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CANTO XII

Las sirenas Escila y Caribdis.

La isla del Sol. Ogiga.

Cuando la nave abandonó la corriente del río Océano y arribó al oleaje del ponto de vastos caminos y a la isla de Eea, donde se encuentran la mansión y los lugares de danza de Eos y donde sale Helios, la arrastramos por la arena, una vez llegados. Desembarcamos sobre la ribera del mar, y dormidos esperamos a la divina Eos.

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, envié a unos compañeros al palacio de Circe para que se trajeran el cadáver del difunto Elpenor. Cortamos enseguida unos leños y lo enterramos apenados, derramando abundante llanto, en el lugar donde la costa sobresalía más. Cuando habían ardido el cadáver y las armas del difunto, erigimos un túmulo y, levantando un mojón, clavamos en lo más alto de la tumba su manejable remo. Y luego nos pusimos a discutir los detalles del regreso.

Pero no dejó Circe de percatarse que habíamos llegado de Hades y se presentó enseguida para proveernos. Y con ella sus siervas llevaban pan y carne en abundancia y rojo vino. Y colocándose entre nosotros dijo la divina entre las diosas:

Desdichados vosotros que habéis descendido vivos a la morada de Hades; seréis dos veces mortales, mientras que los demás hombres mueren sólo una vez. Pero, vamos, comed esta comida y bebed este vino durante todo el día de hoy y al despuntar la aurora os pondréis a navegar; que yo os mostraré el camino y os aclararé las incidencias para que no tengáis que lamentaros de sufrir desgracias por trampa dolorosa del mar o sobre tierra firme.

Así dijo, y nuestro valeroso ánimo se dejó persuadir. Así que pasamos todo el día, hasta la puesta del sol, comiendo carne en abundancia y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad, mis compañeros se echaron a dormir junto a las amarras de la nave. Pero Circe me tomó de la mano y me hizo sentar lejos de mis compañeros y, echándose a mi lado, me preguntó detalladamente. Yo le conté todo como correspondía y entonces me dijo la soberana Circe:

Así es que se ha cumplido todo de esta forma. Escucha ahora tú lo que voy a decirte y lo recordará después el dios mismo.

Primero llegarás a las Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se acercan a ellas. Quien acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de las Sirenas ya nunca se verá rodeado de su esposa y tiernos hijos, llenos de alegría porque ha vuelto a casa; antes bien, lo hechizan éstas con su sonoro canto sentadas en un prado donde las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca. Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil, que sujeten a éste las amarras, para que escuches complacido, la voz de las dos Sirenas; y si suplicas a tus compañeros o los ordenas que te desaten, que ellos te sujeten todavía con más cuerdas.

Cuando tus compañeros las hayan pasado de largo, ya no te diré cuál de dos caminos será el tuyo; decidelo tú mismo en el ánimo. Pero te voy a decir los dos: a un lado hay unas rocas altísimas, contra las que se estrella el oleaje de la oscura Anfitrite. Los dioses felices las llaman Rocas Errantes. No se les acerca ningún ave, ni siquiera las temblorosas palomas que llevan ambrosía al padre Zeus; que, incluso de éstas, siempre arrebata alguna la lisa piedra, aunque el Padre (Zeus) envía otra para que el número sea completo. Nunca las ha conseguido evitar nave alguna de hombres que haya llegado allí, sino que el oleaje del mar, junto con huracanes de funesto fuego, arrastran maderos de naves y cuerpos de hombres. Sólo consiguió pasar de largo por allí una nave surcadora del ponto, la célebre Argo, cuando navegaba desde el país de Eetes. Incluso entonces la habría arrojado el oleaje contra las gigantescas piedras, pero la hizo pasar de largo Hera, pues Jasón le era querido.

En cuanto a los dos escollos, uno llega al vasto cielo con su aguda cresta y le rodea oscura nube. Ésta nunca le abandona, y jamás, ni en invierno ni en verano, rodea su cresta un cielo despejado. No podría escalarlo mortal alguno, ni ponerse sobre él, aunque tuviera veinte manos y veinte pies, pues es piedra lisa, igual que la pulimentada. En medio del escollo hay una oscura gruta vuelta hacia Poniente, que llega hasta el Erebo, por donde vosotros podéis hacer pasar la cóncava nave, ilustre Odiseo. Ni un hombre vigoroso, disparando su flecha desde la cóncava nave, podría alcanzar la hueca gruta. Allí habita Escila, que aúlla que da miedo: su voz es en verdad tan aguda como la de un cachorro recién nacido, y es un monstruo maligno. Nadie se alegraría de verla, ni un dios que le diera cara. Doce son sus pies, todos deformes, y seis sus largos cuellos; en cada uno hay una espantosa cabeza y en ella tres filas de dientes apiñados y espesos, llenos de negra muerte. De la mitad para abajo está escondida en la hueca gruta, pero tiene sus cabezas sobresaliendo fuera del terrible abismo, y allí pesca, explorándolo todo alrededor del escollo, por si consigue apresar delfines o perros marinos, o incluso algún monstruo mayor de los que cría a miles la gemidora Anfitrite. Nunca se precian los marineros de haberlo pasado de largo incólumes con la nave, pues arrebata con cada cabeza a un hombre de la nave de oscura proa y se lo lleva.

También verás, Odiseo, otro escollo más llano, cerca uno de otro. Harías bien en pasar por él como una flecha. En éste hay un gran cabrahigo cubierto de follaje y debajo de él la divina Caribdis sorbe ruidosamente la negra agua. Tres veces durante el día la suelta y otras tres vuelve a soberla que da miedo. ¡Ojalá no te encuentres allí cuando la está sorbiendo, pues no te libraría de la muerte ni el que sacude la tierra! Conque acércate, más bien, con rapidez al escollo de Escila y haz pasar de largo la nave, porque mejor es echar en falta a seis compañeros que no a todos juntos.

Así dijo, y yo le contesté y dije:

Diosa, vamos, dime con verdad si podré escapar de la funesta Caribdis y rechazar también a Escila cuando trate de dañar a mis compañeros.

Así dije, y ella al punto me contestó, la divina entre las diosas:

Desdichado, en verdad te placen las obras de la guerra y el esfuerzo. ¿Es que no quieres ceder ni siquiera a los dioses inmortales? Porque ella no es mortal, sino un azote inmortal, terrible, doloroso, salvaje e invencible. Y no hay defensa alguna, lo mejor es huir de ella, porque si te entretienes junto a la piedra y vistes tus armas contra ella, mucho me temo que se lance por segunda vez y te arrebate tantos compañeros como cabezas tiene. Conque conduce tu nave con fuerza e invoca a gritos a Cratais, madre de Escila, que la parió para daño de los mortales. Ésta la impedirá que se lance de nuevo.

Luego llegarás a la isla de Trinaquía, donde pastan las muchas vacas y pingües rebaños de ovejas de Helios: siete rebaños de vacas y otros tantos hermosos apriscos de ovejas con cincuenta animales cada uno, No les nacen crías, pero tampoco mueren nunca. Sus pastoras son diosas, ninfas de lindas trenzas, Faetusa y Lampetía, a las que parió para Helios Hiperiónida la diosa Neera. Nada más de parirlas y criarlas su soberana madre, las llevó a la isla de Trinaquía para que vivieran lejos y pastorearan los apriscos de su padre y las vacas de rotátiles patas.

Si dejas incólumés estos rebaños y te ocupas del regreso, aun con mucho sufrir podréis llegar a Itaca, pero si les haces daño, predigo la perdición para la nave y para tus compañeros. Y tú, aunque evites la muerte, llegarás tarde y mal, después de perder a todos tus compañeros.

Así dijo y, al pronto, llegó Eos, la de trono de oro.

Ella regresó a través de la isla, la divina entre las diosas, y yo partí hacia la nave y apremié a mis compañeros para que embarcaran y soltaran amarras. Así que embarcaron con presteza y se sentaron sobre los bancos y, sentados en fila, batían el canoso mar con los remos. Y Circe de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz, envió por detrás de nuestra nave de azuloscura proa, muy cerca, un viento favorable, buen compañero, que hinchaba las velas. Después de disponer todos los aparejos, nos sentamos en la nave y la conducían el viento y el piloto.

Entonces dije a mis compañeros con corazón acongojado:

Amigos, es preciso que todos, y no sólo uno o dos, conozcáis las predicciones que me ha hecho Circe, la divina entre las diosas. Así que os las voy a decir para que, después de conocerlas, perezcamos o consigamos escapar evitando la muerte y el destino.

Antes que nada me ordenó que evitáramos a las divinas Sirenas y su florido prado. Ordenó que sólo yo escuchara su voz; mas atadme con dolorosas ligaduras para que permanezca firme allí, junto al mástil; que sujeten a éste las amarras, y si os suplico o doy órdenes de que me desatéis, apretadme todavía con más cuerdas.

Así es como yo explicaba cada detalle a mis compañeros.

Entretanto la bien fabricada nave llegó velozmente a la isla de las dos Sirenas, pues la impulsaba próspero viento. Pero enseguida cesó éste y se hizo una bonanza apacible, pues un dios había calmado el oleaje.

Levantáronse mis compañeros para plegar las velas y las pusieron sobre la cóncava nave y, sentándose al remo, blanqueaban el agua con los pulimentados remos.

Entonces yo partí en trocitos, con el agudo bronce, un gran pan de cera y lo apreté con mis pesadas manos. Enseguida se calentó la cera, pues la oprimían mi gran fuerza y el brillo del soberano Helios Hiperiónida, y la unté por orden en los oídos de todos mis compañeros. Éstos, a su vez, me ataron igual de manos que de pies, firme junto al mástil, sujetaron a éste las amarras, y, sentándose, batían el canoso mar con los remos.

Conque, cuando la nave estaba a una distancia en que se oye a un hombre al gritar en nuestra veloz marcha, no se les ocultó a las Sirenas que se acercaba y entonaron su sonoro canto:

Vamos, famoso Odiseo, gran honra de los aqueos, ven aquí y haz detener tu nave para que puedas oír nuestra voz. Que nadie ha pasado de largo con su negra nave sin escuchar la dulce voz de nuestras bocas, sino que ha regresado después de gozar con ella y saber más cosas. Pues sabemos todo cuanto los argivos y troyanos trajinaron en la vasta Troya por voluntad de los dioses. Sabemos cuanto sucede sobre la tierra fecunda.

Así decían lanzando su hermosa voz. Entonces mi corazón deseó escucharlas y ordené a mis compañeros que me soltaran haciéndoles señas con mis cejas, pero ellos se echaron hacia adelante y remaban, y luego se levantaron Perimedes y Euríloco y me ataron con más cuerdas, apretándome todavía más.

Cuando por fin las habían pasado de largo y ya no se oía más la voz de las Sirenas ni su canto, se quitaron la cera mis fieles compañeros, la que yo había untado en sus oídos, y a mí me soltaron de las amarras.

Conque, cuando ya abandonábamos su isla, al pronto comencé a ver vapor y gran oleaje y a oír un estruendo. Como a mis compañeros les entrara el terror, volaron los remos de sus manos y éstos cayeron todos estrepitosamente en la corriente. Así que la nave se detuvo allí mismo, puesto que ya no movían los largos remos con sus manos.

Entonces iba yo por la nave apremiando a mis compañeros con suaves palabras, poniéndome al lado de cada uno:

Amigos, ya no somos inexpertos en desgracias. Este mal que nos acecha no es peor que cuando el Cíclope nos encerró con poderosa fuerza en su cóncava cueva. Pero por mis artes, mi decisión y mi inteligencia logramos escapar de allí, y creo que os acordaréis de ello. Así que también ahora, vamos, obedezcamos todos según yo os indique. Vosotros sentaos en los bancos y batid con los remos la profunda orilla del mar, por si Zeus nos concede huir y evitar esta perdición; y a ti, piloto, esto es lo que te ordeno: ponlo en lo interior, ya que gobiernas el timón de la cóncava nave; mantén a la nave alejada de ese vapor y oleaje y pégate con cuidado a la roca, no sea que se te lance sin darte cuanta hacia el otro lado y nos pongas en medio del peligro.

Así dije y enseguida obedecieron mis palabras. Todavía no les hablé de Escila, desgracia imposible de combatir, no fuera que por temor dejaran de remar y se me escondieran todos dentro.

Entonces no hice caso de la penosa recomendación de Circe, pues me ordenó que en ningún caso vistiera mis armas contra ella. Así que vestí mis ínclitas armas y con dos lanzas en mis manos subí a la cubierta de proa, pues esperaba que allí se me apareciera primero la rotosa Escila, la que iba a llevar dolor a mis compañeros. Pero no pude verla por lado alguno y se me cansaron los ojos de otear por todas partes la brumosa roca.

Así que comenzamos a sortear el estrecho entre lamentos, pues de un lado estaba Escila, y del otro la divina Caribdis sorbía que daba miedo la salada agua del mar. Y es que cuando vomitaba, todo ella borbollaba como un caldero que se agita sobre un gran fuego, la espuma caía desde arriba sobre lo alto de los dos escollos, y cuando sorbía de nuevo la salada agua del mar, aparecía toda arremolinada por dentro, la roca resonaba espantosamente alrededor y al fondo se veía la tierra con azuloscura arena.

El terror se apoderó de mis compañeros y, mientras la mirábamos temiendo morir, Escila me arrebató de la cóncava nave seis compañeros, los que eran mejores de brazos y fuerza. Mirando a la rápida nave y siguiendo con los ojos a mis compañeros, logré ver arriba sus pies y manos cuando se elevaban hacia lo alto. Daban voces llamándome por mi nombre, ya por última vez, acongojados en su corazón. Como el pescador en un promontorio, sirviéndose de larga caña, echa comida como cebo a los pececillos (arroja al mar el cuerno de un toro montaraz) y luego tira hacia fuera y los coge palpitantes, así mis compañeros se elevaban palpitantes hacia la roca.

Escila los devoró en la misma puerta mientras gritaban y tendían sus manos hacia mí en terrible forcejeo. Aquello fue lo más triste que he visto con mis ojos de todo cuanto he sufrido recorriendo los caminos del mar. Cuando conseguimos escapar de la terrible Caribdis y de Escila, llegamos enseguida a la irreprochable isla del dios donde estaban las hermosas carianchas vacas y los numerosos rebaños de ovejas de Helios Hiperión.

Cuando todavía me encontraba en la negra nave pude oír el mugido de las vacas en sus establos y el balar de las ovejas. Entonces se me vino a las mientes la palabra del adivino ciego, el tebano Tiresias, y de Circe de Eea, quienes me encomendaron encarecidamente evitar la isla de Helios, el que alegra a los mortales.

Así que dije a mis compañeros acongojado en mi corazón:

Escuchad mis palabras, compañeros que tantas desgracias habéis sufrido, para que os manifieste las predicciones de Tiresias y de Circe de Eea, quienes me encomendaron encarecidamente evitar la isla de Helios, el que alegra a los mortales, pues me dijeron que aquí tendríamos el más terrible mal. Conque conducid la negra nave lejos de la isla.

Así dije y a ellos se les quebró el corazón.

Entonces Euriloco me contestó con odiosa palabra:

Eres terrible, Odiseo, y no se cansa tu vigor ni tus miembros. En verdad todo lo tienes de hierro si no permites a tus compañeros agotados por el cansancio y por el sueño poner pie a tierra en una isla rodeada de corriente, dónde podríamos prepararnós sabrosa comida. Por el contrario, les ordenas que anden errantes por la rápida noche en el brumoso ponto, alejándose de la isla. De la noche surgen crueles vientos, azote de las naves. ¿Cómo se podría huir del total exterminio si por casualidad se nos viene de repente un huracán de Noto o de Céfixo de soplo violento, que son quienes, sobre todo, destruyen las naves por voluntad de los soberanos dioses? Cedamos, pues, a la negra noche y preparémonos una comida quedándonos junto a la rápida nave. Y al amanecer embarcaremos y lanzaremos la nave al vasto ponto.

Así dijo Euríloco y los demás compañeros aprobarón sus palabras. Entonces me di cuenta de que un demón nos preparaba desgracia y, hablándoles, dije aladas palabras:

Euríloco, mucho me forzáis, solo como estoy. Pero, vamos, juradme al menos con fuerte juramento que si encontramos una vacada o un gran rebaño de ovejas, nadie, llevado de funesta insensatez, matará vaca u oveja alguna. Antes bien; comed tranquilos el alimento que nos dio la inmortal Circe.

Así dije y todos juraron al punto tal como les había dicho. Así que cuando habían jurado y completado su juramento, detuvimos en el cóncavo Puerto nuestra bien construida nave, cerca de agua dulce; desembarcaron mi compañeros y se prepararon con habilidad la comida.

Luego que habían arrojado de sí el deseo de comida y bebida, comenzaron a llorar, pues se acordaron enseguida, por los compañeros a quienes había devorado Escila, arrebatándlos de la cóncava nave; y mientras lloraban, les sobrevino un profundo sueño.

Cuando terciaba la noche y declinaban los astros, Zeus, el que amontona las nubes, levantó un viento para que soplara en terrible huracán y cubrió de nubes tierra y mar. Y se levantó del cielo la noche.

Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, anclamos la nave arrastrándola hasta una gruta, donde estaba el hermoso lugar de danza de las Ninfas y sus asientos.

Entonces los convoqué en asamblea y les dije:

Amigos, en la rápida nave tenemos comida y bebida; apartémonos de las vacas no sea que nos pase algo malo, que estas vacas y gordas ovejas pertenecen a un dios terrible, a Helios, el que lo ve todo y todo lo oye.

Así dije y su valeroso ánimo se dejó persuadir.

Durante todo un mes sopló Noto sin parar y no había ningún otro viento, salvo Euro y Noto. Así que, mientras mis compañeros tuvieron comida y rojo vino, se mantuvieron alejados de las vacas por deseo de vivir; pero cuando se consumieron todos los víveres de la nave, pusiéronse por necesidad a la caza de peces y aves; todo lo que llegaba a sus manos, con curvos anzuelos, pues el hambre retorcía sus estómagos.

Yo me eché entonces a recorrer la isla para suplicar a los dioses, por si alguno me manifestaba algún camino de vúelta; y, cuando caminando por la isla ya estaba lejos de mis compañeros, lavé mis manos al abrigo del viento y supliqué a todos los dioses que poseen el Olimpo. Y ellos derramaron el dulce sueño sobre mis párpados.

Entonces Euríloco comenzó a manifestar a mis compañeros esta funesta decisión:

Escuchad mis palabras, compañeros que tantos males habéis sufrido. Todas las clases de muerte son odiosas para los desgraciados mortales, pero lo más lamentable es morir de hambre y arrastrar el destino. Conque, vamos, llevémonos las mejores vacas de Helios y sacrifiquémoslas a los inmortales que poseen el vasto cielo. Si llegamos a Itaca, nuestra patria, edificaremos a Helios Hiperión un esplendido templo donde podríamos erigir muchas y excelentes estatuas.

Pero si, irritado por sus vacas de alta cornamenta, quiere destruir nuestra nave, y los demás dioses les acompañan, prefiero perder la vida de una vez, de bruces contra una ola, antes que irme consumiendo poco a poco en una isla desierta.

Así dijo Euríloco y los demás compañeros aprobaron sus palabras. Así que se llevaron enseguida las mejores vacas de Helios, de por allí cerca, pues las hermosas vacas carianchas de rotátiles patas pastaban no lejos de la nave de azuloscura proa. Pusiéronse a su alrededor e hicieron súplica a los dioses, cortando ramas tiernas de una encina de elevada copa, pues no tenían blanca cebada en la nave de buenos bancos. Cuando habían hecho la súplica, degollado y desollado las vacas, cortaron los muslos y los cubrieron de grasa a uno y otro lado y colocaron carne sobre ellos. No tenían vino para libar sobre las víctimas mientras se asaban, pero libaron con agua mientras se quemaban las entrañas. Cuando ya se habían quemado los muslos y probaron las entrañas, cortaron en trozos lo demás y lo ensartaron en pinchos.

Entonces el profundo sueño desapareció de mis párpados y me puse en camino hacia la rápida nave y la ribera del mar. Y, cuando me hallaba cerca de la curvada nave, me rodeó un agradable olor a grasa. Rompí en lamentos e invoqué a gritos a los dioses inmortales:

Padre Zeus y demás dioses felices que vivís siempre; para mi perdición me habéis hecho acostar con funesto sueño, pues mis compañeros han resuelto un tremendo acto mientras estaban aquí.

En esto llegó Lampetía, de luengo peplo, rápida mensajera a Helios Hiperión, para anunciarle que habíamos matado a sus vacas. Y éste se dirigió al punto a los inmortales acongojado en su corazón:

Padre Zeus y los demás dioses felices que vivís siempre, castigad ya a los compañeros de Odiseo Laertíada que me han matado las vacas, ¡obra impía!, con las que yo me complacía al dirigirme hacia el cielo estrellado y al volver de nuevo hacia la tierra desde el cielo. Porque si no me pagan una recompensa equitativa por las vacas, me hundiré en el Hades y brillaré para los muertos.

Y contestándole dijo Zeus, el que reúne las nubes:

Helios, sigue brillando entre los inmortales y los mortales hombres sobre la tierra nutricia, que yo lanzaré mi brillante rayo y quebraré enseguida su nave en el ponto rojo como el vino.

Esto es lo que yo oí decir a Calipso, de hermoso peplo, y ella decía que se lo había oído a su vez a Hermes.

Conque, cuando bajé hasta la nave y el mar, los reprendí a unos y otros poniéndome a su lado, pero no podíamos encontrar remedio, las vacas estaban ya muertas. Entonces los dioses comenzaron a manifestarles prodigios: las pieles caminaban, la carne mugía en el asador, tanto la cruda como la asada. Así es como las vacas cobraron voz.

Durante seis días mis fieles compañeros prosiguieron banqueteándose y llevándose las mejores vacas de Helios, pero cuando Zeus Cronida nos trajo el séptimo, dejó el viento de lanzarse huracanado y nosotros embarcamos y empujamos la nave al vasto ponto no sin colocar el mástil y extender las blancas velas.

Cuando abandonamos la isla y ya no se divisaba tierra alguna sino sólo cielo y mar, el Cronida puso una negra nube sobre la cóncava nave y el mar se oscureció bajo ella. La nave no pudo avanzar mucho tiempo, porque enseguida se presentó el silbante Céfiro lanzándose en huracán y la tempestad de viento quebró los dos cables del mástil. Cayó éste hacia atrás y todos los aparejos se desparramaron bodega abajo. En la misma proa de la nave golpeó el mástil al piloto en la cabeza, rompiendo todos los huesos de su cráneo y, como un volatinero, se precipitó de cabeza contra la cubierta y su valeroso ánimo abandonó los huesos.

Zeus comenzó a tronar al tiempo que lanzaba un rayo contra la nave, y ésta se revolvió toda, sacudida por el rayo de Zeus, y se llenó de azufre. Mis compañeros cayeron fuera y, semejantes a las cornejas marinas, eran arrastrados por el oleaje en torno a la negra nave. Dios les había arrebatado el regreso.

Entonces yo iba de un lado a otro de la nave, hasta que el huracán desencajó las paredes de la quilla y el oleaje la arrastraba desnuda. El mástil se partió contra ésta, pero, como había sobre aquél un cable de piel de buey, até juntos quilla y mástil y, sentándome sobre ambos, me dejé llevar de los funestos vientos.

Entonces Céfiro dejó de lanzarse huracanado y llegó enseguida Noto trayendo dolores a mi ánimo, haciendo que volviera a recorrer de nuevo la funesta Caribdis.

Dejéme llevar por el oleaje durante toda la noche y al salir el sol llegué al escollo de Escila y a la terrible Caribdis. Ésta comenzó a sorber la salada agua del mar, pero entonces yo me lancé hacia arriba, hacia el elevado cabrahigo y quedé adherido a él como un murciélago. No podía apoyarme en él con los pies para trepar, pues sus raíces estaban muy lejos y sus ramas muy altas, ramas largas y grandes que daban sombra a Caribdis. Así que me mantuve firme hasta que ésta volviera a vomitar el mástil y la quilla, y un rato más tarde me llegaron mientras estaba a la expectativa. Mis maderos aparecieron fuera de Caribdis a la hora en que un hombre se levanta del ágora para ir a comer, después de juzgar numerosas causas de jóvenes litigantes. Dejéme caer desde arriba de pies y manos y me desplomé ruidosamente sobre el oleaje junto a mis largos maderos, y sentado sobre ellos, comencé a remar con mis brazos.

El padre de hombres y dioses no permitió que volviera a ver a Escila, pues no habría conseguido escapar de la ruina total.

Desde allí me dejé llevar durante nueve días, y en la décima noche los dioses me impulsaron hasta la isla de Ogigia, donde habitaba Calipso de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz que me entregó su amor y sus cuidados.

Pero, ¿para qué te voy a contar esto? Ya os lo he narrado ayer a ti y a tu fuerte esposa en el palacio, y me resulta odioso volver a relatar lo que he expuesto detalladamente.


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