Agustín Cortés


La parábola del obispo que quería ser Papa


Cuarta edición cibernética, enero del 2003


Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés





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Indice

Presentación

Mi general

Bien te lo dije, Emiliano

Hormigueo

En la sangre la noche

Y es más grande su penar

Dos por dos son cinco

Los mercaderes del templo

La parábola del obispo que quería ser Papa




Presentación

El libro que aquí presentamos fue publicado en el mes de junio de 1997 por la Universidad de Guanajuato en la Colección Nuevo Siglo, Serie Creación, contando con el siguiente registro de ISBN:

968 - 864 - 074 - 3

En la contraportada, los editores escribieron:

Agustín Cortés nació en la ciudad de León (Guanajuato). Estudió leyes y la maestría en Letras Hispánicas en la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México). Fue becario del INBA (Instituto Nacional de Bellas Artes) en 1974 y director de la Escuela de Filosofía, Letras e Historia de la Universidad de Guanajuato, donde ahora se desempeña como catedrático, combinando esta actividad con el oficio de escritor.

Del conjunto de cuentos que conforman este libro, recomendamos particularmente la lectura de Hormigueo, Los mercaderes del templo y En la sangre la noche.

Chantal López y Omar Cortés

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Mi general

A Sigifredo Alvarez Conesa, compañero

Y el viejo chupaba su interminable cigarrillo mientras por las rotas calles del pueblo sólo se escuchaba el sordo rumor del viento caldeado, como si fuera el vaho de Dios. El viejo miraba el cielo despejado tratando de descubrir sus propias palabras entre las estrellas, y los muchachos permanecían callados, atragantados de sueños y deseos.

-Como en el 14, cuando por estos rumbos no había quién nos hiciera sombra -decía, o a lo mejor sólo parecía decir, el viejo-, cuando el nombre de mi general era el único santo y señal que abría los caminos de los montes.

Mi general, dos palabras que provocaban en los muchachos una melancolía, una nostalgia que no era de ellos, sino que pertenecía a la memoria del pueblo, a los ecos de combates que algunos decían todavía se escuchaban en la sierra.

-¿Y usté conoció a mi general? -preguntó uno de los muchachos.

-¿Qué si lo conocí? -respondió el viejo, sin dejar de ver a las estrellas ni quitarse el cigarro de la boca-, que si lo conocí. Fui uno de los primeros que lo siguieron, con él subí y bajé montañas.

-¿Y cómo es? -intervino otro.

-¿Que cómo es? ¿Alguien puede decir cómo es el aire? Es grande, sólido como árbol viejo, fuerte como aguacero. Cuando te mira, así por lo bajo, como si no te hiciera caso, te das cuenta de cómo un aguacero provoca una inundación. Así, precisamente así, es mi general.

Los ojos de los muchachos se desparraman por el paisaje. Conocen de memoria las calles de ese pueblo y de otros de la región, conocen la miseria y el vivir a trancos, sin horizonte. Los ojos de algunos ya han comenzado a apagarse, como si se hubieran entregado; pero los ojos de otros aún brillan y centellean en la noche; han aprendido de los viejos del rumbo, que soportan las humillaciones con una extraña sonrisa, que algunas tardes se les encuentra sentados frente a cualquier camino como esperando a alguien, como esperando...

Los muchachos comienzan a esperar, sobre todo desde ese día de hace poco tiempo, cuando aquellos estudiantes con banderas rojas llegaron al pueblo y les hablaron de que el trabajo de cada uno es de cada cual y que el producto del trabajo es para cada quien, y sorpresivamente los viejos levantaron la cabeza, abrieron los ojos y rieron francamente, después de muchos años de no hacerlo, y alguno murmuró esos son enviados de mi General.

-Pero los del gobierno dicen que se murió hace tiempo -el comentario sacudió a todos. El viejo dejó, por primera vez en la noche, de mirar a las estrellas y se quitó el cigarro de la boca. Miró muy fijamente a cada uno de los muchachos y sus palabras fueron cayendo por entre el aire caliente de la noche.

-Sí, es cierto, cuentan que está muerto, que un tal le puso un cuatro en el 19 y hasta estuvieron enseñando un difunto que dijeron era mi general, pero qué iba a ser, a donde éstos van él ya viene. Cuando el traidor Carranza quiso cogerlo, y luego que con sus traiciones nos había pegado feo, mi general decidió esconderse para cuando llegaran mejores tiempos, nos juntó a todos y nos mandó estarnos quietos y que lo esperáramos, luego buscó a uno que se le pareciese y lo mandó a que hablara con Carranza y fue a ése a quien mataron. Mi general es mucha verga para esos pendejos.

El viejo dejó de hablar y los muchachos fueron ahora los que voltearon a ver las estrellas para encontrar ahí las palabras. Porque dicen los diceres que algunas noches se puede ver rondando por el rumbo un caballo blanco, el de mi general, que tiene la comisión de informarle cómo andan las cosas.

Sin decir nada el viejo toma rumbo a su casa, y los muchachos, apenas dándose las buenas noches, se desparraman por el pueblo como encontrándose con sus sueños, con la certeza de que hay que estar preparados para cuando mi general lo ordene, y porque ya hay señales, desde que las banderas rojas estuvieron en el pueblo y desde que los viejos, oyendo a la gente aquella, murmuraron éstos ya hablaron con mi general Zapata.

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Bien te lo dije, Emiliano

También, en el infierno llueve sobre mojado,

lo sé porque he pasado más de una noche ahí.

Joaquín Sabina

Bien te lo dije, Emiliano, bien te lo dije; ¿te acuerdas? Aquella tarde que conversábamos en el Sanborn's luego que por fin te pude convencer de que te dieras otra vuelta por acá, porque se me hacía que desde donde andas ahora no se divisan muy claramente estos rumbos.

No querías venir porque desde lo de Chinameca como que andas muy mosqueado y en cada cara que te mira fijo todavía andas viendo los ojos del tal Guajardo. Llegaste dizque de incógnito y la mera verdad que no me aguanté la risa; no me lo tomes a mal, pero así como llegaste llamabas la atención que si hubieras llegado como todos te conocemos por los retratos.

Así como llegaste, con esos pantalones de mezclilla con pechera a lo Mickey Mouse, la gorra de beisbolista y los tenis, pero sin quitarte el bigote, más parecías radical de Coyoacán que el obrero o campesino urbanizado que querías representar. Si hubieras llegado como te conocemos lo mas que hubieran dicho los que se fijaran era que venías de una charreada, pero así más se fijaban en ti. Total, a estas alturas, ya quién se acuerda, Emiliano, ya quién se acuerda...

Te lo dije, Emiliano, y no me digas que no, que la muerte no sólo estaba en Chinameca, que la muerte rondaba nuestra historia -tal vez todas las historias- y que explorar la muerte era la mejor manera para comprender la vida. La muerte es sólo accidente, lo que es eterno es la vida y es ella a la que tenemos que analizar en su interminable transcurrir. La muerte no es otra cosa que una intermitencia latosa de la eternidad, un ligero piquete de mosquito que pronto pasa. Así este planeta estallara en mil pedazos, la vida continuaría sin apenas sobresalto.

Me puse conceptuoso aquella tarde, qué quieres, así suelo ponerme cuando el café se me trepa a la memoria. Pero todo era para hacerte entender que lo importante no era esclarecer el hecho mismo de tu muerte, cuántos tiradores hubo, dónde estaba tu custodia o quiénes fueron los autores intelectuales, sino el porqué de ese hecho, porque de ese porqué es de donde pueden desprenderse lecciones históricas -conocer el pasado para entender el presente y tratar de proyectar el porvenir-, lo demás es anécdota, cháchara chismosa.

¿Por qué te mataron, Emiliano? Ese es el punto. Ya sé que Chinameca todavía te duele y me han dicho que en las noches todavía tienes pesadillas y en las mañanas andas diciendo que tienes dolores por donde entraron los tiros. Puras imaginaciones tuyas, ya que ahorita qué te puede doler, qué te puede doler, Emiliano.

¿Qué buscabas, Emiliano? ¿Qué habías logrado que te volvía tan peligroso? ¿Para quién eras un peligro? ¿Para qué matarte si ya militarmente estabas anulado? ¿Por qué mejor no amnistiarte y darte tu pedazo de tierra para que te calmaras, como a Pancho? ¿Por qué también tuvieron que matar a Pancho unos años después?

Responder a esas preguntas puede llevarnos un libro y aquí no es el caso, aquí sólo estoy recordando como a ráfagas, como a jirones, aquella tarde en que platicamos en Sanborn's, ese lugar en donde los tuyos alguna vez desayunaron cuando entraron a la capital allá por el año 15. Ahí están todavía las viejas fotos, las de los rostros morenos ajenos a ese mundo de la ciudad que no sabían de dónde había salido, esa ajenidad que se ve también en tu rostro cuando te retrataste con Pancho en la meritita silla presidencial. Ese sí que fue el encuentro de dos mundos, cómo fui a perderme aquel portentoso espectáculo.

La ciudad y sus políticos te eran tan ajenos como tú lo eras para ellos, no había puente posible entre tú y Carranza, entre tú y los sonorenses; tal vez pudo haberlo entre tú y Madero, pero ya para entonces no tenía remedio, también habían matado ya al chaparro. Tú y la División del Sur se regresaron por donde habían venido, se fueron a morir a sus montañas; Pancho y la División del Norte presentaron batalla a las fuerzas de Obregón en el ombligo de la República y fueron deshechos. Al separar a sus dos cuerpos de ejército, la Convención -bastante desconvencionada ya- se dio a si misma el tiro de gracia.

¿Por qué te mataron, Emiliano? Digamos que por ser tú, porque aunque no tuvieras ya la menor probabilidad de un triunfo militar, significabas la permanencia de un conflicto irresoluble, la piedrita en el zapato para quienes se proponían acomodar la economía rural en un sentido muy diferente al que tú proponías. Estaban dispuestos a reducir la servidumbre del campesino -por otra parte, ya tan poco moderna desde entonces- y a señalar algunos límites a la propiedad agraria, pero no más. Tu pretensión de volver la tierra birlada a las comunidades les resultaba no sólo ajena sino incomprensible y... peligrosa, por lo que pudiera tener de ejemplar y poco controlable políticamente.

Eras también potencialmente peligroso para el caso de que cualquier general descontento te pudiera convencer de que te le unieras y pusiera en tus manos recursos que en ese momento no tenías, ¿o cómo fue que el Guajardo consiguió atraerte? Eras un símbolo por tus rumbos, Emiliano y los símbolos, si no están de nuestra parte, son peligrosos, muy peligrosos. Resultabas un estorbo para el nuevo Estado en fundación que requería un férreo control central, por eso te mataron, Emiliano; y por eso mataron a Pancho unos años después, cuando De la Huerta se las quiso hacer de tos. Cuestión de ambiciones personales y de la construcción de un espacio donde esas ambiciones pudieran satisfacerse. Por ahí fue el asunto, por ahí fue...

Pero los símbolos son canijos, son correosos, no se mueren con unos cuantos tiros ni con cañonazos de cincuenta mil pesos, que decía Obregón; tienden a pervivir en las zonas oscuras, clandestinas, de la memoria colectiva y tienden a encarnar a la menor provocación. Con los símbolos hay que irse con cuidado y mejor ponerlos de nuestro lado, y tú eres un símbolo que nunca acabó de ser digerido por el nuevo sistema, hasta la fecha.

Tú sigues vivo, Emiliano; en cambio, de Guajardo ¿quién se acuerda?

De eso y más platicamos aquella tarde en Sanborn's, ¿te acuerdas, Emiliano? Me oías y yo no sabía si estabas o no de acuerdo conmigo, sólo te alisabas los bigotes entre sorbo y sorbo de café y mirabas de reojo a todas partes como temiendo alguna celada.

Nomás me acuerdo que de pronto preguntaste:

-¿Y el hombre qué?

Y que yo respondí mientras levantaba mi taza:

-No sé, tal vez se nos haya perdido.

-Habrá que buscarlo -concluiste.

Luego te pusiste de pie y te despediste. Todavía alcancé a preguntarte:

-¿Adónde vas?

-A Chinameca -respondiste, mientras te alejabas volteando a todas partes, como buscando los ojos del Guajardo, y desde mi lugar creí ver, en el pedazo de tela negra que se asomaba en tu bolsillo trasero, la traza de un pasamontañas...

Hoy, a 10 de abril de 1919-95.

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Hormigueo

Está bien que mi oficina esté un poco descuidada, pero de ahí a estar convertida en un nido de hormigas... pensó el señor Godínez al abrir la puerta de su pequeño despacho y encontrarse con una negruzca alfombra que se desplazaba nerviosamente a lo largo y a lo ancho de la habitación.

-¡Filomena! -gritó con su voz aflautada.

Rodando, que no caminando, llegó la obesa sirvienta. El rostro, congestionado, mostraba el esfuerzo realizado por acudir prontamente al llamado.

-¿Dígame? -dijo mirando al señor Godínez con esos sus ojillos castaños que se perdían entre innumerables montículos de grasa.

-¿Qué significa eso? -el señor Godínez señaló la negruzca alfombra que ahora trepaba por su escritorio.

Filomena se llevó las manos a la boca en un gesto de horror.

-¡Y yo que no quería creerlo! -exclamó.

-¿Creer qué? -el señor Godínez la miró extrañado.

-Lo de las hormigas.

-Sigo sin comprender.

-Señor, no se habla de otra cosa en la ciudad.

Para Procopio Godínez no existía otra cosa que su trabajo y su colección de sellos postales. Dedicaba la mañana a atender un modesto despacho: Importaciones Filatélicas Godínez, y la tarde, a repasar hasta la saciedad su propia colección; por lo que si hemos de ser sinceros, la vida del señor Godínez tenía como único fin la filatelia.

-Explicate mejor, Filomena.

-Bueno -la sirvienta se estrujaba, nerviosa, las manos-, pues resulta que desde hace cosa de diez días parece que se soltó una epidemia de hormigas...

-¿Epidemia de hormigas?

-Sí, comenzó a haber muchas. Tantas que hasta en la comida se las encontraba uno. Decían que se comían a los perros, gatos y...

¿Tú las viste?

-Bueno... contaban. Es más, hoy en la mañana amaneció muerta Pachita.

-¿Pachita?

-Una señora muy viejita que vivía en la vecindad donde yo vivo.

-¿De qué murió?

-Dizque se la comieron las hormigas.

-¡Las hormigas! No es posible.

-Pues eso dicen.

-Vamos, Filomena, eso...

-¡Jesús, mil veces!

El grito de la sirvienta hizo que el señor Godínez mirara donde ella, aterrorizada, tenía fijos los ojos.

La alfombra negruzca, ahora más grande, salía de la oficina y se dirigía hacia ellos. Procopio Godínez, en un acto reflejo, dio un empellón a Filomena, lanzándola hasta el otro extremo del pasillo. La alfombra giró bruscamente y fue a las escaleras, las cuales bajó fácilmente, como si aquellos miles de pequeños insectos formaran un solo cuerpo.

-Es inconcebible -murmuró el señor Godínez.

Luego, recordando su preciada colección, entró corriendo a su despacho. Cuidadosamente revisó sus tesoros filatélicos y, tras comprobar que todo estaba correcto, cerró la puerta y se sentó frente al escritorio, dispuesto a preparar algunos pedidos pendientes, dejando, en el pasillo, llorando histérica a la pobre Filomena.

Cuando dieron las ocho y media de la noche, guardó los sellos bajo llave y salió. Le sorprendió que las calles, generalmente congestionadas a esas horas, estuvieran prácticamente vacías.

Tuvo que caminar -pues su auto hubo de ser llevado al taller de reparaciones- hasta la terminal de autobuses. Vivía en una pequeña granja en las afueras de la ciudad, odiaba la gran urbe, le parecían insoportables todos aquellos problemas humanos, como eso de las hormigas -pensó-; hacen una tragedia de una plaga fácilmente controlable.

Antes de llegar a la terminal observó a dos patrullas policiacas y a un grupo de personas que comentaban exaltadas. Se acercó a mirar un poco y... bueno, alguna explicación debía de tener aquello. Cubierto con papel periódico, lo que fue un cuerpo humano, más precisamente lo que fue Filomena, espantosamente carcomido. No pudo reprimir una penetrante sensación de asco.

-¡Cálmese! -decía el oficial a una señora que gemía desolada.

-¡Nos van a matar a todos! -gritaba la mujer-, yo vi cómo la devoraban a ella...

-¡Tiene razón! -dijo alguien más-, yo pago mis impuestos, ¿dónde está la policía?

El señor Godínez no quiso escuchar más, a grandes trancos alcanzó la terminal y abordó el autobús que estaba a punto de partir.

Se acomodó en uno de los asientos traseros. Un hombre se sentó junto a él y se puso a leer el diario. El señor Godínez nunca leía nada que no fueran catálogos filatélicos, no le importaban los problemas de nadie; mientras haya sellos postales, solía decir.

-Es terrible esto de las hormigas, ¿no cree? -comentó su compañero de asiento.

-Me tiene sin cuidado -respondió vagamente el señor Godínez-, que lo arregle el gobierno, para eso está.

-Es que si no tomamos medidas comunes...

Ya no quiso contestar, fijó la vista en la noche que se cernía más allá de la ventanilla y sintió un estremecimiento. Vaya -pensó-, me están poniendo nervioso esos cuentos de las hormigas, esto ya se está convirtiendo en una sicosis colectiva; en fin, allá ellos, a mí que me importa.

Llegó a su parada, abandonó el autobús y, sin prisa, caminó hasta su casa, una pequeña construcción de madera a unos doscientos metros de la carretera.

Le extrañó no escuchar el familiar ladrido de los perros, pero, como a todo aquello que no fuera timbres, no le dio la menor importancia. Entró a su casa, fue a la cocina y bebió un litro de leche. Luego fue a su cuarto, se desvistió pausadamente. Escuchó un ruido en el salón recibidor: una rata, se dijo.

Preparó su cama y se introdujo entre las mantas, dispuesto a entregarse en brazos de Morfeo. Un minuto después comenzó a sentir un cosquilleo en las piernas... encendió la lámpara de buró...

Nadie escuchó el grito de terror del señor Godínez. Tal vez a nadie le interesó escucharlo. Tal vez ni siquiera alcanzó a articularlo mientras la negruzca alfombra lo cubría despiadadamente.

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En la sangre la noche

La noche que lo mataron, Sebastián fue el único testigo de su propia muerte. Dicen que fue desangrándose lentamente porque lo encontraron como a veinte metros de donde le dieron el navajazo y en todo ese tramo había quedado un reguero de sangre; un senderito rojo por donde había caminado al infierno. Dicen también que la navaja no había tocado órganos vitales, que ni siquiera había penetrado en el cuerpo, sino que sólo se había resbalado por la barriga rebanando la carne, abriéndole un ojal de poca madre por donde comenzaron a desbordarse los intestinos; que a lo mejor, si se queda en el mismo lugar, cerrando con las manos el ojal, no se hubiera muerto. Pero se murió.

Pinche Sebastián, irse a morir así, sin tan siquiera llevarse alguno por delante. Pero él fue el de la idea de meterse en la boca del lobo; de ir a retar a los Nachos en su propio territorio, de ir a mentarle la madre al Pepón y al Nacho Grande ahí donde nomás sus chicharrones truenan. Quién se lo mandó, si todos se lo habíamos advertido, y él que no, que pinches culeros, que había que enseñarles a esos putos quiénes eran los Culebras, y se lo chingaron.

Debió haber sido el Nacho Chico, porque al Nacho Grande lo vieron ese día con otros de la banda y algunas morras en el cine. Aunque en realidad a nadie le consta quién fue, porque nadie estaba cuando el Sebastián se murió. Nadie, ni los que lo mataron, pues dicen que pasó como media hora o más entre que lo hirieron y se piró y que por eso la tira anda toda descontrolada apañando a cuanto chavo encuentra para ver si por casualidad da con el culpable. Yo lo dudo.

Así era el Sebastián, como todos los de aquí, la verdad. Echador y entrón, porque no hay de otra por estos rumbos. Al que se apendeja se lo chingan, ¿y de qué otra manera puede ser? Cada quien tiene que cuidar lo suyo, y acá, como en otros lados, lo único que tenemos somos nosotros mismos.

Ahí tienen al Chuchín, que por andar de buena onda, quesque organizándonos para que no anduviéramos nomás ahí rolando sin hacer nada y dizque para que consiguiéramos trabajo o pudiéramos ir a la escuela a aprender cualquier cosa que nos ayudara a salir de pobres, le partieron toda su mamacita. Primero fueron los Nachos los que se encabronaron porque el Chuchín les andaba quitando clientes para la yerba, y luego fueron los Judas porque los andaba denunciando cuando apañaban chavos para bajarles lo que trajeran. Ahí tienen al Chuchín, que un buen día apareció todito tieso, como con veinte piquetes.

Le echaron la culpa a los Nachos, pero para mí que fueron los Judas, o las madrinas de los Judas; pero desde entonces el Sebastián les agarró ojeriza a los Nachos porque le tenía mucha ley al Chuchín.

Uno tiene que vivir, de lo que haya, de lo que sea; y si no se tienen unos jefes que tengan lana, que lo manden a uno a la escuela, que le den a uno de comer, pues de algún lado tiene que salir el chivo. De mi jefe ni me acuerdo, se fue de la casa cuando yo era bien chavito, y el de Sebastián está en la grande desde hace un chingo por andar vendiendo yerba, y así cada culebra tiene su historia. Eso se lo dijimos a aquellas viejas encopetadas que vinieron dizque a redimirnos.

Bueno, se los dijo el Sebastián, que primero soltaran la marmaja y nos dieran trabajo y que luego nos dieran consejos. Se encabritaron en serio aquellas ñoras y de demoniaco y comunista no bajaron al Sebastián, y por cierto... ¿quiénes carajo serán los comunistas? Yo me imagino que han de ser como los protestantes o los misioneros. Sepa la madre.

Ha de ser gacho morirse, yo me lo imagino como meterse en una cueva muy oscura, muy fría, por donde va uno caminando sin saber por dónde y nomás dándose hocicazos con las paredes. Aunque, la verdad, también la vida es eso. De niño me asustaba lo que me contaban en el catecismo, de que si uno era malo acababa en el puritito infierno con un chingo de diablos alrededor, nomás haciéndole maldades a uno; pero si uno era bueno, si obedecía a sus padres, si era estudioso, si hacía caridades a los pobres, entonces se iba al cielo donde todo era felicidad. Yo me angustiaba porque ya me veía condenado, pues nomás diganme cómo iba a obedecer a mis padres si ya sólo tenía uno y la jefa nos traía a mí y a mis hermanos a los puros madrazos y maldiciones; cómo iba a ser estudioso si no podía ir a la escuela por andar ayudando a la jefa; y cómo iba a hacerles caridades a los pobres si yo estaba más jodido que ellos. Quizás por eso, desde que supe que se había muerto el Sebastián, lo estoy haciendo en el infierno, porque al cielo me lo imagino como una discoteca chingona y a las discotecas chingonas sólo pueden entrar los ricos.

Luego ya ven al padre Chico, era bien buena onda, a muchos les consiguió trabajo, organizó una escuela para que tuviéramos oficios y también se lo chingaron. El nos decía que a Dios no le gustaba que hubiera pobres, que todos teníamos derecho a vivir bien si trabajábamos, que nadie es mejor que otro sólo por tener dinero sino por sus obras, y ya ven, se lo chingaron. No, a él no le picaron; sólo lo mandaron a váyase a saber dónde carajos cuando un grupo de ricos lo acusó con el obispo de andar difundiendo ideas comunistas. Y dale con los comunistas; la verdad que para mí, si son como el padre Chico, no deben ser tan mala onda; pero esto mejor no lo digo porque no sea y vaya a acabar picado o en la cárcel.

Sí, la noche que lo mataron, Sebastián fue el único testigo de su propia muerte, ni los que lo mataron estaban ahí, y donde sea que esté, espero que sepa perdonarme, porque necesitaba el dinero que me dio el Nacho Grande por decirle cuándo iba a ir el Sebastián por allá, y uno tiene que vivir de lo que haya, de lo que sea...

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Y es más grande su penar

Ora dicen que se anda apareciendo. El Nicolás me contó que lo vio el otro día, cuando salía de la peluquería; que se le fue acercando con una cara de dolorosa que no podía con ella y que cuando le iba a hablar como que se esfumó en el aire; al Nicolás casi se le cayeron los calzones del susto y anduvo quince días con el estómago suelto. No dudo que lo haya visto, pero en la pura imaginación; debe haber traído sus buenos litros de neutle en la barriga.

La Brígida dice que ella también lo vio -vieja cusca, de seguro que quería que se la cogiera un muerto, es lo único que le falta probar-, nomás que a ella sí le habló y le dijo que me andaba buscando para matarme. Eso sí que va a estar un poco pelón, porque falta que yo me deje. Ya sé que a un muerto no se le puede volver a matar, pero creo que está difícil que él me mate a mí, ¿con qué manos?, ¿no que es espíritu?

Cabrón, siempre me tuvo inquina, nomás detrás, pa´joder cada que se le presentara la ocasión, ni de muerto ha podido estarse quieto. Quién se lo mandó, o qué ¿acaso esperaba que me quedara viendo cómo me volaba la vieja? No fuera siendo... Si ya la Eufrosina me había correspondido y al otro ni un lazo, y luego llega y que pa´quí y que pa´cá y no nomás sintiendo cómo le hacían cosquillas los cuernos en la cabeza... Eso no era de hombres, por eso fui a reclamarle, en buena forma, hast'eso, y que sale con que a ti te gusta el chile verde, que aculimpínate y también pa´ti tengo. ¿Por qué tener que aguantarlo? Uno es hombre y esas cosas nomás no se pueden permitir; por eso me salí y lo anduve venadeando hasta que lo agarré solito y de frente se lo dije, que lo iba a matar por méndigo, mal amigo y ser un hijo de la chingada...

Se me puso todo azorado cuando saqué el machete y que no, que todo era broma, que la Eufrosina me tenía ley y que nunca había pasado nada; eso yo ya lo sabía y por eso la bronca no era con ella sino con él. Alcé la mano con el machete y se lo dejé caer, sobre la cabeza, ni ay alcanzó a decir el pobre, nomás se dejó caer entre un regadero de sesos...

Y ora me salen con que se anda apareciendo; voy a ver qué's bueno pa'matar espíritus y mandarlo otra vez a joder al diablo...

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Dos por dos son cinco

Aquel día me encontraba tranquilo en mi despacho revisando algunas facturas por pagar y enfrentándolas con el saldo de mi cuenta bancaria, que dramáticamente había descendido en las últimas semanas en las que ni las moscas se habían parado por la oficina -sé que esto es un lugar común, pero a un hombre como yo le vienen mejor esos lugares, como algún día le escuché decir a Héctor; si dos por dos son cuatro. Para qué carajos quebrarse la cabeza tratando de que sean cinco...

-Es necesario que usted lo presente -la voz cruda y pastosa me devolvió al mundo de mis facturas y de ahí a la realidad de mi despacho a las cinco de la tarde. El hombre había entrado sin anunciarse, lo que indicaba que yo había dejado abierta la puerta que da al pasillo y que no había nadie en el recibidor. Pensé en llamar a Patsy por el interfono para reclamarle la ausencia en su sitio de trabajo como recepcionista, pero recordé que el interfono lo había tenido que empeñar en una mala racha y que a Patsy la había degollado el Degollador cuando la usé como carnada para capturarlo hace un par de meses. Pobre Patsy, el Degollador cayó en la trampa... pero Patsy también. Espero que me haya perdonado al saber que su sacrificio no fue inútil -¿habrá alcanzado a saberlo?

-¡Le dije que es necesario que usted lo presente! ¿No me oyó? -el hombre se había acercado hasta mi escritorio en donde había puesto sus desagradables manos y me miraba con unos ojos grises, irritados, de ebrio consuetudinario... Casi sentí su aliento como un jaibol colándose por mis poros. ¡Salud!, fue lo primero que pensé en decirle, pero eso le hubiera dado una confianza que no quería que se tomara conmigo, así que mirándolo como él a mí -sin el jaibol, claro- le pregunté con mi más delicado estilo.

-¿Quién chingaos es usted?

-Eso a usted no le importa -respondió el hombre sin cambiar de posición-, simplemente sépase que usted tiene que presentar a Taibo II.

-¿A quién?

-A Paco Ignacio Taibo II y no me gusta que me hagan repetir lo que ya dije...

-¿Y quién carajos es ése? -repregunté, ya bastante molesto con la actitud de aquel sujeto que no sé por qué me recordaba a mi tío Samuel que había muerto en Vietnam cuando llegó a la conclusión de que los negros eran peores que los vietnamitas... Lástima que su sargento fuera negro...

-Eso le toca averiguarlo a usted, yo sólo le transmito lo que mi cliente me pidió que le dijera -y diciendo esto arrojó sobre el escritorio una pequeña tarjeta-; sus instrucciones -concluyó.

-Oiga -le espeté poniéndome de pie y asumiendo su misma posición en el otro lado del escritorio-, no acostumbro a tomar casos tan sin ningún antecedente como éste. Además mis honorarios... -no me dejó terminar.

-No se preocupe, todo le será cubierto. Aquí tiene un adelanto -y colocó junto a la tarjeta blanca un billete nuevecito de cincuenta mil.

Considerando esto como una delicadeza de su parte me dejé caer, ya relajado, en mi sillón.

-¿Y por dónde puedo comenzar? -pregunté eliminando la violencia en la voz.

-Por el principio sería un buen comienzo, el investigador es usted -respondió sardónicamente el tipo.

-Sí, pero literario... -balbuceé, pero el hombre ya no me escuchó, había dado media vuelta y se dirigía hacia la salida.

Mientras su cuadrada espalda, cubierta por una chamarra de mezclilla, desaparecía tras la puerta que da al pasillo, aventuré una conjetura sobre la identidad del sujeto: nalgas flojas, huevos grandes, sin duda un intelectual universitario.

El silencio que de pronto se hizo y el brillo relajante del billete de cincuenta mil hicieron que fijara la vista en la blanca tarjeta que se encontraba en el mismo lugar en donde el individuo aquel la arrojara. La tomé, no sin antes verificar la autenticidad del billete, y leí: jueves 19 de marzo presentación del escritor Paco Ignacio Taibo II en el Salón de Consejo a las 19 horas Universidad de Guanajuato. Así que se trataba de un escritor. Eso me recordaba mis inicios, cuando luego de recibirme de licenciado en Lengua y Literatura Hispánica -en serio, es le nombre de una carrera- en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y como me habían dicho que podía dedicarme a la investigación, puse mi primer despacho en el que lucía mi nombre en la puerta con el título de INVESTIGADOR LITERARIO. Esperaba que se presentaran los clientes pidiéndome investigara la autoría de algún poema anónimo, recopilara la obra de cierto abuelo escritor incomprendido o de perdida el horóscopo estructural de cualquier aspirante a la dirección de la Facultad, pero el primer cliente que cruzó el umbral quería que investigara si su sirvienta lo engañaba con el jardinero. Como ya mi patrimonio se encontraba por debajo del cero absoluto perdí la vergüenza y acepté... Así comenzó mi carrera, algún día les platicará ese caso, por lo pronto tenía ante mí averiguar quién era un tal Paco Ignacio Taibo II, escritor, a quien tenía que presentar en no sé qué cosa en un par de días más en Guanajuato... y cincuenta mil reconfortantes pesos...

II

Lo que seguía era trabajo de rutina, bueno, así lo consideré yo, pero los hechos se encargaron de desmentirme... Por principio de cuentas mis tradicionales informantes nada sabían de escritores y literatura. Mi hombre en la Procu me preguntó si se trataba de algún mariachi de Ríos Galeana y el de la Contraloría que si era cómplice de Díaz Serrano; el de Televisa, si se trataba de un pseudónimo de Jacobo para regresar al país, y el de Gobernación que si era el nombre de un comandante sandinista, luego de un par de llamadas más desistí de continuar por ese camino, no fuera a ser que el de Educación sospechara que se trataba de un líder del CEU... ¿Por dónde carambas podía averiguar sobre los datos de un escritor? ¡Por los literatos, claro!, se me ocurrió a la tercera botella de ginebra. Recordaba a algunos de mis tiempos en la Facultad, ahora habría que ver si ellos se acordaban de mí. Busqué en mi libreta algunos nombres y me dispuse a telefonearles, pero en ese momento la ginebra alcanzó el clímax y me quedé dormido, echado en el escritorio, arrullándome con el zumbido del auricular descolgado.

III

Al día siguiente, habiendo pasado la noche en la oficina, crudo y desconcertado por lo extraño del caso que me habían encomendado, hice las llamadas que la ginebra había impedido... Ninguno se acordaba de mí, ni mucho menos sabía algo del tal Taibo, pero hubo uno que me dio una pista: tal vez el Búnker Pérez supiera algo; obtuve el número telefónico y llamé al mentado Búnker Pérez. Lo recordaba vagamente como uno de los mejores y más pedantes compañeros de carrera -lo que ya es decir, en una escuela donde eso es competencia-. Consideraba a Cortázar como el Disney latinoamericano y a García Márquez como el chespirito caribeño; por entonces decía estar escribiendo la novela después de la cual nadie se atrevería a escribir novelas. Recordaba haber escuchado que había obtenido un doctorado con una tesis que se llama algo así como Análisis intradiegético de Hermelinda Linda, pero ahora era profesor de recreo en un kinder. Lo llamé y luego de decirme que no tenía ni la más remota idea de quién era yo, aceptó conversar conmigo a cambio de una buena comida. Nos entrevistamos en un restaurancillo al que Héctor acostumbraba acudir antes que...

IV

-La verdad no te recordaba después de tanto tiempo -inició la conversación, luego de haber comido una sopa de ajo y dos filetes mostaza y se encontraba frente a un café irlandés, menú que consumiría por lo menos la mitad de mis otrora cincuenta mil, pensaba ante mi humilde capuchino. Antes de eso casi no había pronunciado palabra, salvo los saludos de rigor.

-No te apures que yo menos -respondí dando un breve sorbo a mi vasito espumoso-, pero vamos al grano, por ahí me comentaron que podrías informarme respecto a un sujeto que dice llamarse Paco Ignacio Taibo II, que parece es escritor.

-¡Ah! Ese...

-Sí, ése... ¿Qué sabes?

¿Para qué quieres saber algo de él?

-Eso es asunto mío -respondí adoptando aires de Bogart en El halcón maltés.

-No te queda.

-¿Qué?

-Querer imitar a Gary Cooper en Casablanca -respondió, muy seguro de sí...

Pendejo, pensé pero no le dije, al contrario, escarbando en mi repertorio di con una de mis mejores sonrisas -sí, ya sé, otro lugar común- y simplemente le conté la verdad. El tipo, lo que sea, reaccionó de lo mejor y soltó la lengua.

-Sí, efectivamente es un escritor.

-¿Y qué escribe?

-De todo, es una especie de mil usos literario: artículos, reportajes, testimonios, libros de historia y novelas policiales.

-¿Novelas policiales? -el asunto me empezaba a interesar.

-Sí, usando las historias que le contaba un tipo que viene o venía a veces por aquí.

-¿Quién?

-Belazarán o Belascarán...

-¿Belazcoarán?

-Sí, creo que así se llama, hace como quince días lo ví por aquí.

-¿A Héctor Belazcoarán Shayne?

-Sí, sí, ése.

-No puede ser.

-¿Por qué?

-Está muerto, no pudiste verlo hace quince días.

-Qué muerto va a estar, medio Lorenzo sí, eso que ni qué. Fíjate que era arquitecto y dizque se hizo detective privado. Ya estará Sherlock Holmes de la Guerrero.

-No mames, esto es serio; ese cuate ya piró.

-Qué piró ni que piró. Mira, Taibo II escribió cuatro novelas con él de personaje y tal vez otras por ahí guardadas para irlas sacando, lo que pasó es que el escritor ya no aguantó al neuras del detective o no le quiso pasar algo de los derechos, ve tú a saber, y por eso lo mató en un libro.

Así que Héctor vivía y además se había convertido en héroe de novelas, ¡qué cosa, caballero! No lo podía creer, y yo que hacía ya tanto tiempo que lo daba por...

-¿Y cuáles son esas novelas? -pregunté ya francamente interesado en el asunto.

-Pues, son Días de combate, Cosa fácil, No habrá final feliz, donde dizque mata a Héctor, pero luego sacó Algunas nubes, en donde narra un caso anterior al de la novela donde supuestamente muere, ¿tú crees? Qué cabrón y todo por no querer reconocer que está vivo.

-Sí, son chingaderas -reconocí sintiéndome por primera vez solidario con el Búnker Pérez.

-¿Y como escritor la hace? -pregunté buscando más datos para la dichosa presentación.

-Pues te diré, se defiende. Sus novelas policiales son de lo mejor que en el género se haya escrito en México, lo que por otra parte no es mucho, pero bueno, creo que no desmerecerían en ningún lugar -un elogio así proveniente del Búnker Pérez era un aval inusitado, aunque no me constaba cuál era ahora su olfato literario.

Bueno, pues me tengo que ir a terminar el trabajito. Debo redactar el texto para presentar al tal Taibo II -dije incorporándome de mi asiento; el Búnker iba a imitarme, pero lo contuve-; tú quédate y tómate otro irlandés de mi parte.

El Búnker Pérez sonrió agradecido, era evidente que hacía mucho tiempo que no tomaba café irlandés y que pasaría mucho más para que lo volviera a tomar... quizá nunca...

Fui a la caja del restaurante a pagar la cuenta y entonces lo vi... porque estoy seguro que era él, la gabardina, la ropa descuidada y el parche sobre el ojo... ¡Héctor!, grité, pero no me escuchó. Cuando salí a la calle había desaparecido...

Regresé a la oficina con la información necesaria y el caso resuelto. Sabía ya quién era Paco Ignacio Taibo II, sabía qué cosas había escrito y ahora sí podría presentarlo, luego, claro, que me lo presentaran a ... mí. Pero sabía también que Héctor vivía y que ese pinche güey lo quería dejar muerto en las novelas. Porque estoy seguro que no me engañé yo mismo, que aquél que vi salir del restaurante era Héctor...

Atardecía y el despacho ya se encontraba en esa semipenumbra que tanto me agrada y que le hace decir a Patsy que algo tengo de vampiro... Patsy, pobre Patsy, la que pudiera ser ahora vampiro es ella. Inicié la redacción del borrador y ahora que lo termino es ya de madrugada, mañana por la mañana se lo daré a Patsy para que lo mecanografíe y... ¡Me lleva! No me acostumbro a la idea de que el cabrón del Degollador me haya dejado sin secretaria, tendré que pasarlo en limpio yo mismo y todo para que el Taibo ese se luzca, ¡carajo! Recuérdeme contratar otra secretaria...

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Los mercaderes del templo

El padre Ruperto levantó lentamente la mirada hasta encontrar los ojos de monseñor. De monseñor, que se había dignado dejar su augusta catedral para venir aquí, a este pueblecillo insignificante, con el objeto de salvar a una oveja descarriada, a una escuálida y confundida oveja que se había negado a mostrar la otra mejilla. Porque muy claramente dijo el señor, mi reino no es de este mundo aunque también sostuvo que bienaventurados los hambrientos, porque ellos serán saciados; pero a monseñor le disgustaban esas sutilezas y su magnanimidad tenía el límite de su paciencia.

-Hijo mío -decía con esa voz suave pero enérgica con que cumplía su apostolado, tranquilizando al rebaño y agradeciendo la generosidad de aquéllos sobre cuyos hombros había caído la responsabilidad de administrar los bienes terrenales. Decía entonces-: hijo mío, nuestra tarea no es cosa fácil, no, de ninguna manera; hemos de enfrentarnos con las cosas peores, con la miseria y la concurrencia de los caídos y con la soberbia y altivez de los poderosos; pero recuerda que este valle de lágrimas es así, es la voluntad de Él y no nos corresponde juzgar sus inescrutables designios, tan sólo nos ha sido permitido mitigar en lo posible esas lágrimas y esa miseria, enseñando a nuestros hermanos a soportarlas y a tener fe en que Él no se olvidará de nadie a la hora de la muerte.

El padre Ruperto volvió a bajar los ojos y observó las delgadas suaves, blancas y cuidadas manos de monseñor y las comparó con ese rostro de cutis impecable y las señoriales vestiduras. Todo correspondía con el mirar de los ojos de monseñor, entrenados para descubrir el efecto de sus palabras en los interlocutores. Porque el padre Ruperto no tenía ese cutis a pesar de su juventud, porque los ojos del padre Ruperto sólo habían sido entrenados para mirar el agobio y la desesperanza de sus parroquianos, porque las manos del padre Ruperto no sabían de los dulces e inofensivos placeres que producía el constante trato con las almas piadosas enriquecidas, sino del duro trabajo con la caña y de dar loas últimos auxilios en miserables habitaciones... Tampoco sabía la inteligencia del padre Ruperto de esos sutiles comentarios y ese lenguaje ceremonioso y admonitorio, por la simple razón de que con sus feligreses tenía que hablar llano, simple y hasta soez cuando fuera necesario. Porque el padre Ruperto había nacido en el campo, porque el padre Ruperto no había tenido la oportunidad de realizar profundos estudios en Roma, porque el padre Ruperto había sido un seminarista pobre y debía su formación a los sacrificios de su madre, y porque el padre Ruperto había tenido que cambiar su sotana por esa camisa blanca y esos pantalones de mezclilla, no por humildad, sino porque no tenía siquiera para adquirir una nueva sotana, no como las galas de monseñor, pero sí digna de su ministerio.

-Entonces, hijo mío -seguía diciendo monseñor-, debes abandonar esta loca idea de la huelga y aconsejar al rebaño puesto a tu cuidado que abandone esas ideas malsanas y nocivas para su tranquilidad espiritual.

-Su Ilustrísima, no fui yo quien declaró la huelga.

-Pero la alentaste.

-No, tan sólo reconocí su justicia.

-No es justicia atentar contra los bienes ajenos.

-Ajenos son para quienes explotan, pues su propiedad corresponde a quienes los producen.

-Esas son ideas socializantes que pueden poner tu alma en peligro. Son los enemigos de la religión quienes las propagan y no debemos hacer caso a los llamados de Satán, muy dulces en ocasiones, que pueden perdernos.

El padre Ruperto calló, apretó los labios y calló. El padre Ruperto no dijo de la vida miserable y en algunos casos infrahumana de los trabajadores de la caña, el padre Ruperto no dijo del alcoholismo como la única fuga posible para esos obreros deshumanizados por la explotación, el padre Ruperto no dijo de esos niños subalimentados y enfermos, el padre Ruperto no dijo de las asambleas en que los trabajadores decidieron ir a la huelga, el padre Ruperto no dijo que ellos habían solicitado su consejo y que él había aprobado esa decisión... Porque el padre Ruperto sabía de muchas noches en vela junto a los enfermos que morían irremediablemente, pues en cuarenta kilómetros a la redonda no había un médico y, en ochenta, medicinas para ayudarlos; porque el padre Ruperto sabía de las mujeres que morían de parto y que de cada cien recién nacidos menos de cincuenta llegaban a sobrevivir y los que lo lograban se encontraban infestados de parásitos y taras genéticas; y porque el padre Ruperto sabía que su lugar estaba con ellos, con los desamparados, porque el reino de Dios tenía que ser un reino de justicia o no creería nunca más en ese reino; y monseñor predicaba la resignación ante la injusticia, la sumisión frente al explotador; monseñor sostenía a un Cristo en complicidad con los mercaderes del templo. Pero monseñor era monseñor y le debía obediencia, y monseñor prosiguió:

-Las autoridades no han querido tocarte por respeto a nuestra Santa Madre Iglesia, y a pesar de que podrían hacerlo apoyándose en las impías leyes que en México existen contra la verdad, de manera prudente han acudido a nos para que te convenzamos de tu error. Ahora los huelguistas están reunidos con las autoridades, e invocando la obediencia que nos debes te ordeno que me acompañes y hables a esos hombres que confían tanto en ti y los hagas deponer su actitud para bienestar de su alma.

Monseñor salió del cuarto seguido del padre Ruperto y se encaminó a la escuela del pueblo en donde se encontraba reunida la asamblea. En todo el trayecto el padre Ruperto no levantó la vista hacia ninguna parte, hasta encontrarse frente a la asamblea que respetuosamente se puso de pie a la llegada de su Ilustrísima, éste sonrió benevolente y con suave movimiento de sus suaves manos les indicó que podían tomar asiento.

-Háblales ahora, hijo -murmuró monseñor al padre Ruperto, que lentamente se levantó y recorrió la reunión con la mirada, observando esos rostros firmes y curtidos por mucho sol y trabajo, y constató que aquellos trabajadores habían depositado en él su confianza y ahora esperaban palabras de aliento, y observó las banderas rojas y negras de la huelga, y reconoció que ésos eran sus colores, los que lo simbolizaban a él y a aquéllos que lo consideraban su guía y no las purpúreas y relucientes vestimentas de monseñor.

Y el padre Ruperto comenzó a hablar:

-Compañeros -dijo. Los ojos del padre Ruperto reverberaron de fuerza y decisión, sus labios adquirieron la fiereza de Aquél cuando lanzaba a los mercaderes del templo, levantó la mano izquierda empuñada y su voz se hizo un eco, como la esperanza-. Compañeros... -repitió- ¡Hasta la victoria ... !

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La parábola del obispo que quería ser Papa

Al subcomanche Marcos, sea quien sea.

No puedo cantar ni quiero,

a ese Jesús del madero,

sino al que anduvo en la mar.

Antonio Machado

Arrumbada entre antiquísimos papeles, un grupo de historiadores ha encontrado una curiosa parábola cuyo sentido final no ha podido ser desentrañado y que intriga a los expertos. La reproducimos aquí por si algún posible lector pudiera darle alguna interpretación válida.

Cuenta el viejo escrito que en un país lejano, tan lejano que no se conoce su precisa ubicación, hubo una vez un obispo que fue enviado a cierta diócesis en que su iglesia gozaba de considerable influencia. El obispo había estado previamente asignado a una región donde la influencia religiosa era mucho menos importante, lo que lo había hecho obrar con mucha prudencia y tacto. Esa prudencia mostrada en aquella misión, parece ser había sido factor importante en su nueva designación.

La primera sorpresa que el obispo enfrentó en su nueva sede consistió en que a su llegada el pueblo en masa acudió a recibirlo con más frenesí y fanatismo que si se tratara de recibir a J. C. Chávez en su mejor momento o al equipo de fútbol local cuando era campeón. El obispo fue paseado en triunfo por las calles de la ciudad y llevado casi en vilo hasta la sede episcopal.

En los días que siguieron, el cortejo de las fuerzas vivas de la localidad resultó asfixiante para el obispo. Los diferentes grupos de poderosos lo colmaron de obsequios y festines; los partidos políticos buscaban tenerlo de su lado; las beatas de todas las sedes le organizaban toda clase de ceremonias; las escuelas y universidades lo llamaban a que las colmara de bendiciones y sólo se negó a asistir a la fiesta de quince años de la hija de un poderoso, porque ésta insistía en bailar con él el primer vals.

Al principio el obispo desconfiaba; creyó que cuando lo vitoreaban a su llegada, se reproducía la entrada de Jesús a Jerusalén, pero al final no encontró un Gólgota sino un opíparo banquete. Pensó después que los incesantes convites eran una sucesión a lo bestia de últimas cenas, pero resultaron ser bodas de Canán interminables, con la ventaja de que no tenía que hacer milagro alguno, pues el vino parecía reproducirse por sí mismo, así como después de cada sermón de la montaña siempre alcanzaban el pan y los peces sin necesidad de intervención divina.

A partir de entonces el obispo fue acostumbrándose a su nueva y cómoda vida, más cercana a la de funcionario de alto nivel o ejecutivo de lujo que a la de guía espiritual. Declaraba sobre lo humano y lo divino sin que nadie osara contradecirlo; los medios de difusión consultábanlo sobre casi todo y a todo respondía con la confianza de quien sabe que todos estarán conformes con su palabra. Así, tan hablaba sobre las características de los últimos modelos de automóviles como de la política interior de la Cochinchina (hoy Vietnam) y sus declaraciones, por sonsas y sin fundamentos que fueran, aparecían en primera plana de los diarios y en los noticieros de la radio y la televisión.

Como todos sabemos, una parábola es una narración que hace referencia indirecta a una realidad con un propósito ejemplificante, por lo que su conclusión es fundamental ya que justamente en ella reside la intención. Curiosamente, los historiadores encontraron dos finales de la parábola que nos ocupa; contamos los dos para que el lector tenga una idea del conjunto del hallazgo.

En el primer final, el obispo continuó dándose la gran vida que los poderosos le permitían, dejándose querer y desear por el conjunto de las fuerzas vivas, respondiendo a todos con medias palabras, que por dejar todo a medias a todos complacían, sobre todo a los profesionales de la política, retribuyendo tantos favores con el mantener la pasividad de los desposeídos, alentando su ignorante fanatismo a través de masivas y rumbosas ceremonias religiosas, peregrinaciones para visitar cuanto santuario se encontraba en los alrededores y sentidos sermones en los que llamaba a la conformidad con el orden social que el Señor había establecido, por lo que dudar de su justicia era hacerse cómplice del demonio.

Los poderosos lograron que a la primera vacante el obispo fuera hecho cardenal, y a más hubiera llegado si no hubiera sido porque el día en que partía a Roma al Consistorio que elegiría nuevo Papa, murió víctima de una congestión por lo excesivo del banquete que se le ofreció como despedida.

Los poderosos lo sepultaron en pomposa ceremonia con el concurso de la feligresía que dio rienda a su dolor con tres días de llanto ininterrumpido. Luego, levantaron un enorme monumento a su memoria que años después, cuando del obispo pocos se acordaban y si lo hacían era para narrar picaras anécdotas que se le atribuían, fue derribado para dar paso a una nueva ampliación del eje central de aquella ciudad.

Después se prepararon para recibir al nuevo obispo, al que de entrada llamaron el obispo empresario, luego de que fracasaron sus empeños por canonizar al anterior a quien pretendían convertir en patrono de la libre empresa. Nadie pudo explicarse por qué durante algún tiempo, luego de la muerte del obispo, de la sede episcopal brotaba un ligero tufillo a azufre.

El segundo final es muy distinto, en él se cuenta que cierta noche en que el obispo regresaba a casa, luego de haber asistido a rumbosa cena que cierta agrupación empresarial le había ofrecido en lujosa mansión de los barrios elegantes, la limousine en que se transportaba, acompañado por algunos poderosos, sufrió desperfecto, justo cuando cruzaban cerca de los barrios miserables que los poderosos todavía no habían podido aislar para que sus hijos y mujeres no tuvieran que mirar aquella cosa tan de mal gusto que es la pobreza y pudieran continuar sin preocupaciones con sus fantasías de primer mundo.

Todos descendieron del vehículo para que el chofer intentara localizar la avería. La noche era fría, oscura y amenazante; sólo se escuchaba el ladrido de los perros en el caserío. De pronto aparecieron varios hombres; eran trece, trece figuras que se fueron acercando lentamente al obispal vehículo. Sin decir palabra hicieron a un lado al chofer, que alumbrándose con una lámpara sorda intentaba infructuosamente encontrar el daño, y al poco rato el automóvil estaba de nuevo funcionando.

El obispo y sus acompañantes los contemplaron en silencio, eran trece hombres de aspecto rudo, de barbas y cabellos descuidados; vestían una especie de toscos sayales y calzaban burdas sandalias que, evidentemente, no provenían de Taiwán. Despedían un olor que recordaba el mar y por eso y lo tostado de su piel hubieran parecido pescadores de no hallarse donde se encontraban.

Uno de los acompañantes del obispo sacó la cartera y ofreció unos billetes a los hombres que simplemente se disponían a continuar su camino. El más alto y fuerte, tanto que parecía de piedra, lo rechazó con un ademán, el otro guardó el dinero haciendo un gesto despectivo. El obispo, intrigado, preguntó al que tenía traza de ser el líder, pues los demás se agrupaban a su alrededor y parecían obedecerle:

-¿Adónde van, señores?

El que encabezaba el grupo miró fijamente al obispo con una mirada que pareció taladrarlo y respondió con un raro acento:

-Allá -y señaló con una mano al caserío misérrimo donde aún ladraban los perros y ahora se escuchaba el llanto de un niño-, allá, donde nuestros hermanos nos necesitan.

Luego sonrió de manera enigmática, dio la espalda y junto con los otros fue perdiéndose en la oscuridad del camino.

El obispo no supo qué responder y los miró alejarse, oyendo cómo conversaban entre ellos en una extraña lengua que le resultó irreconocible. Eli, dijo alguno. Eli, pensó el obispo y quedó como petrificado. Arameo, se dijo, hablaban en arameo.

Durante el resto del trayecto el obispo no pronunció palabra, pensaba, sólo pensaba y casi no atendía a la plática de sus acompañantes que se ponían de acuerdo para dar parte a las autoridades de la presencia de aquellos trece hombres que bien podían ser terroristas extranjeros enviados a poner en peligro la tranquilidad de las buenas familias.

Desde aquella noche el obispo fue otra persona, se alejó de los convites y de la compañía de los poderosos y se dedicó a visitar los barrios más miserables y a convivir cotidianamente con la gente de aquellos lugares.

Los medios comenzaron a dejar de difundir sus declaraciones, a raíz de que dijo que la riqueza excesiva era contraria al evangelio y que el afán de acumular dinero, a costa de lo que fuera, era una actitud pecaminosa.

Los poderosos le retiraron la palabra y comenzaron a intrigar ante Roma para que fuera removido, acusándolo de herético, cismático y francamente loco. El obispo no fue removido, pero poco después murió en extraño accidente que nunca fue aclarado.

Los feligreses de los barrios más pobres lo sepultaron en un humilde cementerio, en una tumba que ellos cavaron con sus propias manos y en la que pusieron por lápida una alfombra de flores, que ellos mismos se encargaron de renovar periódicamente durante muchos años.

Y contaban los más viejos del rumbo que cuando el obispo fue enterrado se pudo oír un como suave batir de alas y que de la tumba se elevó una tenue nube de la que se desprendió un hermosísimo aroma que por mucho tiempo inundó la comarca y muchos juraban era el alma del obispo.

Esos son los dos finales de la parábola, su interpretación todavía es un enigma.

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