Indice de ¿Para qué sirve la autoridad? y otros cuentos de Ricardo Flores Magón Una catástrofe ¿Para qué sirve la autoridad?Biblioteca Virtual Antorcha

¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD? Y OTROS CUENTOS

RICARDO FLORES MAGÓN

JUSTICIA POPULAR



- ¡Orden!, gritó enfurecido el jefe vazquista cuando, después de tomada la plaza, las mujeres y los niños de la población forcejeaban por abrir las puertas de las tiendas, de los almacenes, de los graneros, para tomar lo que necesitaban en sus hogares, creyendo, con el candor de los corazones no corrompidos, que la Revolución tenía que ser forzosamente benéfica a los pobres.

- ¡Atrás, bandidos!, volvió a rugir el jefe vazquista al ver que la multitud parecía no haber escuchado el primer grito, pues continuaba forcejeando por extraer las útiles y buenas cosas que hacían falta en sus hogares pobrísimos.

- ¡Alto, u ordeno que se os haga fuego!, bramó el jefe vazquista, loco ya de rabia ante aquel atentado al derecho de propiedad.

- ¡Bah!, dijo una mujer que llevaba un niño prendido al pecho, ¡bromea el jefe! Y con las demás continuó la simpática tarea de romper candados y cerrojos para tomar de aquellos depósitos del producto del trabajo de los humildes, lo que no había en sus hogares.

En efecto, para aquellas buenas gentes bromeaba el jefe vazquista. ¿Cómo había de ser posible que un revolucionario se pusiera a defender los intereses de la cruel burguesía, que había tenido al pueblo en la más abyecta miseria? No, decididamente bromeaba el jefe vazquista, y atacaron con más bravura las recias puertas de los almacenes, hasta que saltaron los candados hechos pedazos y los cerrojos retorcidos e inservibles, abriéndose las puertas para dar entrada a la multitud gozosa, que saboreaba de antemano tantos buenos comestibles allí encerrados, a la par que se imaginaba pasar un agradable invierno bajo el suave calor de las buenas telas allí almacenadas.

Inundaban las calles aquellas simpáticas hormigas; cargando cada una de ellas tanto como podía; riendo los niños, llenas de confituras las boquitas; radiantes las mujeres bajo la pesadumbre de sus fardos; contentos mujeres y niños con la agradable sorpresa que recibirían los varones cuando regresaran de la mina, diez kilómetros distante del poblado.

En medio de su algarabía no oyeron una voz estridente que gritó: ¡Fuego! ...

Las azoteas se coronaron de humo, y una granizada de balas cayó sobre la muchedumbre despedazando carnes maduras y carnes tiernas. Los que no fueron heridos se dispersaron en todas direcciones, dejando por las calles mujeres y niños agonizantes o muertos ...

¡Fueron en busca de la vida, y se tropezaron con la muerte! ¡Creyeron que la Revolución se hacía en beneficio de los pobres, y se encontraron con que se hacía para sostener a la burguesía!

Cuando los mineros regresaron a sus hogares, caídos los brazos por el cansancio, pero alegres por haber salido del presidio de la mina para estrechar a sus compañeras y besar las frentecitas de los chicuelos, supieron, de labios de los supervivientes, la triste nueva: ¡Los vazquistas, sostenedores de esa iniquidad que se llama Capital, habían disparado sus armas sobre las mujeres y los niños en defensa del sagrado derecho de propiedad!

La noche, negra, tendía su sudario sobre aquel campo de la muerte. El silencio era tan sólo perturbado de tiempo en tiempo por los gritos de los centinelas que corrían la voz, o por el lúgubre aullido de algún perro, que extrañaba a su amo. Bultos negros, que parecía formaban parte de la noche, discurrían aquí y allá, sin hacer ruido, como si se deslizaran; pero un oído atento podía haber sorprendido estas palabras pronunciadas como un suspiro: ¡La dinamita! ¿Dónde está la dinamita?

Y los negros bultos seguían deslizándose.

Eran los mineros. Sin haberse puesto de acuerdo, habían tenido el mismo pensamiento: volar, por medio de la dinamita, a aquellos esbirros que en nombre de la libertad se habían levantado en armas para remachar la cadena de la esclavitud económica.

Momentos después el cuartel general vazquista volaba hecho mil pedazos, y con él los asesinos del pueblo. Cuando amaneció, pudo verse, en los escombros todavía humeantes, una bandera roja que ostentaba, en letras blancas, estas bellas palabras: Tierra y Libertad.

(De Regeneración del número 79, fechado el 2 de marzo de 1912).
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