Indice de Mujercitas de Louisa May Alcott Capítulo Décimoctavo. Dias oscuros Capítulo Vigésimo. En confianzaBiblioteca Virtual Antorcha

Mujercitas

Louisa May Alcott

Capítulo décimonono
El testamento de Amy


Mientras sucedían estas cosas, Amy pasaba malos ratos en casa de la tía March. Se le hacía muy duro el destierro, y por primera vez en su vida apreció lo mimada que la tenían en su casa. La tía March no mimaba a nadie (no lo creía bueno), pero quería ser amable, porque le gustaba mucho la bien educada niña, y la tía March conservaba alguna ternura en su corazón anciano para las niñas de su sobrino, aunque no creyese conveniente demostrarlo. En realidad, hacía cuanto podía para hacer feliz a Amy; pero, ¡qué equivocaciones cometía! Hay ancianos que se mantienen jóvenes de corazón a pesar de sus arrugas y canas; pueden comprender los pequeños cuidados y alegrías de los niños; hacerlos sentirse a gusto y esconder lecciones sabias bajo juegos agradables, haciéndose amigos de la manera más dulce. La tía March no tenía este don. Fastidiaba a Amy con sus reglas y mandatos, sus modales rígidos y sus discursos largos y pesados. Al descubrir que la niiia era más dócil y complaciente que su hermana, la anciana se sintió en el deber de contrarrestar en lo posible los malos efectos de la libertad e indulgencia del hogar. Tomó a su cargo a Amy y la educó como la habían educado a ella hacía sesenta años; procedimiento que desanimó a Amy, dándole la sensación de una mosca prendida en una tela de araña muy severa.

Todas las mañanas tenía que fregar tazas y frotar las cucharillas, la tetera gruesa de plata y los vasos, hasta sacarles brillo. Después, limpiar la tierra del cuarto. Ni una mota escapaba a los ojos de la tía March, y todos los muebles tenían patas torneadas y talladas que nunca se habían limpiado a la perfección.

Después había que dar de comer al loro, peinar al perro y subir y bajar las escaleras doce veces para buscar cosas o recados, porque la anciana señora era muy coja y rara vez dejaba su butaca. Terminadas estas aburridas tareas, debía estudiar. Entonces le permitía tomar una hora para hacer ejercicio o jugar, y ¡cómo se divertía!

Laurie venía todos los días, y con mucha habilidad lograba que la tía March dejara salir a Amy con él, y entonces paseaban, iban a caballo y se divertían mucho. Después de la comida tenía que leer en voz alta y sentarse inmóvil mientras dormía su tía, lo cual solía hacer por una hora, porque se quedaba dormida con la primera página. Entonces aparecía la costura de retacitos o de toallas, y Amy cosía con humildad exterior y rebeldía interior hasta el crepúsculo, cuando tenía permiso para divertirse hasta la hora del té. Las noches eran lo peor de todo, porque la tía March se ponía a contar cuentos de su juventud, tan pesados que Amy deseaba acostarse, con la intención de llorar su suerte cruel, aunque generalmente se dormía sin haber derramado más que una o dos lágrimas.

Sin la ayuda de Laurie y de la vieja Ester, la doncella, no hubiera podido aguantar aquel tiempo terrible. El loro bastaba para volverla loca, porque pronto descubrió que no agradaba a la niña y se vengó con toda clase de travesuras. Cada vez que se acercaba a el le tiraba del cabello; volcaba el pan con leche para enojarla cuando acababa de limpiar su jaula; hacía ladrar al perro, picoteándolo, mientras dormitaba la señora; le daba nombres poco gratos delante de los demás, y se portaba, en fin, como un pajarraco insoportable. Tampoco podía ella aguantar al perro, animal regordete e irritable, que le gruñía mientras lo cepillaba, y solía echarse al suelo patas arriba cuando quería algo de comer, lo que ocurría una docena de veces al día. La cocinera tenía mal genio, el viejo cochero era sordo y Ester era la única persona que hacía algún caso de la señorita.

Ester era francesa, había vivido con Madame -como solía llamar a su señora- por muchos años, y dominaba a la anciana, que no podía prescindir de ella. Simpatizó con la señorita y la divertía mucho con cuentos curiosos de la vida en Francia, cuando Amy estaba sentada a su lado, mientras ella planchaba los encajes de la señora. Ella le permitió vagar por la casa grande para examinar las cosas bonitas y raras colocadas en armarios espaciosos y cofres antiguos, porque la tía March almacenaba artículos como una urraca.

Lo que más le gustaba a Amy era un bargueño lleno de cajoncitos y lugares secretos, en los cuales había toda clase de algunas de gran valor, otras nada más que curiosas, todas joyas más o menos antiguas.

Examinar y poner en orden aquellas cosas agradaba mucho a Amy, sobre todo los estuches de joyas en los cuales, sobre almohadillas de terciopelo, estaban éstas, que habían adornado a una dama hermosa hacía cuarenta años. Allí se encontraba el juego de granates que la tía March había llevado cuando se puso de largo; las perlas, regalo de boda de su padre; los diamantes de su novio; las sortijas y prendedores de luto de azabache; los medallones con fotografías de amigas ya difuntas y mechones de cabello dentró de ellos; las pulseras pequeñas, que habían pertenecido a su única hija; el gran reloj de bolsillo del tío March con el dije rojo, y en un cofrecito, solo el anillo de boda, ahofa demasiado pequeño para su dedo gordo, pero puesto cuidadosamente allí como la joya más preciosa de todas.

- ¡Cuál escogería la señorita si le dieran a elegir? -preguntó Ester, que siempre se sentaba cerca para cuidar y cerrar con llave las cosas preciosas.

- Prefiero los diamantes, pero no hay un collar entre ellos y me gustan mucho los collares. Elegiría esto si pudiera -respondió Amy, mirando una sarta de cuentas de oro y ébano, de la cual colgaba una cruz pesada.

- Yo también lo desearía, pero no como collar. ¡Ah, no! Para mí es un rosario que usaría como buena católica que soy -dijo Ester.

- Parece obtener usted mucho consuelo de sus rezos, Ester. Me gustaría hacer lo mismo.

- Si la señorita fuera católica lograría verdadero consuelo; pero como no puede ser, sería bueno que se retirase cada día para meditar y rezar, como hacía la buena señora a quien yo serví antes de venir a casa de madame. Aquella señora tenía una capillita, donde encontraba consuelo para muchas penas.

- ¿Convendría que yo lo hiciese también? -preguntó Amy, que en su soledad sentía la necesidad de alguna clase de ayuda y había observado que olvidaba fácilmente su librito ahora que no estaba Beth a su lado para recordárselo.

- Sería excelente y encantador, y yo le arreglaré con mucho gusto el tocador pequeño, si lo desea. No diga nada a madame, pero mientras ella duerme siéntese allí sola por un ratito para tener pensamientos buenos y pedir al buen Dios que sane a su hermana.

Ester era verdaderamente piadosa y enteramente sincera en su consejo, porque tenía un corazón tierno y simpatizaba con las hermanas en su aflicción. Amy encontró atractivo el plan y le permitió arreglar el tocador junto a su dormitorio, con la esperanza de que le haría algún bien.

- Desearía saber dónde irán todas estas cosas hermosas cuando muera la tía March -dijo, mientras guardaba lentamente el rosario y cerraba los estuches de joyas, uno tras otro.

- A usted y sus hermanas. Lo sé; madame confíe en mí; firmé como testigo de su testamento y debe ser así -susurró Ester, sonriendo.

- ¡Qué gusto! Pero quisiera que me los dejara tener ahora. No son agradables las demoras -observó Amy, echando una última mirada a los diamantes.

- Es demasiado pronto para que las señoritas lleven estas cosas. La primera que se case recibirá las perlas; madame lo ha dicho, y me imagino que el pequeño anillo de la turquesa le será regalado a usted cuando se marche, porque madame está complacida por su buena conducta y sus modales encantadores.

- ¿Lo cree usted? Seré dócil como un cordero si puedo tener ese hermoso anillo. Después de todo, me gusta la tía March -y Amy se lo probó con la firme resolución de merecerlo.

Desde aquel día fue un modelo de obediencia, y la anciana señora admiró satisfecha el éxito de sus instrucciones. Ester arregló el cuarto con una mesita, puso un taburete en frente de ella y encima un cuadro que sacó de uno de los cuartos cerrados. Pensó que no era de gran valor, pero lo eligió por creerlo adecuado, sabiendo muy bien que madame no lo sabría ni haría caso aunque lo supiera. Sin embargo, era una copia valiosa de un famoso cuadro, y los ojos de Amy, ávidos de belleza, no se cansaban de contemplar el dulce rostro de la Virgen Madre, mientras su corazón permanecía ocupado con sus propios pensamientos tiernos.

En la mesita tenía su pequeño Testamento, su libro de himnos y un florero, lleno de las mejores flores que le traía Laurie. Cada día entraba para sentirse sola, entregada a pensamientos buenos y pidiendo al buen Dios que sanara a su hermana.

En todo esto la muchachita era muy sincera, porque sola, fuera del nido doméstico, sintió tan vivamente la necesidad de una mano cariñosa a la cual agarrarse que instintivamente se volvió al amigo, fuerte y tierno, cuyo amor paternal rodea a sus hijos pequeños. Extrañaba la ayuda de su madre para comprender y manejarse, pero como le habían enseñado dónde buscar, hizo cuanto pudo para hallar el camino y marchar por él confiadamente. Pero Amy era una peregrina joven, con una carga que se le hacía muy pesada. Trató de olvidarse de sí misma, de mantenerse alegre y sentirse satisfecha con hacer bien, aunque nadie la viese ni la alabase. Durante sus primeros esfuerzos, para ser muy buena, decidió hacer su testamento, como había hecho la tía March; de modo que si cayera enferma y muriese, sus bienes pudieran ser justa y generosamente repartidos. Mucho le costó el solo pensamiento de renunciar a sus pequeños tesoros, tan preciosos a sus ojos como las joyas de la anciana señora.

Durante una de sus horas de recreo redactó lo mejor posible el importante documento, con alguna ayuda de Ester para ciertas frases legales; cuando la buena francesa hubo firmado, Amy se sintió aliviada y lo puso a un lado para mostrárselo a Laurie, a quien necesitaba por segundo testigo. Como era un día lluvioso subió a uno de los dormitorios grandes para divertirse, y llevó al loro como compañero. En aquel cuarto había un armario lleno de vestidos antiguos, con los cuales Ester le permitía jugar. Su diversión favorita era vestirse con los brocados descoloridos y pasear delante del espejo grande, haciendo reverencias ceremoniosas, y ondulando la cola de su traje con un crujido que la encantaba. Aquel día estaba tan ocupada que no oyó a Laurie tocar la campana ni lo vio observándola a escondidas, según iba y venia, haciendo coqueterías con su abanico y sacudiendo la cabeza, que lucía un turbante color de rosa, en raro contraste con el traje de brocado azul y la falda amarilla. Tenía que andar con cuidado, porque se había puesto zapatos de tacones altos. Era gracioso verla andar tan afectadamente, con su traje brillante, y el loro pavoneándose a sus espaldas, imitándola tan bien como podía y parándose de vez en cuando para exclamar: ¡Qué guapos estamos! ¡Vete, espantajo! ¡Bésame, querida! ¡Ah! ¡Ah! Reprimiendo con dificultad una explosión de risa, por temor de ofender a su majestad, golpeó Laurie la puerta y fue recibido graciosamente.

- Siéntate y descansa, mientras me quito estas cosas; después quiero pedirte consejo sobre algo muy grave -dijo Amy, una vez que terminó de mostrar sus esplendores y empujado al loro a un rincón-. Este pájaro es la prueba de mi vida -continuó, quitándose el turbante rosa, mientras Laurie se sentaba a caballo en una silla-. Ayer mientras dormía la tía March y yo trataba de estar quieta como un ratoncito, el loro se puso a gritar y a sacudir las alas en su jaula, fui para sacarlo y descubrí una araña grande. La eché fuera y corrió el loro, diciendo cómicamente: Sal a paseo, querida. No pude menos de reírme, lo cual hizo jurar al loro, despertando a la tía, que nos retó a los dos.

- ¿Aceptó la araña la invitación de salir? -preguntó Laurie.

- Sí, salió, y el loro se escapó espantado y se refugió en la butaca de la tía, gritando: ¡Tómala, tómala, tómala! mientras yo perseguía a la araña.

- ¡Mentira! ¡Mentira! ¡Oh! ¡Oh! -gritó el loro picoteando los pies de Laurie.

- Te torcería el pescuezo si fueras mío, pajarraco -agregó Laurie, amenazándolo con el puño; el pájaro ladeó la cabeza y dijo gravemente:

¡Aleluya! ¡Bendita sea tu cara!

- Ya estoy lista -dijo Amy, cerrando el armario y sacando un papel de su bolsillo-. Deseo que me hagas el favor de leer esto y de decirme si es legal y correcto. Creo que debo hacerlo, porque la vida no es segura y no deseo que haya discusión alguna sobre mi sepultura.

Laurie se mordió los labios y leyó el documento siguiente con gravedad digna de alabanza, si se considera su contenido:

MI ÚLTIMO TESTAMENTO:

Yo, Amy Curtis March, estando en mi sano juicio, doy y lego toda mi propiedad personal, que es a saber, pongo por caso:

A mi padre, mis mejores cuadros, dibujos, mapas y obras de arte, con inclusión de los marcos. También mis cien dólares, para que haga con ellos lo que guste.

A mi madre, todos mis vestidos, excepto el delantal azul con bolsillos; también mi retrato y mi medalla, con muchísimo amor.

A mi querida hermana Meg, doy mi anillo de turquesa (si lo recibo); también mi cajita verde con la estampa de tórtolas; también mí pedazo de encaje verdadero para su cuello, y mi dibujo de ella, como un recuerdo de su niñita.

A Jo, mi prendedor de pecho, el reparado con lacre; también mi tintero de bronce (ella perdió la tapa) y mi precioso conejo de yeso, porque me arrepiento de haber quemado su manuscrito.

A Beth. (si me sobrevive), doy mis muñecas y el pequeño escritorio, mi abanico, mis cuellos de hilo y mis zapatillas nuevas, si puede ponérselas, pues probablemente estará delgada después de su enfermedad.

Y con esto le dejo también mi arrepentimiento de que me burlé de su vieja muñeca Joanna.

A mi buen amigo y vecino Theodore Laurence, lego mi cartera de papier maché; mi modelo en yeso de un caballo, aunque él dijo que no tenía cuello. También en recompensa a su mucha benevolencia en horas de aflicción, cualquiera de mis obras artísticas que prefiera; Nuestra Señora es la mejor.

A nuestro venerable bienhechor el señor Laurence, lego mi cajita púrpura, con un espejo en la tapa, que será buena para sus plumas y le recordará a la niña fallecida, que le da las gracias por los favores hechos a su familia, en especial a Beth.

Deseo que mi amiga Kitty Bryant reciba el delantal de seda azul y mi anillo de cuentas doradas, con un beso.

A Hanna doy la cajita de cartón que deseaba y toda la obra de retacitos, con la esperanza que se acordará de mí cuando los mire.

Y ahora, habiendo dispuesto de mi propiedad de más valor, espero que todos quedarán contentos y no se quejarán de la muerta. Perdono a todos y tengo la confianza de que nos encontraremos cuando suene la trompeta. Amén.

A este testamento pongo mi firma y sello en este día vigésimo de noviembre. Anno Domini 1861.

Amy Curtis March
(Testigos):
Estelle Valnor.
Theodore Laurence.

Este último nombre estaba escrito con lápiz y Amy explicó que él debía escribirlo con tinta y sellar el documento formalmente.

- ¿Cómo se te ocurrió hacer esto? ¿Te ha dicho alguien que Beth ha dado sus cosas a los demás? -preguntó gravemente Laurie, mientras Amy ponía delante de él un pedazo de cinta roja, con lacre, una bujía y un tintero.

Ella se explicó, y después preguntó ansiosamente:

- ¿Qué has dicho de Beth?

- Siento mucho haber hablado; pero ya que he empezado, te lo diré; un día se sintió tan enferma que dijo a Jo que deseaba dar su piano a Meg, su pájaro a ti y la pobre muñeca vieja a Jo, que la querría por amor a ella. Sentía no tener más para dar y dejaba bucles de su pelo a los demás y sus mejores cariños a mi abuelo. Ella no pensó nunca en un testamento.

Laurie firmaba y sellaba según hablaba y no levantó los ojos hasta que una lágrima grande cayó en el papel. La cara de Amy estaba llena de pena; pero no dijo más que:

- ¿No se acostumbra a poner alguna clase de posdata a los testamentos algunas veces?

- Sí, codicilos los llaman.

- Entonces pon uno en el mío: que deseo que todos mis bucles sean cortados y dados a mis amigos. Lo olvidé; pero quiero que se haga, aunque estropee mi aspecto.

Laurie lo añadió, sonriéndose del último y mayor sacrificio de Amy. Después la entretuvo por una hora, interesándose mucho en todas sus aflicciones. Pero cuando ya se iba, Amy lo detuvo para susurrar con labios temblorosos:

- ¿Está Beth verdaderamente en peligro?

- Temo que sí; pero debemos tener esperanzas de que todo acabe bien; así que no llores, querida mía -y Laurie la abrazó fraternalmente, lo cual la consoló mucho.

Cuando su amigo salió se fue a su capillita y oró por Beth, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón dolorido, sintiendo que millones de sortijas de turquesas no podrían consolarla por la pérdida de su dulce hermanita.
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