Índice de Nochebuena de Nicolás GogolCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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Al principio Vakula se asustó de verse elevar tan alto y de ir perdiendo de vista a la Tierra, hasta el extremo de no poder distinguir casi nada de ella. Voló con rapidez de mosca, llegando hasta la Luna, que hubiese rozado con su gorro de no haberse inclinado ligeramente. Poco a poco fue desimpresionándose y cobrando ánimos, y termino por estar de humor hasta para darle bromas al demonio. Se divertía extraordinariamente viéndole estornudar cada vez que se quitaba la crucecita de ciprés y se la acercaba al hocico para hacérsela oler. Otras veces levantaba, alardeando en la acción, la mano para rascarse la cabeza, y el diablo, creyendo que intentaba hacer la señal de la cruz, volaba can más rapidez aún. Todo era lúcido en las alturas: la atmósfera, parecida a una fina niebla plateada, era sumamente tmnsparente. Veíase todo tan claro, que pudieron distinguir a un mago que sentado sobre un puchero pasó vertiginosamente por su lado. Las estrellas, cogidas de la mano unas con otras, jugaban a la gallina ciega. Más allá veiase un enjambre de espiritus que se extendía a modo de nube. Un diablejo que bailaba cerca de la Luna se quitó el gorro al ver pasar al herrero montado a caballo sobre el demonio. Una escoba tornaba a su destino al quedar abandonada por su dueña, la bruja que la dejó después de servirse de ella para su viaje. Mucha chusma encontraron aún. Al ver pasar al herrero todos se paraban unos segundos para mirarle; luego seguian adelante, yendo cada cual a lo suyo.

El herrero siguió volando hasta que de repente se encontró sobre San Petersburgo, que resplandecía, pues había iluminaciones no sabemos por qué. El diablo, una vez que traspuso las puertas de la ciudad, se transformó en caballo, y Vakula se vió caballero en un brioso corcel en medio de una calle de ia gran urbe. ¡Qué ruido, qué tráfico y qué esplendor! A uno y otro lado se sucedían las casas de cuatro pisos; el ruido producido por las ruedas de los coches y los cascos de los caballos resonaba tronando por todas partes. Las casas parecían nacer, irguiéndose a cada momento; los puentes trepidaban, y parecían tener alas los carruajes, cuyos cocheros y postillones gritaban sin cesar. A toda esta baraúnda se unía el ruido de la nieve, que silbaba bajo miles y miles de trineos que se precipitaban por todas partes. Los peatones apretujábanse en las aceras, y sus sombras, que subían hasta los tejados y a veces hasta las chimeneas, se proyectaban enormes y alargadas sobre los muros de los edificios iluminados con lamparillas. Nuestro herrero miraba lleno de asombro a su alrededor. Sentía la sensación de que todas las casas clavaban en él sus soberbios ojazos de fuego. Vió tal cantidad de señores, todos envueltos en sus capotes de paño forrado, que no sabía a quién debía saludar, creyéndolos personajes.

¡Dios mío, cuánto señorío! -pensaba-. Me parece que todos los que vau pasando con sus capotes son jueces, y los que van metidos en estos espléndidos coches cerrados, si no son alcaldes, deben de ser comisarios, o tal vez ocupen cargos más importantes.

Estas ideas fueron interrumpidas por el diablo, que le preguntó:

-¿Quieres que vayamos directamente al palacio de la zarina?

El herrero, atemorizado, pensó que no; y se dijo:

-No sé donde deben de parar aqui los zaporogos que allá por el otoño atravesaron la aldea. Procedían de Zaporogie y llevaban documentos para la zarina. Mejor sería que ellos me aconsejaran ... Diablo: métete en mi bolsillo y condúceme adonde estén los zaporogos.

Al instante el diablo se redujo de tal modo que pudo sin dificultad ninguna metérseie en el bolsillo.

No tuvo Vakula tiempo siquiera para volver la cabeza, cuando se vió ante una gran casa. Subió la escalera como un autómata, abrió una puerta y retrocedió al ver lo esplendoroso de la habitación; pero cobró ánimos al reconocer a los mismos zaporogos que pasaron por Dikanka en el otoño y que se hallaban sentados sobre ricos sofás de brocado, encogiendo sus pies, calzados con grandes botas untadas de alquitrán, y fumando un tabaco fortísimo llamado vulgarmente de raíces.

-¡Buenas tardes, señores, y que Dios os proteja! ¿Quién hubiese dicho que nos volveríamos a ver aquí? -dijo el herrero, aproximándose a ellos y saludándolos con respeto.

-¿Quién es ese hombre? -preguntó el zaporogo que estaba más cerca del herrero al que tenía a su lado.

-¿No me reconocéis? -siguió el herrero-. Soy Vakula, el herrero de Dikanka. Cuando en el otoño pasasteis por allí os detuvisteis cerca de dos días en mi casa. Que Dios os mande salud y os conceda una larga vida. ¿No recordáis que os puse entonces un aro nuevo a una de las ruedas de vuestra berlina?

-¡Ah!- dijo el zaporogo-, es el herrero que también era pintor. ¿No es eso? ¿Y qué tal, paisano? ¿Para qué viniste?

-¡Phs! ¡Quise darme una vueltecita por aquí. Dicen ...

-Y qué -dijo con aire suficiente el zaporogo, queriendo hacer resaltar su instrucción,- ¿no es cierto que es ésta una gran ciudad?

El herrero, aunque mostrando ignorancia, no quiso ser menos, y como tenía algunas nociones de habla distinguida -ya tuvimos ocasión de verlo cuando Pazuk-, se lanzó de esta manera y como queriendo quitar importancia a lo que decía:

-Es una provincia notable, es preciso reconocerlo; por todas partes se pueden admirar obras de arte, y las casas son muy hermosas; varias de ellas ostentan letras pintadas tan relumbrantes que dan sensación de un gran oropel. Las proporciones son magníficas evidentemente.

Los zaporogos, al oír que el herrero se expresaba con tanta fluidez, formaron de él opinión bien distinta y favorable.

-Más tarde tendremos sumo gusto en conversar contigo, paisano. Ahora tenemos que ir a palacio.

-¿Al de la zarina? Pues tened la bondad de llevarme con vosotros.

-¿A ti? -dijo el zaporogo con aire de protección, como lo hiciera un ayo para contestar a un niño de cuatro años que pidiera le montase en un caballo grande-. ¿Qué se te ha perdido a ti allí? ¡No, no es posible!

Y tomando luego un aire grave dijo:

-Nosotros tenemos que hablar de nuestros asuntos con la zarina ...

-¡Llevadme! -insistió el herrero-. ¡Pídeselo a elíos! -dijo luego al diablo, palpándose el bolsillo.

Y apenas había terminado, cuando uno de los zaporogos intervino en su favor diciendo:

-¿No os párece que le podríamos llevar como si fuera uno de nosotros?

-¡Pues bien, sea! ¡Vamos allá! -exclamaron los restantes-. Pero es preciso que te pongas un traje como el nuestro.

El herrero no tuvo apenas el tiempo justo de ponerse un caftán verde que le proporcionaron, cuando se abrió la puerta y un criado con infinidad de galones dijo que ya era la hora marcada para la audiencia imperial.

Al herrero le pareció de nuevo estar soñando cuando se vió dentro de un enorme carruaje que, meciéndole, le llevaba a través de la gran ciudad. Otra vez pasaron entre las esbeltas casas, y el eropedrado de las calles sonaba bajo los cascos de los briosos caballos.

¡Dios mío, cuánta luz! -iba pensardo mientras tanto el herrero-. ¡En nuestro país no se goza de tanta ni en pleno día!

Los carruajes se detuvieron al fin delante de palacio; los zaporogos descendieron, entrando en un espacioso y magnífico portal, y después subieron por una escalera profusamente iluminada.

¡Vaya una escalera! -se decía el herrero- Da lástima subir por ella. ¡Cuántos adornos! ¡Y luego dicen que en los cuentos se miente! ¡Qué se ha de mentir! ¡Qué hermoso pasamano! ¡El hierro solo ha debido costar unos cincuenta rublos!

Cuando terminaron de subir, atravesaron la primera sala. Vakula seguía a los zaporogos con gran timidez, temiendo a cada momento resbalar por el bruñido entarimado. Traspusieron tres salas sin que decreciera el asombro de nuestro herrero, quien al entrar en la cuarta y fijarse en uno de los muchos cuadros que encerraba, se acercó sin darse cuenta a él. Representaba la imagen de la Virgen con el Niño Jesús en brazos.

¡Valiente cuadro! ¡Qué pintura tan espléndida! ¡Enteramente parece que van a romper a hablar; qué vida tienen! Y el Niñito aprieta las manecitas y sonríe, ¡pobrecito! ¿Y los colores? ¡Dios de mi alma, qué colorido! Seguramente no han empleado en ellos ni un centimillo de ocre; todo está pintado con carmín y oro, y ¡qué brillo el de ese azul! El fondo está, ciertamente, hecho con el más exquisito azul claro. Pero si esta pintura es cosa magistral, ¿qué será esta manecilla de cobre? -dijo, acercándose para tocar la cerradura de una puerta -. ¡Este trabajo es todavía más asombroso! Creo que deben de haberlo hecho herreros alemanes y que habrán cobrado por ella un dineral.

Quizá hubiese seguido admirando por mucho tiempo todo y haciendo conjeturas sobre su valor si el criado de los galones dorados no le hubiera empujado, recordándole al mismo tiempo que no debía separarse del grupo.

Los zaporogos atravesaron aún otras dos salas, y al fin hicieron aito en una tercera, donde les dijeron que esperasen. En aquella sala había un grupo de generales con sus uniformes recargados de oro. Los zaporogos saludaron a derecha e izquierda y luego formaron también grupos.

-Minutos después entró, acompañado de numeroso séquito, un hombre de majestuosa estatura, bastante robusto y vistiendo uniformé de atamán y zapatos amarillos. Sus cabellos estaban en desorden, era tuerto y tenía un aire altivo. Todos sus movimientos delataban el hábito de mandar.

-Los generales, que minutos antes se paseaban con aire orgulloso y cargados de oro, se doblaron servilmente ante él con ceremoniosos saludos. Cada palabra que pronunciaba el atamán la recogían como si quisieran poner inmediatamente en práctica sus ideas; pero el otro no parecía parar mientes, y apenas si se dignó hacer un ligero movimiento de cabeza, yendo directamente al grupo de los zaporogos.

Estos le hicieron una reverencia, que les hizo casi dar con Ia cabeza en el suelo.

-¿No falta ninguno de vosotros? -preguntó con habla un poco gangosa.

-No, batko (16); estamos todos -contestaron con otra reverencia.

-¡Que no os olvidéis de decir lo que os enseñé!

-No, batko; no lo olvidaremos.

-¿Es éste el zar? -preguntó el herrero a uno de los zaporogos.

Y éste le respondió:

-¡Qué ha de ser el zar! ¡Es el mismisimo Potemkin! (17).

De la sala inmediata salía gran murmullo de voces, y al mirar el herrero no supo dónde posar la vista: tal era la multitud de damas ataviadas con trajes de raso de largas colas y de cortesanos con peluca y casaca bordada en oro. No podía sino sentirse deslumbrado, ¡y nada más!

De repente los zaporogos se postraron exclamando a una:

-¡Gracia, madre; gracia!

El herrero, sin darse cuenta, también se tiró al suelo con el mayor fervor.

-¡Levantaos! -ordenó una voz imperiosa pero al mismo tiempo agradable.

Varios cortesanos, adelantándose, empujaron a los zaporogos para que se levantaran; pero éstos exclamaron:

-¡No nos levantaremos, madre! ¡Aunque muramos no nos levantaremos!

Potemkin se mordía loS labios, y al fin, acercándose a uno de ellos, le habló en voz baja e inmediatamente se levantaron todos.

Entonces el herrero se atrevió a levantar la vista y vió ante sí a una mujer de estatura mediana, más bien gruesa, con el pelo empolvado y de ojos azules. Tenía una cara afable pero imperiosa, y toda ella conquistaba con esa fascinación que poseen las mujeres que son reinas.

-Su Alteza me prometió que hoy conocería a mi pueblo. Hasta ahorá no le vi jamás -dijo la dama de ojos azules, examinando con curiosidad a los zaporogos-. ¿Os encontráis a gusto aquí?- continuó, dando un paso hacia ellos.

-¡Estamos muy bien, madre! Los comestibles son buenos, aunque los carneros no sean tan sabrosos como los de Zaporogie; pero ¿cómo no vivir venturosamente?

Potemkin se impacientaba al ver que los zaporogos no decían lo que les había enseñado, y entonces, comprendiéndolo uno de ellos, se adelantó con un gesto digno.

-¡Venimos a pedirte gracia, madre! ¿En qué te ofendió tu fiel pueblo? ¿Estuvimos acaso alguna vez de acuerdo con los impuros tártaros? ¿Obramos en consonancia con el pueblo turco? ¿Te hemos traicionado acaso con la acción o con el pensamiento? ¿Por qué caímos, pues, en desgracia? Primero nos dijeron que mandabas construir fortalezas contra nosotros; ahora nos han dicho que nos amenazan otras desventuras. ¿Cuál fue la culpa del ejército zaporogo? ¿Fue quizá la de ganar a tu armada cuando pasó el Perekop, o tal vez es la de haber ayudado a tus generales cuando la matanza de tartaros en Crimea?

Potemkin guardaba silencio, y distraídamente se limpiaba con un cepillito las sortijas de diamantes que adornaban sus manos.

-¿Qué es lo que pretendéis? -preguntó con inquietud Catalina.

Los zaporogos miráronse significativamente.

Ahora es el momento, puesto que la zarina nos pregunta qué es lo que dcseamos -dijo para sus adentros el herrero.

Y echándose al suelo:

-¡Majestad imperial: perdonadme, no me mandéis al suplicio! ¡No quiero ofenderos, Majestad! ¿De qué están hechos los zapatitos que calzáis? Imagino que no habrá en ningún Estado del mundo un zapatero capaz de hacer otros semejantes. ¡Dios mío! ¿Qué pasaría si yo consiguiese unos como esos para mi mujercita?

La emperatriz soltó una carcajada; los cortesanos siguieron su ejemplo. Potemkin frunció el entrecejo, pero sin poder contener la risa, y los zaporogos daban codazos al herrero para volverle a la realidad, creyendo que había perdido el juicio.

-Levántate -dijo cariñosamente la emperatriz-. Si tanto deseas poseer unos zapatitos como éstos, es fácil conseguírtelo. ¡Que le traigan lnmediatamente los mejores zapatos, los que tienen bordados de oro! Me encanta, en verdad, esta senciIlez. Ahí tenéis -continuó la zarina, fijando su mirada en una persona que se hallaba algo apartada de los demás, que tenía una faz redonda y pálida y cuya casaca modesta con botones de nácar denotaba que no era cortesana -¡un sujeto digno de vuestra ingeniosa pluma!

-¡Su Majestad Imperial me confunde! Sería necesario que viniese por lo menos un Lafontaine- contestó el hombre de los botones de nácar, haciendo una reverencia.

-He de deciros con franqueza que ahora estoy bajo el encanto de vuestro Brigadir, y además, ¡leéis tan acabadamente! ... Sin embargo -continuó, dirigiéndose otra vez a los zaporogos-, he oído decir que a los zaporogos no os es permitido casaros.

-Pero ¡madre! Tú sabes bien que el hombre no puede Vivir sin una mujercita -dijo entonces el zaporogo que estuvo de conversación con el herrero.

Este se asombraba de oírle apear el tratamiento a la zarina, cuando era hombre que tenía alguna ilustración y que sabía tratar a los superiores. Parecía como si a propio intento se dirigiera a la zarina en el dialecto que, se usa entre los mujiks. El herrero pensó para sus adentros que de seguro tenía sus razones para hablar así, y que eran los zaporogos gente muy astuta.

-No somos monjes -seguía el zaporogo-; somos pecadores; nos atrae, como a todos, lo prohibido. Hay un cierto número de entre los nuestros que tienen sus mujeres, sólo que no viven con ellas en Zaporogie. Unos las tienen en Polonia, otros en Ukrania y algunos hasta en Turquía.

Entre tanto, le trajeron al herrero los zapatitos.

-¡Jesús mío, qué riqueza de adornos! -exclamó lleno de gozo, cogiéndolos-. Pues si Su Majestad Imperial usa tales zapatitos, con los que seguramente patinará sobre el hielo, ¿cómo serán los piececitos? ¡Se me figura deben de ser como terrones de azúcar!

La emperatriz, que realmente tenía unos pies muy lindos, no pudo dejar de sonreír ante la córtesía del ingenuo herrero, el cual, con su traje de zaporogo tenía, por otra parte, una apuesta figura, a pesar de su rostro tostado.

El herrero, animado ante tanta benevolencia, intentó hacer a la zarina varias preguntas: si era verdad que los zares no comían mas que miel y tocino, y otras por el estilo; pero al ver que los zaporogos le llamaban la atención dándole golpecitos en la espalda, decidió callarse; y cuando la zarina se dirigió a los más ancianos para interrogarles sobre su modo de vivir y sus costumbres, el herrero, apartándose del grupo, inclinóse hacia el bolsillo donde tenía al diablo, y le dijo en voz baja:

-¡Llévame inmediatamente lejós de aquí!

Y de repente se encontró fuera de la ciudad.

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