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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo octavo

De lo que pasó en las cárceles del Santo Oficio


En las celdillas de la cárcel de la Inquisición se encerraban siempre uno o dos presos, cuidando de que fuesen de aquellos cuyos delitos tuvieran alguna semejanza.

Luisa fue introducida a un calabozo, en uno de cuyos ángulos observó a una mujer acostada que se quejaba dolorosamente.

Al principio su situación no le permitió pensar más que en sí misma. Apartada del mundo vio lentamente y de un modo tan inexplicable, y para ella tan maravilloso, que era muy natural que si en aquello intervenía algo de encantamiento o hechicería tuviera necesariamente que venir a desenlazarse todo en el Tribunal de la Fe; pero ella se consideraba víctima inocente. ¿Por qué se la trataba alli como a culpable? Esto era lo que tampoco podia llegar a comprender, y en aquellos momentos, la mujer perdida que sólo había pensado en saciar todas sus pasiones, se acordó de Dios, se volvió creyente y cayó de rodillas, sollozando en el ángulo opuesto del calabozo al que ocupaba la mujer que se quejaba dolorosamente.

Más de una hora permaneció Luisa con la cara cubierta con sus manos orando y llorando al mismo tiempo, y dejando correr al través de sus dedos el torrente de lágrimas que brotaba de sus ojos.

Un gemido más fuerte y más agudo la sacó de aquella situación. Volvió la cara y vio a la pobre mujer que, dando señales de sufrir horriblemente, procuraba incorporarse en el húmedo lecho de paja para tomar un jarro de agua que estaba cerca de ella.

Luisa, en medio de sus sufrimientos, se había vuelto caritativa.

¡El corazón más empedernido se ablanda con el dolor y con la desgracia!

La caridad es la flor que brota en el corazón llagado por los pesares; donde ya ningún humano sentimiento ha dejado el fuego de la desgracia, viene la caridad a cubrir las heridas, como la yerba que brota sobre el campo arrasado por una tormenta.

Luisa se levantó precipitadamente para auxiliar a la pobre enferma.

Aquella mujer estaba devorada por la fiebre. Debajo del sucio y roto lienzo que le servía de abrigo, descubría un brazo blanco y torneado, pero lleno de manchas moradas, azules, cárdenas y rojas, y de escaras sangrientas o negras.

Luisa se horrorizó al mirar aquel brazo; sin que nadie se lo dijera comprendió que aquella desgraciada habia sufrido el tormento, y se estremeció de pavor considerando que quizá aquella misma suerte le estaba preparada.

— ¿Queréis agua? —le preguntó arrodillándose a su lado.

— Sí —murmuró penosamente la enferma abriendo apenas los ojos.

Luisa la sostuvo con una mano mientras que con la otra tomó la pequeña vasija que contenía el agua, y la levantó para darle a beber.

Entonces aumentó más su horror y al mismo tiempo su compasión, los labios de la enferma estaban hinchados y abiertos por mucbas partes; en su rostro se conservaban aún señales de sangre que había corrido sobre él; quiso tomar el agua y Luisa observó que algunos de sus dientes estaban rotos, y que su lengua estaba herida y comenzaba a hincharse.

Poco a poco y con trabajo aquella desgraciada pudo beber algunos tragos, movió después la cabeza y Luisa, dejando la vasija en el suelo, volvió a acostarla con tanta delicadeza como podía haberlo hecho una madre con un hijo enfermo. La cubrió cuidadosamente, se quedó contemplándola por un instante, y volvió a llorar, pero aquellas lágrimas eran ya de compasión.

Era la primera vez que el corazón corrompido de la esclava de don José de Abalabide, sentía la inspiración de ese santo dolor que hace llorar al hombre sobre las desgracias de sus semejantes.

Aquellas primeras lágrimas eran precursoras de una redención; aquella alma comenzaba a purificarse en el martirio.

Sonó la cerradura de la puerta del calabozo y Luisa tembló, era seguramente a ella a quien venían a buscar.

Tres hombres enteramente cubiertos con sus capuchones penetraron al calabozo, y Luisa se refugió en uno de los ángulos.

Uno de los hombres llevaba una linterna, los otros dos algunas piezas de ropa de mujer.

— Vamos, negra —dijo con desprecio el del farol— aquí están estos trapos para que te quites esas indecentes ropas de hombre, que ya verás lo que te van a costar.

— Bueno, dejádmelas ahí —contestó Luisa temblando— que yo me mudaré dentro de un momento.

— ¿Cómo se entiende? —dijo el del farol—. Cambiarás ahora mismo el traje, que no estás aquí para hacer tu voluntad.

— ¿Pero delante de vosotros? —dijo Luisa casi indignada de lo que se atrevían a proponerle.

— Vaya, y por qué no, bonitos remilgos son ésos para una negra hechicera; mujeres hermosas de veras han tenido que quedarse delante de nosotros completamente desnudas, y si no pregúntale a esa buena moza que duerme en aquel rincón. Conque vete acostumbrando, que pronto te llegará la hora del tormento y no andarás con esas niñerías.

— ¡Dios mío! ¿Qué me darán tormento? ¿Por qué? ¿Yo qué he hecho?

— Yo no sé, ni venimos aquí a explicaciones. ¿Te desnudas o no?

— ¿Pero cómo ...?

— Cambiadle la ropa —dijo el del farol a los que le acompañaban.

Los dos asieron a Luisa de los brazos.

— No, por Dios, dejadme. Yo me vestiré sola —gritó Luisa.

La enferma alzó la cabeza y dijo con una angustia profunda.

— ¿Qué? Otra vez el tormento, yo diré , yo diré todo, pero que no me vuelvan a atormentar.

— Cállate, bruja —dijo bruscamente el carcelero— miren a la monja casada como escarmentó.

La enferma había vuelto a acostarse.

Luisa se desnudaba precipitadamente y recibía en cambio de sus ropas de hombre otras de mujer viejas y maltratadas.

Una camisa y unas enaguas de manta, un vestido de vellorí pardo y un justillo semejante, viejos y llenos de agujeros, que no eran ni con mucho de las medidas de su cuerpo.

— Vaya —dijo el carcelero— ni mandada hacer está la ropa, era de una bruja que mandó quemar el Santo Oficio en el último auto de fe. A ver si a ti te toca la misma suerte.

Luisa se estremeció y el carcelero después de aquella infernal chanzoneta, salió con sus compañeros, cerrando el calabozo y dejando a Luisa más aterrada que antes.

Con el vestido que le habían dado no traía calzado y hacía mucho tiempo que ella no había andado descalza; sus pies se habían vuelto delicados, y el piso frío, disparejo y húmedo del calabozo, comenzó a molestarla, pero no había remedio, era preciso acostumbrarse. La idea del tormento y de la hoguera no se apartaban un momento de su imaginación, y naturalmente al pensar en el tormento, pensaba en la mujer que gemía en su calabozo; y al pensar en la hoguera, recordaba a la desgraciada que había llevado el vestido que ahora le servía de abrigo.

Debe ser una cosa horrible la hoguera —pensaba Luisa—. El fuego, el humo, ardores espantosos, sofocación ... ¡Dios mío! ¡Dios mío! Qué dichosos deben ser los que no mueren en la hoguera. ¡Jesús! qué miedo tengo, qué pavor; y luego el tormento ... ¿Cómo será? ¿Qué le harán a uno? Deben sentirse cosas horrorosas. ¡Ay! ¿qué haré yo, qué haré para que no me vayan a atormentar? ¿Confesaré todo? ¿Pero qué? Si no he sabido lo que me pasa, si no tengo que confesar y entonces no me creerán y me atormentarán. ¿Qué haré, qué haré? ¡Oh! Le preguntaré a esa mujer, quizá ella sabrá, quizá podrá aconsejarme; me dirá al menos lo que se siente. Veremos, porque es tan horrible lo desconocido ¿qué será muy grande el dolor? ¿Podré yo resistirlo? A ver probaré, probaré ...

Y Luisa tomaba una de sus manos con la otra y procuraba torcérselas hasta causarse dolor, para probar su sufrimiento, pero la dejó caer tristemente exclamando:

— ¡Dios mío! ¡Dios mío! soy muy débil y muy cobarde para el dolor. Mándame la muerte antes que el tormento y que la hoguera.

La enferma, devorada por la ardiente sed de la calentura, volvía a incorporarse en su lecho, para buscar agua.

Luisa quiso aprovechar aquel momento para hablarle, y después de darle el agua, le dijo dulcemente:

— ¿Cómo os llamáis, señora? ¿Por qué estáis aquí?

La enferma abrió los ojos y miró a Luisa largo rato, casi sin pestañear, pero sin contestarle tampoco.

Luisa volvió a repetir su pregunta.

Entonces la enferma le contestó penosamente:

— Yo no sé nada, nada, nada más, que lo que os he dicho.

— Volved en vos, señora. Es una voz amiga la que os habla. ¿Cómo os llamáis? ¿Por qué estáis aquí? ¿Por qué os dieron tormento?

— ¡Tormento! —repitió la enferma estremeciéndose y enderezándose con una rapidez increíble en el estado de postración en que se encontraba.

— ¡Tormento! ¡Tormento! No, yo os diré todo, todo lo confesaré.

— Espantoso debe ser el tormento —pensó Luisa.

— Tengo sed —dijo la enferma— dadme de beber y hablaré.

Luisa volvió a darle agua, y antes de acabar de beber apartó la boca del jarro y dijo con una voz que parecía salir de su corazón:

— Yo soy doña Blanca de Mejía —y cayó desmayada.

— ¡Doña Blanca! —gritó Luisa, dejando caer en el suelo la vasija del agua, que se hizo mil pedazos—. Conque es decir ¿que yo soy la causa de las desgracias de esta mujer? ¿Conque estoy encerrada aquí, al lado de la víctima de mi denuncia, y mirando en ella los tormentos que me esperan? ¡Dios mío! ¿cómo puedo esperar compasión si aún está vivo mi delito? ¡Oh! yo no sabía lo que era un remordimiento, y es peor, sí, es peor que todos los tormentos de la Inquisición.

— ¡Ah! —dijo arrodillándose cerca de Blanca y tomando una de sus manos—. Perdóname, perdóname, pobre criatura ¡cuánto te he hecho padecer! Yo he sido una pantera, pero me arrepiento. ¡Dios mío! me arrepiento, quisiera mil veces sufrir lo que sufre esta desgraciada, primero que haber cometido los crímenes que llevo sobre mi conciencia. ¡Jesús, y qué negra está la noche de mi conciencia, y cuántos cadáveres he regado en mi camino! Don José Abalabide, don Manuel de la Sosa, los esclavos ajusticiados en la Pascua ... Quizá por eso Dios me ha castigado y mi color se ha vuelto negro ...

— Agua, agua, que me ahogo, que me abraso —dijo doña Blanca volviendo en sí— agua.

— ¿Agua? —dijo Luisa— ¿agua? Y yo he roto la vasija en que estaba. ¿Conque yo he de atormentar a esta infeliz en todas partes?

— Agua —decía Blanca— agua.

Luisa como una loca se lanzó a la puerta del calabozo y comenzó a golpear con las manos furiosamente, pero el ruido que sus manos delicadas producían sobre aquella maciza puerta se escuchaba apenas dentro del mismo calabozo.

Blanca volvió a quedar en silencio, y Luisa, con las manos hechas pedazos, cayó de rodillas junto a la misma puerta.
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