y las notas de ese himno magnífico; de ese himno común a todos los oprimidos del mundo; de ese himno que condensa los amargos martirios de la plebe y sus santas ansias de redención; de ese himno que es al mismo tiempo queja, protesta y amenaza, se esparcen a los cuatro vientos como una invitación hecha a la dignidad y al honor.

Al día siguiente los proletarios de la ciudad de México celebran el triunfo de la Revolución Social. El sistema burgués había muerto.

(De Regeneración, del número 209, fechado el 23 de octubre de 1915).
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