Índice de Navidad en las montañas de Ignacio Manuel AltamiranoCapitulo anteriorSiguiente capituloBiblioteca Virtual Antorcha

VII

De repente, y al desembocar de un pequeño cañón que formaban dos colinas, el pueblecillo se apareció a nuestra vista como una faja de rojas estrellas en medio de la oscuridad, y el viento de invierno pareció suavizarse para traernos en su vago aroma de los huertos, el humor de la gente y el simpático ladrido que siempre escucha el caminante durante la noche con intensa alegría.

-Ahí tiene usted mi pueblo, señor capitán -me dijo el cura.

-Me parece muy pintoresco -le contesté- a juzgar por la posición de las luces y por el aire balsámico que nos llega y que revela que allí hay pequeños jardines.

-Sí, señor; los hay muy bonitos. Como el clima es muy frío y el terreno bastante ingrato, los habitantes se limitaban, antes de que yo llegara aquí, a cultivar algunos pobres árboles que no les servían más que para darles sombra; una cuantas y tristes flores nacían enfermizas en los cercados, y en vano se hubiera buscado en las casas la más común hortaliza para una ensalada o para un puchero. Los alimentos se reducían a tortillas de maíz, frijol, carne y queso; lo bastante para no morirse de hambre, y aún para vivir con salud; pero no para hacer más agradable la vida con algunas comodidades tan útiles como inocentes.

Yo les insinué algunas mejoras en el cultivo; hice traer semillas y plantas propias para el clima, y como los vecinos son laboriosísimos, ellos hicieron lo demás. Jamás un hombre fue mejor comprendido que lo fui yo; y era de verse, el primer año, cómo hombres, mujeres, ancianos y niños, a porfía, cambiaban el aspecto de sus casas, ensanchaban sus corrales, plantaban árboles en sus huertos y aprovechaban hasta los más humildes rincones de tierra vegetal para sembrar allí las más hermosas flores y las más raras hortalizas.

Un año después, el pueblecito, antes árido y triste, presentaba un aspecto risueño. Hubiérase dicho que se tenía a la vista una de esas alegres aldeas de la Saboya o de mis queridos Pirineos, con sus cabañas de paja o con sus techos rojos de teja, sus ventanas azules y sus paredes adornadas con cortinas de trepadoras, sus patios llenos de árboles frutales, sus callecitas sinuosas, pero aseadas; sus granjas, sus queseras y un graciosos molino. Su iglesia pobre y linda, si bien está escasa de adornos de piedra, y de altivos pórticos, tiene, en cambio, en su pequeño atrio, esbeltos y copudos árboles; las más bellas parietarias enguirnaldan su humilde campanario con sus flores azules y blancas; su techo de paja presenta con su color oscuro, salpicado por el musgo, una vista agradable; la cerca del atrio es un rústico enverjado formado por los vecinos con troncos de encina, en los que ostentan familias enteras de orquídeas, que hubieran regocijado al buen barón de Humboldt y al modesto sabio Bonpland; y el suelo ostenta una rica alfombra de caléndulas silvestres que fueron a buscarse entre las más preciosas de la montaña. En fin, señor, la vegetación, esa incomparable arquitectura de Dios, se ha encargado de embellecer esa casa de oración, en la que el alma debe encontrar por todas partes motivos de agradecimiento y de admiración hacia el Creador.

De este modo, el trabajo lo ha cambiado todo en el pueblo; y sin la guerra, que ha hecho sentir hasta estos desiertos su devastadora influencia, ya mis pobres feligreses, menos escasos de recursos, habrían mejorado completamente de situación; sus cosechas les habrían producido más; sus ganados, notablemente superiores a los demás del rumbo, habrían tenido más valor en los mercados, y la recompensa habría hecho nacer el estímulo en toda la comarca, todavía demasiado pobre.

Pero ¿qué quiere usted? Los trigos que comienzan a cultivarse en nuestro pequeño valle necesitan un mercado próximo para progresar, pues hasta ahora la cosecha que se ha levantado, sólo ha servido para el alimento de los vecinos.

Yo estoy contento, sin embargo, con este progreso, y la primera vez que comí un pan de trigo y maíz, como en mi tierra natal, lloré de placer, no sólo porque eso me traía a la memoria los tiernos recuerdos de la patria, sino porque comprendí que con este pan, más sano que la tortilla, la condición física de estos pueblos iba a mejorar también. ¿No opina usted los mismo?

-Seguramente; yo creo, como todo lo que tiene buen sentido, que la buena y sana alimentación es ya un elemento de progreso.

-Pues bien -continuó el cura- yo, con objeto de establecer aquí esa importantísima mejora, he procurado que hubiese un pequeño molino, suficiente, por lo pronto, para las necesidades del pueblo. Uno de los vecinos más acomodados tomó por su cuenta realizar mi idea. El molino se hizo, y mis feligreses comen hoy pan de trigo y de maíz. De esta manera he logrado abolir para siempre esa horrible tortura que se imponían las pobres mujeres moliendo el maíz en la piedra que se llama metate; tortura que las fatiga durante la mayor parte del día, robándoles muchas horas que podían consagrar a otros trabajos, y ocasionándoles muchas enfermedades dolorosas, aparte de la incomodidad que sufren cuando se hallan encinta o aun criando a sus niños.

Al principio he encontrado resistencias, provenidas de la costumbre inveterada, y aun del amor propio de las mujeres, que no querían aparecer como perezosas, pues aquí, como en todos los pueblos pobres de México, y particularmente los indígenas, una de las grandes recomendaciones a una doncella que va a casarse, es la de que sepa moler, y ésta será tanto mayor, cuanto mayor sea la cantidad de maíz que la infeliz reduzca a tortillas. Así se dice: fulana es muy mujercita, pues muele un almud o dos almudes, sin levantarse. Ya usted supondrá que las pobres jóvenes, por obtener semejante elogio, se esfuerzan en tamaña tarea, que llevan a cabo, sin duda alguna, merced al vigor de su edad, pero que no hay organización que resista a semejante trabajo y, sobre todo, a la penosa posición en que se ejecuta. La cabeza, el pulmón, el estómago, se resienten de esa inclinación constante de la molendera; el cuerpo se deforma, y hay otras mil consecuencias que el menos perpicaz conoce. Así es que mi molino ha sido el redentor de estas infelices vecinas, y ellas lo bendicen cada día, al verse hoy libres de su antiguo sacrificio, cuyos funestos resultados comprenden ahora, al observar el estado de su salud y al aprovechar el tiempo en otros trabajos.

Como el cultivo del trigo, se ha introducido el de otros cereales, no menos útiles, y con igual prontitud. He traído también pacholes de algunas leguminosas que he encontrado en la montaña, y con las cuales la benéfica naturaleza nos había favorecido, sin que estos habitantes hubiesen pensado en aprovecharlas.

En cuanto a árboles frutales, ya los verá usted mañana. Tenemos manzanos, perales, cerezos, albaricoqueros, castaños, nogales y almendros, y eso en casi todas las casas; algunos vecinos han plantado pequeños viñedos, y yo estoy ensayando ahora una plantación de moreras y de madroños, para saber si podrá establecerse el cultivo de los gusanos de seda. En fin, se ha hecho lo posible; y no contento yo con realizar mis propias ideas, pregunto a las personas sensatas, y escucho sus opiniones con gusto y respeto. Usted se servirá darme la suya después de visitar mi pueblo.

-Con mucho gusto, señor, a pesar de mi ignorancia suma. Mi buen sentido y mi experiencia por mis viajes son lo único que puede permitirme hacer a usted algunas indicaciones. ¿Y en cuanto a ganados?

-Estos montañeses los poseían en pequeña cantidad, y en su mayor parte vacuno. Ahora se consagran con más empeño al ganado menor. Se han traído algunos merinos; se han propagado fácilmente, y ya existen rebaños bastante numerosos, que se aumentan cada día en razón de que no consumen para el alimento diario.

-¿No gusta aquí esa carne?

-Poco, diré a usted, francamente; soy yo quien no gusta de comer carne; y como mis pobres feligreses se han acostumbrado por simpatía a amoldarse a mis gustos, ellos también van quitándose la costumbre, sin que por eso les diga yo sobre ello una sola palabra. Por eso verá usted también en el pueblo, relativamente, pocas aves de corral. Pongo yo poco empeño en la propagación de esas desgraciadas víctimas del apetito humano. En general, yo prefiero la agricultura, y sólo cuido con esmero a los animales que ayudan al hombre en los rudos y santos trabajos del campo. Así, los bueyes que hay en el pueblo son quizá los más robustos y los mejores del rumbo, porque son también los mejor cuidados. Los mulos y los caballos son ligeros y robustos, como conviene a un país montañoso; aunque, a decir verdad, hay más de los primeros que de los segundos, porque sirven aquellos para cargar las mieses que se conducen por nuestros escabrosos caminos; pero éstos no son útiles más que para algunos enfermos como yo, o para las mujeres, pues los habitantes prefieren andar a pie, en lo cual hacen muy bien.

-Señor cura -le dije- estoy muy contento de oír a usted, y me parece admIrable la rapIdez con que usted ha cambIado la faz de estos pobres lugares.

-La religión, señor capitán, la religión me ha servido de mucho para hacer todo esto. Sin mi carácter religioso quizá no habría yo sido escuchado ni comprendido. Verdad es que yo no he propuesto todas esas reformas en nombre de Dios y fingiéndome inspirado por él; mi dignidad se opone a esta superchería; pero evidentemente mi carácter de sacerdote y de cura daba una autoridad a mis palabras, que los montañeses no habrían encontrado en la boca de una persona de otra clase.

Además, ellos han tenido ocasión, todos los días, de conover la sinceridad de mis consejos, y esto me ha servido muchísimo para lograr mi principal objeto, que es el de formar el carácter moral; porque yo no pierdo de vista que soy, ante todo, misionero evangélico. Sólo que yo comprendo así mi cristiana misión: debo procurar el bien de mis semejantes por todos los medios honrados; a ese fin debo invocar la religión de Jesús como causa, para tener la civilización y la virtud como buen resultado preciso; el Evangelio no sólo es la Buena Nueva desde el sentido de la conciencia religiosa y moral, sino también desde el punto de vista del bienestar social. La bella y santa idea de la fraternidad humana en todas sus aplicaciones, debe encontrar en el misionero evangélico su más entusista propagandista; y así es como este apóstol logrará llevar a los altares de un Dios de paz a un pueblo dócil, regenerado por el trabajo y la virtud; al campo y al taller, a un pueblo inspirado por la idea religiosa que le ha impuesto, como una ley santa, la ley del trabajo y de la hermandad.

-Señor cura -volví a decir, entusiasmado- ¡usted es un demócrata verdadero!

El cura me miró sonriendo a la luz de la primera fogata que los alegres vecinos habían encendido a la entrada del pueblo y que atizaban a la sazón tres chiculeos.

-Demócrata o discípulo del gran Maestro Jesús ¿no es acaso la misma cosa ... -me contesto.

-Oh, tiene usted razón; tiene usted razón; pero no es así como se piensa allá en otras partes. ¡Dios mío! ¡qué bendita Navidad esta que me ha hecho encontrar lo que me había parecido un sueño de mi juventud entusiasta!

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