Índice de Navidad en las montañas de Ignacio Manuel AltamiranoCapitulo anteriorSiguiente capituloBiblioteca Virtual Antorcha

IV

Pero volviendo a aquel encantador mundo de los recuerdos a la realidad que me rodeaba por todas partes, un sentimiento de tristeza se apoderó de mí. Ay, había repasado en mi mente aquellos hermosos cuadros de la infancia y de la juventud; pero ésta se alejaba de mí a pasos rápidos, y el tiempo que pasó al darme su poético adiós hacía más amarga mi situación actual.

¿En dónde estaba yo? ¿Qué era entonces? ¿A dónde iba? Y un suspiro de angustia respondía a cada una de estas preguntas que me hacía, soltando las riendas a mi caballo, que continuaba su camino lentamente.

Me hallaba perdido entonces en medio de aquel océano de montañas solitarias y salvajes; era yo un proscrito, una víctima de las pasiones políticas, e iba tal vez en pos de la muerte que los partidarios en la guerra civil tan fácilmente decretan contra sus enemigos.

Ese día cruzaba un sendero estrecho y escabroso, flanqueado por enormes abismos y por bosques colosales, cuya sombra interceptaba ya la débil luz crepuscular. Se me había dicho que terminaría mi jornada en un pueblecillo de montañeses hospitalarios y pobres que vivían del producto de la agricultura, y que disfrutaban de un bienestar relativo merced a su alejamiento de los grandes centros populosos, y a la bondad de sus costumbres patriarcales.

Ya me figuraba hallarme cerca del lugar tan deseado, después de un día de marcha fatigosa; el sendero iba haciéndose más practicable, parecía descender suavemente al fondo de una de las gargantas de la sierra, que presentaba el aspecto de un valle risueño, a juzgar por los sitios que comenzaba a distinguir por los riachuelos que atravesaba; por las cabañas de pastores y de vaqueros que se levantaban a cada paso al costado del camino; y, en fin, por ese aspecto singular que todo viajero sabe apreciar aun a través de las sombras de la noche.

Algo me anunciaba que pronto estaría dulcemente abrigado bajo el techo de una choza hospitalaria, calentando mis miembros ateridos por el aire de la montaña, al amor de una lumbre bienhechora, y agasajado por aquella gente ruda pero sencilla y buena, a cuya virtud debía yo, desde hacía tiempo, inolvidables servicios.

Mi criado, soldado viejo, y por lo tanto acostumbrado a las largas marchas y al fastidio de las soledades, había procurado distraerse durante el día. ora cazando al paso, ora cantando y no pocas veces hablando a solas, como si hubiese evocado los fantasmas de sus camaradas del regimiento.

Entonces se había adelantado a alguna distancia para explorar el terreno y, sobre todo, para abandonarme con toda libertad a mis tristes reflexiones.

Repentinamente lo vi volver a galope, como portador de una noticia extraordinaria.

-¿Qué hay, González? -le pregunté.

-Nada, mi capitán, sino que habiendo visto a unas personas que iban a caballo delante de nosotros, me avancé a reconocerlas y a tomar informes, y me encontré con que eran el cura del pueblo adonde vamos y su mozo, que vienen de una confesión y van al pueblo a celebrar la Nochebuena. Cuando les dije que mi capitán venía a retaguardia, el señor cura me mandó que viniera a ofrecerle de su parte alojamiento, y allí hizo alto para esperarnos.

-¿Y le diste las gracias?

-Es claro, mi capitán, y aun le dije que bien necesitábamos de todos sus auxilios, porque venimos cansados y no hemos encontrado en todo el día un triste rancho donde comer y descansar.

-Y ¿qué tal? ¿Parece buen sujeto el cura?

-Es español, mi capitán, y creo que es todo un hombre.

-¡Español! -me dije yo- eso sí me alarma; yo no he conocido clérigos españoles más que jesuitas o carlistas, y todos malos. En fin, con no promover disputas políticas me evitaré cualquier disgusto y pasaré una noche agradable. Vamos, González, a reunirnos al cura.

Diciendo esto, puse mi caballo a galope, y un minuto después llegamos adonde nos aguardaban el eclesiástico y su mozo.

Adelantóse el primero con exquisita finura, y quitándose su sombrero de teja me saludó cortésmente.

-Señor capitán -me dijo- en todo tiempo tengo el mayor placer de ofrecer mi humilde hospitalidad a los peregrinos que una rara casualidad suele traer a estas montañas; pero en esta noche es doble mi regocijo, porque es una noche sagrada para los corazones cristianos, y en la cual el deber ha de cumplirse con entusiamo: es la Nochebuena, señor.

Di las gracias al buen sacerdote por su afectuosidad, y acepté desde luego oferta tan lisonjera.

-Tengo una casa cural muy modesta -añadió- como que es la casa de un cura de aldea, y de aldea pobrísima. Mis feligreses viven con el producto de un trabajo ímprobo y no siempre fecundo. Son labradores y ganaderos, y a veces su cosecha y sus ganados apenas les sirven para sustentarse. Así es que mantener a su pastor es una carga demasiado pesada para ellos; y aunque yo procuro aligerarla lo más que me es posible, no alcanzan a darme todo lo que quisieran, aunque por mi parte tengo todo lo que necesito y aun me sobra. Sin embargo, me es preciso anticipar a usted esto, señor capitán, para que disimule mi escasez que, con todo, no será tanta que no pueda yo ofrecer a usted una buena lumbre, una blanda cama y una cena hoy apetitosa, gracias a la fiesta.

-Yo soy soldado, señor cura, y encontraré demasiado bueno cuanto usted me ofrezca, acostumbrado como estoy a la intemperie y a las privaciones. Ya sabe usted lo que es esta dura profesión de las armas y por eso omito un discurso que ya antes hizo don Quijote en un estilo que me sería imposible imitar.

Sonrió el cura al escuchar aquella alusión al libro inmortal, que siempre será caro a los españoles y a sus descendientes, y así, en buen amor y compañía, continuamos nuestro camino platicando sabrosamente.

Cuando nuestra conversación se había hecho más confidencial, díjele lo que tendría gusto en saber, si no había inconveniente en decírmelo, como había venido a México, y por qué él, español y que parecía educado esmeradamente, se había resignado a vivir en medio de aquellas soledades, trabajando con tal rudeza y no teniendo por premio sino una situación que rayaba en miseria.

Contestóme que con mucho placer satisfaría mi curiosidad, pues no había nada en su vida que debiera ocultarse; y que, por el contrario, justamente para deshacer en mi ánimo la prevención desfavorable que pudiera haberme producido el saber que era español y cura, pues conocía bastantemente nuestras preocupaciones a ese respecto, muy justas algunas veces, se alegraba de poder referirme en los primeros instantes de nuestro conocimiento algo de su vida, mientras llegábamos al pueblecillo, que ya estaba próximo.

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