Índice de El paraiso perdido de John MiltonPresentación de Chantal López y Omar CortésLIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO



Argumento

Este primer libro contiene en breves palabras el tema de todo el poema: la desobediencia del hombre, y como consecuencia de ella, la pérdida del Paraíso donde vivía. Se indica también que la primera causa de su caída fue la serpiente, o más bien Satanás, personificado en ella, el cual, al rebelarse contra Dios y atraer a su partido numerosas legiones de ángeles, fue arrojado del cielo por disposición divina y precipitado con toda su hueste en el abismo profundo. Terminada esta exposición, el poema prescinde de los demás antecedentes, y representa a Satanás con sus ángeles, ya sumidos en el infierno, que se describe aquí, no como si estuviera situado en el centro del mundo (porque debe suponerse que ni el cielo ni la tierra existían aún, y por lo tanto, no podían ser mansión de condenados), sino en un lugar de extrañas tinieblas, llamado más propiamente caos. Lanzado allí Satanás, con todos los suyos, en medio de un lago ardiente, herido por el rayo y anonadado, vuelve por fin en sí como despertando de un sueño, llama al que yace junto a él, que es su segundo en poder y jerarquía, y ambos discurren sobre su miserable estado. El príncipe infernal convoca a todas sus legiones, hasta entonces tan abatidas como él. Se levantan a su voz una tras otra, con su número, su orden de batallar y sus principales jefes, cuyos nombres son los de los ídolos conocidos después en Canaán y las comarcas circunvecinas. En un discurso que Satanás les dirige, los alienta con la esperanza de recobrar el cielo, anunciándoles por último la creación de un nuevo mundo y de un nuevo ser, conforme a una antigua profecía o tradición que se conserva en el cielo, pues era opinión de algunos santos padres que los ángeles existían mucho tiempo antes que este mundo visible. Para averiguar la verdad de esta profecía y lo que en su consecuencia debiera hacerse, junta en consejo a los principales. El Pandemonio, palacio de Satanás, construido de pronto, surge del abismo, y en él tienen su consejo los jefes infernales.




Canta, Musa celeste, la primera desobediencia del hombre, y el fruto de aquel árbol prohibido, cuyo funesto manjar trajo la muerte al mundo y todos nuestros males, con la pérdida del Edén, hasta que un hombre más grande reconquistó para nosotros la mansión bienaventurada. En la cima secreta del Oreb o del Sinaí, tú inspiraste a aquel pastor que fue el primero en enseñar a la raza escogida cómo en su principio salieron del caos los cielos y la tierra; y si te place más la colina de Sión o el arroyo de Siloé, que se deslizaba rápido junto al oráculo de Dios, allí invocaré tu auxilio en favor de mi osado canto; que no pretendo remontarme sobre el monte Aonio con débil vuelo, al empeñarme en un asunto que ni en prosa ni en verso nadie intentó nunca.

Y tú singularmente ¡oh, Espíritu!, que prefieres a todos los templos un corazón recto y puro, inspírame tu sabiduría. Tú estabas presente desde el principio, y desplegando como una paloma tus poderosas alas, cubriste el vasto abismo, haciéndolo fecundo. Ilumina mi oscuridad, realza y alienta mi bajeza, para que desde la altura de este gran propósito pueda glorificar a la Providencia eterna, justificando las miras de Dios para con los hombres.

Di ante todo, ya que ni la celestial esfera ni la profunda extensión del infierno ocultan nada a tu vista, qué causa movió a nuestros primeros padres, tan favorecidos del cielo en su feliz estado, a separarse de su Creador e incurrir en la única prohibición que les impuso, siendo señores de todo el mundo. ¿Quién fue el primero que los incitó a su infame rebelión? La serpiente infernal. Ella con su malicia, animada por la envidia y el deseo de venganza, engañó a la madre del género humano. Por su orgullo había sido arrojada del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes, y con el auxilio de éstos, sin bastarle eclipsar la gloria de sus próceres, confiaba en igualarse al Altísimo, si el Altísimo se le oponía. Para llevar a cabo su ambicioso intento contra el trono y la monarquía de Dios, movió en el cielo una guerra impía, una lucha temeraria, que le fue inútil. El Todopoderoso lo arrojó de la bóveda celeste, envuelto en abrasadoras llamas, y con horrendo estrépito y ardiendo, cayó en el abismo de la perdición, para vivir entre diamantinas cadenas y en fuego eterno, él que osó retar con sus armas al Omnipotente.

Nueve veces habían recorrido el día y la noche el espacio que miden entre los hombres, desde que fue vencido con su espantosa muchedumbre, revolcándose en medio del ardiente abismo, aunque conservando su inmortalidad. Condenado quedaba empero a mayor despecho, toda vez que habían de atormentarlo el recuerdo de la felicidad perdida y el interminable dolor presente. Dirige en torno funestas miradas, que revelan inmensa pena y profunda consternación, no menos que su tenaz orgullo y el odio más implacable, y abarcando cuanto a los ojos de los ángeles es posible, contempla aquel lugar desierto y sombrío, aquel antro horrible, cerrado por todas partes y encendido como un gran horno. Pero sus llamas no prestan luz, y las tinieblas ofrecen cuanta es bastante para descubrir cuadros de dolor, regiones tristísimas, lúgubre oscuridad donde la paz y el reposo no pueden morar jamás, donde no llega ni siquiera la esperanza, que donde sea existe. Allí sólo hay tormentos sin fin y un diluvio de fuego alimentado por azufre, que arde sin consumirse.

Así es el lugar que la justicia eterna había preparado para aquellos rebeldes, y allí ordenó que estuviera su prisión en las más densas tinieblas, tres veces tan apartada de Dios y de la luz del cielo, cuanto lo está el centro del universo del más lejano polo. ¡Oh, qué diferencia entre esta morada y aquella de donde cayeron!

Pronto divisa allí el Arcángel a los compañeros de su ruina, envueltos entre las olas y torbellinos de una tempestad de fuego. Se revolcaba también a su lado uno que era el más poderoso y criminal después de él, conocido mucho más tarde en Palestina como Belcebú. El gran enemigo, que así era llamado Satanás en el cielo, rompiendo el hosco silencio, con arrogantes palabras comenzó a decir:

Si tú eres aquel ... pero ¡oh, cuán abatido, qué distinto del que, adornado de brillo deslumbrador en los felices reinos de la luz, sobrepasaba en esplendidez a millones de espíritus refulgentes! ... Si tú eres aquel a quien una mutua alianza, un mismo pensamiento y resolución, e igual esperanza y audacia para la gloriosa empresa, unieron en otro tiempo conmigo, como nos une ahora una misma ruina ... mira desde qué altura y en qué abismo hemos caído por ser Él mucho más potente con sus rayos. Pero, ¿quién había conocido hasta entonces la fuerza de sus terribles armas? Y a pesar de ellas, a pesar de cuanto el Vencedor en su potente cólera pueda hacer aún contra mí, ni me arrepiento, ni he decaído, aunque esté menguada exteriormente mi brillantez, del firme ánimo, del desdén supremo, propios del que ve su mérito vilipendiado, y que me impulsaron a luchar contra el Omnipotente, llevando a la furiosa contienda innumerables fuerzas de espíritus armados, que osaron despreciar su dominación. Ellos me prefirieron, oponiendo a su poder supremo otro contrario, y venidos a dudosa batalla en las llanuras del cielo, hicieron vacilar su trono.

¿Qué importa perder el campo donde batallamos? No se ha perdido todo. Con esta voluntad inflexible, este deseo de venganza, mi odio inmortal, y un valor que no ha de someterse ni cede jamás, ¿cómo he de considerarme subyugado? Ni su cólera ni su fuerza me arrebatarán nunca esta gloria; humillarme y pedir gracia, doblada la rodilla, y acatar un poder, cuyo ascendiente ha puesto en duda hace poco mi terrible brazo, sería una bajeza, una ignominia, más vergonzosa aún que nuestra caída. Y pues, según ley del destino, no pueden perecer la fuerza de los dioses ni la sustancia del cielo, y por la experiencia de este gran acontecimiento vemos que nuestras armas no son peores, y que en previsión hemos ganado mucho, podremos resolvemos a seguir con más esperanza de éxito, por la astucia o por la fuerza, una guerra eterna e irreconciliable contra nuestro gran enemigo ahora triunfante, y que en el colmo de su júbilo impera como absoluto ejerciendo su tiranía en el cielo.

Así habló el ángel renegado; aunque acongojado por el dolor, se jactaba en voz alta, pero poseído de una desesperación profunda; y de este modo le contestó en seguida su arrogante compañero:

¡Oh, príncipe! ¡Oh, caudillo de tantos tronos, que bajo tu enseña condujiste a la guerra a los serafines en orden de batalla, y que mostrando tu valor en terribles trances pusiste en peligro al Rey perpetuo del cielo, contrastando su soberano poder, se deba éste a la fuerza, al acaso o al destino! Bastante bien veo y maldigo el fatal suceso de una triste y vergonzosa derrota que nos infligió el cielo. Todo este poderoso ejército se halla en la más horrible postración, y destruido hasta el punto que pueden estarlo los dioses y las divinas esencias, pues el pensamiento y el espíritu permanecen invencibles, y el vigor se restaura pronto, por más que esté amortiguada nuestra gloria, y que nuestra dichosa condición haya venido al más miserable estado. Pero, ¿y si el vencedor (forzoso me es ahora creerlo todopoderoso, pues a no serlo, no habría conseguido avasallarnos) nos conserva todo nuestro espíritu y fortaleza para que podamos sufrir y soportar las penas mejor, para aplacar su vengativa cólera o prestarle un servicio más rudo, esclavos del derecho y de la guerra, y donde más pueda convenirle, aquí, en el corazón del infierno, trabajando en medio del fuego o sirviéndole de mensajeros en el negro abismo? ¿De qué nos servirá entonces conocer que no ha disminuido nuestra fuerza ni deteriorado la eternidad de nuestro ser para sufrir un castigo eterno?

A lo que con estas breves palabras replicó el gran enemigo:

Querubín humillado, es vileza mostrarse débil, ya sea en las obras o en el sufrimiento. Ten por seguro que nuestro fin no consistirá nunca en hacer bien; el mal será nuestra única delicia, por ser lo que se opone a la suprema voluntad que resistimos. Si de nuestro mal procura su providencia sacar el bien, debemos esforzamos en malograr su empeño, buscando hasta en el bien los medios de hacer el mal, y esto podremos conseguirlo fácilmente, de manera que alguna vez le enojemos, si no me engaño, y nos sea posible torcer sus profundas miras del punto a que se dirigen. Pero mira, irritado el vencedor, ha vuelto a convocar en las puertas del cielo a los ministros de su persecución y de su venganza. La lluvia de azufre que lanzó contra nosotros, la tempestad, ha allanado la encrespada ola que desde el precipicio del cielo nos recibió al caer; el trueno, en alas de sus enrojecidos relámpagos y con su impetuosa furia ha agotado quizá sus rayos, y no brama ya a través del insondable abismo. No dejemos escapar la ocasión que nos ofrece el descuido o la furia ya saciada de nuestró enemigo. ¿Ves aquella árida llanura, abandonada y agreste, cercada de desolación, sin más luz que la que debe al pálido y medroso resplandor de estas lívidas llamas? Salvémonos allí del embate de estas olas de fuego; reposemos en ella, si le es dado ofrecernos algún reposo; y luego de reunir a nuestras afligidas huestes, veamos cómo será posible hostigar en adelante a nuestro enemigo, cómo reparar nuestra pérdida, sobreponiéndonos a tan espantosa calamidad, y qué ayuda podremos hallar en la esperanza, si no nos sugiere algún intento la desesperación.

Así hablaba Satanás a su compañero más cercano, con la cabeza fuera de las olas y los ojos centelleantes. De gran anchura y longitud las demás partes de su cuerpo, tendido sobre el lago, ocupaba un espacio de muchas varas. Su estatura era tan enorme como la de aquel que por su gigantesca corpulencia se designa en las fábulas con el nombre de Titán o hijo de la Tierra, el cual hizo la guerra a Júpiter, o como la de Briareo o Tifón, cuya caverna se hallaba cerca de la antigua Tarso; tan grande como el Leviatán, monstruo marino a quien Dios hizo el mayor de todos los seres que nadan en las corrientes del océano. Duerme tranquilo entre las espumosas olas de Noruega, y con frecuencia sucede, según dicen los marineros, que el piloto de alguna barca perdida lo toma por una isla, echa el ancla sobre su escamosa piel y amarra a su costado, mientras las tinieblas de la noche cubren el mar, retardando la ansiada aurora. No menos enorme y gigantesco yacía el gran enemigo encadenado en el lago abrasador; y nunca hubiera podido levantar su cabeza, si por la voluntad y alta permisión del Regulador de los cielos, no hubiera quedado en libertad de llevar a cabo sus perversos designios, para que con sus repetidos crímenes atrajese sobre sí la condenación al fraguar el mal ajeno, y a fin de que en su impotente rabia viera que toda su malicia sólo había servido para que brillara más en el hombre, a quien después sedujo, la infinita bondad, la gracia y la misericordia, y en él resaltaran al mismo tiempo la confusión, la ira y la venganza.

De pronto se endereza sobre el lago, mostrando su poderoso cuerpo; rechaza con ambas manos las llamas, que abren sus agudas puntas, y que rodando en forma de olas, dejan ver en el centro un horrendo valle; y desplegando las alas, dirige a lo alto su vuelo, y se mece sobre el tenebroso aire, no acostumbrado a semejante peso, hasta que por fin desciende a una tierra árida, si tierra puede llamarse la que está siempre ardiendo con fuego compacto, como el lago con fuego líquido. Tal es el aspecto que presentan, cuando por la violencia de un torbellino subterránea se desprende una colina arrancada del Pelara o de los costados del mugiente Etna, las combustibles e inflamadas entrañas que, preñadas de fuego, se lanzan al espacio por el violento choque de los minerales y con el auxilio de los vientos, dejando un ardiente vacío envuelto en humo y vapores corrompidos. Así era la tierra en que puso Satanás las plantas de sus pies malditos. Lo sigue Belcebú, su compañero, y ambos se vanaglorian de haber escapado de la Estigia por su virtud de dioses y por haber recobrado sus propias fuerzas, no por la condescendencia del Poder supremo.

¿Es esta la región, este el país, el clima y la morada que debemos cambiar por el cielo, y esta tétrica oscuridad por la luz celeste? Sea, pues el que ahora es soberano, sólo lo que puede disponer y ordenar es lo que contempla justo; lo mas preferible es lo que más nos aparte de él; que aunque la razón nos ha hecho iguales, él se nos ha sobrepuesto por la violencia. ¡Adiós, campos afortunados, donde reina la alegría eternamente! ¡Salud, mansión de horrores! ¡Salud, mundo infernal! Y tú, profundo averno, recibe a tu nuevo señor, cuyo espíritu no cambiará nunca, ni con el tiempo, ni en lugar alguno. El espíritu vive en sí mismo, y en sí mismo puede hacer un cielo del infierno, o un infierno del cielo. ¿Qué importa el lugar donde yo resida, si soy el mismo que era, si lo soy todo, aunque inferior a aquel a quien el trueno ha hecho más poderoso? Aquí, al menos, seremos libres, pues no ha de haber hecho el Omnipotente este sitio para envidiárnoslo, ni querrá, por lo tanto, expulsarnos de él; aquí podremos reinar con seguridad, y para mí, reinar es ambición digna, aun cuando sea sobre el infierno, porque más vale reinar aquí, que servir en el cielo. Pero ¿dejaremos a nuestros fieles amigos, a los partícipes y compañeros de nuestra ruina, yacer anonadados en el lago del olvido? ¿No hemos de invitarlos a que compartan con nosotros esta triste mansión, o a intentar una vez más con nuestras fuerzas reunidas si hay todavía algo que recobrar en el cielo, o más que perder en el infierno?

Satanás hablaba de esta manera; y Belcebú le respondió así:

¡Caudillo de los ilustres ejércitos, que por nadie sino por el Todopoderoso podían ser vencidos! Si otra vez oyen esa voz, seguro vaticinio de su esperanza en medio de sus temores y peligros, esa voz que ha resonado con tanta frecuencia en los trances más apurados, ya en el crítico momento del combate, o cuando arreciaba la lucha, y que era en todos los conflictos la señal indudable de la victoria, recobrarán de pronto nuevo valor y vida, aunque ahora giman lánguidos y postrados en el lago de fuego, y tan aturdidos y estupefactos como hace poco lo estábamos nosotros. Ni esto es de extrañar, habiendo caído desde tan funesta altura.

No bien había acabado de decir esto, cuando el príncipe renegado se dirigió hacia la orilla. Un pesado escudo de etéreo temple, macizo, ancho y redondo, pendía de sus espaldas, cubriéndolas con su inmenso disco, semejante a la luna, cuya órbita observa por la noche a través de un cristal óptico el astrónomo toscano, desde la cima del Fiésole o en el valle del Arno, para descubrir nuevas tierras, ríos y montañas en su manchada esfera. La lanza de Satanás, junto a la cual parecería una caña el más alto pino cortado en los montes de Noruega para convertirlo en mástil de un gran navío almirante, le ayuda a sostener sus pasos inseguros sobre la ardiente arena, pasos muy diferentes de aquellos con que recorría la azulada bóveda. Una zona tórrida, rodeada de fuego, lo martiriza con sus ardores; pero todo lo sufre, hasta que llega por fin a la orilla de aquel mar ardiente.

Se detiene allí y llama a sus legiones, especie de ángeles degenerados, que yacen en espeso montón, como las hojas de otoño de que están cubiertos los arroyos de Valleumbrosa donde los bosques de Etruria forman elevados arcos de ramaje; o como los juncos flotan dispersos por el agua, cuando Orión armado de impetuosos vientos, combate las costas del Mar Rojo; del mar cuyas olas derribaron a Busiris y a la caballería de Menfis, que perseguía con pérfido encono a los moradores de Gessén, los cuales vieron desde la segura orilla cubiertas las aguas de enemigas aljabas y ruedas de sus destrozados carros. Así esparcidas, desalentadas y abyectas, llenaban el lago aquellas legiones, asombradas al contemplar su horrible transformación.

Y Satanás alzó su voz, de modo que resonó en todos los ámbitos del infierno:

¡Príncipes, potentados, guerreros, esplendor del cielo, que un día fue de ustedes, y que han perdido! ¡Que tal estupor se haya apoderado de unos espíritus eternos! ¿O es que han elegido este sitio después de las fatigas de la batalla, para dar reposo a su valor, porque tan dulce les es dormir aquí como en los valles del cielo? ¿,Han jurado acaso adorar al vencedor en esa actitud humilde? El los contempla ahora, querubines y serafines, revolcándolos en el lago con las armas y banderas destrozadas, hasta que sus alados ministros observen desde las puertas del cielo su ventajosa posición, y bajen para afrentarnos, viéndonos tan desanimados, o para confundirnos con sus rayos en el fondo de este abismo. ¡Despierten, levántense o permanezcan para siempre envilecidos!

Lo escucharon, y avergonzados, se levantaron, apoyándose sobre un ala, como el centinela que debiendo velar es sorprendido al dejarse vencer del sueño por su severo jefe, y soñoliento aún, procura parecer despierto. No ignoraban cuán desgraciada era su situación, ni dejaban de experimentar la misma pena; pero todas aquellas innumerables legiones obedecen al punto a la voz de su general.

Así como, agitando al aire su poderosa vara el hijo de Amram, en días aciagos para Egipto, atrajo en alas del viento de oriente la negra nube de langostas, que cayendo como la noche sobre el reino del impío Faraón, ennegrecieron toda la tierra del Nilo; así en innumerable muchedumbre revoloteaban bajo la bóveda del infierno los ángeles perversos, rodeados por las llamas en todas partes, hasta que, levantando su lanza el gran caudillo, como para señalarles el punto adonde habían de dirigir su vuelo, se precipitaron con movimiento uniforme sobre la tierra de endurecido azufre, y ocuparon toda la llanura. No salió nunca multitud tan grande de entre los hielos del populoso Norte, para cruzar el Rhin o el Danubio, al arrojarse sus bárbaros hijos como un diluvio sobre el mediodía, y extenderse desde las costas de Gibraltar hasta los arenales de Libia.

De inmediato acuden los guías y capitanes de cada escuadrón y cada hueste adonde se hallaba su jefe supremo. Se parecían a los dioses por su estatura y formas, superiores a las humanas; príncipes reales, potestades que en otro tiempo ocupaban tronos en el cielo, aunque en los anales celestes no se conserve ahora memoria de sus nombres, borrados ya, por su rebelión, del libro de la vida. No habían adquirido aún denominación propia entre los hijos de Eva; pero cuando errantes sobre la tierra, con permiso de Dios para probar al hombre, corrompieron a la mayor parte del género humano a fuerza de engaños, induciéndolo a que abandonara a su Creador, a que venerara a los demonios como deidades, y a transformar con frecuencia la gloria invisible de Aquel a quien debían el ser en la imagen de un bruto, para tributarle brillantes cultos de pomposa adoración y oro; entonces fueron conocidos con varios nombres y bajo las formas de varios ídolos en el mundo pagano.

Dime, ¡oh, Musa!, cuáles eran; quién fue el primero, quién el último, que sacudió el sueño en aquel lago de fuego para acudir al llamamiento de su soberano; cómo los más cercanos a él en dignidad fueron presentándose en la desnuda playa, mientras la confusa multitud permanecía alejada.

Los principales eran aquellos que, saliendo del abismo infernal para apoderarse en la tierra de su presa, tuvieron mucho después la audacia de fijar su residencia cerca de la de Dios, y sus altares junto al suyo; dioses adorados entre las naciones vecinas, que se atrevieron a disputar su imperio a Jehovah, cuando fulminaba sus rayos desde Sión, y asentaba su trono entre los querubines. Hasta en el mismo santuario llegaron a introducirse varias veces; y, ¡oh, abominación!, profanaron con un culto maldito las ceremonias sagradas y las fiestas más solemnes, y a la luz de la verdad osaron oponerse con sus tinieblas.

El primero que se adelanta es Moloc, rey horrible, manchado con la sangre de los sacrificios humanos y destilando lágrimas paternales, aunque con el estrépito de tambores y timbales, no fueran oídos los gritos de los hijos arrojados al fuego para ser después ofrecidos al abominable ídolo. Los Ammonitas lo adoraron en la húmeda llanura de Rabba, en Argob y en Basán, hasta las extremas corrientes del Arnón; y no contento con tan gran imperio, indujo por medio de engaños al sabio Salomón a que le erigiera un templo frente al de Dios, en el monte del Oprobio, consagrándose luego un bosque en el risueño valle de Hinnón, llamado desde entonces Tophet y negro Gehenna, verdadero emblema del infierno.

A Moloc seguía Chamós, numen obsceno de los hijos de Moab, desde Aroax hasta Nebo y el desierto más meridional de Abarim; en Hesebón y Horonaim, reino de Seón, más allá del floreciente valle de Sibma, tapizado de frondosas vides, y en Elealé, hasta el Asfaltite. Se llamaba también Péor, cuando en Sittim incitó a los israelitas que bajaban por el Nilo a que le hicieran lúbricas oblaciones, que tantas calamidades les produjeron. De allí propagó sus lascivas orgías hasta el monte del Escándalo, cercano al bosque del homicida Moloc, donde se unieron la disolución y el odio, hasta que el piadoso Josías los desterró al infierno.

Con estas divinidades llegaron aquellas que desde las orillas del antiguo Éufrates hasta la corriente que separa a Egipto de las tierras sirias, son generalmente conocidas con los nombres de Baal y Astarot, varón el primero y hembra la segunda, pues los espíritus se transforman a su antojo en uno u otro sexo, o se apropian de ambos a la vez, porque su esencia es sencilla y pura, y no está enlazada ni sujeta con músculos ni nervios, ni se apoya en la frágil fuerza de los huesos, como nuestra pesada carne, sino que toma la forma que más le place, ancha o estrecha, brillante u opaca, y así pueden realizar sus ilusiones y satisfacer sus afectos de amor o de odio. Por estas divinidades abandonaron a menudo los hijos de Israel a quien les daba vida, dejando de frecuentar su altar legítimo para postrarse vilmente ante brutales dioses; y a esto se debió que rendidos sus cuellos en lo más fragoroso de las batallas, sirvieran de trofeo a la lanza del enemigo más despreciable.

Tras esta turba de divinidades apareció Astoret a quien los fenicios llaman Astarté, reina del cielo, con una media luna por corona; a cuya brillante imagen rinden himnos y votos las vírgenes de Sidón, a la luz del astro de la noche. Los mismos cantos resonaban en Sión, donde se elevaba su templo en el monte de la iniquidad, templo que edificó el afeminado rey cuyo corazón, aunque generoso, cedió a los halagos de idólatras hermosuras, e inclinó la frente ante su infame culto.

En seguida iba Tamuz, cuya herida, que se renueva cada año, congrega en el Líbano a las jóvenes sirias, para dolerse del infortunio del dios; las cuales durante todo un día de verano entonan plegarias amorosas, mientras el río Adonis, deslizándose mansamente de su nativa roca, lleva al mar su líquido purpúreo, que se supone enrojecido con la sangre de Tamuz, a consecuencia de su herida anual; amorosa fábula que comunicó el mismo ardor a las hijas de Sión, cuyas lascivas pasiones condenó Ezequiel bajo el sagrado pórtico, al descubrir en una de sus visiones las negras idolatrías de la infiel Judá.

Detrás se veía al que lloró amargamente cuando al pie del arca cautiva cayó su grosero ídolo mutilado, con la cabeza y las manos cortadas, en el umbral de la puerta de su propio santuario, donde rodaron sus restos con sorpresa de sus adoradores. Su nombre es Dagón, monstruo marino que tiene de hombre la mitad superior del cuerpo y de pescado la inferior; mas a pesar de ello ostentaba un alto templo en Azot y era temido en toda la costa de Palestina, en Gata, en Ascalón y Ascarón, y hasta en los límites de la frontera de Gaza.

Seguía Rimmón, cuya deliciosa morada era la bella Damasco, en las fértiles orillas del Abbana y del Farfar, apacibles y cristalinos ríos. También éste fue osado contra la casa de Dios; por el leproso que perdió una vez, se ganó un rey, a Acáz, su imbécil conquistador, a quien apartó del altar del Señor, poniendo en su lugar otro al estilo sirio, sobre el cual depositó Acaz sus ofrendas impías, adorando a los dioses a quienes había vencido.

Después aparecieron en numerosa tropa aquellos que bajo nombres un día famosos: Osiris, Isis, Oro y su séquito de monstruos y supersticiones, abusaron del fanático Egipto y de sus sacerdotes, los cuales se forjaron divinidades errantes, encubiertas bajo formas de irracionales, más bien que humanas.

Ni siquiera Israel se libró de aquel contagio, cuando transformó con oro prestado el becerro de Oreb; crimen en que reincidió un rey rebelde en Betel y en Dan, presentando bajo la apariencia de aquel pesado animal a su creador, Jehovah, que al pasar una noche por Egipto aniquiló de un solo golpe a sus primogénitos y a sus dioses mugientes.

El último fue Belial. Nunca cayó del cielo espíritu más impuro ni más torpemente inclinado al vicio por el vicio mismo. No se elevó en su honor templo alguno ni humeaba ningún altar; pero, ¿quién se halla con más frecuencia en los templos y los altares, cuando el sacerdote reniega de Dios, como renegaron los hijos de Elí, que mancharon la casa divina con sus violencias y prostituciones? Reina también en los palacios, en las cortes y en las ciudades corrompidas, donde el escandaloso estruendo de ultrajes y de improperios se eleva sobre las más altas torres; y cuando la noche tiende su manto por las calles, ve vagabundear por ellas a los hijos de Belial, repletos de insolencia y vino. Son testigos las calles de Sodoma y la noche de Gabaa, cuando fue necesario exponer en la puerta hospitalaria a una matrona para evitar rapto más odioso.

Estos eran los principales en grado y poderío; los demás sería muy extenso enumerarlos, aunque también eran muy conocidos en regiones lejanas; dioses de Jonia a quienes la posteridad de Javán tuvo por tales, pero reconocidos como posteriores al cielo y a la tierra, padres de todos ellos. Titán, primer hijo del cielo, con su numerosa prole y su derecho de primogénito, usurpado por Saturno, más joven que él; del mismo modo a éste se lo arrebató el poderoso Júpiter, su propio hijo y de Rhea, quien fundó su imperio con esta usurpación.

Estos seres, conocidos primero en Creta y en el monte Ida, y después en la nevada cima del frío Olimpo, gobernaron en la región media del aire, su más elevado cielo, o en las rocas de Delfos, o en Dodona, y en toda la extensión de la tierra dórica. Otro huyó con el viejo Saturno por el Adriático hacia los campos de Hesperia, y por el país de los celtas, arribó a las islas más remotas.

Todos estos y más llegaron en tropel, pero con los ojos bajos y llorosos; aunque a pesar de su sombrío ceño, se notaba un destello de alegría, pues no hallaban a su caudillo desesperado, ni ellos se contemplaban aniquilados en medio de toda aquella destrucción. Se comunicó su esperanza al dudoso gesto de Satanás, y recobrando de pronto su acostumbrado orgullo, prorrumpió en recias voces, con entereza más simulada que verdadera, y poco a poco reanimó el desfallecido aliento de los suyos, disipando sus temores.

De pronto ordena que al bélico son de trompetas y clarines se enarbole su poderoso estandarte; Azazel, gran querubín, reclama por derecho tan envidiable honor, y desenvuelve de la luciente asta la bandera imperial, que desplegada y tendida al aire, brilla como un meteoro, con las perlas y metales preciosos que realzan las armas y trofeos de los serafines. Mientras tanto resuenan los ecos marciales del sonoro bronce, a los que responde todo el ejército con un grito atronador, que retumbando en las concavidades del infierno, lleva el espanto más allá del imperio del caos y la noche antigua.

De repente aparecen en medio de la oscuridad diez mil banderas que ondean en los aires ostentando sus colores orientales, y en derredor de ellas un bosque inmenso de lanzas y apiñados cascos. Se oprimen los escudos en una línea de impenetrable espesor, y luego comienzan a moverse los guerreros, formando una perfecta falange, al compás del modo dórico, que resuena en flautas y suaves oboes. Así eran los acentos que inspiraban a los antiguos héroes armados para el combate, en vez de furor, una noble calma, un valor sereno, que se sobreponía al temor, a la muerte y a la cobardía de la fuga o de una vergonzosa retirada; concierto que con sus acordes religiosos bastaba para tranquilizar el ánimo turbado, desterrar la angustia, la duda, el temor, el pesar, y para mitigar el sobresalto del corazón tanto en los hombres como en los dioses.

Unidas sus fuerzas en esta forma y con un pensamiento fijo, marchaban silenciosos los ángeles caídos al son de los dulces instrumentos, que hacían menos dolorosos sus pasos sobre aquel suelo abrasador; y cuando avanzaron todos hasta ponerse al alcance de la vista, se detuvieron, presentando su horrible frente, de espantosa longitud. Sus armas brillaban como las de los antiguos guerreros, y alineados con sus escudos y lanzas, esperaban la orden que debía dictarles el soberano.

Satanás fija su aguda vista en las compactas filas; de una ojeada recorre a todo el ejército; ve el buen orden de los combatientes, sus semblantes, su estatura como la de los dioses, y calcula por último su número. Se dilata entonces su corazón lleno de orgullo y se vanagloria al sentirse tan poderoso, pues desde que fue creado el hombre, no se había reunido fuerza tan formidable. A su lado cualquier otra sería tan despreciable como los pigmeos de la India que guerrean contra las grullas; aun cuando se juntara la raza gigantesca de Flegra con la heroica que luchó delante de Tebas y de Ilión, donde por una y otra parte se mezclaban dioses auxiliares; aunque se unieran aquellos que celebran fábulas y leyendas al hablar del hijo del rey Arturo, rodeado de caballeros de la Armórica y de Bretaña; aunque se agregaran, en fin, todos los que después, cristianos o infieles, lidiaron en Aspromonte o Montauban, en Damasco, Marruecos o Trapisonda, o los que Biserta envió desde la playa africana cuando Carlomagno y sus pares fueron derrotados en Fuenterrabía.

Aquel ejército de espíritus, superior a todos los de los mortales, observaba a su jefe, que superando a su vez a cuantos lo rodeaban por su estatura y lo imponente de su soberbio aspecto, se elevaba como una torre. No había perdido aún la primitiva belleza de sus formas, ni dejaba de parecer un arcángel destronado, en quien se traslucía aún la majestad de su pasada era comparable con el sol naciente, cuando sus rayos atraviesan con dificultad la niebla, o cuando, situado a espaldas de la luna, en los sombríos eclipses, difunde un crepúsculo funesto, y atormenta a los reyes con el temor que inspiran sus revoluciones. Así oscurecido, brillaba más el arcángel que todos sus compañeros; pero surcaban su rostro profundas cicatrices causadas por el rayo, y en la inquietud que en sus demacradas mejillas y bajo sus cejas se retrataba, al igual que en su intrepidez e indomable orgullo, parecía anhelar el momento de la venganza. Su mirada era cruel, aunque en ella se descubrían indicios de remordimiento y de compasión al fijarla en sus secuaces, tan distintos de lo que eran en la mansión bienaventurada, y ahora condenados para siempre a ser partícipes de su pena; millones de espíritus que por su falta se hallaban sometidos a los rigores del cielo, expulsados por su rebelión de los resplandores eternos, que habían mancillado su gloria por permanecerle fieles. Se asemejaban a las encinas del bosque o a los pinos de la montaña, desnudos de su corteza por el fuego del cielo, pero cuyos majestuosos troncos, aunque destrozados, subsisten en pie sobre la abrasada tierra.

Se prepara a hablar Satanás, y se inclinan de una a otra ala las dobles filas de los guerreros, rodeándolo en parte todos sus capitanes, a quienes la atención hace enmudecer. Tres veces intenta el Arcángel comenzar, y otras tantas, con su orgullo lastimado, brotan de sus ojos lágrimas como las que pueden verter los ángeles, pero al fin se abren paso las palabras en medio de suspiros.

¡Legiones de espíritus inmortales! ¡Dioses con quienes sólo puede igualarse el Omnipotente! No dejó aquel combate de ser glorioso, por más que el resultado fuera adverso, como lo atestigua este lugar y este terrible cambio sobre el que es odioso discurrir. Pero ¿qué espíritu, por previsor que fuera, y por más que tuviera profundo conocimiento de lo pasado y de lo presente, habría temido que la fuerza unida de tantos dioses como estos, llegaría a ser rechazada? ¿Quién podría creer, aun después de nuestra derrota, que todas estas poderosas legiones, cuyo destierro ha dejado desierto el cielo, no volverían en sí, levantándose a recobrar su primitiva morada? En cuanto a mí, todo el ejército celeste es testigo de que ni las opiniones contrarias a la mía, ni los peligros en que me he visto han podido frustrar mis esperanzas; pero Aquel que reinando como monarca en el cielo, había estado hasta entonces seguro sobre su trono, sostenido por una antigua reputación, por el consentimiento o la costumbre, hacía ante nosotros ostentación de su pompa regia, mas nos ocultaba su fuerza, con lo que nos alentó a la empresa que ha sido causa de nuestra ruina. Ahora ya sabemos cuál es su poder y cuál el nuestro, de modo que si no provocamos, tampoco tememos que se nos declare una nueva guerra. Lo mejor que podemos hacer es fomentar algún secreto designio para obtener por astucia o por artificio lo que no hemos conseguido por la fuerza, para que al fin podamos probarle que el que vence por la fuerza, no triunfa sino a medias sobre su enemigo. El espacio puede producir nuevos mundos, y sobre esto circulaba en el cielo hace tiempo un rumor, respecto a que el Omnipotente pensaba crear en breve una generación que sus predilectas miradas contemplarían como igual a la de los hijos del cielo. Contra ese mundo podríamos intentar nuestra primera agresión, tan siquiera como ensayo; contra ese o cualquier otro, porque este antro infernal no retendrá cautivos para siempre a los espíritus celestiales, ni estarán sumidos mucho tiempo en las tinieblas del abismo. Tales proyectos, sin embargo, deben madurarse en pleno consejo. Ya no queda esperanza de paz, porque, ¿quién pensaría en someterse? ¡Habrá guerra! ¡Guerra franca o encubierta es lo que debemos determinar!

Así habló, y como muestra de aprobación se levantaron en alto millones de flamígeras espadas, que desenvainaron los poderosos querubines. Su repentino fulgor iluminó en torno al infierno; los demonios lanzaron gritos de rabia contra el Todopoderoso, y enfurecidos, y empuñando sus armas, golpearon los escudos con belicoso estruendo, lanzando un reto a la bóveda celeste.

A poca distancia se elevaba una colina, cuya horrible cima exhalaba sin cesar fuego y columnas de humo, mientras lo restante de la ladera brillaba con una capa lustrosa, señal indudable de que en sus entrañas se ocultaba una sustancia metálica, producida por el azufre. Por allí en alas del viento se precipita una numerosa falange, semejante a las escuadras de peones que, armados de picos y azadones, se esparcen por los caminos para construir una trinchera o levantar un parapeto. Mammón la conduce; es el menos altivo de los espíritus caídos del cielo, pues aun en éste sus miradas y pensamientos se dirigían siempre hacia abajo, admirando más las riquezas del suelo celestial, donde se pisa el oro, que cuantas cosas divinas o sagradas se gozan en la visión beatifica. Él primero, y luego los hombres guiados por sus indicaciones, saquearon el centro de la tierra, y con impías manos arrancaron a su madre las entrañas para apoderarse de tesoros que valdría más que estuvieran ocultos para siempre. Abrió en breve la gente de Mammón una ancha brecha en la montaña, y extrajo de lo profundo grandes porciones de oro. ¿Por qué hemos de admirarnos de que se reproduzcan las riquezas en el infierno, si sus senos son los más adecuados para tan preciosa materia? Los que aquí se vanaglorian de las cosas mortales, y hablan maravillados de Babel y de las obras de los reyes de Menfis, sepan que los más célebres monumentos del poder y del arte humanos quedarían fácilmente eclipsados junto a los que los espíritus renegados construyen. Ellos fabrican en una hora lo que los reyes, con incesantes trabajos e innumerables brazos, acaban apenas en mucho tiempo. Cerca de allí, en la llanura, funden otros con arte maravilloso el mineral macizo en inmensos hornos preparados al efecto, por debajo de los cuales pasa una corriente de fuego líquido que sale del lago, y separa cada especie, sacando las escorias de entre los terrones de oro. Otros, forman con igual prontitud en la tierra diferentes moldes, y por medio de un admirable artificio llenan cada uno de aquellos profundos huecos con la materia de los ardientes crisoles, del mismo modo que en el órgano un solo soplo de viento, repartido entre varias series de tubos, produce todas sus armonías.

De pronto, al compás de una deliciosa música y dulces cantos, brota de la tierra como vaporosa llama un edificio inmenso, construido como un templo y rodeado de pilastras y columnas dóricas, coronadas por un arquitrabe de oro. No faltaban allí cornisas ni frisos con sus bajos relieves, y la techumbre era de oro cincelado. Ni Babilonia ni la grandiosa Menfis alcanzaron en sus días de gloria semejante magnificencia para honrar a sus dioses, Belo o Serapis, o para los palacios de sus reyes, cuando Egipto y Asiria rivalizaban en riquezas y esplendor.

Por fin queda terminada la ascendente mole, ostentando su majestuosa altura; y abriéndose de pronto las puertas de bronce, dejan ver adentro su vasto espacio y toda la extensión de su piso terso y pulido. De la arqueada bóveda penden, por una sutil combinación mágica, varias filas de radiantes lámparas y esplendorosos fanales, que alimentados por la nafta y el asfalto difunden la luz como los astros de un firmamento. Entra apresuradamente la multitud en aquel recinto, admirándolo todos; unos ensalzan la obra y otros al arquitecto. Se dio a conocer su manó en el cielo por la construcción de varias torres elevadas, donde los ángeles que empuñaban cetro tenían su residencia y trono de príncipes. El supremo Soberano los elevó a tal poder, encargándoles que gobernaran las celestiales milicias, cada uno conforme a su rango.

No fue el arquitecto desconocido, ni careció de adoradores en la antigua Grecia: los hombres de Ausonia lo llamaron Múlciber. Contaba el mito cómo fue arrojado por la ira de Júpiter por encima de los cristalinos muros del cielo, rodando todo un día de estío desde la mañana al mediodía y desde el mediodía hasta la noche; y al ponerse el sol cayó del cenit, como una estrella fugaz, en Lemos, isla del mar Egeo.

Lo referían así los hombres, y se equivocaban, pues la caída de Múlciber con su hueste rebelde fue mucho tiempo antes. De nada le valió haber construido elevadas torres en el cielo, ni se salvó a pesar de todas sus máquinas, siendo arrojado de cabeza con su horda trabajadora para que construyera en el infierno.

Entretanto, los heraldos alados, por orden del soberano poder, con imponente aparato y al son de trompetas, proclaman en todo el ejército la convocación de un consejo solemne, que debe reunirse inmediatamente en el Pandemonium, capital de Satanás y sus seguidores más importantes. Hacen el llamamiento a los más dignos por su clase, o por elección en cada hueste y legión regular, los cuales acuden al instante en grupos de cien y de mil con su correspondiente séquito. Todas las avenidas están ocupadas, las puertas obstruidas, los espaciosos pórticos del templo, y sobre todo el inmenso salón, semejante a un campo cerrado, donde los bravos campeones acostumbran a cabalgar con todas sus armas ante el trono del Sultán, retando a la caballería pagana a un combate a muerte o a romper lanzas.

Se agita apiñado el enjambre de espíritus, así en la tierra como en el aire, moviendo sus ruidosas alas, como en la primavera, cuando se halla el sol en Tauro, hacen las abejas salir en grupos alrededor de la colmena a su populosa prole y revolotean acá y allá entre las flores húmedas de rodo o sobre la plancha unida que forma la explanada de su pajiza ciudadela, cubierta de reciente néctar, y allí discuten y acuerdan sobre sus negocios de Estado, así revoloteaban y se comprimían aquellas numerosas legiones aéreas hasta el momento de darse la voz de alerta.

Pero ¡oh, maravilla! Los que antes semejaban superar en altura a los gigantes, hijos de la Tierra, son ahora menores que los enanos más pequeños, amontonándose innumerables en un reducido espacio, parecidos a los pigmeos que se encuentran allende las montañas de la India, o a los duendes que el rezagado campesino ve o imagina ver en sus reuniones de media noche, junto al lindero de un bosque o a la orilla de una fuente, mientras sobre su cabeza sigue tranquila la Luna su pálido curso, acercándose más a la Tierra, y los locuaces espíritus, entregados a sus danzas y juegos, halagan el oído del aldeano, cuyo corazón late a la vez de alegría y miedo.

De esta manera aquellos espíritus incorpóreos redujeron su inmensa estatura a las más diminutas formas, y casi todos se hallaron, aunque seguían siendo innumerables, en el salón de aquella corte infernal. Pero más allá, interiormente, en sus verdaderas proporciones y entre sí muy semejantes, se hallaban reunidos en otro sitio los grandes señores seráficos y los querubines; y mil semidioses, sentados en sillas de oro, constituían en secreta asamblea un consejo pleno, en que después de breve silencio, y leída la convocatoria, comenzó la solemne deliberación.

Índice de El paraiso perdido de John MiltonPresentación de Chantal López y Omar CortésLIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha