Índice de Pepita Jiménez de Juan ValeraSegunda parte de ParalipómenosEpílogo. Cartas de mi hermanoBiblioteca Virtual Antorcha

PEPITA JIMÉNEZ

Paralipómenos

Tercera parte


Bastante más tarde, con previas toses y resonar de pies, entró Antoñona en el despacho diciendo:

- ¡Vaya una plática larga! Este sermón que ha predicado el colegial no ha sido el de las siete palabras, sino que ha estado a punto de ser el de las cuarenta horas. Tiempo es ya de que te vayas, don Luis. Son cerca de las dos de la mañana.

- Bien está -dijo Pepita-, se irá al momento.

Antoñona volvió a salir del despacho, y aguardó fuera.

Pepita estaba transformada. Las alegrías que no había tenido en su niñez, el gozo y el contento de que no había gustado en los primeros años de su juventud, la bulliciosa actividad y travesura que una madre adusta y un marido viejo habían contenido y como represado en ella hasta entonces, se diría que brotaron de repente en su alma, como retoñan las hojas verdes de los árboles, cuando las nieves y los hielos de un invierno riguroso y dilatado han retardado su germinación.

Una señora de ciudad, que conoce lo que llamamos conveniencias sociales, hallará extraño y hasta censurable lo que voy a decir de Pepita; pero Pepita, aunque elegante de suyo, era una criatura muy a lo natural, y en quien no cabían la compostura disimulada y toda la circunspección que en el gran mundo se estilan. Así es que, vencidos los obstáculos que se oponían a su dicha, viendo ya rendido a don Luis, teniendo su promesa espontánea de que la tomaría por mujer legítima, y creyéndose con razón amada, adorada, de aquel a quien amaba y adoraba tanto, brincaba y reía y daba otras muestras de júbilo, que, en medio de todo, tenían mucho de infantil y de inocente.

Era menester que don Luis partiera. Pepita fue por un peine y le alisó con amor los cabellos, besándoselos después.

Pepita le hizo mejor el lazo de la corbata.

- Adiós, dueño amado -le dijo-. Adiós, dulce rey de mi alma. Yo se lo diré todo a tu padre, si tú no quieres atreverte. Él es bueno y nos perdonará.

Al cabo los dos amantes se separaron.

Cuando Pepita se vio sola, su bulliciosa alegría se disipó, y su rostro tomó una expresión grave y pensativa.

Pepita pensó dos cosas igualmente serias: una de interés mundano, otra de más elevado interés. Lo primero en que pensó fue en que su conducta de aquella noche, pasada la embriaguez del amor, pudiera perjudicarle en el concepto de don Luis. Pero hizo severo examen de conciencia, y, reconociendo que ella no había puesto ni malicia, ni premeditación en nada, y que cuanto hizo nació de un amor irresistible y de nobles impulsos, consideró que don Luis no podía menospreciarla nunca, y se tranquilizó por este lado. No obstante, aunque su confesión candorosa de que no entendía el mero amor de los espíritus, y aunque su fuga a lo interior de la alcoba sombría había sido obra del instinto más inocente, sin prever los resultados, Pepita no se negaba que había pecado después contra Dios, y en este punto no hallaba disculpa. Se encomendó, pues, de todo corazón a la Virgen para que la perdonase; hizo promesa a la imagen de la Soledad, que había en el convento de monjas, de comprar siete lindas espadas de oro, de sutil y prolija labor, con que adornar su pecho; y determinó ir a confesarse al día siguiente con el vicario y someterse a la más dura penitencia que le impusiera para merecer la absolución de aquellos pecados, merced a los cuales venció la terquedad de don Luis, quien de lo contrario hubiera llegado a ser cura, sin remedio.

Mientras Pepita discurría así allá en su mente, y resolvía con tanto tino sus negocios del alma, don Luis bajó hasta el zaguán, acompañado por Antoñona.

Antes de despedirse dijo don Luis sin preparación ni rodeos:

- Antoñona, tú que lo sabes todo, dime, quién es el conde de Genazahar y qué clase de relaciones ha tenido con tu ama.

- Temprano empiezas a mostrarte celoso.

- No son celos; es curiosidad solamente.

- Mejor es así. Nada más fastidioso que los celos. Voy a satisfacer tu curiosidad. Ese conde está bastante tronado. Es un perdido, jugador y mala cabeza; pero tiene más vanidad que don Rodrigo en la horca. Se empeñó en que mi niña le quisiera y se casase con él, y como la niña le ha dado mil veces calabazas, está que trina. Esto no impide que se guarde por allá más de mil duros, que hace años le prestó don Gumersindo, sin más hipoteca que un papelucho, por culpa y a ruegos de Pepita, que es mejor que el pan. El tonto del conde creyó sin duda que Pepita, que fue tan buena de casada que hizo que le diesen dinero, había de ser de viuda tan rebuena para él que le había de tomar por marido. Vino después el desengaño con la furia consiguiente.

- Adiós, Antoñona -dijo don Luis y se salió a la calle, silenciosa ya y sombría.

Las luces de las tiendas y puestos de la feria se habían apagado y la gente se retiraba a dormir, salvo los amos de las tiendas de juguetes y otros pobres buhoneros, que dormían al sereno al lado de sus mercancías.

En algunas rejas, seguían aún varios embozados, pertinaces e incansables, pelando la pava con sus novias. La mayoría había desaparecido ya.

En la calle, lejos de la vista de Antoñona, don Luis dio rienda suelta a sus pensamientos. Su resolución estaba tomada, y todo acudía a su mente a confirmar su resolución. La sinceridad y el ardor de la pasión que había inspirado a Pepita, su hermosura; la gracia juvenil de su cuerpo y la lozanía primaveral de su alma, se le presentaban en la imaginación y le hacían dichoso.

Con cierta mortificación de la vanidad reflexionaba, no obstante, don Luis en el cambio que en él se había obrado. ¿Qué pensaría el deán? ¿Qué espanto no sería el del Obispo? Y sobre todo, ¿qué motivo tan grave de queja no había dado don Luis a su padre? Su disgusto, su cólera cuando supiese el compromiso que ligaba a Luis con Pepita, se ofrecían al ánimo de don Luis y le inquietaban sobre manera.

En cuanto a lo que él llamaba su caída antes de caer, fuerza es confesar que le parecía poco honda y poco espantosa después de haber caído. Su misticismo, bien estudiado, con la nueva luz que acababa de adquirir, se le antojó que no había tenido ser ni consistencia; que había sido un producto artificial y vano de sus lecturas, de su petulancia de muchacho y de sus ternwas sin objeto de colegial inocente. Cuando recordaba que a veces había creído recibir favores y regalos sobrenaturales, y había oído susurros místicos y había estado en conversación interior, y casi había empezado a caminar por la vía unitiva, llegando a la oración de quietud, penetrando en el abismo del alma y subiendo al ápice de la mente, don Luis se sonreía y sospechaba que no había estado por completo en su juicio. Todo había sido presunción suya. Ni él había hecho penitencia, ni él había vivido largos años en contemplación, ni él tenía ni había tenido merecimientos bastantes para que Dios le favoreciese con distinciones tan altas. La mayor prueba que se daba a sí propio de todo esto, la mayor seguridad de que los regalos sobrenaturales de que había gozado eran sofísticos, eran simples recuerdos de los autores que leía, nacía de que nada de eso había deleitado tanto su alma como un te amo de Pepita, como el toque delicadísimo de una mano de Pepita jugando con los negros rizos de su cabeza.

Don Luis apelaba a otro género de humildad cristiana para justificar a sus ojos lo que ya no quería llamar caída, sino cambio. Se confesaba indigno de ser sacerdote, y se allanaba a ser lego, casado, vulgar, un buen lugareño cualquiera, cuidando de las viñas y los olivos, criando a sus hijos, pues ya los deseaba, y siendo modelo de maridos al lado de su Pepita.

Aquí vuelvo yo, como responsable que soy de la publicación y divulgación de esta historia, a creerme en la necesidad de interpolar varias reflexiones y aclaraciones de mi cosecha.

Dije al empezar que me inclinaba a creer que esta parte narrativa o Paralipómenos era obra del señor deán, a fin de completar el cuadro y acabar de relatar los sucesos que las cartas no relatan; pero entonces aún no había yo leído con detención el manuscrito. Ahora, al notar la libertad con que se tratan ciertas materias y la manga ancha que tiene el autor para algunos deslices, dudo de que el señor deán, cuya rigidez sé de buena tinta, haya gastado la de su tintero en escribir lo que el lector habrá leído. Sin embargo, no hay bastante razón para negar que sea el señor deán el autor de los Paralipómenos.

La duda queda en pie porque, en el fondo, nada hay en ellos que se oponga a la verdad católica ni a la moral cristiana. Por el contrario, si bien se examina, se verá que sale de todo una lección contra los orgullosos y soberbios, con ejemplar escarmiento en la persona de don Luis. Esta historia pudiera servir sin dificultad de apéndice a los Desengaños místicos del Padre Arbiol.

En cuanto a lo que sostienen dos o tres amigos míos discretos, de que el señor deán, a ser el autor, hubiera referido los sucesos de otro modo, diciendo mi sobrino al hablar de don Luis, y poniendo sus consideraciones morales de vez en cuando, no creo que es argumento de gran valer. El señor deán se propuso contar lo ocurrido y no probar ninguna tesis, y anduvo atinado en no meterse en dibujos y en no sacar moralejas. Tampoco hizo mal, en mi sentir, en ocultar su personalidad y en no mentar su yo, lo cual no sólo demuestra su humildad y modestia, sino buen gusto literario, porque los poetas épicos y los historiadores, que deben servir de modelo, no dicen yo, aunque hablen de ellos mismos y ellos mismos sean héroes y actores de los casos que cuentan. Jenofonte Ateniense, pongo por caso, no dice yo en su Anábasis, sino se nombra en tercera persona cuando es menester, como si fuera uno el que escribió y otro el que ejecutó aquellas hazañas. Y aun así, pasan no pocos capítulos de la obra sin que aparezca Jenofonte. Sólo poco antes de darse la famosa batalla en que murió el joven Ciro, revistando este príncipe a los griegos y bárbaros que formaban su ejército, y estando ya cerca el de su hermano Artajerjes, que había sido visto desde muy lejos en la extensa llanura sin árboles, primero como nubecilla blanca, luego como mancha negra, y por último, con claridad y distinción, oyéndose el relinchar de los caballos, el rechinar de los carros de guerra, armados de truculentas hoces, el gruñir de los elefantes y el son de los instrumentos bélicos, y viéndose el resplandor del bronce y del oro de las armas iluminadas por el sol; sólo en aquel instante, digo, y no de antemano, se muestra Jenofonte y habla con Ciro, saliendo de las filas y explicándole el murmullo que corría entre los griegos, el cual no era otro que lo que llamamos santo y seña en el día, y que fue en aquella ocasión Júpiter salvador y Victoria. El señor deán, que era un hombre de gusto y muy versado en los clásicos, no había de incurrir en el error de ingerirse y entreverarse en la historia a título de tío yayo del héroe, y de moler al lector saliendo a cada paso un tanto difícil y resbaladizo con un párate ahí, con un ¿qué haces? ¡mira no te caigas, desventurado! o con otras advertencias por el estilo. No chistar tampoco, ni oponerse en alguna manera, hallándose presente, al menos en espíritu, sentaba mal en algunos de los lances que van referidos. Por todo lo cual, a no dudarlo, el señor deán, con la mucha discreción que le era propia, pudo escribir estos Paralipómenos, sin dar la cara, como si dijéramos.

Lo que sí hizo fue poner glosas y comentarios de provechosa edificación, cuando talo cual pasaje lo requería; pero yo los suprimo aquí, porque no están en moda las novelas anotadas o glosadas, y porque sería voluminosa esta obrilla, si se imprimiese con los mencionados requisitos.

Pondré, no obstante, en este lugar, como única excepción e incluyéndola en el texto, la nota del señor deán, sobre la rápida transformación de don Luis de místico en no místico. Es curiosa la nota, y derrama mucha luz sobre todo.

- Esta mudanza de mi sobrino -dice-, no me ha dado chasco. Yo la preveía desde que me escribió las primeras cartas. Luisito me alucinó al principio. Pensé que tenía una verdadera vocación, pero luego caí en la cuenta de que era un vano espíritu poético; el misticismo fue la máquina de sus poemas, hasta que se presentó otra máquina más adecuada.

¡Alabado sea Dios, que ha querido que el desengaño de Luisito llegue a tiempo! ¡Mal clérigo hubiera sido si no acude tan en sazón Pepita Jiménez! Hasta su impaciencia de alcanzar la perfección de un brinco hubiera debido darme mala espina, si el cariño de tío no me hubiera cegado. Pues qué, ¿los favores del cielo se consiguen enseguida? ¿No hay más que llegar y triunfar? Contaba un amigo mío, marino, que cuando estuvo en ciertas ciudades de América, era muy mozo, y pretendía a las damas con sobrada precipitación, y que ellas le decían con un tonillo lánguido americano:

- ¡Apenas llega y ya quiere!... ¡Haga méritos si puede!. Si esto pudieron decir aquellas señoras, ¿qué no dirá el cielo a los audaces que pretenden escalarle sin méritos y en un abrir y cerrar de ojos? Mucho hay que afanarse, mucha purificación se necesita, mucha penitencia se requiere, para empezar a estar bien con Dios y a gozar de sus regalos. Hasta en las vanas y falsas filosofías, que tienen algo de místico, no hay don ni favor sobrenatural, sin poderoso esfuerzo y costoso sacrificio. Jámblico no tuvo poder para evocar a los genios del amor y hacerlos salir de la fuente de Edgadara, sin haberse antes quemado las cejas a fuerza de estudio y sin haberse maltratado el cuerpo con privaciones y abstinencias. Apolonio de Triana se supone que se maceró de lo lindo antes de hacer sus falsos milagros. Y en nuestros días, los krausistas, que ven a Dios, según aseguran, con vista real, tienen que leerse y aprenderse antes muy bien toda la Analítica de Sanz del Río, lo cual es más dificultoso y prueba más paciencia y sufrimiento que abrirse las carnes a azotes y ponérselas como una breva madura. Mi sobrino quiso de bóbilis-bóbilis ser un varón perfecto, y ... ¡vean ustedes en lo que ha venido a parar! Lo que importa ahora es que sea un buen casado, y que, ya que no sirve para grandes cosas, sirva para lo pequeño y doméstico, haciendo feliz a esa muchacha que al fin no tiene otra culpa que la de haberse enamorado de él como una loca, con un candor y un ímpetu selváticos.

Hasta aquí la nota del señor deán, escrita con desenfado íntimo, como para él solo, pues bien ajeno estaba el pobre de que yo había de jugarle la mala pasada de darla al público.

Sigamos ahora la narración.

Don Luis, en medio de la calle, a las dos de la noche, iba discurriendo, como ya hemos dicho, en que su vida, que hasta allí había él soñado con que fuese digna de la Leyenda áurea se convirtiese en un suavísimo y perpetuo idilio. No había sabido resistir las asechanzas del amor terrenal; no había sido como un sinnúmero de santos, y entre ellos San Vicente Ferrer con cierta lasciva señora valenciana; pero tampoco era igual el caso; y si el salir huyendo de aquella daifa endemoniada fue en San Vicente un acto de virtud heroica, en él hubiera sido el salir huyendo del rendimiento, del candor y de la mansedumbre de Pepita, algo de tan monstruoso y sin entrañas, como si cuando Ruth se acostó a los pies de Booz, diciéndole Soy tu esclava; extiende tu capa sobre tu sierva, Booz le hubiera dado un puntapié y la hubiera mandado a paseo. Don Luis, cuando Pepita se le rendía, tuvo pues que imitar a Booz y exclamar: Hija, bendita seas del Señor, que has excedido tu primera bondad con ésta de ahora. Así se disculpaba don Luis de no haber imitado a San Vicente y a otros santos no menos ariscos. En cuanto al mal éxito que tuvo la proyectada imitación de San Eduardo, también trataba de cohonestarle y disculparle. San Eduardo se casó por razón de Estado, porque los grandes del reino lo exigían, y sin inclinación hacia la reina Edita; pero en él y en Pepita Jiménez no había razón de Estado, ni grandes ni pequeños, sino amor finísimo de ambas partes.

De todos modos no se negaba don Luis, y esto prestaba a su contento un leve tinte de melancolía, que había destruido su ideal; que había sido vencido. Los que jamás tienen ni tuvieron ideal alguno no se apuran por esto; pero don Luis se apuraba. Don Luis pensó desde luego en sustituir el antiguo y encumbrado ideal con otro más humilde y fácil. Y si bien recordó a Don Quijote, cuando vencido por el caballero de la Blanca Luna decidió hacerse pastor, maldito el efecto que le hizo la burla, sino que pensó en renovar con Pepita Jiménez, en nuestra edad prosaica y descreída, la edad venturosa y el piadosísimo ejemplo de Filemón y de Baucis, tejiendo un dechado de vida patriarcal en aquellos campos amenos; fundando en el lugar que le vio nacer un hogar doméstico lleno de religión, que fuese a la vez asilo de menesterosos, centro de cultura y de amistosa convivencia, y limpio espejo donde pudieran mirarse las familias; y uniendo por último el amor conyugal con el amor de Dios, para que Dios santificase y visitase la morada de ellos, haciéndola como templo, donde los dos fuesen ministros y sacerdotes, hasta que dispusiese el cielo llevárselos juntos a mejor vida.

Al logro de todo ello se oponían dos dificultades que era menester allanar antes, y don Luis se preparaba a allanarlas.

Era una el disgusto, quizás el enojo de su padre, a quien había defraudado en sus más caras esperanzas. Era la otra dificultad de muy diversa índole y en cierto modo más grave.

Don Luis, cuando iba a ser clérigo, estuvo en su papel no defendiendo a Pepita de los groseros insultos del conde de Genazahar, sino con discursos morales, y no tomando venganza de la mofa y desprecio con que tales discursos fueron oídos. Pero, ahorcados ya los hábitos, y teniendo que declarar enseguida que Pepita era su novia y que iba a casarse con ella, don Luis, a pesar de su carácter pacífico, de sus ensueños de humana ternura, y de las creencias religiosas que en su alma quedaban íntegras, y que repugnaban todo medio violento, no acertaba a compaginar con su dignidad el abstenerse de romper la crisma al conde desvergonzado. De sobra sabía que el duelo es usanza bárbara; que Pepita no necesitaba de la sangre del conde para quedar limpia de todas las manchas de la calumnia, y hasta que el mismo conde, por mal criado y por bruto, y no porque lo creyese, ni quizá por un rencor desmedido, había dicho tanto denuesto. Sin embargo, a pesar de todas estas reflexiones, don Luis conocía que no se sufriría a sí propio durante toda su vida, y que por consiguiente no llegaría a hacer nunca a gusto el papel de Filemón, si no empezaba por hacer el de Fierabrás, dando al conde su merecido, si bien pidiendo a Dios que no le volviese a poner en otra ocasión semejante.

Decidido, pues, al lance, resolvió llevarle a cabo enseguida. Y pareciéndole feo y ridículo enviar padrinos, y hacer que trajesen en boca el honor de Pepita, halló lo más razonable buscar camorra con cualquier otro pretexto.

Supuso además que el conde, forastero y vicioso jugador, sería muy posible que estuviese aún en el casino hecho un tahúr, a pesar de lo avanzado de la noche, y don Luis se fue derecho al casino.

El casino permanecía abierto, pero las luces del patio y de los salones estaban casi todas apagadas. Sólo en un salón había luz. Allí se dirigió don Luis, y desde la puerta vio al conde de Genazahar, que jugaba al monte, haciendo de banquero. Cinco personas nada más apuntaban: dos eran forasteros como el conde, las otras tres eran el capitán de caballería encargado de la remonta, Currito y el médico. No podían disponerse las cosas más al intento de don Luis. Sin ser visto, por lo afanados que estaban en el juego, don Luis los vio, y apenas los vio, volvió a salir del casino y se fue rápidamente a su casa. Abrió un criado la puerta; preguntó don Luis por su padre, y sabiendo que dormía, para que no le sintiera ni se despertara, subió don Luis de puntillas a su cuarto con una luz, recogió unos tres mil reales que tenía de su peculio, en oro, y se los guardó en el bolsillo. Dijo después al criado que le volviese a abrir, y se fue al casino otra vez.

Entonces entró don Luis en el salón donde jugaban, dando taconazos recios, con estruendo y con aire de taco, como suele decirse. Los jugadores se quedaron pasmados al verle.

- ¡Tú por aquí a estas horas! -dijo Currito.

- ¿De dónde sale usted, curita? -dijo el médico.

- ¿Viene usted a echarme otro sermón? -exclamó el conde.

- Nada de sermones -contestó don Luis con mucha calma-. El mal efecto que surtió el último que prediqué me ha probado con evidencia que Dios no me llama por ese camino, y ya he elegido otro. Usted, señor conde, ha hecho mi conversión. He ahorcado los hábitos; quiero divertirme, estoy en la flor de la mocedad y quiero gozar de ella.

- Vamos, me alegro -interrumpió el conde-; pero cuidado, niño, que si la flor es delicada, puede marchitarse y deshojarse temprano.

- Ya de eso cuidaré yo -replicó don Luis-. Veo que se juega. Me siento inspirado. Usted talla. ¿Sabe usted, señor conde, que tendría chiste que yo le desbancase?

- Tendría chiste, ¿eh? ¡Usted ha cenado fuerte!

- He cenado lo que me ha dado la gana.

- Respondonzuelo se va haciendo el mocito.

- Me hago lo que quiero.

- Voto va ... -dijo el conde, y ya se sentía venir la tempestad, cuando el capitán se interpuso y la paz se restableció por completo.

- Ea -dijo el conde, sosegado y afable-, desembaúle usted los dinerillos y pruebe fortuna.

Don Luis se sentó a la mesa y sacó del bolsillo todo su oro. Su vista acabó de serenar al conde, porque casi excedía aquella suma a la que tenía él de banca, y ya imaginaba que iba a ganársela al novato.

- No hay que calentarse mucho la cabeza en este juego -dijo don Luis-. Ya me parece que le entiendo. Pongo dinero a una carta, y si sale la carta, gano, y si sale la contraria, gana usted.

- Así es, amiguito; tiene usted un entendimiento macho.

- Pues lo mejor es que no tengo sólo macho el entendimiento, sino también la voluntad; y con todo, en el conjunto, disto bastante de ser un macho, como hay tantos por ahí.

- ¡Vaya si viene usted parlanchín y si saca alicantinas!

Don Luis se calló: jugó unas cuantas veces, y tuvo tan buena fortuna, que ganó casi siempre.

El conde comenzó a cargarse.

- ¿Sí me desplumará el niño? -dijo-. Dios protege la inocencia.

Mientras que el conde se amostazaba, don Luis sintió cansancio y fastidio y quiso acabar de una vez.

- El fin de todo esto -dijo- es ver si yo me llevo esos dineros o si usted se lleva los míos. ¿No es verdad, señor conde?

- Es verdad.

- Pues ¿para qué hemos de estar aquí en vela toda la noche? Ya va siendo tarde, y siguiendo su consejo de usted debo recogerme para que la flor de mi mocedad no se marchite.

- ¿Qué es eso? ¿Se quiere usted largar? ¿Quiere usted tomar el olivo?

- Yo no quiero tomar olivo ninguno. Al contrario. Curro, dime tú: aquí, en este montón de dinero, ¿no hay más que en la banca?

Currito miró, y contestó:

- Es indudable.

- ¿Cómo explicaré -preguntó don Luis-, que juego en un golpe cuanto hay en la banca contra otro tanto?

- Eso se explica -respondió Currito-, diciendo: ¡COpo!

- Pues, copo -dijo don Luis dirigiéndose al conde-; va el copo y la red en este rey de espadas, cuyo compañero hará de seguro su epifanía antes que su enemigo el tres.

El conde que tenía todo su capital mueble en la banca, se asustó al verle comprometido de aquella suerte; pero no tuvo más remedio que aceptar.

Es sentencia del vulgo que los afortunados en amores son desgraciados al juego; pero más cierta parece la contraria afirmación. Cuando acude la buena dicha, acude para todo, y lo mismo cuando la desdicha acude.

El conde fue tirando cartas, y no salía ningún tres. Su emoción era grande, por más que lo disimulaba. Por último, descubrió por la pinta el rey de copas, y se detuvo.

- Tire usted -dijo el capitán.

- No hay para qué. El rey de copas. ¡Maldito sea! El curita me ha desplumado. Recoja usted el dinero.

El conde echó con rabia la baraja sobre la mesa.

Don Luis recogió todo el dinero con indiferencia y reposo.

Después de un corto silencio, habló el conde:

- Curita es menester que me dé usted el desquite.

- No veo la necesidad.

- ¡Me parece que entre caballeros! ...

- Por esa regla el juego no tiene término -observó don Luis-. Por esa regla, lo mejor sería ahorrarse el trabajo de jugar.

- Déme usted el desquite -replicó el conde, sin atender a razones.

- Sea -dijo don Luis-. Quiero ser generoso.

El conde volvió a tomar la baraja y se dispuso a echar nueva talla.

- Alto ahí -dijo don Luis-; entendámonos antes. ¿Dónde está el dinero de la nueva banca de usted?

El conde se quedó turbado y confuso.

- Aquí no tengo dinero -contestó-, pero me parece que sobra con mi palabra.

Don Luis entonces, con acento grave y reposado, dijo:

- Señor conde, yo no tendría inconveniente en fiarme de la palabra de un caballero y en llegar a ser su acreedor, si no temiese perder su amistad que casi voy ya conquistando; pero, desde que vi esta mañana la crueldad con que trató usted a ciertos amigos míos, que son sus acreedores, no quiero hacerme culpado para con usted del mismo delito. No faltaba más sino que yo voluntariamente incurriese en el enojo de usted, prestándole dinero, que no me pagaría, como no ha pagado, sino con injurias, el que debe a Pepita Jiménez.

Por lo mismo que el hecho era cierto, la ofensa fue mayor. El conde se puso lívido de cólera, y ya de pie, pronto a venir a las manos con el colegial, dijo con voz alterada:

- ¡Mientes, deslenguado! ¡Voy a deshacerte entre mis manos, hijo de la grandísima ...!

Esta última injuria, que recordaba a don Luis la falta de su nacimiento y caía sobre el honor de la persona cuya memoria le era más querida y respetada, no acabó de formularse, no acabó de llegar a sus oídos.

Don Luis, por encima de la mesa, que estaba entre él y el conde, con agilidad asombrosa y con tino y fuerza, tendió el brazo derecho, armado de un junco o bastoncillo flexible y cimbreante, y cruzó la cara de su enemigo, levantándole al punto un verdugón amoratado.

No hubo ni grito, ni denuesto, ni alboroto posterior. Cuando empiezan las manos, suelen callar las lenguas. El conde iba a lanzarse sobre don Luis para destrozarle si podía; pero la opinión había dado una gran vuelta desde aquella mañana, y entonces estaba en favor de don Luis. El capitán, el médico y hasta Currito, ya con más ánimo, contuvieron al conde, que pugnaba y forcejeaba ferozmente por desasirse.

- Dejadme libre; dejadme que le mate -decía.

- Yo no trato de evitar un duelo -dijo el capitán-. El duelo es inevitable. Trato sólo de que no luchéis aquí como dos ganapanes. Faltaría a mi decoro si presenciase tal lucha.

- Que vengan armas -dijo el conde-. No quiero retardar el lance ni un minuto ... En el acto ... aquí.

- ¿Queréis reñir al sable? -dijo el capitán.

- Bien está -respondió don Luis.

- Vengan los sables -dijo el conde.

Todos hablaban en voz baja para que no se oyese nada en la calle. Los mismos criados del casino, que dormían en sillas, en la cocina y en el patio, no llegaron a despertarse.

Don Luis eligió para testigos al capitán y a Currito. El conde, a los dos forasteros. El médico quedó para hacer su oficio, y enarboló la bandera de la Cruz Roja.

Era todavía de noche. Se convino en hacer campo de batalla de aquel salón, cerrando antes la puerta.

El capitán fue a su casa por los sables y los trajo al momento, debajo de la capa que para ocultarlos se puso.

Ya sabemos que don Luis no había empuñado en su vida un arma. Por fortuna, el conde no era mucho más diestro en la esgrima, aunque nunca había estudiado teología ni pensado en ser clérigo.

Las condiciones del duelo se redujeron a que, una vez el sable en la mano, cada uno de los dos combatientes hiciese lo que Dios le diera a entender.

Se cerró la puerta de la sala.

Las mesas y las sillas se apartaron en un rincón para despejar el terreno. Las luces se colocaron de un modo conveniente. Don Luis y el conde se quitaron levitas y chalecos, quedaron en mangas de camisa y tomaron las armas. Se hicieron a un lado los testigos. A una señal del capitán, empezó el combate.

Entre dos personas que no sabían parar ni defenderse la lucha debía ser brevísima, y lo fue.

La furia del conde, retenida por algunos minutos, estalló y le cegó. Era robusto, tenía unos puños de hierro, y sacudía con el sable una lluvia de tajos sin orden ni concierto. Cuatro veces tocó a don Luis, por fortuna siempre de plano. Lastimó sus hombros, pero no le hirió. Menesler fue de todo el vigor del joven teólogo para no caer derribado a los tremendos golpes y con el dolor de las contusiones. Todavía tocó el conde por quinta vez a don Luis, y le dio en el brazo izquierdo. Aquí la herida fue de filo, aunque de soslayo. La sangre de don Luis empezó a correr en abundancia. Lejos de contenerse un poco, el conde arremetió con más ira, para herir de nuevo: casi se metió bajo el sable de don Luis. Éste, en vez de prepararse a parar, dejó caer el sable con brío y acertó con una cuchillada en la cabeza del conde. La sangre salió con ímpetu y se extendió por la frente y corrió sobre los ojos. Aturdido por el golpe, dio el conde con su cuerpo en el suelo.

Toda la batalla fue negocio de algunos segundos.

Don Luis había estado sereno, como un filósofo estoico, a quien la dura ley de la necesidad obliga a ponerse en semejante conflicto, tan contrario a sus costumbres y modo de pensar; pero, no bien miró a su contrario por tierra, bañado en sangre, y como muerto, don Luis sintió una angustia grandísima y temió que le diese una congoja. Él, que no se creía capaz de matar un gorrión, acaso acababa de matar a un hombre. Él, que aún estaba resuelto a ser sacerdote, a ser misionero, a ser ministro y nuncio del Evangelio hacía cinco o seis horas, había cometido o se acusaba de haber cometido en nada de tiempo todos los delitos y de haber infringido todos los mandamientos de la ley de Dios. No había quedado pecado mortal de que no se contaminase. Sus propósitos de santidad heroica y perfecta se habían desvanecido primero. Sus propósitos de una santidad más fácil, cómoda y burguesa, se desvanecían después. El diablo desbarataba sus planes. Se le antojaba que ni siquiera podía ya ser un Filemón cristiano, pues no era buen principio para el idilio perpetuo el de rasgar la cabeza al prójimo de un sablazo.

El estado de don Luis, después de las agitaciones de todo aquel día, era el de un hombre que tiene fiebre cerebral. Currito y el capitán, cada uno de un lado, le agarraron y llevaron a su casa.

Don Pedro de Vargas se levantó sobresaltado cuando le dijeron que venía su hijo herido. Acudió a verle, examinó las contusiones y la herida del brazo, y vio que no eran de cuidado, pero puso el grito en el cielo diciendo que iba a tomar venganza de aquella ofensa, y no se tranquilizó hasta que supo el lance, y que don Luis había sabido tomar venganza por sí, a pesar de su teología.

El médico vino poco después a curar a don Luis, y pronosticó que en tres o cuatro días estaría don Luis para salir a la calle, como si tal cosa. El conde, en cambio, tenía para meses. Su vida, sin embargo, no corría peligro. Había vuelto de su desmayo, y había pedido que le llevasen a su pueblo, que no dista más que una legua del lugar en que pasaron estos sucesos. Habían buscado un carricoche de alquiler y le habían llevado, yendo en su compañía su criado y los dos forasteros que le sirvieron de testigos.

A los cuatro días del lance, se cumplieron en efecto los pronósticos del doctor, y don Luis, aunque magullado de los golpes y con la herida abierta aún, estuvo en estado de salir, y prometiendo un restablecimiento completo en plazo muy breve.

El primer deber que don Luis creyó que necesitaba cumplir, no bien le dieron de alta, fue confesar a su padre sus amores con Pepita y declararle su intención de casarse con ella.

Don Pedro no había ido al campo ni se había empleado sino en cuidar a su hijo durante la enfermedad. Casi siempre estaba a su lado acompañándole y mimándole con singular cariño.

En la mañana del día 27 de junio, después de irse el médico, don Pedro quedó solo con su hijo; y entonces la tan difícil confesión para don Luis tuvo lugar del modo siguiente:

- Padre mío -dijo don Luis-, yo no debo seguir engañando a usted por más tiempo. Hoy voy a confesar a usted mis faltas y a desechar la hipocresía.

- Muchacho, si es confesión lo que vas a hacer, mejor será que llames al padre vicario. Yo tengo muy holgachón el criterio, y te absolveré de todo, sin que mi absolución te valga para nada. Pero si quieres confiarme algún hondo secreto como a tu mejor amigo, empieza, que te escucho.

- Lo que tengo que confiar a usted es una gravísima falta mía, y me da vergüenza ...

- Pues no tengas vergüenza con tu padre y di sin rebozo.

Aquí don Luis, poniéndose muy colorado, y con visible turbación, dijo:

- Mi secreto es que estoy enamorado de ... Pepita Jiménez, y que ella ...

Don Pedro interrumpió a su hijo con una carcajada y continuó la frase:

- Y que ella está enamorada de ti, y que la noche de la velada de San Juan estuviste con ella en dulces coloquios hasta las dos de la mañana, y que por ella buscaste un lance con el conde de Genazahar a quien has roto la cabeza. Pues, hijo, bravo secreto me confías. No hay perro ni gato en el lugar que no esté ya al corriente de todo. Lo único que parecía posible ocultar era la duración del coloquio hasta las dos de la mañana, pero unas gitanas buñoleras te vieron salir de la casa y no pararon hasta contárselo a todo bicho viviente. Pepita, además, no disimula cosa mayor; y hace bien, porque sería el disimulo de Antequera ... Desde que estás enfermo viene aquí Pepita dos veces al día, y otras dos o tres veces envía a Antoñona a saber de tu salud, y si no han entrado a verte, es porque yo me he opuesto para que no te alborotes.

La turbación y el apuro de don Luis subieron de punto cuando oyó contar a su padre toda la historia en lacónico compendio.

- ¡Qué sorpresa! -dijo-, ¡qué asombro habrá sido el de usted!

- Nada de sorpresa, ni de asombro, muchacho. En el lugar sólo se saben las cosas hace cuatro días, y la verdad sea dicha, ha pasmado tu transformación. ¡Miren el cógelas a tientas y mátalas callando; miren el santurrón y el gatito muerto, exclama la gente, con lo que ha venido a descolgarse! El padre vicario, sobre todo, se ha quedado turulato. Todavía está haciéndose cruces, al considerar cuánto trabajaste en la viña del Señor en la noche del 23 al 24, y cuán variados y diversos fueron tus trabajos. Pero a mí no me cogieron las noticias de susto, salvo tu herida. Los viejos sentimos crecer la yerba. No es fácil que los pollos engañen a los recoveros.

- Es verdad; he querido engañar a usted. ¡He sido un hipócrita!

- No seas tonto; no lo digo por motejarte. Lo digo para darme tono de perspicaz. Pero hablemos con franqueza; mi jactancia es inmotivada. Yo sé punto por punto el progreso de tus amores con Pepita, desde hace más de dos meses; pero lo sé porque tu tío el deán, a quien escribías tus impresiones, me lo ha participado todo. Oye la carta acusadora de tu tío, y oye la contestación que le di, documento importantísimo de que he guardado minuta.

Don Pedro sacó del bolsillo unos papeles y leyó lo que sigue:

Carta del deán

Mi querido hermano:

Siento en el alma tener que darte una mala noticia; pero confío en Dios que habrá de concederte paciencia y sufrimiento bastantes para que no te enoje y acibare demasiado. Luisito me escribe, hace días, extrañas cartas, donde descubro, al través de su exaltación mística, una inclinación harto terrenal y pecaminosa hacia cierta viudita, guapa, traviesa y coquetísima, que hay en ese lugar. Yo me había engañado hasta aquí, creyendo firme la vocación de Luisito, y me lisonjeaba de dar en él a la Iglesia de Dios un sacerdote sabio, virtuoso y ejemplar; pero las cartas referidas han venido a destruir mis ilusiones. Luisito se muestra en ellas más poeta que verdadero varón piadoso, y la viuda, que ha de ser de la piel de Barrabás, le rendirá con poco que haga. Aunque yo escribo a Luisito amonestándole para que huya de la tentación, doy ya por seguro que caerá en ella. No debiera esto pesarme, porque si ha de faltar y ser galanteador y cortejante, mejor es que su mala condición se descubra con tiempo y no llegue a ser clérigo. No vería yo, por lo tanto, grave inconveniente en que Luisito siguiera ahí, y fuese ensayado y analizado en la piedra de toque y crisol de tales amores, a fin de que la viudita fuese el reactivo por medio del cual se descubriera el oro puro de sus virtudes clericales o la baja liga con que el oro está mezclado; pero tropezamos con el escollo de que la dicha viuda, que habíamos de convertir en fiel contraste, es tu pretendida y no sé si tu enamorada. Pasaría, pues, de castaño oscuro el que resultase tu hijo rival tuyo. Esto sería un escándalo monstruoso, y/ para evitarle con tiempo, te escribo hoy, a fin de que, pretextando cualquiera cosa, envíes o traigas a Luisito por aquí, cuanto antes mejor.

Don Luis escuchaba en silencio y con los ojos bajos. Su padre continuó:

- A esta carta del deán contesté lo que sigue:

Contestación.

Hermano querido y venerable padre espiritual: mil gracias te doy por las noticias que me envías y por tus avisos y consejos. Aunque me precio de listo, confieso mi torpeza en esta ocasión. La vanidad me cegaba. Pepita Jiménez, desde que vino mi hijo, se me mostraba tan afable y cariñosa que yo me las prometía felices. Ha sido menester tu carta para hacerme caer en la cuenta. Ahora comprendo que, al haberse humanizado, al hacerme tantas fiestas y al bailarme el agua delante, no miraba en mí la pícara de Pepita sino al papá del teólogo barbilampiño. No te lo negaré: me mortificó y afligió un poco este desengaño en el primer momento; pero después lo reflexioné todo con la madurez debida, y mi mortificación y mi aflicción se convirtieron en gozo. El chico es excelente. Yo le he tomado mucho más afecto desde que está conmigo. Me separé de él y te le entregué para que le educases, porque mi vida no era muy ejemplar, y en este pueblo, por lo dicho y por otras razones, se hubiera criado como un salvaje. Tú fuiste más allá de mis esperanzas y aun de mis deseos, y por poco no sacas de Luisito un Padre de la Iglesia. Tener un hijo santo hubiera lisonjeado mi vanidad; pero hubiera sentido yo quedarme sin un heredero de mi casa y nombre, que me diese lindos nietos, y que después de mi muerte disfrutase de mis bienes, que son mi gloria, porque los he adquirido con ingenio y trabajo, y no haciendo fullerías y chanchullos. Tal vez la persuasión en que estaba yo de que no había remedio, de que Luis iba a catequizar a los chinos, a los indios y a los negritos de Monicongo, me decidió a casarme para dilatar mi sucesión. Naturalmente puse mis ojos en Pepita Jiménez, que no es de la piel de Barrabás como imaginas, sino una criatura remonísima, más bendita que los cielos y más apasionada que coqueta. Tengo tan buena opinión de Pepita que si volviese ella a tener diez y seis años y una madre imperiosa que la violentara, y yo tuviese ochenta años como Don Gumersindo, esto es, si viera ya la muerte en puertas, tomaría a Pepita por mujer para que me sonriese al morir como si fuera un ángel de mi guarda que había revestido cuerpo humano, y para dejarIe mi posición, mi caudal y mi nombre. Pero ni Pepita tiene ya diez y seis años, sino veinte, ni está sometida al culebrón de su madre, ni yo tengo ochenta años, sino cincuenta y cinco. Estoy en la peor edad, porque empiezo a sentirme harto averiado, con un poquito de asma, mucha tos, bastantes dolores reumáticos y otros alifafes, y sin embargo, maldita la gana que tengo de morirme. Creo que ni en veinte años me moriré, y como le llevo veinticinco a Pepita, calcula el desastroso porvenir que le aguardaba con este viejo perdurable. Al cabo de los pocos años de casada conmigo hubiera tenido que aborrecerme, a pesar de lo buena que es. Porque es buena y discreta no ha querido, sin duda, aceptarme por marido, a pesar de la insistencia y de la obstinación con que se lo he propuesto. ¡Cuánto se lo agradezco ahora! La misma puntita de vanidad lastimada por sus desdenes se embota ya al considerar que, si no me ama, ama mi sangre; se prenda del hijo mío. Si no quiere esta fresca y lozana hiedra enlazarse al viejo tronco, carcomido ya, trepe por él, me digo, para subir al renuevo tierno y al verde y florido pimpollo. Dios los bendiga a ambos y prospere estos amores. Lejos de llevarte al chico otra vez, le retendré aquí, hasta por fuerza, si es necesario. Me decido a conspirar contra su vocación. Sueño ya con verle casado. Me vaya remozar contemplando a la gentil pareja, unida por el amor. ¿Y cuando me den unos cuantos chiquillos? En vez de ir de misionero y de traerme de Australia o de Madagascar o de la India varios neófitos, con jetas de a palmo, negros como la tizna, o amarillos como el estezado y con ojos de mochuelo, ¿no será mejor que Luisito predique en casa, y me saque en abundancia una serie de catecumenillos rubios, sonrosados, con ojos como los de Pepita, y que parezcan querubines sin alas? Los catecúmenos que me trajese de por allá, sería menester que estuvieran a respetable distancia para que no me inficionasen, y éstos de por acá me olerían a rosas del paraíso, y vendrían a ponerse sobre mis rodillas, y jugarían conmigo, y me besarían, y me llamarían abuelito, y me darían palmaditas en la calva, que ya voy teniendo. ¿Qué quieres? Cuando estaba yo en todo mi vigor, no pensaba en las delicias domésticas; mas ahora, que estoy tan próximo a la vejez, si ya no estoy en ella, como no me he de hacer cenobita, me complazco en esperar que haré el papel de patriarca. Y no entiendas que voy a limitarme a esperar que cuaje el naciente noviazgo, sino que he de trabajar para que cuaje. Siguiendo tu comparación, pues que transformas a Pepita en crisol, y a Luis en metal, yo buscaré o tengo buscado ya un fuelle o soplete utilísimo, que contribuya a avivar el fuego para que el metal se derrita pronto. Este soplete es Antoñona, nodriza de Pepita, muy lagarta, muy sigilosa y muy afecta a su dueña. Antoñona se entiende ya conmigo, y por ella sé que Pepita está muerta de amores. Hemos convenido en que yo siga haciendo la vista gorda y no dándome por entendido de nada. El padre vicario, que es un alma de Dios, siempre en babia, me sirve tanto o más que Antoñona, sin advertirlo él, porque todo se le vuelve a hablar de Luis con Pepita, y de Pepita con Luis; de suerte que este excelente señor, con medio siglo en cada pata, se ha convertido ¡oh milagro del amor y de la inocencia! en palomita mensajero, con quien los dos amantes se envían sus requiebros y finezas, ignorándolo también ambos. Tan poderosa combinación de medios naturales y artificiales debe dar un resultado infalible. Ya te lo diré al darte parte de la boda, para que vengas a hacerla, o envíes a los novios tu bendición y un buen regalo.

Así acabó don Pedro de leer su carta, y al volver a mirar a don Luis, vio que don Luis había estado escuchando con los ojos llenos de lágrimas.

El padre y el hijo se dieron un abrazo muy apretado y muy prolongado.

Al mes justo de esta conversación y de esta lectura, se celebraron las bodas de don Luis de Vargas y de Pepita Jiménez.

Temeroso el señor deán de que su hermano le embromase demasiado con que el misticismo de Luisito había salido huero, y conociendo además que su papel iba a ser poco airoso en el lugar, donde todos dirían que tenía mala mano para sacar santos, dio por pretexto sus ocupaciones y no quiso venir, aunque envió su bendición y unos magníficos zarcillos, como presente para Pepita.

El padre vicario tuvo, pues, el gusto de casarla con don Luis.

La novia, muy bien engalanada, pareció hermosísima a todos, y digna de trocarse por el cilicio y las disciplinas.

Aquella noche dio don Pedro un baile estupendo en el patio de su casa y salones contiguos. Criados y señores, hidalgos y jornaleros, las señoras y señoritas y las mozas del lugar, asistieron y se mezclaron en él, como en la soñada primera edad del mundo, que no sé por qué llaman de oro. Cuatro diestros, o si no diestros, infatigables guitarristas, tocaron el fandango. Un gitano y una gitana, famosos cantadores, entonaron las coplas más amorosas y alusivas a las circunstancias. Y el maestro de escuela leyó un epitalamio, en verso heroico.

Hubo hojuelas, pestiños, gajorros, rosquillas, mostachones, bizcotelas y mucho vino para la gente menuda. El señorío se regaló con almíbares, chocolate, miel de azahar y miel de prima, y varios rosolis y mistelas aromáticas y refinadísimas.

Don Pedro estuvo hecho un cadete: bullicioso, bromista y galante. Parecía que era falso lo que declaraba en su carta al deán, del reúma y demás alifafes. Bailó el fandango con Pepita, con sus más graciosas criadas y con otras seis o siete mozuelas. A cada una, al volverla a su asiento, cansada ya, le dio con efusión el correspondiente y prescrito abrazo, y a las menos serias, algunos pellizcos, aunque esto no forma parte del ceremonial. Don Pedro llevó su galantería hasta el extremo de sacar a bailar a doña Casilda, que no pudo negarse, y que, con sus diez arrobas de humanidad y los calores de julio, vertía un chorro de sudor por cada poro. Por último, don Pedro atracó de tal suerte a Currito, y le hizo brindar tantas veces por la felicidad de los nuevos esposos, que el mulero Dientes tuvo que llevarle a su casa a dormir la mona, terciado en una borrica como un pellejo de vino.

El baile duró hasta las tres de la madrugada; pero los novios se eclipsaron discretamente antes de las once y se fueron a casa de Pepita. Don Luis volvió a entrar con luz, con pompa y majestad, y como dueño legítimo y señor adorado, en aquella limpia alcoba, donde poco más de un mes antes había entrado a oscuras, lleno de turbación y zozobra.

Aunque en el lugar es uso y costumbre, jamás interrumpida, dar una terrible cencerrada a todo viudo o viuda que contrae segundas nupcias, no dejándolos tranquilos con el resonar de los cencerros en la primera noche del consorcio, Pepita era tan simpática y don Pedro tan venerado y don Luis tan querido, que no hubo cencerros ni el menor conato de que resonasen aquella noche: caso raro que se registra como tal en los anales del pueblo.

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