Indice de Mujercitas de Louisa May Alcott Capítulo Séptimo. Amy pasa por el valle de la humillación Capítulo Noveno. Meg visita la feria de las vanidadesBiblioteca Virtual Antorcha

Mujercitas

Louisa May Alcott

Capítulo octavo
Jo se encuentra con Apolo


- ¿Dónde van, niñas? -preguntó Amy, entrando en el dormitorio de sus hermanas mayores la tarde de un sábado, y hallándolas ocupadas preparándose para salir de manera tan secreta, que picó su curiosidad.

- No te importa; las niñas pequeñas no deben ser preguntonas -respondió Jo con severidad.

Si hay algo que nos irrita en nuestra juventud, es que se nos recuerde nuestra pequeñez, y más aún que se nos despida con un vete, querida. Al recibir este insulto, Amy se irguió y resolvió descubrir el secreto, aunque fuera menester atormentarlas por una hora entera. Volviéndose a Meg, que nunca le negaba una cosa por mucho tiempo, dijo dulcemente:

- ¡Dímelo! Creo que podían dejarme ir también, porque Beth está ocupada con sus muñecas y me aburro sola.

- No puedo, querida, porque no estás invitada -comenzó Meg; pero Jo la interrumpió impaciente:

- Meg, cállate, ¡que lo vas a echar a perder! No puedes ir, Amy, no seas niña y no te quejes.

- Van a alguna parte con Laurie, lo sé. Susurraban y se reían ayer por la tarde cuando estaban sentadas en el sofá y cuando yo entré dejaron la conversación. ¿No van con él?

- Sí, vamos con él; ahora hazme el favor de callarte y no nos fastidies más.

Amy se calló, pero observó que Meg ponía a escondidas un abanico en el bolsillo.

- ¡Ya sé! ¡Ya sé! Van al teatro a ver Los siete castillos, -gritó, añadiendo con mucha resolución-: Y yo iré también, porque mamá ha dicho que podía verla; y tengo mi dinero de gastitos. ¡Qué mezquinas, no habérmelo dicho a tiempo!

- Escúchame un minuto y sé razonable -dijo Meg, tratando de calmarla.

- Mamá no quiere que la veas esta semana, porque tus ojos no pueden todavía soportar la luz de esa comedia de magia. La semana que viene podrás ir con Beth y Hanna, y te divertirás mucho.

- Eso no me gusta tanto como ir con ustedes y Laurie. Déjame ir; he estado enferma y en casa con este catarro tanto tiempo, que ansío una diversión. ¡Déjame, Meg! Seré muy buena -imploró Amy tan patéticamente como pudo.

- ¿Qué hacemos? ¿La llevamos? No creo que mamá se disgustaría si la abrigamos bien -comenzó Meg.

- Si ella Va, no voy yo, y si yo no voy no le gustará a Laurie; además, sería muy descortés después de habernos invitado a nosotras dos, llevar también a Amy.

- Yo hubiera pensado que a ella no le gustaría colarse donde no la llaman -dijo Jo muy enojada.

Su tono y maneras irritaron tanto a Amy, que comenzó a ponerse las botas diciendo muy decidida:

- ¡Voy y voy! Meg dice que puedo ir, y si me pago la entrada, a Laurie no le importa nada.

- No puedes sentarte con nosotros, porque nuestras localidades están ya tomadas y no vas a sentarte sola; Laurie tendrá que cederte su asiento, lo cual estropeará nuestro placer, o te buscará otro, y eso no está bien, cuando no te ha invitado. No adelantará nada; de modo que puedes quedarte donde estás -regañó Jo, cada vez más enojada.

Sentada en el suelo, con una bota puesta, Amy se echó a llorar y Meg se puso a convencerla, cuando Laurie llamó desde abajo y las dos chicas se apresuraron a bajar, dejando a su hermana lamentándose sin consuelo. En el momento en que salían, Amy gritó desde la barandilla de la escalera, con voz amenazadora:

- ¡Lo vas a sentir, Jo! ¡Ya lo verás!

- ¡Tonterías! -respondió Jo, cerrando de golpe la puerta.

Se divirtieron mucho, porque Los siete castillos del lago diamante era todo lo brillante y maravilloso que cualquier persona podía desear. Pero a pesar de los diablillos rojos, de los duendes chispeantes, de los príncipes y princesas magníficos la diversión de Jo tenía una nota amarga. El pelo rubio de la reina de las hadas le recordó a Amy, y en los entreactos no podía dejar de pensar qué haría su hermana para hacerle sentir lo ocurrido. Ella y Amy habían tenido en el curso de sus vidas muchas peleas, porque ambas poseían carácter fuerte y se enojaban con facilidad, aunque luego se avergonzaban de su proceder. Aunque era mayor, a Jo le era más difícil dominarse y poner freno a su carácter ardiente. Su enojo nunca duraba largo tiempo, y después de confesar su falta se arrepentía sinceramente, y procuraba corregirse. Sus hermanas decían que les gustaba ver a Jo enfadada, porque después era un verdadero ángel. La pobre Jo trataba desesperadamente de ser buena, pero su enemigo interior estaba siempre listo para inflamarse y vencerla, y necesitó años de esfuerzos pacientes para dominarlo.

Cuando llegaron a casa encontraron a Amy leyendo en la sala. Ella adoptó aires de ofendida al entrar las hermanas, sin levantar los ojos de su libro ni hacer una pregunta. Quizá la curiosidad hubiese vencido el resentimiento si Beth hubiera estado allí para hacer preguntas y obtener una descripción brillante de la pieza. Al quitarse el sombrero Jo echó una mirada a la cómoda, porque en su última riña Amy había desahogado su rabia volcando el cajón de Jo sobre el suelo. Pero todo estaba en su sitio, y después de echar una rápida mirada a sus varios cajones y bolsos, Jo dedujo que Amy había olvidado y perdonado las ofensas. En eso se engañó, porque al día siguiente hizo un descubrimiento que levantó una borrasca. Hacia el atardecer, Meg, Beth y Amy estaban juntas, cuando Jo entró precipitadamente en el cuarto muy excitada y preguntó sin aliento:

- ¿Quién ha quitado de su sitio mi libro de cuentos?

Meg y Beth contestaron al punto que ellas no lo habían tocado.

Amy atizó el fuego y no dijo nada. Jo la vio ponerse colorada y se abalanzó sobre ella.

- ¡Amy, tú lo tienes!

- No; no lo tengo.

- Entonces, sabes dónde está.

- No; no lo sé.

- ¡Mentira! - gritó Jo, asiéndola por los hombros con una furia capaz de atemorizar a una niña mucho más valerosa que Amy.

- No lo sé. No lo tengo; no sé donde está ni me importa.

- Tú sabes algo de ello y será mejor que lo digas inmediatamente, si no quieres decirlo a la fuerza -y Jo la sacudió ligeramente.

- Sermonea cuanto quieras; no volverás a tener ese libro tonto -gritó Amy, excitándose también.

- ¿Por qué no?

- Lo he quemado.

- ¡Cómo! ¿Mi pequeño libro que mucho quería, y en el cual trabajaba tanto, con la intención de acabarlo antes de que papá vuelva? Lo has quemado, ¿verdad? -dijo Jo poniéndose muy pálida, mientras sus ojos llameaban y sus manos aferraban a Amy nerviosamente.

- Sí, lo quemé. Te dije que te haría pagar tu enojo de ayer, y lo he hecho, de modo que ...

Pero Amy no pudo acabar, porque Jo, dominada por su genio irascible, sacudió a Amy hasta hacerla temblar de piesa cabeza, mientras gritaba, llena de dolor y furia:

- ¡Mala! ¡Mala! ¡No podré escribirlo de nuevo, y no te lo perdonaré en toda mi vida! Meg corrió en socorro de Amy Beth intentó calmar a Jo; pero ésta se hallaba fuera de sí, y dando una última bofetada a su hermana, salió del cuarto precipitadamente para refugiarse en la boardilla y acabar a solas su pelea.

Abajo se aclaró la borrasca cuando la señora March volvió, y después de escuchar lo sucedido, hizo comprender a Amy el daño que había hecho a su hermana. El libro de Jo era el orgullo de su corazón, y la familia lo consideraba como un ensayo literario que prometía mucho.

Eran solamente seis pequeños cuentos de hadas, pero Jo los había compuesto con mucha paciencia, poniendo todo SU corazón en aquel trabajo, con la esperanza de hacer algo que mereciera publicarse. Acababa de copiarlos cuidadosamente y había roto el borrador; de modo que la fogata de Amy había consumido el trabajo cariñoso de varios años. A los demás no les parecía muy importante, pero para Jo era una calamidad terrible, de la que no creía poder consolarse jamás. Beth lo lamentaba como si hubiera sido la muerte de un gatito y Meg rehusó defender a su favorita; la señora March parecía afligida, y Amy pensaba que nadie podría quererla hasta que no hubiese pedido perdón por el acto que ya lamentaba más que nadie.

Cuando tocó la campana para el té, Jo apareció tan severa e inabordable, que Amy tuvo que apelar a todo su valor para decirle humildemente:

- Perdóname lo que hice, Jo; lo siento muchísimo.

- ¡No te perdonaré jamás! -fue la fría respuesta de Jo, y a partir de ese momento ignoró a su hermana.

Nadie habló del asunto, ni aun su madre porque todas sabían por experiencia que cuando Jo estaba de mal humor, eran inútiles las palabras y lo mejor era esperar hasta que algún incidente propio de su carácter generoso quebrantase el resentimiento de Jo y todo se olvidara.

No fue aquella una velada feliz; porque, aunque cosieron, como de costumbre, mientras leía su madre en voz alta un buen libro, algo faltaba, y la dulce paz del hogar estaba interrumpida. Más aún lo sintieron cuando llegó la hora de cantar; porque Beth no pudo hacer más que tocar, Jo estaba muda como una ostra y Amy se echó a llorar, de modo que Meg y su madre cantaron solas, no sin desentonar, a pesar de sus mejores esfuerzos.

Al dar a Jo el acostumbrado beso de buenas noches, su madre murmuró suavemente.

- Querida mía, no dejes que termine el día enojada. Perdónense ambas y empiecen de nuevo mañana.

Jo tenía ganas de apoyar la cabeza en aquel seno maternal y llorar hasta que pasasen su dolor y su ira; pero las lágrimas hubieran sido una debilidad femenina. Su resentimiento era tan profundo que no podía perdonar todavía. Sacudió la cabeza, contuvo el llanto y dijo hoscamente:

- Fue algo vil y no merece que la perdonen.

Dicho esto, se marchó a la cama y aquella noche no hubo charla ni confidencias.

Amy estaba muy ofendida porque sus proposiciones de paz habían sido rechazadas. Casi deseaba no haberse humillado, para sentirse más humillada que antes. Empezó a enorgullecerse de su virtud superior de un modo especialmente irritante. Jo parecía todavía una nube borrascosa y aquel día todo fue mal. La mañana era muy fría. Dejó caer su pastelillo caliente en el barro; la tia March tuvo un ataque de nervios; Meg estaba pensativa; Beth quería parecer pesarosa y triste cuando llegó a casa, y Amy continuaba haciendo observaciones acerca de personas que hablaban siempre de ser buenas y no querían hacer el más pequeño esfuerzo para conseguirlo.

¡Todo el mundo está tan desagradable! ... Pediré a Laurie que me acompañe a patinar. El siempre es amable y está de buen humor; estoy segura de qué su compañía me dará ánimo, dijo Jo para sí.

Amy oyó el entrechoque de los patines y miró por la ventana, exclamando impacientemente:

- ¡Bueno!, y me prometió que yo iría con ella la próxima vez; porque éste es el último hielo que tendremos. Pero es inútil pedir a una cascarrabias que me lleve.

- No digas eso. Has sido muy mala, y es duro para ella perdonar la pérdida de su precioso librito; pero creo que lo hará si buscas su indulgencia en el momento propicio -dijo Meg.

- Síguelos, y no digas nada hasta que Jo esté de buen humor; entonces aprovecha un momento tranquilo y dale un beso, o haz algo cariñoso, y estoy segura de que serán buenas amigas de nuevo.

- Lo intentaré -repuso Amy, que encontraba muy conveniente el consejo.

No estaba lejos el río, pero ambos estaban ya listos antes de que Amy los alcanzara. Jo la vio venir y le volvió la espalda. Laurie no la vio porque estaba patinando cuidadosamente a lo largo de la orilla, probando el hielo.

- Iré a la primera vuelta para ver si está firme antes de que empecemos a correr -oyó Amy que decía el muchacho, mientras salía disparando como un cosaco, con su chaqueta y gorro forrados de piel.

Jo oyó a Amy sin aliento después de su carrera, golpeando el suelo y calentándose los dedos con el aliento, al tratar de ponerse los patines; pero Jo no se volvió, sino que continuó haciendo zigzags río abajo, encontrando cierta amarga satisfacción en los apuros de su hermana.

Había alimentado tanto su enojo, que éste la dominaba por completo, como suele ocurrir con los malos pensamientos y sentimientos cuando no se expulsan al primer momento. Al doblar el recodo gritó Laurie:

- Sigue cerca de la orilla; no está seguro en el centro.

Jo lo oyó, pero Amy luchaba por levantarse y no pudo oír una palabra.

Jo echó una ojeada a sus espaldas y el diablillo que había venido abrigando murmuró a su oído:

No importa que no lo haya oído; que se cuide sola. Laurie había desaparecido tras el recodo. Jo iba a dar la vuelta, y Amy, siguiéndolos a gran distancia, se dirigía hacia el hielo más liso a la mitad del río. Durante un minuto Jo se quedó quieta, con un sentimiento extraño en el corazón; después se decidió a seguir adelante; pero algo la detuvo y la hizo girar a tiempo para ver que Amy alzaba las manos y se hundía bajo el hielo roto, dando un grito, que le heló a Jo la sangre en las venas. Trató de llamar a Laurie, pero había perdido la voz; trató de Correr, pero sus pies no podían moverse; por un instante se quedó paralizada y aterrada, con los ojos clavados en la pequeña capucha azul encima del agua oscura. Alguien pasó a su lado a toda carrera, y la voz de Laurie gritó:

- Unas tablas de la valla. ¡Pronto, pronto! Jamás supo cómo lo hizo; pero durante los pocos minutos que siguieron, trabajó como una poseída, obedeciendo ciegamente a Laurie, que conservó su serenidad, y tendiéndose boca abajo en el hielo sostuvo a Amy con sus brazos hasta que Jo hubo arrastrado un trozo de la empalizada, y juntos sacaron del agua a la niña, más espantada que lastimada.

- Ahora tenemos que llevarla a casa tan pronto como podamos. Cúbrela con nuestros abrigos mientras le quito estos malhadados patines -gritó Laurie, luchando con las correas, que nunca le habían parecido tan complicadas.

Tiritando, chorreando y llorando, Amy fue conducida a casa; y después de tanta agitación, se durmió envuelta en mantas, delante de un buen fuego. Durante todo este trajin apenas había hablado; corría de un lado a otro pálida y desencajada, con el vestido rasgado y las manos cortadas y heridas por el hielo, los palos y las hebillas de las correas.

Cuando Amy se quedó cómodamente dormida y la casa estuvo tranquila, su madre, sentada al lado de la cama, llamó a Jo y comenzó a vendarle las manos heridas.

- ¿Estás segura de que está bien? -murmuró Jo, mirando con remordimiento la cabellera dorada que pudo haberse perdido para siempre bajo el hielo traidor.

- Está bien, querida mía; no se ha herido, y creo que ni se resfriará; fueron muy prudentes en cubrirla bien y traerla pronto a casa -dijo su madre, muy animada.

- Laurie lo hizo todo; yo no hice más que dejarla sola. Mamá, si ella muriera yo tendría la culpa -y Jo cayó al lado de la cama deshecha en llanto, relatando todo lo que había sucedido, condenando su rudeza de corazón y expresando con sus lágrimas la gratitud por haber escapado del duro castigo que podía haber caído sobre ella-. ¡Es mi mal genio! Trato de corregirlo; creo que lo he logrado, y entonces surge peor que antes. ¡Oh, mamá!, ¿qué puedo hacer? -gritó la pobre Jo desesperada.

- Vela y ora, querida mía; no te canses de intentarlo y nunca pienses que es imposible vencer tu defecto -dijo la señora March, atrayendo a su hombro la cabeza desordenada y besando las mejillas húmedas con tanta ternura que Jo lloró más que nunca.

- No lo sabes bien; no puedes adivinar lo malo que es. Parece como si yo fuera capaz de hacer cualquier atrocidad cuando la pasión me domina; tan feroz soy, que podría hacer daño a cualquiera, y hacerlo con gusto. Tengo miedo de que un día haré algo terrible y estropearé mi vida, haciéndome aborrecer de todo el mundo. ¡Oh, mamá, ayúdame! ¡Ayúdame!

- Lo haré, hija mía, lo haré. No llores tanto. Pero recuerda este día y resuelve con toda tu voluntad que nunca te hallarás en otro parecido. Jo de mi alma, todos tenemos nuestras tentaciones, algunas aun mayores que las tuyas, y a menudo debemos luchar durante toda la vida para vencerlas. Piensas que tu carácter es el peor del mundo, pero el mío solía ser lo mismo.

- ¿El tuyo, mamá? ¡Pero si no te enojas nunca! -exclamó Jo, olvidando su remordimiento con la sorpresa de semejante descubrimiento.

- He tratado de mejorarlo desde hace cuarenta años y sólo he logrado reprimirlo. Me enojo casi todos los días de mi vida, Jo; pero he aprendido a no demostrarlo, y todavía tengo la esperanza de aprender a no sentirlo, aunque necesite otros cuarenta años para conseguirlo.

La paciencia y humildad de aquel rostro querido valía más para Jo que el discurso más sabio o la reprensión más severa. Se sintió consolada por la simpatia y la confidencia que había recibido. Saber que su madre tenía un defecto parecido al suyo y que había tratado de curarlo, la ayudó a soportar su prueba aunque para una chica de quince años eso de velar y orar durante cuarenta años le parecía demasiado.

- ¿Mamá, estás muy enojada cuando aprietas los labios y sales del cuarto algunas veces si regañas a la tía March o alguien te estorba? -preguntó Jo, sintiéndose más cerca de su madre y más querida por ella que nunca.

- Sí; he aprendido a contener las palabras bruscas que vienen a mis labios, y cuando siento que quieren salir contra mi voluntad, salgo por un minuto, y me reprocho por ser tan débil Y mala.

- ¿Cómo has aprendido a mantenerte tranquila? Eso es lo que encuentro difícil, porque las palabras mordaces saltan de mis labios antes de que me dé cuenta, y cuanto más digo, peor me pongo, hasta llegar a herir los sentimientos de los demás y decir cosas terribles. Díme cómo puedo hacerlo, querida mamá.

- Mi buena madre me ayudaba.

- Como tú puedes hacerlo con nosotras -interrumpió Jo.

- Pero la perdí cuando era poco mayor que tú, y durante muchos años tuve que luchar sola, porque era demasiado orgullosa para confesar mi debilidad a ninguna otra persona. Pasé tiempos muy malos, Jo, y lloré muchas veces mis fracasos; porque a pesar de mis esfuerzos, nunca parecía adelantar nada. Entonces llegó tu padre, y fui tan feliz que encontraba fácil ser buena. Poco después, cuando tuve cuatro hijitas a mi alrededor y éramos pobres, la antigua lucha comenzó de nuevo, porque no soy paciente por temperamento, y ver que a mis niñas les faltaba alguna cosa me atormentaba.

- ¡Pobre mamá! Entonces, ¿quién te ayudó?

- Tu padre, Jo. El nunca pierde la paciencia, ni duda, ni se queja; siempre tiene esperanza, trabaja y espera tan alegremente, que uno se avergüenza de conducirse de otra manera delante de él. Ayudándome y confortándome, me demostró que yo tenía que practicar todas las virtudes que deseaba que mis hijas poseyeran, porque yo era para ellas un ejemplo. Era más fácil intentarlo por su bien que por el mío. Una mirada de susto o de sorpresa de una de ustedes cuando yo hablaba duramente, me corregía como ningún reto podría hacerlo; el amor, el respeto y la confianza de mis niñas era la recompensa más dulce que pudieran recibir mis esfuerzos para ser la mujer que ellas debían imitar.

- ¡Oh, mamá, si algún día lograra yo ser la mitad de buena que tú, estaría satisfecha! -exclamó Jo muy conmovida.

- Espero que lograrás ser mucho mejor, querida mía; pero tienes que vigilar al enemigo de tu corazón, como lo llama tu padre; de lo contrario, él entristecerá o estropeará tu vida. Has recibido una amonestación; acuérdate de ella y procura con toda tu alma dominar ese genio antes que te traiga una tristeza o un arrepentimiento mayor que los de hoy.

- Lo procuraré, mamá; lo procuraré de veras. Pero tienes que ayudarme, recordármelo y contenerme cuando voy a saltar. Algunas veces he visto a papá llevarse el dedo a los labios y mirarte con expresión cariñosa, aunque triste, y tú siempre apretabas los labios o te marchabas.

¿Era que te lo recordaba entonces?

- Sí; yo le había pedido que me ayudara de ese modo, y nUnca lo olvidó; así me evitó decir palabras funestas.

Jo notó que los ojos de su madre se llenaban de lágrimas y que sus labios temblaban, y temiendo haber dicho demasiado, murmuró preocupada:

- ¿Hacía yo mal en observarte y hablar de eso ahora? No quiero ser impertinente; ¡pero, es tan consolador decir todo lo que pienso y sentirme tan segura y feliz aquí!

- Jo mía, puedes decir cualquier cosa a tu madre, porque rmi mayor felicidad y orgullo es sentir que mis hijas confían en mí y saben cuánto las quiero.

- Pensé que te había entristecido.

- No, querida mía; pero hablar de tu padre me recuerda cuánto lo extraño y con cuánta fidelidad debo vigilar para guardarle a sus hijas buenas y seguras.

- Y sin embargo, tú le dijiste que fuera a la guerra, mamá, y no lloraste al marcharse, ni te quejas ahora como si no necesitaras ayuda alguna -dijo Jo, algo sorprendida.

- Di lo mejor que poseía a la patria querida, y contuve mis lágrimas hasta que se hubiese marchado. ¿Por qué he de quejarme, cuando no hemos hecho más que lo correcto y al fin seremos más felices por haberlo hecho? Si parezco no necesitar ayuda, es porque tengo un amigo aún mejor que mi esposo para confortarme y sostenerme. Hija mía, las penas y tentaciones de tu vida comienzan ahora y quizá sean muchísimas, pero puedes vencerlas a todas si aprendes a sentir la fuerza y ternura de tu Padre celestial como sientes la de tu padre terrestre. Cuanto más le ames y confíes en El, tanto más te sentirás envuelta por su protección y tanto menos dependerás del poder y la sabiduría humanos. Su amor y cuidado nunca se cansan ni cambian, ni tampoco te los puede quitar nadie, sino que pueden llegar a ser la fuente de una paz, de una felicidad y de una fuerza que durarán toda la vida. Créelo con todo tu corazón, pide la ayuda de Dios en todos tus cuidados, esperanzas, pecados y tristezas, tan libre y confiadamente como vienes a tu madre.

Jo abrazó a su madre por respuesta, y durante el silencio siguiente brotó del fondo de su corazón la oración más sincera de su vida; en aquella hora, triste aunque feliz, había aprendido no solamente la amargura del remordimiento y de la desesperación, sino también la dulzura de la abnegación y del dominio de sí misma, y conducida por la mano maternal, se había acercado al Amigo que recibe a los niños con un amor más fuerte que el de cualquier padre, más tierno que el de cualquier madre.

Amy se movió y suspiró entre sueños. Deseosa de comenzar enseguida la corrección de su falta, Jo la miró con una expresión desconocida hasta entonces.

- He dejado pasar el día enojada; no quise perdonarla ayer, y hoy, si no hubiera sido por Laurie, sería demasiado tarde. ¿Cómo pude ser tan mala? -dijo Jo a media voz, inclinándose sobre su hermana y acariciando su cabellera húmeda.

Como si la hubiese oído, Amy abrió los ojos y extendió los brazos con una sonrisa que penetró hasta el corazón de Jo. Ninguna habló, pero se abrazaron a pesar de las mantas, y todo quedó perdonado y olvidado con un beso sincero.
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