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LAS MIL Y UNA NOCHES

XLVIII


El inconveniente de la insistencia






Cuando el califa Mohammad El-Amín, hijo de Harún Al-Rashid y de Zobeida, fue asesinado después de su derrota, por orden del general en jefe del ejército de Al-Mamún, cuantas provincias acataron hasta entonces a El-Amín se apresuraron a someterse a su hermano Al-Mamún, hijo de Al-Rashid y de una esclava llamada Marahil. Y Al-Mamún inauguró su reinado con amplias medidas de clemencia para sus antiguos enemigos. Y tenía costumbre de decir: Si mis enemigos supieran toda la bondad de mi corazón, vendrían todos a entregarse a mí, declarando sus crímenes.

Y he aquí que la cabeza y la mano directora de todos los sinsabores que se habían hecho sufrir a Al-Mamún, en vida de su padre Al-Rashid y de su hermano El-Amín, no eran otras que las de la propia Sett Zobeida, esposa de Al-Rashid. Así es que cuando Zobeida se enteró del fin lamentable de su hijo, pensó primero refugiarse en el territorio sagrado de La Meca, para rehuir la venganza de Al-Mamún. Y estuvo dudando mucho tiempo qué partido tomar. Luego se decidió bruscamente a entregar su suerte entre las manos de aquel a quien había hecho desheredar y gustar durante largo tiempo la amargura de la mirra. Y le escribió la carta siguiente:

Toda culpa, ¡oh Emir de los Creyentes!, por muy grande que sea, resulta poca cosa mirada por tu clemencia, y todo crimen se toma en simple error ante tu magnanimidad.

La que te envía esta súplica te ruega que recuerdes una memoria cara, y perdones, pensando en el que se mostraba tierno con la suplicante de hoy. Por tanto, si quieres apiadarte de mi debilidad y de mi desamparo, y ser misericordioso con quien no merece misericordia, obrarás de acuerdo con el espíritu del que, si todavía estuviera con vida, habría sido mi intercesor contigo.

¡Oh hijo de tu padre!, acuérdate de tu padre; y no cierres tu corazón a la plegaria de la viuda abandonada.

Cuando el califa Al-Mamún tuvo conocimiento de esta carta de Zobeida, se le apiadó el corazón y quedó profundamente conmovido; y lloró por la fúnebre suerte de su hermano El-Amín y por el estado lamentable de la madre de El-Amín. Luego se levantó y contestó a Zobeida lo que sigue:

Tu carta ¡oh madre mía!, ha llegado adonde tenía que llegar, y ha encontrado a mi corazón desmenuzado de pena por tus desdichas. Y Alá es testigo de que mis sentimientos son, respecto a la viuda de aquel cuya memoria nos es sagrada, los sentimientos de un hijo para con su madre.

Nada puede la criatura contra los designios del Destino. Pero yo he hecho lo que pude por atenuar tus dolores. Acabo, en efecto, de dar orden para que se te restituyan tus dominios confiscados, tus propiedades, tus bienes y cuanto te arrebató la suerte contraria, ¡oh madre mía! Y si quieres volver en medio de nosotros, encontrarás de nuevo tu antiguo estado y el respeto y la veneración de todos tus súbditos.

Y sabe ¡oh madre mía!, que no has perdido más que el rostro del que se halla en la misericordia de Alá. Porque en mí te queda un hijo más afectuoso de lo que nunca desearas.

Y sean contigo la paz y la seguridad ...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo:

... Y sean contigo la paz y la seguridad.

Así es que cuando Zobeida fue, con los ojos llenos de lágrimas y desfalleciente, a arrojarse a sus pies, se levantó él en honor suyo y le besó la mano y lloró en su seno. Luego le devolvió todas sus antiguas prerrogativas de esposa de Al-Rashid y de princesa de sangre abbassida, y la trató hasta el fin de su vida como si hubiese él sido hijo de sus entrañas. Pero, a pesar de la ilusión del poderío, Zobeida no podía olvidar lo que había sido y las torturas de su corazón al tener noticia de la muerte de El-Amín. Y hasta su muerte guardó en el fondo de su pecho una especie de rencor que, por muy cuidadosamente oculto que estuviera, no escapaba a la perspicacia de Al-Mamún.

Y por cierto que bastantes veces le dio que sufrir a Al-Mamún, que no se quejaba de ello, aquel estado de hostilidad sorda. Y he aquí un rasgo que, mejor que todo comentario, prueba el rencor continuo de aquella a quien nada podía consolar.

Un día, en efecto, habiendo entrado Al-Mamún en el aposento de Zobeida, la vio de pronto mover los labios y murmurar algo, mirándole. Y como no podía entender lo que pronunciaba ella entre dientes, le dijo: ¡Oh madre mía!, me parece que te dedicas a maldecirme, pensando en tu hijo asesinado por los herejes persas y en mi advenimiento al trono que ocupaba él. Y sin embargo, sólo Alá ha dictado nuestros destinos.

Pero Zobeida se escandalizó, diciendo: No, por la memoria sagrada de tu padre, ¡oh Emir de los Creyentes! ¡Lejos de mí tales tendencias!

Y Al-Mamún le preguntó: ¿Puedes decir, entonces, qué murmurabas entre dientes mirándome?

Pero ella bajó la cabeza, como una persona que no quiere hablar por respeto a su interlocutor, y contestó: Excúseme el Emir de los Creyentes, y dispénseme de decirle el motivo de lo que me pregunta.

Pero Al-Mamún, poseído de viva curiosidad, se puso a insistir mucho y a acosar a Zobeida con preguntas, de modo que, cuando no tuvo más remedio, acabó ella por decirle: Pues bien; helo aquí. Maldecía de la insistencia, murmurando: ¡Alá confunda a los individuos inoportunos, afligidos del vicio de la insistencia!

Y Al-Mamún le preguntó: Pero ¿con qué motivo o a qué recuerdo lanzabas esa reprobación?

Y Zobeida contestó: ¡Ya que quieres saberlo absolutamente, helo aquí!

Y dijo:

Has de saber, pues, ¡oh Emir de los Creyentes!, que un día en que habí a jugado al ajedrez con tu padre el Emir de los Creyentes Harún Al-Rashid, perdí la partida. Y tu padre me impuso la sentencia de dar la vuelta al palacio y a los jardines, toda desnuda, a media noche. Y a pesar de mis ruegos y súplicas, puso una insistencia singular en hacerme pagar aquella apuesta, sin querer aceptar otra sentencia. Y me vi obligada a ponerme desnuda y a hacer la cosa a que me condenaba. Y cuando acabé, estaba loca de rabia y medio muerta de cansancio y frío.

Pero al día siguiente, a mi vez, le gané en el ajedrez. Y a la sazón me tocó a mí imponer condiciones. Y después de reflexionar un instante y buscar en mi espíritu lo que pudiese ser para él más desagradable, le condené, con conocimiento de causa, a que pasara la noche en brazos de la esclava más fea y más sucia entre las esclavas de la cocina. Y como la que reunía aquellas condiciones era la esclava llamada Marahil, se la indiqué como resultado de la partida y expiación de su derrota. Y para cerciorarme de que las cosas ocurrirían sin trampas por su parte, yo misma lo conduje al cuarto fétido de la esclava Marahil, y lo obligué a echarse a su lado y hacer con ella durante toda la noche lo que tanto le gustaba hacer con las hermosas concubinas que le regalaba yo tan a menudo. Y por la mañana se hallaba en un estado lamentable y con un olor espantoso.

Ahora debo decirte ¡oh Emir de los Creyentes!, que tú naciste precisamente de la cohabitación de tu padre con aquella esclava horrible y de sus volteretas con ella en el cuarto contiguo a la cocina.

Y así fue cómo, sin saberlo, con tu venida al mundo fui causante de la perdición de mi hijo El-Amín y de todas las desdichas que se abatieron sobre nuestra raza en estos últimos años.

Nada de eso habría sucedido si no hubiese yo insistido tanto con tu padre para obligarle a revolcarse con aquella esclava, y si él no hubiese estado, por su parte, tan lleno de insistencia para obligarme a hacer lo que ya te he contado.

Y esto es ¡oh Emir de los Creyentes!, el motivo que me hacía murmurar maldiciones contra la insistencia y contra los inoportunos.

Y cuando hubo oído aquello, Al-Mamún se apresuró a despedirse de Zobeida para ocultar su confusión. Y se retiró, diciéndose: ¡Por Alá, que merezco la lección que acaba de darme! Sin mi insistencia, no se me habría recordado aquel incidente desagradable.

Y el joven dueño de la cúpula del libro, tras de contar todo esto a sus oyentes e invitados, les dijo: Haga Alá ¡oh amigos míos!, que haya podido yo servir de intermediario entre la ciencia y sus oídos. Ahí tienen parte de las riquezas que, sin gastos ni peligros, se pueden acumular dedicándose a los libros y al cultivo del estudio. No les diré más por hoy. Pero en otra ocasión les mostraré otra fase de las maravillas que nos han sido transmitidas como la herencia más preciosa de nuestros padres.

Y tras de hablar así, dio a cada uno de los presentes cien monedas de oro y una pieza de tela de valor, para recompensarles por su atención y corresponder a su celo por instruirse. Porque decía: Hay que estimular las buenas disposiciones y facilitar el camino a la gente bien intencionada.

Luego, después de haberlos regalado con una excelente comida, en la que no se olvidó nada delicado, los despidió en paz.

Y esto es lo referente a todos ellos. ¡Pero Alá es más sabio!
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