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Capítulo XXX
El ojeo
Una mujer y un hombre penetraron después de las diez en la posada de la viuda de Cuzco, y salieron de ella dadas las once y media.
- Ahora, señora doña María -dijo el hombre-, la llevaré a usted a su casa, porque tengo que hacer.
- Aguarde usted, Sr. Ramos, por amor de Dios -repuso ella-. ¿Por qué no nos llegamos al Casino a ver si sale? Ya ha oído usted. Esta tarde estuvo hablando con él Estebanillo, el chico de la huerta.
- ¿Pero usted busca a Don José? -preguntó el Centauro de muy mal humor-. ¿Qué nos importa? El noviazgo con doña Rosarito paró donde debía parar, y ahora no hay más remedio sino que la señora tiene que casarlos. Esa es mi opinión.
- Usted es un animal -dijo Remedios con enfado.
- Señora, yo me voy.
- Pues qué, hombre grosero, ¿me va usted a dejar sola en medio de la calle?
- Si usted no se va pronto a su casa, sí señora.
- Eso es ... me deja usted sola, expuesta a ser insultada ... Oiga usted, Sr. Ramos. Don José saldrá ahora del Casino, como de costumbre. Quiero saber si entra en su casa o sigue adelante. Es un capricho, nada más que un capricho.
- Yo lo que sé es que tengo que hacer, y van a dar las doce.
- Silencio -dijo Remedios-, ocultémonos detrás de la esquina ... Un hqmbre viene por la calle de la Tripería alta.
- ¿Es él?
- Don José ... Le conozco en el modo de andar.
Se ocultaron y el hombre pasó.
- Sigámosle -dijo María Remedios con zozobra-. Sigámosle a corta distancia, Ramos.
- Señora ...
- Nada más sino hasta ver si entra en su casa.
- Un minutillo nada más, doña Remedios. Después me marcharé.
Anduvieron como treinta pasos, a regular distancia del hombre que observaban. La sobrina del Penitenciario se detuvo al fin, y pronunció estas palabras.
- No entra en su casa.
- Irá a casa del brigadier.
- El brigadier vive hacia arriba, y Don Pepe va hacia abajo, hacia la casa de la señora.
- ¡De la señora! -exclamó Caballuco andando a prisa.
Pero se engañaban; el espiado pasó por delante de la casa de Polentinos, y siguió adelante.
- ¿Ve usted cómo no?
- Sr. Ramos, sigámosle -dijo Remedios oprimiendo convulsamente la mano del Centauro-. Tengo una corazonada.
- Pronto hemos de saberlo, porque el pueblo se acaba.
- No vayamos tan a prisa ... puede vernos ... Lo que yo pensé, Sr. Ramos; va a entrar por la puerta condenada de la huerta.
- ¡Señora, usted se ha vuelto loca!
- Adelante, y lo veremos.
La noche era oscura y no pudieron los observadores precisar dónde había entrado el señor de Rey; pero cierto ruido de bisagras mohosas que oyeron, y la circunstancia de no encontrar al joven en todo lo largo de la tapia, les convencieron de que se había metido dentro de la huerta.
Caballuco miró a su interiocutora con estupor. Parecía lelo.
- ¿En qué piensa usted ...? ¿Todavía duda usted?
- ¿Qué debo hacer? -preguntó el bravo lleno de confusión-. ¿Le daremos un susto? ... No sé lo que pensará la señora. Lo digo porque esta noche estuve a verla, y me pareció que la madre y la hija se reconciliaban.
- No sea usted bruto ... ¿Por qué no entra usted?
- Ahora me acuerdo de que los mozos armados ya no están ahí, porque yo les mandé salir esta noche.
- Y aún duda este marmolejo lo que ha de hacer. Ramos, no sea usted cobarde y entre en la huerta.
- ¿Por dónde, si han cerrado la puertecilla?
- Salte usted por encima de la tapia ... ¡Qué pelmazo! Si yo fuera hombre ...
- Pues arriba ... Aquí hay unos ladrillos gastados por donde suben los chicos a robar fruta.
- Arriba pronto. Yo voy a llamar a la puerta principal para que despierte la señora, si es que duerme.
El Centauro subió, no sin dificultad. Montó a caballo breve instante sobre el muro, y después desapareció entre la negra espesura de los árboles. María Remedios corrió desalada hacia la calle del Condestable, y cogiendo el aldabón de la puerta principal, llamó ... llamó con toda el alma y la vida tres veces.
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