Juan de Dios Peza
Selección de Omar Cortés

De parques, calles y callejones
Poesias, leyendas y vaciladas
Brevísima selección de la obra de Juan de Diós Peza Leyendas de las calles de la ciudad de México.

Primera edición cibernética, diciembre del 2011

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés

Haz click aquí, si deseas acceder al Catálogo General de la Biblioteca Virtual Antorcha













INDICE


Presentación de Chantal López y Omar Cortés.

La Alameda.

La calle del Niño perdido.

La calle del Indio triste.

La calle de La amargura.

El callejón de sal si puedes.

El callejón de la danza.

La llorona.

PRESENTACIÓN


En esta selección de las famosas Leyendas de las calles de la ciudad de México del periodista, poeta y político mexicano, Juan de Dios Peza (1852-1910), hemos incluido seis de sus maravillosas, y por qué no decirlo, inmortales poesías, en las que el autor embelesa echando a volar su imaginación y describiendo en sus versos pretéritas historias y decires populares sobre plazas, calles y callejones de la siempre imponente capital.

Junto a esta brevísima selección, hemos anexado un texto corto en el que abordamos otra leyenda de gran raigambre en México sobre el mítico personaje de La llorona, y colocado también la película del mismo nombre que se realizara a finales de la década de 1950 y que se encuentra albergada en siete partes en el sitio You tube.

Esperamos, pues, que nuestra brevísima selección de Leyendas de las calles de la ciudad de México, al igual que nuestra ocurrencia de abordar el mito de La llorona, despierten curiosidad e interés en quien deambule por estas páginas.

Omar Cortés

Volver al Indice






LA ALAMEDA


Al erudito y galano escritor Jesús Galindo y Villa

El veintisiete de enero
de mil quinientos noventa,
amaneció engalanada
la ciudad de los aztecas.

En ventanas y en almenas
en comisas y balcones,
el viento agitaba alegre
gallardetes y banderas.

Las artísticas vajillas
formaban marco a las puertas
sobre crujientes y largas
cortinas de roja seda.

Y como toldo fragante
que embalsama y refrigera,
arcos de palma y de tule
sembrados de flores frescas.

Vibrando en todas las torres
las campanas vocingleras
y poblando los espacios
las tronadoras centellas;

en las plazas y en las calles,
en árboles y azoteas,
los curiosos agrupados
un cuadro raro presentan.

Y se escucha en todas partes
ese rumor que semeja
en las gentes y en las olas
vida, movimiento y fuerza.

Tanto alborozo en el pueblo,
tanta dicha en la nobleza,
estribaba en un motivo
digno en verdad de tal fiesta.

Iba a entrar un Virrey nuevo
y nacido en esta tierra,
circunstancia en aquel siglo
tan rara como estupenda.

Hijo de un Virrey ilustre,
tocóle por grata herencia
el llevar su mismo nombre,
blasón de intachables prendas;

Luis de Velasco, el segundo,
vino creyendo insurrecta
la Nueva España y por grandes
conspiraciones revuelta.

Por orden del soberano
su nave no fue derecha
a la Veracruz, temiendo
ser de los indianos presa.

Llegó al Pánuco, allí supo
que era una invención la guerra
y que toda la colonia estaba
tranquila y quieta.

Quiso a Veracruz volverse,
mas lo impidió una tormenta,
y desembarcó en la costa
más lejana y más desierta.

Sufriendo las amarguras
de que en sus cartas se queja,
llegó en dilatado plazo
de la ciudad a las puertas.

La encontró llena de galas,
rica, tranquila, contenta,
feliz, porque un hijo suyo
iba a darle dichas nuevas.

De México por las calles
pasó don Luis entre inmensa
multitud, que lo aclamaba
orgullosa y satisfecha.

De su arrogante caballo
a pie llevaban las riendas,
junto a Leonel de Cervantes,
Pablo Torres y Luis Sesma.

Alcaldes y licenciados
sus palafreneros eran,
y a su paso le regaban
flores las damas más bellas.

En verdad que don Luis supo
pagar a tan claras muestras
de distinción con sus obras
honradas, justas y rectas.

Él hizo en muy breve tiempo
la paz con los chichimecas,
y la justicia a los indios
normó con leyes severas.

Grato a Felipe Segundo,
que estaba en terribles guerras
y sin cesar le obligaba
a que engrosara su hacienda,

dobló, por obedecerle,
los tributos, sin que fuera
ningún influjo bastante
para impedir tal gabela.

A conquistar Nuevo México
mandó con oro y con fuerzas
a su adicto Juan de Oñate,
que salió bien en la empresa.

Y amando, como ninguno,
esta ciudad do naciera,
buscó por todos los medios
darle renombre y belleza.

Quiero que los habitantes
de México -dijo- tengan
un sitio de desahogos
que a la ciudad ennoblezca
.

Y una tarde (once de enero
de noventa y dos) aprueba
sus proyectos el cabildo
y el Virrey contento queda.

El Tianguis de San Hipólito,
mercado que estuvo fuera
de la traza y destinado
a gente pobre y plebeya,

lugar que en tiempos oscuros
alumbró la luz siniestra
que en él vertió el Santo Oficio
con sus terribles hogueras,

fue entonces el escogido
para realizar la idea
del buen Virrey que anhelaba
embellecer a su tierra.

De la mitad del terreno
pronto la ciudad fue dueña,
y don Luis al punto quiso
dar de sus alientos prueba.

Alzó en su torno un cercado
con zanjones y con puertas,
mandó luego que en sus centros
hermosas fuentes se abrieran.

Sembráronse dos mil álamos
para darle sombra fresca
y sauces que esparcieran
su romántica tristeza.

Cien años después el noble
marqués de Croix, que gobierna,
con la otra mitad del Tianguis
jardín tan bello completa.

Dicen los que lo vieron
que en mil setecientos treinta
semejaba aquel paraje
la más encantada selva.

Duplicáronse los álamos
al son de las primaveras,
y eran tantos, que a aquel sitio
llamó el pueblo la Alameda.

Allí los hijos dolientes
de la capital azteca
daban sus primeros pasos
y sus miradas postreras.

¡Oh vergel de nuestros padres!
¡Cuántos recuerdos encierras!
¡Cuántas memorias escondes
en tus floridas callejas!

El soñador estudiante,
la recatada doncella,
el octogenario enfermo,
la anciana que orando tiembla,

el niño que con sus juegos
a sus padres embelesa,
el doncel enamorado
y la moza coquetuela;

lo mismo el que nada quiere
como el que rendido espera;
y el que del tiempo pasado
las veleidades recuerda,

en ti buscan grata sombra,
bajo tus fresnos se sientan
mirando alegres o tristes
tus hoy mustias arboledas.

Cuando la callada noche
te envuelve en sus sombras densas,
parece que en tu recinto un
fantasma se pasea.

Es un recuerdo que surge,
una memoria que llega
del que fundó el ancho parque
para gala de su tierra,

Don Luis Velasco, el segundo,
que de su rey mereciera
ser al Perú trasladado
por sus relevantes prendas.

¡Oh parque de mis mayores!,
los hados benignos quieran
que lejos de ti no acaben
las horas de mi existencia.

Ya en tu derredor se escuchan
los dulces himnos que elevan
la paz, la unión y el trabajo
a la ciudad que tú alegras.

¡Nada interrumpa ese coro,
nada esos himnos suspenda
y cántenlos nuestros bardos
a tu sombra dulce y fresca!

Volver al Indice






LA CALLE DE EL NIÑO PERDIDO

I

Al rayar de una mañana
serena, apacible y pura,
cuando el alba su hermosura
envuelve en manto de grana;

cuando entre vivos fulgores
y entre céfiros süaves,
el espacio todo es aves
y la tierra toda flores;

y tras el lejano monte
de la noche como huella
se ve la postrer estrella
temblar en el horizonte;

y junto a la estrella está
cual maga que la sostiene,
celosa del sol que viene
la luna que ya se va;

y suena la algarabía
en boscajes y colinas
de mirlos y golondrinas,
saludando al rey del día;

con una pompa real
que noble gente corteja
llegó una feliz pareja
a la iglesia Catedral.

Era selecta la grey,
pues ya la gente contaba
que el Arzobispo oficiaba
y era padrino el Virrey.

Entrando en el santuario
se fueron a arrodillar
en el más lujoso altar
de cuantos tuvo el Sagrario.

Apuestos eran él y ella;
de gran fortuna ella y él;
de treinta años el doncel
y de veinte la doncella.

Los dos contentos y ufanos,
llenos de fe y de ilusiones,
ya unidos sus corazones
iban a enlazar sus manos.

De nuevas dichas en pos
se les vio salir unidos
con sus amores ungidos
por la bendición de Dios.

Y bien pronto en la ciudad
se supo con alegría
que el despuntar de aquel día
fue todo felicidad.

Repitiendo en cada hogar
que ya estaba desposada
doña Blanca de Moncada
con don Gastón de Alhamar.

II

Para rencores y duelos
de amor en el paraíso,
el infierno darnos quiso
una serpiente: los celos.

No hay corazón más herido
ni con más sed de venganza,
que el que pierde la esperanza
de verse correspondido.

Y que mira por su mal,
que mientras más sufre y llora,
más se distingue y se adora
a un poderoso rival.

No está, pues, mal expresado,
por quien sintió estos dolores,
que ser rival en amores
es odiar y ser odiado.

Mientras Blanca se enlazaba
con Gastón a quien quería,
bajo la nave sombría
un hombre la contemplaba.

Era de semblante duro,
de mirar torvo y dañino:
Blanca lo halló en su camino
cual se encuentra un aire impuro.

Le repugnó su ardimiento
y él la siguió apasionado
cual si ella fuera el pecado
y él fuese el remordimiento.

En alas de la pasión
la importunaba y seguía,
y ella callaba y sufría
sin revelado a Gastón.

Y llegó a ser tan osado,
que le dijo con maldad:
Por fuerza o por voluntad
has de venir a mi lado.

Has burlado mi esperanza,
me niegas tu fe y tu mano;
Blanca: soy napolitano:
¡cuídate de mi venganza!

Blanca todo desdeñó,
libre de duelo y pesares,
pero llegó a los altares
y al hombre aquel encontró.

Al bajar la escalinata
vio de la nave a lo lejos,
dos ojos cuyos reflejos
le estaban diciendo: ¡ingrata!

Y brillaban por igual
de ese modo que sonroja,
porque recuerdan la hoja
de envenenado puñal.

Se sintió desfallecer;
tuvo miedo a oculto lazo,
y dando a Gastón el brazo
se irguió para no caer.

- ¿Qué tienes? -dijo Gastón-.
Palideces, Blanca mía.
- Palidezco de alegría, de contento, de emoción
.

Y de la sombra al través
el napolitano herido,
clamó con sordo rugido:
Caerán los dos a mis pies.

Y con semblante infernal
como el lobo tras la oveja,
tras de la gentil pareja
salió de la Catedral.

III

¡Cuán dichoso es un hogar
donde reina una fe pura
y se cifra la ventura
en ser amado y en amar!

Hermoso y seguro puerto
del mundo en las tempestades;
fanal de eternas verdades
de la vida en el desierto.

Gastón y Blanca, allí a solas,
en santa pasión se abrasan
y todas sus horas pasan
serenas como las olas.

Forma en su rica mansión
el lazo de su cariño,
un ángel de paz, un niño,
viva imagen de Gastón.

Respira el aire salubre
sin zozobra y sin fatigas
que acaricia a las espigas
en las mañanas de octubre.

Causa envidia al arrebol
de su mejilla el carmín,
y es cual la flor de un jardín
abierta al beso del sol.

En su tez sin mancha alguna
hay la limpidez de un astro,
y parece de alabastro
cuando reposa en la cuna.

Blanca dobla las rodillas
para dormido admirarlo;
Gastón, por no despertarlo,
se le acerca de puntillas.

Y apasionados él y ella
lo ven con dulces sonrojos,
cual ven unos mismos ojos
la luz de una misma estrella.

Y la flor recién nacida
talismán de dichas era,
porque la ilusión primera
¡le dio en un beso la vida!

Cuando soñaron los dos
por primogénito un hombre,
pensaron: tendrá por nombre
El regalado por Dios.

Y cumplido el noble afán,
igual en Blanca y Gastón,
como Dios les dio un varón
le dieron por nombre: Juan.

Y trajo rasgos tan bellos
de gracia viril tesoro,
y era tan brillante el oro
de sus rizados cabellos,

que al llevarlo ante la Cruz
a recibir el bautismo,
que forma en el cristianismo
Jordán de gracia y de luz,

soñándolo ya un artista
o pensador de renombre,
lo advocaron bajo el nombre
de Juan el Evangelista.

Y así aquel niño sin par,
flor de celestes pensiles,
miró lucir tres abriles
sin lágrimas en su hogar.

Siempre en la faz de Gastón
hubo sonrisa al mirarlo;
Blanca siempre al contemplarlo
alzó al cielo una oración.

Y no puedo describir
los sueños que ambos tenían,
cuando al verlo discurrían
en su incierto porvenir.

Y eran felices los dos,
que al hogar que amor encierra
un hijo trae a la Tierra
las bendiciones de Dios.

IV

La dicha de aquel hogar
se vino a eclipsar al fin,
y fue el rubio serafin
motivo de tal pesar.

El destino injusto y ciego,
que lo más sagrado arrasa,
en cierta noche la casa
envolvió en ondas de fuego,

y entre el inmenso terror
que el incendio produjera,
Blanca, en la extendida hoguera,
busca al fruto de su amor.

Gastón, corriendo aturdido,
al hijo tierno buscaba
y como un loco gritaba:
Volvedme al niño perdido.

Y las llamas ascendían
terribles y destructoras,
y raudas y abrasadoras
cuanto hallaban consumían.

Blanca y Gastón, como fieras
que su cachorro les quitan,
braman, se revuelven, gritan
con voces tan lastimeras,

y Gastón, sin sombra alguna
de temor, con cierto empuje
sobre una viga que cruje
se adelanta hasta la cuna.

¡Aquí!, con gran alegría,
está el niño, a todos dice,
mas pronto ve el infelice
que está la cuna vacía.

Siente romperse los lazos
que lo ligan a este mundo,
y con un dolor profundo
alza la cuna en sus brazos.

Corre, y al punto que asoma
con Blanca por la escalera,
de un golpe la casa entera
retronando se desploma.

No hay bálsamo que mitigue
de Gastón la pena ardiente;
corre y lo sigue la gente
y Blanca, loca, lo sigue.

Cruzan por una calleja
donde existe sobre el muro
un viejo retablo oscuro
que humilde altar asemeja.

Con amargura infinita
Gastón se postra de hinojos
y fija los tristes ojos
en esa imagen bendita.

¡Oh Madre de los Dolores!,
dice mirándola fijo,
devuélveme por tu hijo
al hijo de mis amores
.

Y a la vez que en la sombría
calleja, otra voz se alzaba;
era Blanca que gritaba:
¡Dadme a mi hijo, madre mía!

Y cuando la gente ya
rezando les acompaña,
en lo alto una voz extraña
a todos dice: ¡Allí está!

Reina un silencio profundo;
los ánimos se han turbado,
el eco que han escuchado
les parece de otro mundo.

Vuelve los ojos Gastón
sin proferir nueva queja,
y al fondo de la calleja,
mal oculto en un ancón,

halla al raptor inhumano
que carga al niño en un hombro;
Blanca lo ve y con asombro
exclama: ¡El napolitano!

Gastón le asalta derecho
con ciega rabia infernal,
y el raptor saca un puñal
para clavario en su pecho.

Y audaz grita: - El que
incendió tu casa para vengarse,
podrá matar o matarse,
mas dar a este niño, ¡no!

- ¡Infame! -Gastón agrega
y, erizado su cabello,
salta, lo coge del cuello
y emprende así ruda brega.

- ¡Madre!, ¡madre! -el niño
grita; su dulce voz Blanca escucha
y sin miedo de la lucha
sobre ambos se precipita.

Mientras Gastón al raptor
estrangula, acude Blanca
que de los hombros le arranca
al tesoro de su amor.

La gente, entusiasta, admira
a Gastón, que con su mano
ahoga al napolitano,
que se retuerce y expira.

Cuando ya muerto lo ve
y halla a Blanca con su hijo,
al raptor con regocijo
le pone en el cuello el pie.

Se cruza airoso de brazos
triunfante y de gozo ardiente,
impidiendo que la gente
destroce al vil en pedazos.

Blanca, loca de alegría,
arrodíllase llorando
ante el retablo gritando:
¡Gracias, gracias, madre mía!

No juzga el hallazgo cierto
en sus delirios febriles,
y en tanto los alguaciles
van a recoger al muerto.

Vuelve a su esposa Gastón,
mira al niño, se embelesa,
y grita cuando lo besa:
¡Hijo de mi corazón!

Todo el pueblo, enternecido,
llora, clama, palmotea,
y hasta el más pobre desea
besar al niño perdido.

Y torna la paz al alma,
la pena es gozo profundo,
que siempre viene en el mundo
tras la tempestad la calma.

V

Blanca, a quien sólo aconseja
la piedad actos de amor,
dejó de tan gran dolor
un recuerdo en la calleja.

Puso un nicho y unas flores,
emblemas de su cariño,
y en el nicho a Jesús niño,
perdido entre los Doctores,

y una lámpara que ardía,
símbolo de devoción,
invitando a la oración
en la noche y en el día.

Y año tras año corrido
respeta el hecho la fama,
y aquella calle se llama
Calle del Niño Perdido.

Volver al Indice






CALLE DE EL INDIO TRISTE


I

Es media noche; la luna
irradia en el firmamento,
y riza al pasar el viento
las ondas de la laguna.

En el bosque secular
y entre el tupido ramaje,
turba el pájaro salvaje
la quietud con su cantar.

Y entre los contornos vagos
del horizonte, a lo lejos,
brillan cual claros espejos
al pie del monte los lagos.

Yace en paz, sola y rendida,
de Tenoch la ciudad bella;
parece que impera en ella
la muerte más que la vida.

Y no es ficción, es verdad,
que fue tan triste su suerte
que la orillan a la muerte
el luto y la soledad.

Su esplendor está apagado
de la guerra al terremoto;
el gran huehueil está roto
y el teponaxtle callado.

No alumbra el teocal la luz
del copal de suave aroma,
porque el teocal se desploma
bajo el peso de la cruz.

No cubren mantos de pluma
los cuerpos de altivos reyes;
tiene otro Dios y otras leyes
la tierra de Moctezuma.

Y ante este Dios y esta ley
que transforman su recinto,
sólo al César Carlos Quinto
reconoce como rey.

¡Cuántos heroicos afanes!
¡Cuántos horribles estragos
han visto bosques y lagos,
ventisqueros y volcanes!

Está el palacio vacío
sin pompas ni ricas galas;
desiertas se ven sus salas,
su exterior mudo y sombrío.

Y zumba en su derredor
del viento la aguda queja,
como un suspiro que deja
honda impresión de dolor.

Es el profundo lamento
de una raza sin fortuna:
¡la sangre que en la laguna
flota y se queja en el viento!

Por eso duerme rendida
de Tenoch la ciudad bella,
como si imperase en ella
la muerte más que la vida.

II

Frente a la anchurosa plaza,
cerca del teocal sagrado
y del palacio olvidado
que pronta ruina amenaza,

donde con riqueza suma
viviera, en tiempo mejor,
Axayácatl el señor
y padre de Moctezuma,

en corta y estrecha calle
desde la cual, el que pasa,
mira fabricar la casa
del alto marqués del Valle,

así en la noche sombría
como en la tarde callada
y al fulgor de la alborada
con que nace el nuevo día,

en toscas piedras sentado
y con harapos vestido,
entre las manos hundido
el semblante demacrado,

un hombre de aspecto rudo,
imagen de desventura,
siempre en la misma postura
y como una estatua mudo,

inclinada la cabeza,
allí lo encuentra la gente,
como la expresión viviente
de la más honda tristeza.

¿En qué piensa?, ¿qué medita?,
¿qué dolor su alma destroza
que ni llora, ni solloza,
ni se queja, ni se agita?

En su conjunto reviste
tanta tristeza ignorada,
que la gente acostumbrada
clama al verlo: ¡el indio triste!

Le conocen por tal nombre
en el pueblo y la nobleza
y dicen: es la tristeza
que tiene forma de hombre
.

A nadie llegó a contar
su tenaz dolor profundo;
siempre triste lo vio el mundo
en aquel mismo lugar;

tal vez fue algún descendiente
de los nobles mexicanos,
que al ver en extrañas manos
y en poder de extraña gente

la nación que libre un día
vivió con riqueza y calma,
sintió en el fondo del alma
horrible melancolía.

Y sin ninguna amenaza,
viendo a su nación cautiva,
fue la expresión muda y viva
de la aflicción de su raza.

Muchos años se le vio
en igual sitio sentado,
y allí pobre y resignado
de su tristeza murió.

Su desconocida historia
al vulgo pasma y arredra,
y en tosca estatua de piedra
honrar quiso su memoria.

La estatua al cabo cayó,
que al tiempo nada resiste,
y Calle del Indio Triste
esa calle se llamó,

sin poder averiguar
con ciencia ni sutileza
la causa de la tristeza
del indio de aquel lugar;

pero en nuestro hermoso valle
y en nuestra mejor ciudad,
pasan de edad en edad
ese nombre y esa calle.

Volver al Indice






LA CALLE DE LA AMARGURA

I
Al sonar la media noche
sobre las torres más altas,
se acercó Lope Barrientos
al pie de angosta ventana.

Abrióse la puertecilla
y dos manecitas blancas
en toscos ganchos de hierro
suspendieron una escala.

Por ella se subió Lope
y, a solas ya con la dama,
dijole así con ternura,
arrodillado a sus plantas:

- Ningún corazón se quema
entre más candentes ascuas
que las que encendió en el mío
tu arrobadora mirada.

Desde la ocasión primera
en que contemplé tus gracias,
por todas partes te miro
porque te llevo en el alma.

Dios lo sabe y Dios lo quiere;
asistí a una misa de alba
y creí ver a la Virgen
en el templo, en forma humana.

Eras tÚ, bien de mi vida;
eras tú, linda y sin mancha,
que con devoción orando
cerca del altar estabas.

Por los vidrios de colores
de la cúpula sagrada,
en áureos haces entraron
los rayos de la mañana.

Yal bajar hasta la frente,
limpia, tersa, hermosa y blanca,
tejieron un casto nimbo
que ningún pincel retrata.

Los sedosos rizos rubios
que por tu toca asomaban,
eran como una diadema
de topacios entre llamas.

Yo, al verte, caí de hinojos,
oí una música extraña;
miré tras de los altares
un risueño panorama;

un cielo azul y tranquilo,
abajo flores y galas,
en el fondo una casita
y en ella tú y yo ...

- Levanta
y cállate, lisonjero.
- Amor lisonjas no gasta
y sólo dice verdades
como las que escuchas.
- Calla.

~ ¿Me quieres un poco?
- ¿Un poco ...?
¡Como en el mundo no aman!
- Ésas son lisonjas, Lope.

- Éstas son verdades, Laura.
Se alzó el doncel y en sus brazos
estrechó a la hermosa dama,
y todo quedó en silencio
en la calle y en la estancia.

Porque entre amantes que anhelan
decir cuanto esconde el alma,
son, si están solos y juntos,
inútiles las palabras.

II

Era Lope un joven rico,
de valor y de talento,
que amaba las aventuras
que ponen la vida en riesgo.

Contaban que allá en España
llegó a escalar un convento
en pos de guapa novicia
que encendió su amor primero.

Era decidor y alegre,
con oportuno gracejo,
en el vestir elegante
y en el gastar opulento;
sin más arte en este mundo
que el de mantener un puesto
distinguido entre los grandes
y grande entre los pequeños.

El Virrey lo trató siempre
con predilección y afecto;
pues vino recomendado
a los próceres del Reino.

Era su porte arrogante,
ojos brillantes y negros,
barba rosada y oscura,
robusto y ágil el cuerpo.

Con atención le miraban
cuantos hallaba a su encuentro,
porque por rara costumbre
llevó siempre sobre el pecho
una hermosa cruz dorada,
pendiente de un collar negro.

Siempre cubrió su cabeza
con boina de terciopelo
ornada con blanca pluma
que airosa flotaba al viento.

Siempre se le vio portando
rica espada de Toledo
y pasar por todas partes
seguido de un escudero.

Quién le juzgaba en el vulgo
alto personaje regio
llamado a ocupar un trono
por su sángre y su derecho.

Quién, hijo de algún monarca,
vástago de amor secreto,
que a la Nueva España vino
con un elevado empleo.

La verdad es que don Lope,
por su tino y por su aspecto,
prestábase a las más raras
suposiciones del pueblo.

Era torvo, un Juan Tenorio
trasplantado a nuestro suelo,
para amedrentar maridos
con sospechas y con celos.

Era muy larga la lista
de sus riñas y sus duelos
y muchas las cicatrices
esparcidas en su cuerpo.

Mas sus ruidosos amores,
sus escándalos sin término,
jamás la fe religiosa
apagaron en su pecho.

Era un devoto ferviente
y por un hábito añejo
tuvo el de asistir a misa,
al teñir la luz el cielo.

Así se encontró con Laura,
una mañana en el templo,
y fue constante en seguirla,
con tan prudente respeto,
que en las engañosas redes
cayó pronto el ángel tierno
salvando toda barrera
y desdeñando consejos
que, por ser justos y sanos,
pudieran salvarla a tiempo.

III

Mientras, en dulces coloquios,
Laura y su amante pasaron
las horas como minutos
del mundo entero olvidados;
al pie de aquella ventana
lívido, y como de mármol,
mirábase a un caballero
en negra capa embozado.

Ardiendo su pecho en ira,
y en maldiciones sus labios,
en el puño de su daga
puesta la crispada mano,
y hablando consigo mismo
entre irónico y turbado:

Aquí he de encontrarle, dijo,
él vendrá, tarde o temprano.

Me cuentan que ronda mucho
esta calle a lento paso,
y que antes de dar el alba
se encamina hacia el Sagrario.

Mucho vela este tunante,
parece nocturno pájaro
que con el sol está ciego
y en las tinieblas ve claro.

Yo le diré tres verdades
a este amante tan cristiano
que une la ronda y la misa
con un eslabón de escándalos.

Es joven, y sabe mucho,
mas no me importan sus años,
que en los muchos que yo cuento
aún no me vacila el brazo.

Que venga pronto a este sitio,
porque yo no espero en vano,
y que su intención me diga
antes de que cante el gallo.

A tiempo que esto pensaba,
escuchó un rumor extraño,
como algo que descendía
contra el muro resbalando;
siente un golpe sobre el hombro,
busca un objeto al acaso
y encuéntrase con la escala
que desde arriba arrojaron.

- ¡Ira de Dios!, ¡me deshonran!
Nunca llegué a sospecharlo,
baje el que mancha mis canas,
porque tengo que matarlo
.

Transcurrieron en seguida
unos minutos muy largos,
la c.alle estaba en tinieblas,
el cielo, peor, sin astros,
y escuchábase a lo lejos
fúnebre, triste y fantástico
del temido Santo Oficio
el tosco esquilón vibrando.

Al fin descendió don Lope,
y al dar el último paso,
antes de pisar la acera
sintió en el cuello una mano.

- ¡Miserable! El que así roba
la dicha de un hombre honrado,
debe morir como un perro
porque deshonra al cadalso
.

Y con el ímpetu ciego
con que se desprende el rayo
trató de herir con su daga
al mancebo enamorado.

Falló por su mal el golpe,
y listo don Lope en cambio,
creyendo en una venganza
de algún rival desdeñado,
sacó el puñal florentino
y sin temor ni reparo
hirió sin saber en donde
al incógnito adversario,
con tal acierto, que al punto
logró en tierra derribarlo.

Viendo que no daba muestras
de aliento, con ansia trajo
un farolillo, y al rostro
lanzó los brillantes rayos.

No bien lo contempló Lope
atronó el oscuro espacio
con un estridente grito
de consternación y espanto.

Herido estaba de muerte,
de roja sangre en un charco,
el viejo padre de Laura
venganza al cielo clamando.

IV

Apaga el sol en ocaso
su luz que expirante dora
las cimas de las montañas
que pronto envuelven las sombras.

Extínguense los rumores
en pos de las tristes notas
con que al rezo la campana
llama a las gentes devotas.

En el oscuro horizonte
limpias las estrellas brotan,
y parece que descansa
la Naturaleza toda ...

Entre tanto ... en el oscuro
fondo de tranquila alcoba,
a la víctima de Lope
fiebre intensa lo devora.

El cuadro es triste, muy triste.
Laura, angustiada, solloza,
oyendo que en su delirio
así su padre la invoca:

Desde que viniste al mundo
eres tú mi dicha sola;
te adoro con toda el alma, porque
del alma eres joya.

¿Es verdad que me has vendido?
¿Es verdad que me deshonras?
Por ti me han dado la muerte,
mas tu padre te perdona.

Baje pronto el que me infama
y a miS pies su sangre corra ...
¡Maldita la ...! ¡No! ¡Qué digo!
La pasión la ha vuelto loca.

¡Hija, tu padre se muere;
por ti la vida le cortan, manchada
estás con su sangre,
y esa mancha no se borra!

Dame la mano, hija mía,
yo voy a donde se goza,
al cielo ... que a ti te niegan
por torpe y por pecadora.

¡Un sacerdote! ¡Me ahogo!
De nuevo la sangre brota
de la herida que me abriera
quien vino a robar mi honra
.

Y era verdad, se moría
don Guillén, y en esa hora,
Laura, que oyó sus delirios,
gritaba como una loca:

¡Padre, perdón! No me dejes;
este crimen me abochorna,
llévame al cielo contigo
porque la vida me estorba
.

Murió el anciano y fue tanta
la amargura intensa y honda
de Laura al ver su cadáver
rígido y solo, en la alcoba,
que inclinando la cabeza,
cual flor en su tallo rota,
se reconcentró en sí misma,
recordó su vida toda,
y arrodillada y convulsa
al pie de una Dolorosa,
murió de remordimiento,
de amargura y de deshonra.

V

Lope, a quien por tal suceso
ninguno entonces denuncia,
al saber que murió Laura
enloquecióse de angustia,
y llegó hasta el mismo sitio
de la trágica aventura,
ya sin ilusión de amores
y sin esperanza alguna,
do cuentan que despechado
maldijo la suerte injusta,
y presa de un accidente,
que los sentidos le turba,
cayó do estaba la sangre
del viejo Guillén, aún húmeda.

Allí lo halló un religioso
que auxiliarlo no rehúsa,
al cual no puede decirle
Lope sus horribles culpas,
porque cuando hablar intenta
su torpe lengua se anuda.

Mirando tantos desastres
que en aquel lugar se juntan,
en el padre asesinado,
en Laura, por él difunta,
y en el criminal amante
a quien a morir ayuda,
el buen fraile estas palabras
lleno de dolor pronuncia:

Para mí ha sido esta calle
la calle de la amargura
,
y dejáronle ese nombre
que da margen a esta ruda
leyenda, sobre una historia
fúnebre, extraña y confusa.

Volver al Indice






EL CALLEJÓN DE SAL SI PUEDES

I

- Alma del alma, ángel mío,
tarde llego.
- ¿No me extrañas?
- Sí, cuando no te contemplo
mis horas son muy amargas.
- ¿Faltarás a tu promesa?
- Nunca he mentido a una dama
ni menos a ti que formas
el sol de mis esperanzas.
- Es, Lope, que si te olvidas
y no vienes y me engañas
me moriré de tristeza,
pues te adoro con el alma.
- ¿Estás decidida?
- A todo.
- ¿A nada temes?
- A nada.
- Nos perseguirán.
- No importa.
- Está bien; rayando el alba
en San José nos veremos.
- Ya te empeñé mi palabra.
- Vas a dejar todo.
- Todo.
Contigo nada me falta.
- A las cinco.
- Sí: a las cinco.
Adiós, Lope.
- Adiós, mi Blanca.
- No me olvides.
- Ni un instante.
- Te dejo al partir el alma, pero
vendré a recogerla;
al despuntar la mañana.

Cerca de la medianoche
cruzaron estas palabras
en oscura callejuela
estrecha y abandonada,
una encubierta y un hombre
embozado en negra capa;
él de pie sobre la acera;
ella de pie en la ventana.

Era la noche tan negra
que sus tinieblas cegaban,
y como por aquel tiempo,
en aquel año de gracia
de mil setecientos ocho,
ningún noble acostumbraba,
en la ciudad que fue corte
y orgullo de Nueva España,
por tan humildes suburbios
andar en horas tan altas,
ni menos en arrabales
tan cercanos a la traza,
el doncel y la doncella
no observaron, cuando hablaban,
que recatado en las sombras,
inmóvil como una estatua,
sin perder un solo acento
un hombre oyó sus palabras.

II

Después de la despedida
el balcón cerró la dama
y los pasos de su amante
perdiéronse en la distancia.

El lugar de aquella escena
por tétrico intimidaba,
y aún después de siglo y medio
su triste aspecto no cambia.

Frente a la extensa Alameda,
en la rica y dilatada
avenida, ayer tan triste
y hoy tan lujosa y tan amplia,
vese un callejón antiguo,

que de los Dolores llaman,
y rumbo al sur se prolonga
en otro estrecho, sin nada
que denuncie lo habitase
gente de fuero y prosapia.

En tan angosta calleja
antaño existió una zanja,
con tosco puente que el pueblo
del Santísimo llamaba.

Era todo aquel conjunto
una débil semejanza de los
suburbios mariscos
de Córdoba o de Granada.

Y en una de las aceras,
como hundida entre las casas,
una callejuela sucia,
pavorosa encrucijada

donde aconteció el suceso
que este romance relata
y la cual en nuestros días
está igual que como estaba.

III

Como lánguidos gemidos
que en las tinieblas exhalan
los espectros de la noche
cuando en los aires cabalgan,
de la torre se escaparon
cuatro lentas campanadas.

A poco en el horizonte
brilló como inmensa lágrima,
esa estrella precursora
de las caricias del alba,
y más tarde los volcanes
tiñéronse en oro y grana,
y la errante golondrina
comenzó su eterna charla.

¡Qué amanecer tan sereno!
¡Qué luz tan radiante y clara!
¡Qué hermoso el sol cuando surge
tras las azules montañas!

Ya no hay sombras en la angosta
callejuela solitaria,
en cuyo fondo al abrirse
cruje una puerta pesada.
Envuelta en oscuras tocas
una misteriosa dama
va a salir rumbo a la iglesia
en que su amante la aguarda,
y saliera a no impedirle
el paso con gran audacia
un hombre, que ardiendo en
celos, le dirige estas palabras:

-Deténte, Blanca, deténte,
ni un paso más, que me matas,
toda la noche he velado
debajo de tu ventana,
nada ignoro, todo he oído,
y te adoro con el alma;
torna a tu alcoba tranquila
que por aquí nadie pasa
.

- ¿Quién sois?
- ¿Y me lo preguntas?
¿No me conoces, ingrata?
¡Tu sombra, tu misma sombra
que adonde vas te acompaña!
Si sabes lo que se sufre
amando sin esperanza,
comprenderás mi martirio
y sospecharás mis ansias.
- Dejadme, que estoy de prisa,
dejad la salida franca.
- Sé que vas en pos de Lope
y el miserable te engaña
y te empeñas en seguirlo
y así tu deshonra labras.
- Pero ¿quién sois tan osado?
- Un hombre que te idolatra
y con su vida te ofrece
pasión más limpia y más alta.
- Dejadme el paso.
- Imposible.
- Pues saldré -dijo con rabia
la doncella, haciendo impulso
de pisar la calle.
- Vanas serán esas tentativas.
- Dejadme, dejadme.
- Calla;
mía serás para siempre,
que fuerza y amor me bastan.
- Primero muerta que vuestra.
- Medita en esas palabras.
- Dejadme salir, que es tarde.
- ¡Tarde para ser burlada!
- Y qué os importa, abrid paso.
- Pues sal si puedes, ingrata.
Y al decir esto, en el pecho
con golpe veloz le clava
entera toda la hoja
de su daga toledana.
Exhalando agudo grito
cayó en el dintel la dama,
y el matador impasible
salió de la encrucijada
y viendo al torcer la esquina
el templo en que Lope estaba.
- Que la espere -dijo alegre-
que en ir a verlo no tarda,
y tomando el rostro al sitio
donde cometió su infamia
murmuró: - Lope te espera,
sal si puedes, doña Blanca
.

IV

En memoria de aquel lance
de tan mezquina venganza,
la vetusta callejuela,
estrecha y abandonada,

Callejón de Sal si Puedes
hace un siglo que se llama,
sin que los cronistas digan
si el hecho es verdad o fábula.

Volver al Indice






EL CALLEJÓN DE LA DANZA


Cuando, al golpe irresistible
de la aventurera espada
de Cortés, cayó el imperio
esplendoroso de Anáhuac;

al fundirse en una sola
la vieja y la nueva raza
y mezclarse en una sangre
la fe y el valor de España

con la fe y el valor indio
y la astucia con la audacia,
formóse al correr del tiempo
una población extraña,

crédula y supersticiosa,
indiferente y fanática,
de idólatras y devotos
mezcla confusa y compacta.

Lo mismo acuden a misa
al rayar la luz del alba
y se arrodillan fervientes
ante la Virgen sin mancha,

como acuden con espanto
a la oscura encrucijada
donde les dicen que cruzan
de noche negros fantasmas.

Lo mismo guardan piadosos
una reliquia romana,
o la medida del cuello
del santo señor de Chalma,

como esconden en los pliegues
del ceñidor o la enagua
algún chupamirto muerto,
el colmillo de la iguana,

la semilla de algún fruto,
o toscas piedras labradas
que fingen sapos, serpientes
y otras muchas alimañas.

Lo mismo besan devotos
un rosario y una estampa,
como besan la moneda
que roban, piden o ganan.

Tiemblan lo mismo mirando
el dragón de negras alas
que al rey del profundo Averno
en viejos lienzos retratan,

como al ver a la lechuza
que en la noche sosegada
lanza fúnebres graznidos
sobre las torres más altas.

Y oyen lo mismo el consejo
que paz y bondad derrama
del misionero que llega
a bendecir su cabaña,

como la brutal conseja
o la amenazante chanza
de los brujos y hechiceros
que son mengua de su raza.

Si ven de noche en los campos
volando entre las montañas
las chispas que por los aires
los hornos de carbón lanzan,

los juzgan brujas y duendes
que maleficios propalan
y a un tiempo rezan, blasfeman,
se santiguan y se embriagan.

De tan misteriosa urdimbre
es natural que brotaran
junto a vulgares consejas
suposiciones fantásticas,

y así como con respeto
en las edades pasadas
vio el pueblo a las pitonisas,
acogiendo sus palabras
como innegables axiomas
o como sentencias santas,

así en el humilde pueblo
degenerado de Anáhuac
hay hechiceras, augures,
monstruos, duendes y fantasmas.

Ya una luz que brilla débil
en la miserable estancia,
les revela de dinero
alguna suma enterrada;
ya el saltapared que silba
tres veces por la mañana,
les anuncia desazones,
enfermedad o desgracia;

ya el murciélago que cruza
cuando la tarde se apaga
algo negro les predice
con lo negro de sus alas;

y si escuchan por la noche
gañendo junto a su casa
un perro, piensan que muere
un ser de los que más aman.

Si una mariposa negra
sus pobres chozas asalta,
la juzgan nuncio infalible
de alguna muerte cercana;
y para evitar a un niño
de las brujas la acechanza,
ponen al pie de la cuna,
o en la estera en que descansan,
unas tijeras formando
una cruz, distinta y clara.

Temen al viernes, por viernes,
al trece, por ser de fama,
al martes, porque en tal día
nadie se casa o se embarca;
al sábado por judío,
y con semejantes máximas,
pasan la vida sujetos
a horribles extravagancias.

Desatienden lo presente;
lo pasado les amarga
y no cuidan ni un momento
del ignorado mañana.

Por eso en este conjunto,
en esta mezcla de razas,
parece que fusionaron
su austera humildad Anáhuac,
sus tristezas el Oriente,
su eterna indolencia el Asia,
y todo su fanatismo
y su gran valor, España.

Cuando la ciudad de México
vio antiguos pueblos y casas
derribados a los golpes
de las españolas armas;
cuando sus mejores ídolos
y sus piedras consagradas
fueron cimiento del nuevo
templo de invasoras razas;

cuando ya estaban vacías
las cajas hechas de caña
en que guardaban los reyes
sus más costosas alhajas;
cuando no quedaba un resto
de la riqueza monárquica,
pues al viejo continente
a buen tiempo se mandaran

telas de vistosas plumas,
ricas esteras de palma
y simbólicos escudos
tallados en oro y plata,
se comenzó con denuedo,
con entusiasmo y constancia
a fabricar nuevas calles,
nuevos templos, nuevas casas.

Al apagarse la tarde
ninguna luz alumbraba
los andamios, los escombros,
las mutiladas estatuas,
y el conjunto parecía
en la extensión solitaria,
al fulgor de las estrellas
que como antorchas brillaban,
inmensa tumba desierta,
cripta oscura y olvidada
escondiendo helados restos
de vasallos y monarcas.

Era de verse en las noches,
en tan triste panorama,
el farolillo del noble,
las linternas empañadas
de corchetes y alguaciles
rebujados en sus capas;
y sobre los toscos muros
de iglesias aun no acabadas,
ardiendo frente a una imagen
la sucia y humilde lámpara
a cuyo reflejo a veces
se cruzaban dos espadas,
o de ilícitos amores
hubo aventuras extrañas.

Entre tan tristes callejas
dentro y fuera de la traza
hubo algunas en que todos
a penetrar se negaban,
y de todas éstas, una
daba pavor a las almas,
porque, según referían
largos sermones y pláticas,
era el lugar escogido
de noche en las horas altas
para una danza tan triste
como la danza macabra.

Más de una vez refirióse
con sentenciosas palabras,
que en la inmunda callejuela
los nahuales se juntaban,
y que asidos de las manos
frente a horribles luminarias,
hechas en siniestras piras
de osamentas hacinadas,
al rayar la medianoche
daban comienzo a la danza,
a los gritos de las brujas
entre endriagos y fantasmas.

En los púlpitos decían
que los nahuales cambiaban
de forma según su antojo:
que sus ojos sin pestañas,
sus rostros despellejados,
sus uñas corvas y largas,
su piel cubierta de plumas
sus grises melenas lacias,
sus fatídicas sonrisas
y sus diabólicas mañas,
eran el terror del pueblo,
porque de noche llegaban,
sin ser sentidos, al fondo
de la más segura estancia
para robarse a los niños,
y en la calleja citada
entregarlos a las brujas
que la sangre les chupaban,
y los exánimes cuerpos
daban de pasto a las llamas.

Y cuentan los que lo vieron
que ni las rondas de capa
ni rudos arcabuceros,
ni alguaciles, ni canalla,
después de oír en las torres
el toque de la plegaria,
se acercaron a aquel sitio;
y con terror le llamaban
con un nombre que al presente
como recuerdo se guarda:
La Cueva de los Nahuales
o El Callejón de la Danza.

Volver al Indice






LA LLORONA

La leyenda de La llorona constituye una clara muestra del sincretismo religioso-cultural que trajo consigo, en México y en la mayor parte de la llamada América española, el doble proceso de Conquista y el largo periodo de asimilación o engullimiento de las culturas conquistadas, -léase, derrotadas-, en el denominado periodo colonial, por la cultura vencedora.

Así pues, este mito tiene su origen en las culturas prehispánicas, encarnado en Cihuacóatl, deidad mexica -mitad mujer, mitad serpiente-, primigenia madre de los dioses, valorada por los aztecas como nuestra verdadera madre, y que junto con Huitzilopochtli viene siendo la deidad más importante del panteón mexica.

Dicen, los que de esto saben, que en torno a esta deidad existió una crónica prehipánica, en la que se le considera como portadora de funestos presagios, mismos que influyeron poderosamente en el emperador Moctezuma Xocoyotzin, cuando cuatro grandes sacerdotes hubieron de interpretar la fantasmal aparición de esta divinidad en el lago de Texcoco, advirtiendo a través de lastimeros sollozos el triste fin que le esperaba a la población mexica, y de ahí sus desesperados lamentos del ¡Ay mis hijos! ¡Mis amados hijos! ¡Qué será de ellos! ¿A dónde podré llevarlos para salvarles?

Desde esta perspectiva, La llorona, tiene mucha más profundidad que la, llamémosle, versión católica-hispana, que pretende interpretar este mito a través del cuento de la indígena seducida y engañada por el caballero español, quien después de haberse aprovechado de su ingenuidad y procreado con ella tres hijos, la abandonó a su suerte, hecho que enloqueció tanto a la mujer que acaba matando a sus tres hijos.

A finales de la década de 1950, se produjo en México una película sobre La llorona, que alguien tuvo a bien colgar en la Red de Redes en el sitio You tube, y debido a que esta película despierta algunas remembranzas de mi niñez, concretamente las tomas iniciales de la ciudad de Guanajuato, tal y como la recuerdo en mi infancia, cuando aún no se construía la famosa calle subterránea, así como la casa en donde se filmó, ubicada en Coyoacán, que tuve oportunidad de conocer en toda su majestuosidad, por haber sido propiedad de la familia de un estimado compañero mío en la escuela primaria Junípero Serra. Por desgracia esa casa fue destruida y en el terreno que ocupaba construyeron varios edificios. Así pues, aprovechando su disponibilidad en la Red de Redes, decidí añadir la película La llorona a esta corta selección de leyendas, esperando que resulte de interés para quien se acerque a leer, consultar o curiosear esta propuesta.

Omar Cortés




IMPORTANTE

Para que puedas ver este video sin interrupciones, lo más conveniente es que accedas desde un equipo que cuente con conexión de banda ancha a Internet, de lo contrario podrías experimentar constantes cortes.





PRIMERA PARTE



SEGUNDA PARTE



TERCERA PARTE



CUARTA PARTE



QUINTA PARTE



SEXTA PARTE



SÉPTIMA PARTE




Volver al Indice