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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO SEGUNDO Las dos profesiones Capítulo quinto De cómo los celos son malos consejeros
Gobernaba a la sazón y en los días en que pasan los acontecimientos que vamos refiriendo, el Excmo. Sr. don Diego Fernández de Córdoba, Marqués de Guadalcázar, octavo virrey de Nueva España, que tomó posesión del gobierno en 18 de octubre de 1612, que fundó la ciudad de Lerma, dándole ese nombre en honor del duque de Lerma, privado de Felipe III; la Villa de Córdoba con el apellido de su familia, y que dio su título al Mineral de Guadalcázar, en la entonces provincia de
San Luis Potosí.
El marqués de Guadalcázar llegó a México trayendo consigo a su esposa doña María de Riederes y a sus hijas, dos de las cuales eran ya unas hermosas damas.
Desde la llegada a México de la virreina, tuvo empeño particular, como hemos visto, en llevarse a palacio a doña Beatriz y hacerla su dama; pero tantas atenciones le dispensaba la familia del Marqués, y tanto cariño la tenía, que a pesar de ser ya considerada como dama de doña María de Riederes no la llevó a vivir en el palacio, hasta que por motivo del disenso de don Alonso de Rivera al matrimonio de su hermana, fue ésta a quedar
depositada en palacio, en las habitaciones de la virreina.
Doña Beatriz tenía allí una habitación independiente y vivía como en su propia casa, pudiendo recibir a sus visitas con entera libertad, y, sin embargo, se pasaba los días al lado de las hijas de la virreina.
Preparábanse en palacio con grande alboroto las damas, porque se esperaba una suntuosa solemnidad el día en que las fundadoras entrasen al nuevo convento de Santa Teresa.
La obra iba muy adelantada; de un día a otro debía llegar el Breve de su Santidad, único requisito que faltaba, y las monjas fundadoras, que debían ser Sor Inés y Sor Encarnación, a quienes ya conocen nuestros lectores, habían convidado para sus madrinas a las dos hijas de la virreina.
No se hablaba más que de esto en palacio, ni se ocupaban de otra cosa allí las gentes, a pesar de que el gobernador de Durango, don Gaspar Alvear, había escrito al virrey dándole noticias de que comenzaba un alzamiento de los indios tepehuanes; porque en todas las cortes se olvida y desprecia el peligro y la desgracia, con tal que estén lejos, sin pensar más que en los goces que están cerca.
Doña Beatriz y las hijas del virrey hablaban de la festividad en uno de los salones de palacio, cuando una camarera entró a dar parte a doña Beatriz que una mujer anciana y enlutada deseaba hablar con ella un momento.
Beatriz creyó que sería algún recado del oidor, y, pidiendo
permiso a doña María, llegó hasta donde la esperaba la enlutada, a quien no pudo conocer.
La mujer se levantó al ver a doña Beatriz.
— ¿En qué puedo serviros? —le dijo ésta, tomando un asiento a su lado.
— Señora, vengo para hablar con vos de un asunto que temo va a desagradaros.
— ¿A desagradarme? —dijo inquieta doña Beatriz.
— Sí, por desgracia.
— Hablad, pues.
— ¿Estamos enteramente solas?
— Enteramente.
— Pues entonces dignaos escucharme. Según he sabido por algunos de mis deudos, de casaros tratáis con don Fernando de Quesada, oidor de la Real Audiencia.
— Es verdad, pero no alcanzo a qué pueda conducir ...
— Perdonadme que no os lo diga por mera impertinencia,
sino por ser eso lo principal que a mi negocio concieme. Habéis de saber, señora, como yo soy viuda de don Bernal de Soto Mayor y Trueba, y soy para
serviros, doña Catarina de Pizarro de Soto Mayor y Trueba, una vuestra servidora.
La vieja hizo una reverencia.
— Gracias —contestó doña Beatriz, inclinándose.
— Pues como os decía: soy viuda de don Bernal de Soto Mayor y Trueba, regidor perpetuo de cabildo en esta ciudad. A la muerte de mi difunto quedé con una niña, que es ya moza de diez y siete años y que se llama
María, y tan rica en dones de perfecta hermosura como desgraciada en su vida, por haberle negado la Providencia el uso de la palabra y del oído. Por mis negras desdichas, mi hija fue vista por el oidor don Fernando de Quesada, que gustó de ella y se encaprichó por hacerla suya, lo que ha conseguido, sin ser bastante a impedírselo ni mi llanto ni mis amenazas ...
Un rayo que hubiera caído a los pies de doña Beatriz no hubiera hecho en ella mayor efecto.
— Como se valió —continuó diciendo la vieja— para conseguir sus malos afectos del engaño de dar palabra de casamiento a mi María ...
— Basta, señora, no me digáis más: nada quiero saber.
— Es fuerza que lo sepáis, porque tal vez mi hija o yo, no nos resignemos a ver casarse a don Fernando, y pudiéramos poner algún impedimento, y quién sabe ...
Doña Beatriz no podía ya contenerse: los celos, el despecho, su amor propio humillado, todo se conjuraba para trocar aquella paloma en una leona.
— Pero todo eso que me contáis ¿es cierto? —preguntó con un acento ronco y trémulo.
— Tanto lo es, que si vos podéis conseguirme que se abra esta noche vuestra habitación o podéis salir en esta misma noche, veréis a mi pobre hija.
Doña Beatriz reflexionó:
— Saldré mejor. ¿A dónde debo ir?
— Esta noche a las doce, al tianguis de San Hipólito. Yo tendré a una persona de confianza allí para que os guíe: podéis llevar cuanto acompañamiento os plazca, si desconfiáis.
— Esperadme en esta noche, y hacedme ya el favor de retiraros: necesito estar sola.
— Me voy, pero os suplico que nada digáis al oidor, por Dios; sobre todo, no le descubráis mi nombre ni que os vine a ver, sería capaz ... de no sé qué ... y yo le tengo miedo.
— Id sin cuidado.
La vieja, que no era otra sino la Sarmiento, como habrán conocido nuestros lectores, salió, y doña Beatriz se encerró a llorar y gritar a solas como una loca.
Martín anduvo en todo el día pensativo, sobre si le diría o no a don Fernando cuanto había descubierto por la bruja. Algunas veces le parecía una mala acción dar al oidor tan funesta noticia; otras creía de conciencia el hacerlo, atendiendo al riesgo que corría su vida; en fin,
por la tarde se decidió y entró resueltamente a la casa de don Fernando.
El oidor, sentado frente a una mesa, registraba con
atención un graeso in folium forrado en pergamino, y tan embebido estaba en su lectura que no oyó los pasos del bachiller hasta que estaba ya muy cerca.
— Oh, amigo don Martín —dijo cerrando el libro— tanto bueno por esta casa.
— Dispénseme usía si le he interrumpido y molestado.
- En manera alguna: tome asiento el señor bachiller,
que me alegrará su compañía.
Martín se sentó, y a pesar de la agudeza de su ingenio no sabía por dónde comenzar. Tosió varias veces, se compuso otras tantas el alzacuello que nada tenía de mal puesto, y al fin se decidió a hablar, pero, como sucede en casos semejantes, comenzando, después de pensar
mucho, por una torpeza.
— Permítame usía que me tome la libertad —dijo—. ¿Está usía decidido a enlazarse con mi señora doña Beatriz?
— Extraño tanto más esa pregunta de vuestra parte —contestó el oidor— cuanto que vos, como ninguno, conoce los pormenores del asunto; y francamente no sé a qué viene todo esto.
- ¡Adiós! —pensó Martín—. Me hundí, por querer
hacerlo todo muy bien; pero ¿qué remedio? Adentro —y
luego dijo en voz alta:
— Pues ... quiero decir ... si no temiera ... en fin ...
— Hablad ¿Qué tenéis esta tarde? Nunca os he visto así; hablad, os lo suplico.
— Pues bien y claro es, que yo no quisiera que usía se casara con doña Beatriz, porque he sabido cosas terribles.
- La solté, dijo entre sí Martín.
— ¿Cosas terribles? —preguntó espantado el oidor—. ¿Y qué cosas? Decid, no me alarméis, por Dios.
— Pues, señor: que doña Beatriz engaña a usía y ama a otro.
— ¡Las pruebas! ¡las pruebas! —dijo el oidor, arrojándose
como un tigre sobre Martín.
— Señor, por Dios, mirad que yo no tengo más que ver en ello que el dar una noticia a su señoría.
— Pero esa noticia destroza la honra de una dama. Decidme ¿quién os lo ha dicho? O de lo contrario, caro os podrá costar ...
En este momento llamaron a la puerta.
— ¿Quién va? —dijo con enfado don Fernando.
— Esta carta para su señoría.
— Bien, vete.
El oidor abrió la carta, era un anónimo que decía:
Si el oidor don Fernando de Quesada aprecia en algo su honra, que esta noche a las doce vaya a palacio, y verá cómo se la guarda su futura esposa.
Don Fernando se puso densamente pálido.
— Mirad, señor bachiller, mirad —díjole mostrándole la carta.
El bachiller la leyó.
— ¿Y qué piensa hacer su señoría?
— Iremos a palacio a las doce, es preciso apurar el cáliz.
Y se arrojó sobre un sillón, llorando como un niño.
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