Edgar Allan Poe


El pozo y el péndulo

Primera edición cibernética, septiembre del 2003

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés




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Indice

Presentación por Chantal López y Omar Cortés.

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Presentación

El cuento que a continuación publicamos del afamado escritor norteamericano Edgar Allan Poe, constituye, sin lugar a duda, uno de los más conocidos cuentos del poeta y cuentista bostoniano, habiendo sido, incluso, llevado a las pantallas cinematográficas.

Desconocemos en qué revista fue publicado por primera vez, y tan sólo tenemos conocimiento de que formó parte de la selección de cuentos de Poe publicados en el año de 1840 bajo el título, Narraciones de lo grotesco y lo arabesco, recopilación que, al ser traducida al francés por Charles Baudelaire la tituló, Narraciones extraordinarias.

En este escrito, Edgar Allan Poe conjuga admirablemente los miedos internos que la gran mayoría de las personas contenemos en nuestra mente arrinconándolos en lo más recóndito de nuestro cerebro.

El juego que Poe realiza con conceptos e imágenes es verdaderamente magistral. La imaginación campea a sus anchas a través de todo este cuento, pero, quizá lo más importante es que el autor ha otorgado un primerísimo lugar al lector para que éste, dando rienda suelta de sus miedos, fantasée como más le convenga.

Ciertamente, todos y cada uno podremos enfrentar nuestros respectivos pozos y péndulos de la manera en como lo deseemos imaginar. ¡Magnífico escrito de autoterapia resulta este cuento de Edgar Allan Poe!

Esperamos que quien se acerque a leer este relato concuerde con nosotros acerca de su profundo sentido terapéutico, en este inicio del siglo XXI que, por desgracia, parece estarse caracterizando como la apoteósis del terror.

Chantal López y Omar Cortés





1

Impia torturum longos hic turba furores

Sanguines innocui non satiata, aluit.

Sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro,

Mors ubi dira fuit vita salusque patent.

(Cuarteto compuesto para las puertas de un

mercado que debió levantarse en el solar del

Club de los Jacobinos, en París).

Estaba extenuado, extenuado hasta morir por aquella larga agonía; y cuando, al fin, me desataron y pude sentarme, noté que perdía el sentido. La sentencia, la terrible sentencia de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis oídos. Después de lo cual, el sonido de las voces de los inquisidores parecióme apagarse en el zumbar indefinido de un sueño. Aquel ruido traía a mi espíritu una idea de rotación, quizás debido a que la asociaba en mi imaginación con una rueda de molino. Pero aquello duró muy poco tiempo, porque de repente ya no oí nada. Sin embargo, durante algún tiempo aún, pude ver; ¡pero con qué exageración más terrible! Veía los labios de los jueces vestidos de negro. Se me aparecían blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que escribo estas palabras, y delgados hasta lo grotesco; adelgazados por la intensidad de su expresión de dureza, de inexorabIe resolución, de riguroso desprecio al dolor humano. Veía que los decretos de lo que para mí representaba el Destino, salían todavía de aquellos labios. Les vi retorcerse en una frase de muerte. Les vi modular las sílabas de mi nombre; y me estremecí, al sentir que el sonido no seguía al movimiento. Vi asimismo, durante varios instantes de frenético espanto, la blanda y casi imperceptible ondulación de las negras colgaduras que cubrían los muros de la sala. Y entonces mi vista cayó sobre los siete grandes hachones que estaban colocados sobre la mesa. Al principio tomaron para mi el aspecto de la Caridad, y se me figuraron como unos ángeles blancos y esbeltos que debían salvarme; pero entonces y repentinamente una náusea mortal invadió mi alma y sentí estremecerse cada fibra de mi ser, como si hubiese tocado el hilo de una pila voltaica; y las formas angélicas se convertían en espectros insígnificantes con unas cabezas de llama, y comprendía yo claramente que no debía esperar ningún auxilio de ellos. Y entonces se insinuó en mi imaginación, cual una rica nota musical, la idea del reposo inefable que nos espera en la tumba. La idea llegó suave y furtivamente y creo que necesité un largo rato para tener una completa apreciación; pero en el mismo instante en que mi espíritu empezaba por fin a sentir claramente y a acariciar esa idea, las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte mágico; los grandes hachones redujéronse a la nada; sus llamas se apagaron por completo; sobrevino la negrura de las tinieblas; todas las sensaciones parecieron desaparecer como en una zambullida loca y precipitada del alma en el Hades. Y el universo no fue más que noche, silencio, inmovilidad.




2

Estaba desvanecido; pero, sin embargo, no diré que perdiese conciencia del todo. La que me quedaba, no intentaré definirla ni aun siquiera describirla; pero, en fin, no estaba todo perdido. ¡En medio del más profundo sueño, no! ¡En medio del delirio, no! ¡En medio del desvanecimiento, no! ¡En medio de Ia muerte, tampoco! Aun en la tumba, todo no está perdido. Si fuese de otro modo, no habría inmortalidad para el hombre. Al despertamos del sueño más profundo, rompemos la tela de araña de algún sueño. Y sin embargo, un segundo después, tan delicado es quizá ese tejido que no nos acordamos de haber soñado. Al volver del desmayo a la vida, hay dos grados: el primero, es el sentimiento de la existencia moral o espiritual; el segundo, el sentimiento de la existencia física. Parece probable que si, al llegar al segundo grado, pudiésemos evocar las impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los elocuentes recuerdos del abismo trasmundano. Y ese abismo, ¿cuál es? ¿Cómo podemos distinguir, al menos, sus sombras de las de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he denominado primer grado, no acuden otra vez al llamamiento de la voluntad, sin embargo, después de un largo intervalo, ¿no aparecen sin ser solicitadas mientras nos preguntamos maravillados de dónde pueden salir? El que no se ha desmayado nunca no será quien descubra extraños palacios y casas singularmente familiares entre las ardientes brasas; no será él quien contemple, flotantes en medio del aire, las melancólicas visiones que el vulgo no puede vislumbrar; no será él quien medite sobre el perfume de alguna flor desconocida; no será él quien se pierda en el misterio de alguna melodía que hasta entonces no había llamado nunca su atención.

En medio de mis esfuerzos repetidos e insensatos, de mi enérgica tenacidad en recoger algún vestigio de ese estado de vacio aparente en el que había caído mi alma, hubo momentos en que soñé que triunfaba; he tenido momentos breves, momentos brevísimos, en que he llegado a condensar recuerdos que mi razón lúcida, en época posterior, me ha afirmado no poder referirse sino a ese estado en que la conciencia parecía aniquilada. Esas sombras de recuerdos me presentan, muy confusamente, grandes figuras que me levantaban, transportándome silenciosamente hacia abajo, todavÍa más hacia abajo, cada vez más abajo, hasta el momento en que un vértigo horrible me invadió a la simple idea del infinito en el descenso, Me recuerdan también no sé qué vago espanto que experimentaba en el corazón, precisamente a causa de la calma sobrenatural de ese corazón. Luego viene el sentimiento de una repentina inmovilidad en todos los seres de alrededor, como si los que me llevaban, ¡un cortejo de espectros!, hubiesen pasado en su descenso los límites de lo ilimitado y se hubieran detenido vencidos por el infinito hastío de su tarea. Más tarde mi alma rememoró una sensación de insipidez y de humedad, y después ya todo no es más que locura, la locura de una memoria que se agita en lo abominable.

Y repentinamente vuelven a mi alma un sonido y un movimiento: el movimiento tumultuoso del corazón, y a mis oídos el rumor de sus latidos. Luego, una pausa en la que todo desaparece. Después, nuevamente el sonido, el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante que penetrase mi ser. Después, la simple conciencia de mi existencia sin pensamiento, situación que duró largo tiempo. Luego, bruscamente, el pensamiento, un terror que me estremecÍa y un ardiente esfuerzo para comprender mi verdadero estado. Después, un vivo deseo de volver a caer en la insensibilidad. Luego, un brusco renacer del alma y una tentativa afortunada de movimiento. Y entonces el recuerdo completo del proceso, de los negros tapices, de la sentencia, de mi debilidad, de mi desvanecimiento. En cuanto a todo lo que ocurrió después, el olvido más completo; únicamente más tarde, y gracias a la más enérgica constancia, he logrado recordarlo vagamente.




3

Hasta entonces no había abierto los ojos, sentía que estaba tendido de espaldas y sin ligaduras. Extendí la mano y cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé descansar así durante algunos minutos, esforzándome en adivinar dónde podía hallarme, y lo que había sido de mí. Estaba impaciente por servirme de mis ojos, pero no me atreví. Temía la primera mirada sobre los objetos de alrededor. No es que temiese contemplar cosas horribles, si no que estaba aterrado ante la idea de no ver nada. A la larga, con una angustia loca en el corazón, abrí rápidamente los ojos. Mi espantoso pensamiento hallábase, pues, confirmado. La negrura de la noche eterna me rodeaba. Hice un esfuerzo para respirar. Parecíame que la intensidad de las tinieblas me oprimía y me sofocaba. La atmósfera era intolerablemente pesada. Permanecí acostado tranquilamente e hice un esfuerzo por emplear mi razón. Recordé los procedimientos de la Inquisición y, partiendo de esto, procuré deducir mi posición verdadera. La sentencia había sido pronunciada y me parecia que desde entonces había transcurrido un largo intervalo de tiempo. Sin embargo, no me imaginé ni un solo instante que estuviese yo realmente muerto. Semejante idea, a pesar de todas las ficciones literarias, es absolutamente incompatible con la existencia real; ¿pero dónde me encontraba y en qué estado? Yo sabía que los condenados a muerte morían habitualmente en los autos de fe. Habíase celebrado una solemnidad de ese género la misma tarde del día de mi juicio. ¿Habíanme llevado nuevamente a mi calabozo para que esperase en él el próximo sacrificio que debía tener lugar unos meses después?Comprendí desde el principio que eso no podía ser. El contingente de víctimas había sido puesto inmediatamente en requerimiento; además, mi primer calabozo, como todas las celdas de los condenados en Toledo, estaba empedrado y había en él alguna luz.

De pronto una idea terrible aceleró mi sangre en torrentes hacia mi corazón, y durante unos instantes volví a caer de nuevo en mi insensibilidad. Al volver en mí, me alcé de un solo golpe sobre mis pies, temblando convulsivamente en cada fibra. Extendí desatinadamente mis brazos por encima y a mi alrededor, en todas direcciones. No sentí nada; sin embargo, tembIaba en dar un paso, pues tenía miedo de tropezarme contra los muros de mi tumba. Brotábame el sudor por todos los poros, y se detenía en gruesas gotas frías sobre mi frente. La agonia de la incertidumbre se me hizo a la larga intolerable y avancé con precaución, alargando los brazos y asestando mis ojos fuera de sus órbitas, con la esperanza de sorprender algún débil rayo de luz. Di algunos pasos, pero todo estaba negro y vacío. Respiré con más libertad. Por último, me pareció evidente que no era el más espantoso de Ios destinos el que me habían reservado.

Y entonces, mientras continuaba avanzando con precaución, mil vagos rumores que corrían sobre estos horrores de Toledo vinieron a confundirse en masa en mi memoría. Se contaban cosas extrañas sobre estos calabozos. Yo siempre las había considerado como unas fábulas; pero, no obstante, tan extrañas y tan aterradoras, que sólo se podían repetir en voz baja. ¿Debía yo morir de hambre en aquel mundo subterráneo de tinieblas o qué suerte más terrible, aún quizás, me esperaba? Que el resultado era la muerte, y una muerte de una amargura escogida, esto no podía dudarlo conociendo, como conocía, demasiado bien, el carácter de mis jueces; la clase de muerte y la hora de su ejecución eran lo único que me preocupaba y me atormentaba.

Mis manos extendidas encontraron al fin un obstácu!o sólido. Era un muro que parecía construído de piedras, muy liso, húmedo y frío. Le fui siguiendo de cerca, andando con la cuidadosa desconfianza que me habían inspirado, ciertas historias antiguas. Esta operación, sin embargo, no me proporcionaba ningún medio para examinar la dimensión de mi calabozo, pues podía dar la vuelta y volver al punto de donde había partido sin apercibirme de lo perfectamente igual que parecía el muro. En vista de esto busqué el cuchillo que llevaba en uno de mis bolsillos cuando me condujeron ante el Tribunal; pero había desaparecido, pues mis ropas habían sido cambiadas por un traje de grosera jerga.

Pensaba haber clavado la hoja en alguna pequeña grieta del muro, a fin de poder comprobar perfectamente mi punto de partida. La dificultad, sin embargo, era bien fácil de solucionar; y sin embargo, al principio, en medio del desorden de mi pensamiento, me pareció insuperable. Rasgué una tira de la orla de mi traje y coloqué el pedazo en el suelo en toda su Iongitud y en ángulo recto con el muro. Recorriendo mi camino a tientas alrededor de mi calabozo, tendría que encontrarme aquel pedazo de tela al terminar el circuito. Por lo menos, así lo creia; pero no había tenido en cuenta lo grande de mi celda o de mi debilidad. El terreno era húmedo y resbaladizo. Anduve tambaleándome durante un rato y después tropecé y cai. Mi enorme cansancio me decidió a permanecer tumbado y bien pronto el sueño me sorprendió en aquel estado.




4

Al despertarme y alargar un brazo, encontré a mi lado un pan y un cántaro de agua. Hallábame demasiado agotado para reflexionar en aquellas circunstancias, así es que bebí y comí con avidez. Poco tiempo después emprendí otra vez mi viaje alrededor de mi prisión y con grandes trabajos llegué hasta el jirón de jerga. En el momento de caer, había contado ya cincuenta y dos pasos, y al proseguir mi paseo, conté cuarenta y ocho más, hasta encontrarme el pedazo. De modo que arrojaba un total de cien pasos; y suponiendo que cada dos pasos fuesen una yarda, calculé que el calabozo tenía unas cincuenta yardas de circunferencia. Habíame tropezado, sin embargo, con numerosos ángulos en el muro, por lo cual no había medio de conjeturar la forma de la cueva, pues no podía dejar de suponer que aquello era una cueva.

No ponía yo gran interés en aquellas indagaciones, y estaba desalentado con toda seguridad; pero una vaga curiosidad me impulsó a continuarlas. Dejando el muro, decidí atravesar la superficie circunscrita. Al principio avancé con una precaución grandísima, pues el suelo, aunque parecía ser de una materia dura, era traidor y pegajoso. Sin embargo, a la larga tomé ánimos y me puse a andar con seguridad procurando atravesarle en línea lo más recta que pudiese. Había avanzado de esta manera diez o doce pasos cuando el trozo rasgado que quedaba de orla, se me enredó entre las piemas. Pisé encima y caí de bruces violentamente.

En el desorden de mi caída, no noté al principio una circunstancia no muy sorprendente y que, sin embargo, algunos segundos después, y cuando seguía aún en el suelo, llamó mi atención. Era ésta: mi barbilla se apoyaba sobre el suelo de la prisión, pero mis labios y la parte superior de mi cabeza, aunque parecían colocados a menos altura que la barbilla, no descansaban sobre ningún sitio. Al mismo tiempo parecióme que mi frente estaba empapada en un vapor viscoso y que un extraflo olor a setas podridas subía hasta mi nariz. Alargué el brazo y me estremecí al descubrir que había caído al borde mismo de un pozo circular, cuya extensión no podía medir por el momento. Palpando las paredes, precisamente debajo del brocal, conseguí arrancar un trocito y le dejé caer en el abismo. Durante varios segundos, presté oído a sus rebotes; chocaba en su caída contra las paredes del abismo; por último se hundió lúgubremente en el agua, despertando ruidosos ecos. En el mismo momento sonó un ruido encima de mi cabeza, como de una puerta abierta y cerrada casi a un mismo tiempo, mientras un débil rayo de luz atravesaba de pronto la oscuridad y se apagaba en seguida.

Vi claramente la suerte que se me preparaba y me felicité por el oportuno accidente que me había salvado. Un paso más, y el mundo ya no me hubiera vuelto a ver. Y aquella muerte evitada a tiempo tenía ese mismo carácter que había yo mirado como fabuloso y absurdo en las historias que se contaban sobre la inquisición. Las víctimas de su tiranía no tenían más alternativa que la muerte con sus más crueles agonías físicas o la muerte con sus más abominables torturas morales. Me habían reservado esta última. Mis nervios estaban abatidos por un largo sufrimiento, hasta el punto de que temblaba al sonido de mi propia voz, y estaba hecho por todos conceptos una víctima excelente para la clase de tortura que me esperaba.

Todo tembloroso, retrocedí a tientas hacia el muro, resuelto a dejarme morir antes que afrontar el horror de los pozos, que mi imaginación multiplicaba ahora en las tinieblas de mi calabozo. En otra situación de ánimo, hubiese tenido valor para acabar con mis miserias de un golpe, arrojándome a uno de aquellos abismos; pero ahora era yo el más perfecto de los cobardes. Y además érame imposible olvidar lo que había leído referente a aquellos pozos, diciendo que la extinción repentina de la vida era una esperanza cuidadosamente excluída por el genio infernal que había concebido el plan. La agitación de mi ánimo me tuvo despierto durante largas horas, pero al fin me adormecí nuevamente. Al despertarme, encontré a mi lado como la primera vez, un pan y un cántaro de agua. Una sed abrasadora me consumía y vacié el cántaro de un solo trago. Tenía que estar combinada con algo aquella agua, pues apenas la bebí, sentí unos deseos de dormir irresistibles. Caí en un profundo sueño, un sueño parecido al de la muerte.¿ Cuánto tiempo duró? No he podido saberlo nunca; pero cuando abrí otra vez los ojos, Ios objetos de mi alrededor se podían distinguir. Gracias a una extraña claridad sulfúrea, cuyo origen no pude descubrir al principio, podía ver la magnitud y el aspecto de la prisión.

Habíame equivocado grandemente respecto a su dimensión. Los muros no podían tener más de veinticinco yardas de circunferencia. Durante algunos minutos, este descubrimiento me causó turbación inmensa; turbación pueril en realidad; ya que en medio de las circunstancias terribles que me rodeaban, ¿qué cosa menos importante podía haber que las dimensiones de mi prisión? Pero mi alma ponía un extraño interés en cosas nimias, y me dediqué tenazmente a darme cuenta del error que había cometido en mis medidas. Por último, la verdad se me apareció como un relámpago. En mi primera tentativa de exploración había yo contado cincuenta y dos pasos hasta el momento en que caí; debía yo estar en aquel momento a uno o dos pasos del pedazo de serga; realmente, había casi efectuado el circuito de la cueva. Me dormí entonces y al despertarme, debí necesariamente volver sobre mis pasos, creando así un circuito casi doble del circuito real. La confusión de mi cerebro me impidió notar que había empezado mi vuelta con el muro a mi izquierda y que la concluía con el muro a mi derecha.

Asimismo me había equivocado en cuanto a la forma del recinto. Tanteando mi camino; había encontrado muchos ángulos, deduciendo de ello la idea de una gran irregularidad, ¡tan poderoso es el efecto de una absoluta oscuridad sobre el que sale de un letargo o de un sueño! Aquellos ángulos eran producto, simplemente, de varias ligeras depresiones o huecos a intervalos desiguales. La forma general de la prisión era la de un cuadrado. Lo que habia tomado por mampostería, parecía ser ahora hierro o cualquier otro metal en planchas enormes, cuyas suturas y junturas producían las depresiones. La superficie entera de aquella construcción metálica estaba groseramente embadurnada con todos los emblemas horrorosos y repulsivos que han nacido de la superstición sepulcral de los frailes. Figuras de demonios con gestos amenazadores, con formas de esqueletos y otras imágenes de un horror más realista, manchaban los muros en toda su extensión. Observé que los contornos de aquellas monstruosidades estaban lo suficientemente claros, pero que los colores estaban manchados y estropeados como por efecto de una atmósfera húmeda. Reparé entonces en el suelo, que era de piedra. En el centro abríase el pozo circular, de cuya boca había yo escapado; pero no había más que uno en el calabozo.

Vi todo esto confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situación física había cambiado singularmente durante mi sueño. Estaba ahora acostado de espaldas, cuan largo era, sobre una especie de armadura de madera muy baja. Estaba atado sólidamente con una larga tira que parecía una correa. Se enrollaba varias veces alrededor de mis miembros y de mi cuerpo, dejando únicamente libres mi cabeza y mi brazo izquierdo; aun con esto, tenía que hacer un esfuerzo de los más penosos para alcanzar el alimento contenido en un plato de barro puesto a mi lado sobre el suelo. Me apercibí con terror de que el cántaro había desaparecido. Y digo con terror, porque estaba devorado por una sed intolerable. Creí entonces que formaba parte del plan de mis verdugos exasperar esta sed, pues el alimento contenido en el plato era una carne cruelmente salada.




5

Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión. Estaba a una altura de treinta o cuarenta pies, y por su construcción se parecía mucho a los muros laterales. En una de sus caras, una figura de Ias más singulares absorbió mi atención. Era la imagen pintada del Tiempo como se la representa de ordinario, salvo que en lugar de una guadaña tenía un objeto que a primera vista tomé por la imagen de un enorme péndulo, como se ven en los relojes antiguos. Sin embargo, había algo en el aspecto de aquella máquina que me hizo mirarla con más detenimiento. Mientras estaba observándola directamente con la mirada en el aire, pues estaba colocada justamente sobre mi cabeza, me pareció verla moverse. Un instante después mi idea estaba confirmada. Su balanceo era corto, y como es natural, muy lento. La observé durante unos minutos, no sin cierta desconfianza, pero sobre todo con extrañeza. Cansado, a la larga de vigilar su movimiento fastidioso, volví mis ojos hacia los otros objetos de la celda.

Un ligero ruido atrajo mi atención y mirando al suelo vi algunas ratas enormes que le atravesaban. Habían salido por el pozo, que podía yo distinguir a mi derecha. En el mismo instante, mientras las miraba, subieron en tropel, a toda prisa, con ojos voraces, engolosinadas por el olor de la carne. Me costaron muchos esfuerzos y mucha atención el apartarlas.

Habría transcurrido una media hora, quizás una hora, pues yo no podía medir el tiempo sino muy imperfectamente, cuando levanté de nuevo los ojos sobre mí. Lo que vi entonces me dejó confundido y atónito. El camino del péndulo había aumentado casi en una yarda; su velocidad, como consecuencia natural, era asimismo mucho mayor. Pero lo que me impresionó principalmente fue la idea de que había descendido a ojos vistos. Observé entonces, puede imaginarse con qué espanto, que su extremo inferior estaba formado por una media luna de acero brillante, que tendría apróximadamente un pie de largo de un cuerno o otro, estos cuernos estaban dirigidos hacia arriba y el filo inferior evidentemente afilado como el de una navaja de afeitar. Asimismo parecía como una navaja de afeitar, pesado y macizo, y se ensanchaba desde el filo, en una forma ancha y sólida. Estaba ajustado a una gruesa varilla de cobre y todo aquello silbaba, balanceándose en el espacio.

Ya no podía dudar por más tiempo de la suerte que me había preparado la atroz ingeniosidad monacal. Mi descubrimiento del pozo había sido previsto por los agentes de la Inquisición -el pozo, cuyos horrores habían sido reservados para un hereje tan temerario como yo-; ¡el pozo, imagen del infierno y considerado por la opinión como el Ultimo Thule de todos sus castigos! Habíame salvado de caer en él por el más fortuito de los accidentes y sabía yo que el arte de convertir el suplicio en un lazo y en una sorpresa constituía una rama importante de todo aquél fantástico sistema de ejecuciones secretas. Ahora bien: habiéndoles fallado mi caída en el abismo, no entraba en el plan demoníaco arrojarme a él; estaba, pues, destinado, ¡y esta vez sin alternativa posible!, a una muerte diferente y más dulce. ¡Más dulce! Sonreí casi en mi agonía pensando en el uso singular que hacia de esa palabra.

¿Para qué relatar las largas, las interminables horas de horror más que mortales, durante las cuales conté las oscilaciones vibrantes del acero? Pulgada por pulgada, línea por línea, efectuaba un descenso graduado y solamente apreciable a intervalos, que me parecían siglos. ¡Y seguía bajando y bajando, cada vez más, cada vez más! Transcurrieron días, puede que transcurriesen varios días, antes de que llegase a balancearse lo bastante cerca de mí para abanicarme con su aire acre. El olor del acero afilado hería mi olfato. Rogué al cielo, le cansé con mis ruegos, para que hiciese descender el acero más rápidamente. Me puse loco, frenético, hice esfuerzo para incorporarme, para ir al encuentro de aquella terrible cimitarra movible. Y luego, repentinamente, caí en una gran calma y permanecí tendido, sonriendo a aquella muerte brillante, como un niño a un juguete precioso. Transcurrió un nuevo intervalo de perfecta insensibilidad, intervalo cortísimo, pues al volver a la vida no me pareció que el péndulo hubiera descendido una cantidad apreciable. Sin embargo, puede ser que aquel tiempo fuera larguísimo, porque yo sabía que había demonios que tomaban nota de mi desvanecimiento y que podían detener la vibración a su gusto. Al volver en mí, experimenté un malestar y una debilidad ¡oh, indecibles! como de resultas de una gran inanición. Aun en medio de las angustias presentes, la naturaleza humana imploraba su sustento. Con un penoso esfuerzo extendí mi brazo izquierdo, tan lejos como me lo permitían mis ligaduras, y me apoderé de un pequeño sobrante que las ratas se habían dignado dejarme. Mientras me llevaba un pedazo a mis labios, un pensamiento, informe de alegría, de esperanza, atravesó mi espíritu. Y, sin embargo, ¿qué había de común entre yo y la esperanza? Era, repito, un pensamiento, un informe; el hombre tiene, a menudo, pensamientos así, que no se completan nunca. Sentí que se trataba de un pensamiento de alegría, de esperanza; pero también sentí que había muerto al nacer. Inútilmente me esforcé en completarle, en recobrarle. Mis largos sufrimientos habían aniquilado casi las facultades ordinarias de mi espíritu. Era yo un Imbécil, un idiota.

La vibración del pendulo tenía lugar en un plano, formando ángulo recto con mi cuerpo. Vi que la cuchilla había sido cólocada de manera a atravesar la región del corazón. Rasgaría la serga de mi traje, luego volvería y repetiría su operación una y otra vez. A pesar de la espantosa dimensión de la curva recorrida (unos treinta pies o cosa así) y la silbante energía de su descenso, que hubiese podido cortar hasta aquellas murallas de hierro, todo lo que podía hacer, en suma, por espacio de unos minutos, era rasgar mi traje. Y en este pensamiento hice pausa. No me atrevía a ir más allá de este pensamiento. Insistí sobre él con una atención sostenida, como si con aquella insistencia pudiera detener allí el descenso del acero. Me dediqué a meditar en el sonido que produciría la cuchilla al pasar sobre mi traje, y en la sensación extraña y penetrante que produce sobre los nervios el roce de la tela. Medité sobre todas estas sutilezas, hasta que me rechinaron los dientes.

Más bajo, más bajo todavía; se deslizaba cada vez más bajo. Encontraba yo un placer frenético en comparar su velocidad de arriba a abajo con su velocidad lateral. Ahora, hacia la derecha; ahora, hacia la izquierda: y después se iba lejos, lejos, y luego volvía ¡con el chillido de un alma condenada! hasta mi corazón, ¡con el andar furtivo del tigre! Reia y aullaba alternativamente, según predominase una u otra idea.




6

¡Más bajo, invariablemente, inexorablemente más bajo! ¡Oscilaba a tres pulgadas de mi pecho! Intenté libertar mi brazo izquierdo violentamente, con furia. Estaba libre solamente desde el codo hasta la mano. Podía hacer jugar mi mano desde el plato colocado a mi lado hasta mi boca, nada más, y esto con gran esfuerzo. Si hubiese podido romper las ligaduras por encima deI codo, cogería el péndulo e intentaría detenerle. ¡Que habria sido como intentar detener una avalancha!

¡Siempre más bajo, incesantemente, inevitablemente más bajo! Respiraba dolorosamente y me agitaba a cada vibración. Me encogía convulsivamente a cada oscilación. Mis ojos le seguían en su vuelo ascendente y descendente con el ardor de la más loca desesperación; se cerraban espasmódicamente en el momento del descenso, aunque la muerte hubiese sido un alivio, ¡oh, qué alivio más indecible! Y, sin embargo, temblaba con todos mis nervios, pensando que bastaba que la máquina descendiese un grado para precipitar sobre mi pecho aquella hacha afilada, reluciente. Era la esperanza la que hacía temblar así mis nervios y encogerse todo mi ser.

Era la esperanza, la esperanza que triunfa aún sobre el potro y que cuchichea al oído de los condenados a muerte, hasta en los calabozos de la Inquisición.

Vi que diez o doce vibraciones próximamente pondrían el acero en contacto inmediato con mi traje, y con esta observación penetró en mi ánimo la calma aguda y condensada de la desesperación. Por primera vez, desde hacia muchas horas, desde hacía muchos días quizá, pensé. Se me ocurrió que la tira o correa que me sujetaba era de un solo pedazo. Estaba atado con una ligadura seguida. La primera mordedura de la cuchilla, de la media luna, en un sitio cualquiera de la correa, tenía que desatarla lo bastante para permitir que mi mano la desenrollase de mi cuerpo. ¡Pero qué terrible se hacía en este caso la proximidad del acero! ¡Y el resultado de la más ligera sacudida era mortal! Además, ¿era verosímil que los secuaces del verdugo no hubieran previsto e impedido esta posibilidad? ¿Era probable que las ligaduras atravesasen mi pecho en el recorrido del péndulo? Temblando de ver frustrada mi débil esperanza, realmente la última, alcé mi cabeza lo suficiente para ver bien mi pecho. La correa cruzaba estrechamente mis miembros y mi cuerpo, en todos sentidos menos en el camino de la cuchilla homicida.

Apenas había dejado caer otra vez mi cabeza en su primera posición, cuando sentí brillar en mi espíritu algo que sólo sabría definir aproximadamente diciendo que era la mitad no formada de aquella idea de libertad que ya he nombrado, y de la cual había flotado vagamente en mi cerebro una sola mitad cuando llevé el alimento a mis labios ardientes. La idea entera estaba ahora presente, débil, apenas viable, apenas definida, pero, en fin, completa. Intenté inmediatamente, con la energía de la desesperación, ponerla en ejecución.

Desde hacía varias horas, las inmediaciones del caballete sobre el cual estaba acostado estaban materialmente plagadas de ratas. Eran tumultuosas, atrevidas, voraces; clavaban sus ojos rojizos en ml como si no esperasen mas que mi inmovilidad para hacer presa. ¿A qué alimento -pensé- estarán acostumbradas en ese pozo?

Menos un pequeño residuo, habían devorado, a pesar de todos mis esfuerzos para impedírselo, el contenido del plato. Mi mano habíase acostumbrado a un movimiento de vaivén de balanceo hacia el plato; y a la larga, la uniformidad maquinal de este movimiento le había quitado toda su eficacia. En su voracidad, aquella plaga dejaba la señal de sus dientes agudos en mis dedos. Con las migajas de la carne aceitosa y picante que quedaba todavía, froté fuertemente mis ataduras hasta donde pude alcanzar; hecho esto, retiré mi mano del suelo y permanecí inmóvil y sin respirar.

Al principio, los voraces animales se asustaron del cambio, de la cesación del movimiento. Alarmados, se apartaron; algunos volvieron al pozo; pero aquello no duró más que un momento. No había contado en vano con su glotonería. Viendo que yo permanecía sin movimiento, una o dos de las más atrevidas treparon sobre el caballete y olisquearon la correa. Aquello me pareció la señal de una invasión general. Un nuevo tropel salió del pozo. Se agarraron a la madera, la escalaron y saltaron por centenares sobre mi cuerpo. El movimiento regular del péndulo no las asustaba absoiutamente nada. Evitaban su paso y trabajaban activamente sobre la tira engrasada. Se apretaban, se movían y se amontonaban incesantemente sobre mí; se retorcían sobre mi garganta, sus fríos hocicos buscaban mis labios; estaba medio sofocado por su peso multiplicado; un asco, que no tiene nombre en el mundo, henchía mí pecho y helaba mí corazón como un pesado vómíto. Un minuto más, y sentía yo que la operacíón habría concluído. Sentía perfectamente el aflojamiento de las ataduras; sabía que tenían que estar cortadas ya en más de un sítio. Con una resolución sobrehumana, permanecí inmóvil. No me había equivocado en mis cálculos, no había sufrido en vano. A la larga, sentí que estaba Iibre. La correa colgaba en pedazos alrededor de mí cuerpo; pero el movimiento del péndulo atacaba ya mi pecho; había atravesado la jerga de mi traje; había cortado la camisa de debajo; hizo dos oscilaciones más, y una sensación de dolor agudo atravesó todos mis nervios. Pero el momento de la salvación había llegado. A un gesto de mis manos, mis libertadoras huyeron tumultuosamente. Con un movimiento tranquilo y decidido, prudente y oblicuo, lentamente y aplastándome, me deslicé fuera del abrazo de la tira y del alcance de la cimitarra. ¡Al menos, por el momento, estaba libre!

¡Libre! ¡Y entre las garras de la Inquisición! Apenas había salido de mi lecho de horror, apenas había dado unos cuantos pasos por el suelo de la prisión, cuando cesó el movimiento de la máquina infernal y la oí subir atraída por una fuerza invisible hacia el techo. Aquella fue una lección que llenó mi alma de desesperación. Todos mis movimientos eran espiados indudablemente. ¡Libre! Había escapado de la muerte bajo una clase de agonía únicamente para ser entregado a algo peor que la muerte, bajo otra nueva forma. A este pensamiento, clavé mis ojos convulsivamente sobre las paredes de hierro que me rodeaban. Algo singular, un cambio que al principio no pude apreciar claramente, se produjo evidentemente en la habitación. Durante varios minutos de mi distracción, llena de ensueños y de escalofríos, me perdí en vanas e incoherentes conjeturas. En este tiempo me di cuenta, por primera vez, del origen de la luz sulfurea que iluminaba la celda. Provenía de una grieta, de una media pulgada de ancho, que se extendía alrededor de la prisión, en la base de los muros, que parecían de este modo y así estaban, en efecto, completamente separados del suelo. Intenté mirar por aquella abertura, aunque inútilmente como puede imaginarse.

Al levantarme desanimado, el misterio de la alteración de la estancia se descubrió de pronto en mi inteligencia. Había yo observado que, aun cuando los contornos de las figuras murales fuesen bastante claros, los colores parecían alterados y borrosos. Estos colores acababan de tomar y tomaban a cada momento un brillo sorprendente e intensísimo, que daba a aquellas imágenes fantásticas y diabólicas un aspecto que habría hecho temblar a nervios más firmes que los míos. Pupilas demoniacas, de una viveza feroz y siniestra, estaban clavadas sobre mí desde mil sitios, donde anteriormente yo no sospechaba pudiese haber ninguna, y brillaban con el lúgubre fulgor de un fuego, que yo quería considerar, aunque en vano, completamente imaginario.

¡lmaginario! ¡Me bastaba con respirar para atraer hasta mi nariz el vapor del hierro enrojecido! ¡Un olor sofocante se extendía por la prisión! ¡Un ardor más profundo reflejábase a cada instante en los ojos clavados en mi agonía! ¡Un tono de un rojo más subido se extendía sobre aquellas horribles pinturas de sangre! ¡Estaba jadeante! ¡Respiraba con esfuerzo! No había que dudar del deseo de mis verdugos. ¡Oh, los despiadados, oh, los más demoníacos de los hombres! Me aparté lejos del metal ardiente, hacia el centro del calabozo. Frente aquella destrucción por el fuego, la idea de la frescura del pozo sorprendió mi alma como un bálsamo. Me precipité hacia sus bordes mortales. Dirigí mis miradas hacia el fondo. El resplandor de la bóveda inflamada iluminaba sus cavidades más ocultas. Sin embargo, durante un minuto de desvarío, mi espíritu se negó a comprender el significado de lo que veía. Al fin aquello penetró en mi alma, a la fuerza, triunfalmente; aquello se grabó a fuego en mi razón estremecida. ¡Oh, una voz, una voz para hablar! ¡Oh, espanto! ¡Oh, todos los horrores menos ese! Dando un grito, me alejé del brocal, y escondiendo mi cara entre mis manos, lloré amargamente.

El calor aumentaba rápidamente y una vez más levanté los ojos, temblando como en un acceso de fiebre. Un segundo cambio habíase operado en la celda, y ahora ese cambio era en la forma evidentemente. Como la primera vez, al principio intenté inútilmente apreciar o comprender lo que sucedía. Pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La venganza de la Inquisición iba muy de prisa, dos veces frustada por fortuna mía; y ya no podía luchar por más tiempo con el Rey del espanto. La celda había sido cuadrada. Notaba yo que dos de sus ángulos de hierro eran ahora agudos, y obtusos por consiguiente los otros dos. El terrible contraste aumentaba rápidamente, con un gruñido, con un gemido sordo. En un momento la estancia había trocado su forma en la de un rombo. Pero la transformación no paró aquí. Yo no deseaba, yo no esperaba que se parase. Hubiese aplicado los muros al rojo contra mi pecho, como una vestidura de eterna paz.

¡La muerte -me dije- cualquier muerte, menos la del pozo!

¡lnsensato! ¿Cómo no había yo comprendido que era necesario el pozo, que aquel pozo único era la razón del hierro candente que me sitiaba? ¿Podía yo resistir su calor? Y aun suponiendo que sí ¿podía sostenerme contra su presión? Y ahora el rombo se aplastaba, se aplastaba con una rapidez que no me dejaba tiempo para refiexionar. Su centro, colocado sobre la línea de su mayor anchura, coincidía precisamente con la sima abierta. Intenté retroceder pero los muros, al juntarse, me empujaban irresistiblemente. Por último llegó un momento en que mi cuerpo quemado y retorcido apenas encontró sitio para él, apenas quedó sitio para mis pies sobre el suelo de la prisión. Ya no luché más pero la agonía de mi alma se exhaló en un fuerte y prolongado grito de desesperación. Sentí que vacilaba sobre el brocal, volví los ojos ...

¡Pero hete aquí un ruido discorde de voces humanas! ¡Una explosión, un huracán de trompetas! ¡Un poderoso rugido parecido al de mil truenos! ¡Los muros de fuego retrocedieron precipitadamente! Un brazo alargado me cogió por el mío, cuando caía ya desfalleciente en el abismo. Era el brazo del General Lassalle. Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La Inquisición estaba en manos de sus enemigos.