Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimoCapítulo primero del Libro SegundoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO PRIMERO

El convento de Santa Teresa la antigua

Capítulo vigésimoprimero

De cómo la beata y el Ahuizote, Luisa y Doña Blanca, Don César y Don Allonso, se estaban todos engañando


Luisa creía apenas lo que el Ahuizote le contaba de don César y, a pesar de todo, no le era posible convencerse del amor del joven. Sin embargo, la violencia de sus pasiones la precipitaba, y aquella misma noche encargó al Ahuizote que citara para la siguiente a don César.

Por supuesto que a las cinco de la tarde don César estuvo puntual en la Alameda, y lleno de placer escuchó que la mujer a quien amaba, quería en esa noche hablarle por una de las ventanas bajas de su casa.

La hora de la cita eran las once de la noche y don César, conducido por el Ahuizote, llegó hasta la espalda de la casa de don Manuel de la Sosa.

La calle estaba desierta y sombría.

— ¿Veis aquella ventana? —preguntó el Ahuizote a don César.

— Sí.

— Pues id y llamad, ella os aguarda.

Don César llegó a la ventana, llamó suavemente y a poco se abrió con gran precaución.

— ¿Sois vos, don César? —dijo Luisa con una voz dulcísima.

— ¿Quién si no yo podría ser, ángel mío? Yo que tan alto favor alcanzo de vuestra hermosura.

- ¡Ay!

— ¿Qué tenéis?

— Tengo miedo, ¡si alguien nos sorprendiese!

La oscuridad de la noche no permitía a don César salir de su error: apenas distinguía el rostro de Luisa, que era en verdad muy hermosa, y se embriagaba con el eco de su voz melodiosa y con el dulce perfume de su aliento. Si hubiera brillado en aquel momento una luz, quizá don César no se hubiera sentido triste por el cambio. Si hubiera podido contemplar el alma de aquella mujer, se hubiera horrorizado de su engaño.

— Don César ¿es cierto que me amáis ?

— ¿Que si os amo, señora? ¿Eso me preguntáis? Preguntadle al sol si alumbra, preguntad a los ríos si corren, preguntad a las aves si vuelan y trinan. ¡Oh Luisa! Os amo, como si todo el vigor de mi corazón y toda la fuerza de mi espíritu se hubieran reconcentrado en esta sola pasión: desde que os vi, señora, mi misma alma me abrasa, mi mismo corazón me ahoga. Luisa, Luisa, quisiera hacer salir de mí el espíritu que me anima, para confundirlo eternamente con el vuestro.

— ¡Ah! don César, qué feliz me hacéis con vuestras palabras, y qué feliz soy en amaros, porque yo os amo. como quizá vos no alcancéis ni a comprender: mi corazón es de fuego y quisiera morir en este momento que soy tan dichosa, antes que cruce el tiempo sobre esas palabras, que a fuerza de hacerme gozar, destrozan mi cerebro. ¡Ah, don César, sólo Dios puede comprender lo intenso del placer que gozo en estos momentos!

— ¡Alma de mi alma, tanto es mi amor, que en este momento lo trocara por una eternidad de penas!

— Don César, dadme vuestra mano —dijo Luisa trémula de placer y de emoción.

Don César tendió su mano dentro de la reja.

— Guardad esto —dijo Luisa, poniéndole en un dedo una riquísima sortija de brillantes— y esto —agregó, dando un apasionado beso en aquella mano.

— ¡Luisa! —dijo don César, dando a su vez un beso en la mano de la joven— esta sortija, no se apartará jamás de mí.

— Ahora, idos, don César, que ya es mucho gozar; idos, que yo os prometo que muy pronto nos volveremos a ver.

— ¿Cuándo?

— Mañana a las diez, en Jesús María; hasta mañana.

— Adiós, ángel mío, adiós.

Don César se incorporó con el Ahuizote que le esperaba.

— ¿Qué tal?

— Soy el hombre más feliz de la tierra —contestó don César— y a vos lo debo todo.

— Vaya, me alegro, y que no lo olvidéis.

Luisa, pálida de placer, volvió a su alcoba; don Manuel dormía profundamente.

— ¡Qué feliz soy, qué feliz! —decía—. Cuánto me ama y cuánto le amo yo: tan hermoso, tan valiente, tan apasionado, y yo que pedí a la Sarmiento el elíxir ¡qué tonta! para nada lo necesito, y voy a romper la redomita.

Luisa sacó de un armario dos pequeños frascos.

— Este es —dijo, y abriendo una vidriera lo arrojó a la calle—. Ahora llegó el caso de usar la otra receta de la bruja con este hombre —y agregó, mirando con profundo desprecio a don Manuel que dormía— doblar la dosis de los polvos y romper esta otra redoma: la dosis la tomará este hombre mañana, y la redoma se romperá esta noche.

El segundo frasco fue arrojado también a la calle.

— Ahora sí —dijo Luisa, metiéndose en su cama—, si la Sarmiento no me engaña esta vez, como no me ha engañado nunca, ya puedo considerarme viuda, porque éste es ya un cadáver ...

Doña Blanca estaba completamente entregada a las ilusiones de su primer amor en medio de su soledad y de su aislamiento: la imagen de don César, de quien se creía amada, flotaba a su lado como un ángel; ella lo había poetizado tanto, y tanto había pensado en él, que ya no podía sino ocuparse de él.

La beata volvió al día siguiente por la mañana y aunque habló de cosas indiferentes, deslizó en las faldas de la doncella un papel cuidadosamente doblado.

Doña Blanca no pudo resistir, amaba y no podía luchar contra su corazón; tomó el papel y se levantó para disimular su emoción: era la primera carta de amor que recibía en su vida.

Se encerró un momento en su cámara y vaciló para abrir aquella esquela; pero el amor triunfó. Estaba concebida así:

Señora:

¿Conque no os soy indiferente? Me volvéis la vida, quisiera de rodillas mostraros mi pasión y mi gratitud. Quizá no sea yo digno de osar a tanto, pero esa pasión me enloquece y me atrevo, señora, a preguntaros: ¿me amáis? Temblando espera vuestra respuesta el más humilde de vuestros apasionados.

Don Alonso, que veía aquello como negocio, no había querido poner su firma hasta no estar seguro de la correspondencia de doña Blanca, por temor de que ella mostrase la carta a su hermano don Pedro, estando para este caso decidido a negarlo todo.

Doña Blanca, temblando, se acercó a la mesa y con mano insegura puso al pie de la carta que había recibido:

Sí, yo también os amo.

Volvió a doblarla, procuró serenarse y salió a donde la esperaba la beata.

En un momento en que doña Mencía estaba distraída, Blanca entregó la esquela y la beata se retiró. Don Alonso la esperaba. Cleofas no había leído lo que escribió la dama y creyó que le devolvía la carta.

— Mal estamos —le dijo—, me volvió vuestra carta.

— Sin leerla.

— Eso sí no lo sé.

— Dádmela para romperla —dijo don Alonso— más valía no haberme dado tan risueñas esperanzas.

— No fue culpa mía, que os dije la verdad.

Don Alonso tomó la carta para romperla, y la dividió por la mitad, iba a seguir haciéndola pedazos cuando notó las letras de Blanca, leyó y dio un grito de placer.

— ¿Qué hay? —dijo la beata.

— Qué ha de haber, que me ama, mirad, y yo que iba a romper esta carta, vamos, soy feliz, este negocio que creía tan difícil es hecho, es hecho; y ahora sí ya no tengo para qué volver a pensar en la fundación del convento de Santa Teresa.
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