Presentación de Omar CortésEl sexto viaje de Sindbad el marinoHistoria prodigiosa de la ciudad de bronceBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MIL Y UNA NOCHES

XLIV


El séptimo y último viaje de Sindbad el marino






Deben saber, ¡oh amigos míos!, que al regreso del sexto viaje, di resueltamente de lado a toda idea de emprender en lo sucesivo otros, pues aparte de que mi edad me impedía hacer excursiones lejanas, ya no tenía yo deseos de acometer nuevas aventuras, tras de tanto peligro corrido y tanto mal experimentado. Además, había llegado a ser el hombre más rico de Bagdad, y el califa me mandaba llamar con frecuencia para oír de mis labios el relato de las cosas extraordinarias que en mis viajes vi.

Un día que el califa ordenó que me llamaran, según su costumbre, me disponía a contarle una, o dos, o tres de mis aventuras, cuando me dijo: Sindbad, hay que ir a ver al rey de Serendib para llevarle mi contestación y los regalos que le destino. Nadie conoce como tú el camino de esa tierra, cuyo rey se alegrará mucho de volver a verte. ¡Prepárate, pues, a salir hoy mismo, porque no me estaría bien quedar endeuda con el rey de aquella isla, ni sería digno retrasar más la respuesta y el envío!

Ante mi vista se ennegreció el mundo, y llegué al límite de la perplejidad y la sorpresa al oír estas palabras del califa. Pero logré dominarme, para no caer en su desagrado. Y aunque había hecho voto de no volver a salir de Bagdad, besé la tierra entre las manos del califa, y contesté oyendo y obedeciendo.

Entonces ordenó que me dieran mil dinares de oro para mis gastos de viaje, y me entregó una carta de su puño y letra y los regalos destinados al rey de Serendib.

Y he aquí en qué consistían los regalos: en primer lugar, una magnifica cama, completa, de terciopelo carmesí, que valía una cantidad enorme de dinares de oro; además, había otra cama de otro color, y otra de otro; había también cien trajes de tela fina y bordada de Kufa y Alejandría, y cincuenta de Bagdad. Había una vasija de cornalina blanca procedente de tiempos muy remotos, en cuyo fondo figuraba un guerrero armado con su arco tirante contra un león. Y había otras muchas cosas que sería prolijo enumerar, y un tronco de caballos de la más pura raza árabe ...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo:

... un tronco de caballos de la más pura raza árabe. Entonces me vi obligado a partir contra mi gusto aquella vez, me embarqué en una nave que salía de Bassra.

Tanto nos favoreció el Destino, que a los dos meses, día tras día, llegamos a Serendib con toda seguridad. Y me apresuré a llevar al rey la carta y los obsequios del Emir de los Creyentes. Al verme, se alegró y satisfizo el rey, quedando muy complacído de la cortesía del califa. Quiso entonces retenerme a su lado una larga temporada; pero yo no accedí a quedarme más que el tiempo preciso para descansar. Después de lo cual me despedí de él, y colmado de consideraciones y regalos, me apresuré a embarcarme de nuevo para tomar el camino de Bassra por donde había ido.

Al principio nos fue favorable el viento, y el primer sitio a que arribamos fue una isla llamada la isla de Sin. Y realmente, hasta entonces, habíamos estado contentísimos, y durante toda la travesía hablábamos unos con otros, conversando tranquila y agradablemente acerca de mil cosas.

Pero un día, una semana después de haber dejado la isla, en cual los mercaderes habían hecho varios cambios y compras, mientras estábamos tendidos tranquilos como de costumbre, estalló de pronto sobre nuestras cabezas una tormenta terrible y nos inundó una lluvia torrencial. Entonces nos apresuramos a tender tela de cáñamo encima de nuestros fardos y mercancías para evitar que el agua los estropease, y empezamos a suplicar a Alá que alejase el peligro de nuestro camino.

En tanto permanecíamos en aquella situación, el capitán del buque se levantó, se apretó el cinturón a la cintura, se remangó las mangas y la ropa, y después subió al palo mayor, desde el cual estuvo mirando bastante tiempo a derecha e izquierda. Luego bajó con la cara muy amarilla, nos miró con aspecto completamente desesperado, y en silencio empezó a golpearse el rostro y a mesarse las barbas. Entonces corrimos hacia él muy asustados y le preguntamos: ¿Qué ocurre?

Y él contestó: ¡Pídanle a Alá que nos saque del abismo en que hemos caído! ¡Oh más bien, lloren por todos y despídanse unos de otros! ¡Sepan que la corriente nos ha desviado de nuestro camino, arrojándonos a los confines de los mares del mundo!

Y después de haber hablado así, el capitán abrió un cajón, y sacó de él un saco de algodón, del cual extrajo polvo que parecía ceniza. Mojó el polvo con un poco de agua, esperó algunos momentos, y se puso luego a aspirar aquel producto. Después sacó del cajón un libro pequeño, y leyó entre dientes algunas páginas, y acabó por decirnos: Sepan, ¡oh pasajeros!, que el libro prodigioso acaba de confirmar mis suposiciones. La tierra que se dibuja ante nosotros en lontananza, es la tierra conocida con el nombre de Clima de los Reyes. Ahí se encuentra la tumba de nuestro señor Soleimán ben-Daúd (¡con ambos la plegaria y lapaz!) Ahí se crían monstruos y serpientes de espantable catadura. Además, el mar en que nos encontramos está habitado por monstruos marinos que se pueden tragar de un bocado los navios mayores con cargamento y pasajeros! ¡Ya están avisados! ¡Adiós!

Cuando oímos estas palabras del capitán, quedamos de todo punto estupefactos, y nos preguntábamos qué espantosa catástrofe iría a pasar, cuando de pronto nos sentimos levantados con barco y todo, y después hundidos bruscamente, mientras se alzaba del mar un grito más terrible que el trueno. Tan espantados quedamos que dijimos nuestra última oración, y permanecimos inertes como muertos. Y de improviso vimos que sobre el agua revuelta y delante de nosotros, avanzaba hacia el barco un monstruo tan alto y tan grande como una montaña, y después otro monstruo mayor, y detrás otro tan enorme como los dos juntos. Éste último brincó de pronto por el mar, que se abría como una sima, mostró una boca más profunda que un abismo, y se tragó las tres cuartas partes del barco con cuanto contenía. Yo tuve el tiempo justo para retroceder hacia lo alto del buque y saltar al mar, mientras el monstruo acababa de tragarse la otra cuarta parte, y desaparecía en las profundidades con sus dos compañeros.

Logré agarrarme a uno de los tablones que habían saltado del barco al darle la dentellada el monstruo marino, y después de mil dificultades pude llegar a una isla que afortunadamente estaba cubierta de árboles frutales y regada por un río de agua excelente. Pero noté que la corriente del río era rápida hasta el punto de que el ruido que hacía se oía muy a lo lejos.

Entonces, y al recordar como me salvé de la muerte en la isla de las pedrerías, concebí la idea de construir una balsa igual a la anterior y dejarme llevar por la corriente. En efecto, a pesar de lo agradable de aquella isla nueva, yo pretendía volver a mi país. Y pensaba: Si logro salvarme, todo irá bien, y haré voto de no pronunciar siquiera la palabra viaje, y de no pensar en tal cosa durante el resto de mi vida. ¡En cambio, si perezco en la tentativa, todo irá bien asimismo porque acabaré definitivamente con peligros y tribulaciones.

Me levanté, pues, inmediatamente, y después de haber comido alguna fruta, recogí muchas ramas grandes cuya especie ignoraba entonces, aunque luego supe eran de sándalo, de la calidad más estimada por los mercaderes, a causa de su rareza. Después empecé a buscar cuerdas y cordeles, y al principio no los encontré; pero vi en los árboles unas plantas trepadoras y flexibles, muy fuertes, que podían servirme. Corté las que me hicieron falta, y las utilicé para atar entre sí las ramas grandes de sándalo. Preparé de este modo una enorme balsa, en la cual coloqué fruta en abundancia, y me embarqué diciendo: ¡Si me salvo, lo habrá querido Alá!

Apenas subí a la balsa y me hube separado de la orilla, me vi arrastrado con una rapidez espantosa por la corriente, y sentí vértigos, y caí desmayado encima del montón de fruta exactamente igual que un pollo borracho.

Al recobrar el conocimiento miré a mi alrededor, y quedé más inmóvil de espanto que nunca, y ensordecido por un ruido como el del trueno. El río no era más que un torrente de espuma hirviente, y más veloz que el viento, que chocando con estrépito contra las rocas, se lanzaba hacia un precipicio que adivinaba yo más que veía. ¡Indudablemente iba a hacerme pedazos en él, despeñándome quién sabe desde qué altura!

Ante esta idea aterradora, me agarré con todas mis fuerzas a las ramas de la balsa, y cerré los ojos instintivamente para no verme aplastado y destrozado, e invoqué el nombre de Alá antes de morir. Y de pronto, en vez de rodar hasta el abismo, comprendí que la balsa se paraba bruscamente encima del agua, y abrí los ojos un minuto para saber a qué distancia estaba de la muerte, y no fue para verme estrellado contra los peñascos, sino atrapado con mi balsa en una inmensa red, que unos hombres echaron sobre mí desde la ribera. De esta suerte me hallé apresado y llevado a tierra, y allí me sacaron medio viv o y medio muerto de entre las mallas de la red, en tanto transportaban a la orilla mi balsa. Mientras yo permanecía tendido, inerte y tiritando, se adelantó hacia mí un venerable jeque de barbas blancas, que empezó por desearme la bienvenida, y por cubrirme con ropa caliente que me sentó muy bien.

Reanimado ya por las fricciones y el masaje que tuvo la bondad de darme el anciano, pude sentarme, pero sin recobrar todavía el uso de la palabra.

Entonces el anciano me cogió del brazo, y me llevó suavemente al hammam, en donde me hizo tomar un baño excelente que acabó de restituirme el alma; después me hizo aspirar perfumes exquisitos y me los echó por todo el cuerpo, y me llevó a su casa.

Cuando entré en la morada de aquel anciano, toda su familia se alegró mucho de mi llegada, y me recibió con gran cordialidad y demostraciones amistosas. El mismo anciano me hizo sentar en medio del diván de la sala de recepción, y me dio a comer cosas de primer orden, y a beber un agua agradable perfumada con flores. Después quemaron incienso a mi alrededor, y los esclavos me trajeron agua caliente y aromatizada para lavarme las manos, y me presentaron servilletas ribeteadas de seda, para secarme los dedos, las barbas y la boca. Tras de lo cual el anciano me llevó a una habitación muy bien amueblada, en donde quedé solo, porque se retiró con mucha discreción. Pero dejó a mis órdenes varios esclavos que de cuando en cuando iban a verme por si necesitaba sus servicios.

Del propio modo me trataron durante tres días, sin que nadie me interrogase ni me dirigiera ninguna pregunta, y no dejaban que careciese de nada, cuidándome con mucho esmero hasta que recobré completamente las fuerzas, y mi alma y mi corazón se calmaron y refrescaron.

Entonces, o sea la mañana del cuarto día, el anciano se sentó a mi lado, y después de las zalemas, me dijo: ¡Oh huésped, cuanto placer y satisfacción hubo de proporcionarnos tu presencia! ¡Bendito sea Alá, que nos puso en tu camino para salvarte del abismo! ¿Quién eres y de dónde vienes?

Entonces di muchas gracias al anciano por el favor enorme que me había hecho salvándome la vida y luego dándome de comer excelentemente, y de beber excelentemente, y perfumándome excelentemente, y le dije: ¡Me llamo Sindbad el Marino! ¡Tengo este sobrenombre a consecuencia de mis grandes viajes por mar y de las cosas extraordinarias que me ocurrieron, y que si se escribieran con agujas en el ángulo de un ojo, servirían de lección a los lectores atentos!

Y le conté al anciano mi historia desde el principio hasta el fin, sin omitir detalle.

Quedó prodigiosamente asombrado entonces el jeque, y estuvo una hora sin poder hablar, conmovido por lo que acababa de oír. Luego, levantó la cabeza, me reiteró la expresión de su alegría por haberme socorrido, y me dijo: ¡Ahora, oh huésped mío!, si quisieras oír mi consejo, venderías aquí tus mercancías que valen mucho dinero por su rareza y calidad!

Al oír las palabras del viejo, llegué al límite del asombro, y no sabiendo lo que quería decir ni de qué mercancías hablaba, pues yo estaba desprovisto de todo, empecé por callanne un rato, y como de ninguna manera quería dejar escapar una ocasión extraordinaria que se presentaba inesperadamente, me hice el enterado, y contesté: ¡Puede que sí!

Entonces el anciano me dijo: No te preocupes, hijo mío, respecto a tus mercaderías. No tienes más que levantarte y acompañarme al zoco. Yo me encargo de todo lo demás. Si la mercancía subastada produce un precio que nos convenga, lo aceptaremos; si no, te haré el favor de conservarla en mi almacén hasta que suba en el mercado. ¡Y en tiempo oportuno podremos sacar un precio más ventajoso!

Entonces quedé interiormente cada vez más perplejo; pero no lo di a entender, sino que pensé: ¡Ten paciencia, Sindbad, y ya sabrás de qué se trata!

Y dije al anciano: ¡Oh mi venerable tío, escucho y obedezco! ¡Todo lo que tú dispongas me parecerá lleno de bendición! ¡Por mi parte, después de cuanto por mí hiciste, me conformaré con tu voluntad!

Y me levanté inmediatamente y le acompañé al zoco.

Cuando llegamos al centro del zoco en que se hacía la subasta pública, ¡cuál no sería mi asombro al ver mi balsa transportada allí y rodeada de una multitud de corredores y mercaderes que la miraban con respeto y moviendo la cabeza! Y por todas partes oía exclamaciones de admiración: ¡Por Alá! ¡Qué maravillosa calidad de sándalo! ¡En ninguna parte del mundo la hay mejor!

Entonces comprendí cuál era la mercancía consabida, y creí conveniente para la venta tomar un aspecto digno y reservado.

Pero he aquí que enseguida, el anciano protector mío, aproximándose al jefe de los corredores, le dijo: ¡Empiece la subasta! Y se empezó con el precio de mil dinares por la balsa. Y el jefe corredor exclamó: ¡A mil dinares la balsa de sándalo, oh compradores!

Entonces gritó el anciano: ¡La compro en dos mil!

Y otro gritó: ¡En tres mil!

Y los mercaderes siguieron subiendo el precio hasta diez mil dinares. Entonces se encaró conmigo el jefe de los corredores y me dijo: ¡Son diez mil; ya no puja nadie!

Y yo dije: ¡No la vendo en ese precio!

Entonces mi protector se me acercó y me dijo: ¡Hijo mío, el zoco, en estos tiempos, no anda muy próspero, y la mercancía ha perdido algo de su valor! Vale más que aceptes el precio que te ofrecen. Pero yo, si te parece, voy a pujar otros cien dinares más. ¿Quieres dejármela en diez mil cien dinares?

Yo contesté: ¡Por Alá! mi buen tío, sólo por ti lo hago para agradecer tus beneficios. ¡Consiento en dejártelo por esa cantidad!

Oídas estas palabras, el anciano mandó a sus esclavos que transportaran todo el sándalo a sus almacenes de reserva, y me llevó a su casa, en la cual me contó inmediatamente los diez mil cien dinares, y los encerró en una caja sólida cuya llave me entregó, dándome encima las gracias por lo que había hecho en su favor.

Mandó enseguida poner el mantel, y comimos, y bebimos, y charlamos alegremente. Después nos lavamos las manos y la boca, y por fin me dijo: ¡Hijo mío, quiero dirigirte una petición que deseo mucho aceptes!

Yo le contesté: ¡Mi buen tío, todo te lo concederé a gusto!

Él me dijo: Ya ves, hijo mío, que he llegado a una edad muy avanzada sin tener hijo varón que pueda heredar un día mis bienes. Pero he de decirte que tengo una hija, muy joven aún, llena de encanto y belleza, que será muy rica cuando yo me muera. Deseo dártela en matrimonio siempre que consientas en habitar en nuestro país y vivir nuestra vida. Así serás el amo de cuanto poseo y de cuanto dirige mi mano. ¡Y me sustituirás en mi autoridad y en la posesión de mis bienes!

Cuando oí estas palabras del anciano, bajé la cabeza en silencio y permanecí sin decir palabra.

Entonces añadió: ¡Créeme, oh hijo mío!, que si me otorgas lo que te pido te atraerá la bendición ! ¡Añadiré, para tranquilizar tu alma, que después de mi muerte podrás regresar a tu tierra, llevándote a tu esposa e hija mía! ¡No te exijo sino que permanezcas aquí el tiempo que me quede de vida!

Entonces contesté: ¡Por Alá, mi tío el jeque, eres como un padre para mí, y ante ti no puedo tener opinión ni tomar otra resolución que la que te convenga! Porque cada vez que en mi vida quise ejecutar un proyecto, no hube de sacar más que desgracias y decepciones. ¡Estoy, pues, dispuesto a conformarme con tu voluntad!

Enseguida el anciano, extremadamente contento con mi respuesta, mandó a sus esclavos que fueran a buscar al kadí y a los testigos, que no tardaron en llegar.

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo:

... al kadí y a los testigos, que no tardaron en llegar. Y el anciano me casó con su hija, y nos dio un festín enorme, y celebró una boda espléndida. Después, me llamó y me llevó junto a su hija, a la cual aún no había yo visto. Y la encontré perfecta en hermosura y gentileza, en esbeltez de cintura y en proporciones. Además, la vi adornada con suntuosas alhajas, sedas y brocados, joyas y pedrerías, y lo que llevaba encima valía millares y millares de monedas de oro, cuyo importe exacto nadie había podido calcular.

Y cuando la tuve cerca, me gustó. Y nos enamoramos uno de otro. Y vivimos mucho tiempo juntos, en el colmo de las caricias y la felicidad.

El anciano padre de mi esposa falleció al poco tiempo en la paz y misericordia del Altísimo. Le hicimos unos grandes funerales y lo enterramos. Y yo tomé posesión de todos sus bienes, y sus esclavos y servidores fueron mis esclavos y servidores, bajo mi única autoridad.

Además, los mercaderes de la ciudad me nombraron su jefe en lugar del difunto, y pude estudiar las costumbres de los habitantes de aquella población y su manera de vivir.

En efecto, un día noté con estupefacción que la gente de aquella ciudad experimentaba un cambio anual en primavera; de un día a otro mudaban de forma y aspecto: les brotaban alas de los hombros, y se convertían en volátiles. Podían volar entonces hasta lo más alto de la bóveda aérea, y se aprovechaban de su nuevo estado para volar todos fuera de la ciudad, dejando en ésta a los niños y mujeres, a quienes nunca brotaban alas.

Este descubrimiento me asombró al principio; pero acabé por acostumbrarme a tales cambios periódicos. Sin embargo, llegó un día en que empecé a avergonzarme de ser el único hombre sin alas, viéndome obligado a guardar yo solo la ciudad con las mujeres y los niños.

Y por mucho que pregunté a los habitantes sobre el medio de que habría de valerme para que me saliesen alas en los hombros, nadie pudo ni quiso contestarme. Y me mortificó bastante no ser más que Sindbad el Marino y no poder añadir a mi sobrenombre la condición de aéreo.

Un día, desesperado de conseguir nunca que me revelaran el secreto del crecimiento de las alas, me dirigí a uno, a quien había hecho muchos favores, y cogiéndole del brazo, le dije: ¡Por Alá sobre ti! Hazme el favor, por los que te he hecho yo a ti, de dejarme que me cuelgue de tu persona, y vuele contigo a través del aire. ¡Es un viaje que me tienta mucho, y quiero añadir a los que realicé por mar!

Al principio no quiso prestarme atención; pero a fuerza de súplicas acabé por moverle a que accediera. Tanto me encantó aquello que ni siquiera me cuidé de avisar a mi mujer ni a mi servidumbre, me colgué de él abrazándole por la cintura, y me llevó por el aire, volando con la alas muy desplegadas.

Nuestra carrera por el aire empezó ascendiendo en línea recta durante un tiempo considerable. Y acabamos por llegar tan arriba en la bóveda celeste, que pude oír distintamente cantar a los ángeles y sus melodías debajo de la cúpula del cielo.

Al oír cantos tan maravillosos, llegué al límite de la emoción religiosa, y exclamé: ¡Loor a Alá en lo profundo del cielo! ¡Bendito y glorificado sea por todas las criaturas!

Apenas formulé estas palabras, cuando mi portador lanzó un juramento tremendo, y bruscamente, entre el estrépito de un trueno precedido de terrible relámpago, bajó con tal rapidez que me faltaba el aire, y por poco me desmayo, soltándome de él con peligro de caer al abismo insondable. Y en un instante llegamos a la cima de una montaña, en la cual me abandonó mi portador dirigiéndome una mirada infernal, y desapareció, tendiendo el vuelo por lo invisible.

Y quedé completamente solo en aquella montaña desierta, y no sabía dónde estaba, ni por dónde ir para reunirme con mi mujer, y exclamé en el colmo de la perplejidad: ¡No hay recurso ni fuerza más que en Alá el Altísimo y Omnipotente! ¡Siempre que me libro de una calamidad caigo en otra peor! ¡En realidad, merezco todo lo que me sucede!

Me senté entonces en un peñasco para reflexionar sobre el medio de librarme del mal presente, cuando de pronto vi adelantar hacia mí a dos muchachos de una belleza maravillosa, que parecían dos lunas. Cada uno llevaba en la mano un bastón de oro rojo, en el cual se apoyaba al andar. Entonces me levanté rápidamente, fui a su encuentro y les deseé la paz. Correspondieron con gentileza a mi saludo, lo cual me alentó a dirigirles la palabra, y les dije: ¡Por Alá sobre ustedes, oh maravillosos jóvenes!, díganme, quiénes son y qué hacen!

Y me contestaron: ¡Somos adoradores del Dios verdadero!

Y uno de ellos, sin decir más, me hizo seña con la mano en cierta dirección, como invitándome a dirigir mis pasos por aquella parte, me entregó el bastón de oro, y cogiendo de la mano a su hermoso compañero, desapareció de mi vista.

Empuñé entonces el bastón de oro, y no vacilé en seguir el camino que se me había indicado, maravillándome al recordar a aquellos muchachos tan hermosos. Llevaba algún tiempo andando, cuando vi salir súbitamente de detrás de un peñasco una serpiente gigantesca que llevaba en la boca a un hombre, cuyas tres cuartas partes se había ya tragado, y del cual no se veían más que la cabeza y los brazos. Éstos se agitaban desesperadamente, y la cabeza gritaba: ¡Oh caminante! ¡Sálvame del furor de esta serpiente y no te arrepentirás de tal acción!

Corrí entonces detrás de la serpiente, y le di con el bastón de oro rojo un golpe tan afortunado, que quedó exánime en aquel momento. Y alargué la mano al hombre tragado y le ayudé a salir del vientre de la serpiente.

Cuando miré mejor la cara del hombre, llegué al límite de la sorpresa al conocer que era el volátil que me había llevado en su viaje aéreo y había acabado por precipitarse conmigo, a riesgo de matarme, desde lo alto de la bóveda del cielo hasta la cumbre de la montaña en la cual me había abandonado, exponiéndome a morir de hambre y sed. Pero ni siquiera quise demostrar rencor por su mala acción, y me conformé con decirle dulcemente: ¿Es así como obran los amigos con los amigos?

Él me contestó: En primer lugar he de darte las gracias por lo que acabas de hacer en mi favor. Pero ignoras que fuiste tú, con tus invocaciones inoportunas pronunciando el Nombre, quien me precipitaste de lo alto contra mi voluntad. ¡El Nombre produce ese efecto en todos nosotros! ¡Por eso no lo pronunciamos jamás!

Entonces yo, para que me sacara de aquella montaña, le dije: ¡Perdona y no me riñas; pues, en verdad, yo no podía adivinar las consecuencias funestas de mi homenaje al Nombre! ¡Te prometo no volverlo a pronunciar durante el trayecto, si quieres transportanne ahora a mi casa!

Entonces el volátil se bajó, me cogió a cuestas, y en un abrir y cerrar de ojos me dejó en la azotea de mi casa y se fue para la suya.

Cuando mi mujer me vio bajar de la azotea y entrar en la casa después de tan larga ausencia, comprendió cuanto acababa de ocurrir, y bendijo a Alá que me había salvado una vez más de la perdición. Y tras las efusiones del regreso me dijo: Ya no debemos tratarnos con la gente de esta ciudad. ¡Son hermanos de los demonios!

Y yo le dije: ¿y cómo vivía tu padre entre ellos?

Ella me contestó: Mi padre no pertenecía a su casta, ni hacía nada como ellos, ni vivía su vida. De todos modos, si quieres seguir mi consejo, lo mejor que podemos hacer ahora que mi padre ha muerto es abandonar esta ciudad impía, no sin haber vendido nuestros bienes, casa y posesiones. Realiza eso lo mejor que puedas, compra buenas mercancías con parte de la cantidad que cobres, y vámonos juntos a Bagdad, tu patria, a ver a tus parientes y amigos, viviendo en paz y seguros, con el respeto debido a Alá el Altísimo.

Entonces contesté oyendo y obedeciendo.

Enseguida empecé a vender lo mejor que pude, pieza por pieza, cada cosa en su tiempo, todos los bienes de mi tío el jeque, padre de mi esposa, ¡difunto a quien Alá haya recibido en paz y misericordia!

Y así realice en monedas de oro cuanto nos pertenecía, como muebles y propiedades, y gané un ciento por uno.

Después de lo cual me llevé a mi esposa y las mercancías que había cuidado de comprar, fleté por mi cuenta un barco, que con la voluntad de Alá tuvo navegación feliz y fructuosa, de modo que de isla en isla, y de mar en mar, acabamos por llegar con seguridad a Bassra, en donde paramos poco tiempo. Subimos el río y entramos en Bagdad, ciudad de paz.

Me dirigí entonces con mi esposa y mis riquezas hacia mi calle y mi casa, en donde mis parientes nos recibieron con grandes transportes de alegría, y quisieron mucho a mi esposa, la hija del jeque.

Yo me apresuré a poner en orden definitivo mis asuntos, almacené mis magníficas mercaderías, encerré mis riquezas, y pude por fin recibir en paz las felicitaciones de mis parientes y amigos, que calculando el tiempo que estuve ausente, vieron que este séptimo y último viaje mío había durado exactamente veintisiete años desde el principio hasta el fin. Y les conté con pormenores mis aventuras durante esta larga ausencia, e hice el voto, que cumplo escrupulosamente, como ven, de no emprender en toda mi vida ningún otro viaje ni por mar ni por tierra. Y no dejé de dar gracias al Altísimo que tantas veces, a pesar de mis reincidencias, me libró de tantos peligros y me reintegró entre mi familia y mis amigos.

Cuando Sindbad el Marino terminó de esta suerte su relato entre los convidados silenciosos y maravillados, se volvió hacia Sindbad el Cargador y le dijo: Ahora, Sindbad terrestre, considera los trabajos que pasé y las dificultades que vencí, gracias a Alá y dime si tu suerte de cargador no ha sido mucho más favorable para una vida tranquila que la que me impuso el Destino. Verdad es que sigues pobre y yo adquirí riquezas incalculables; pero ¿no es verdad también que a cada uno de nosotros se le retribuyó, según su esfuerzo?

Al oír estas palabras, Sindbad el Cargador fue a besar la mano de Sindbad el Marino, y le dijo: ¡Por Alá sobre ti, oh mi amo!, perdona lo inconveniente de mi canción!

Entonces Sindbad el Marino mandó poner el mantel para sus convidados, y les dio un festín que duró treinta noches. Y después quiso tener a su lado, como mayordomo de su casa a Sindbad el Cargador. Y ambos vivieron en amistad perfecta y en el límite de la satisfacción, hasta que fue a visitarlos aquella que hace desvanecerse las delicias, rompe las amistades, destruye los palacios y levanta las tumbas, la amarga muerte. ¡Gloria al Eterno, que no muere jamás!

Cuando Schehrazada, la hija del visir, acabó de contar la historia de Sindbad el Marino, se sintió un tanto fatigada, y como veía acercarse la mañana y no quería, por su discreción habitual, abusar del permiso concedido, se calló sonriendo.

Entonces la pequeña Doniazada, que maravillada y con los ojos muy abiertos había oído la historia pasmosa, se levantó de la alfombra en que estaba acurrucada, y corrió a abrazar a su hermana, diciéndole: ¡Oh, Schehrazada, hermana mía!, ¡cuán suaves, y puras, y gratas, y deliciosas para el paladar, y cuán sabrosas en su frescura, son tus palabras! ¡Y qué terrible, y prodigioso, y temerario era Sindbad el Marino!

Y Schehrazada sonrió y dijo: No creas, ¡oh rey afortunado!, que todas las historias que has oído hasta ahora pueden valer de cerca ni de lejos lo que la historia prodigiosa de la ciudad de bronce, que me reservo contarte la noche próxima, si quieres.

Entonces el rey Schahriar dijo para sí: No la mataré hasta después!

Y la pequeña Doniazada exclamó: ¡Oh qué amable serías, Schehrazada, si entretanto nos dijeras las primeras palabras!

Entonces Schehrazada sonrió y dijo: Cuentan que había un rey ¡Alá sólo es rey!, en la ciudad, de ...

En este momento de su narración Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discreta.

Por la mañana salió el rey y se fue a la sala de justicia. Y el diván se llenó con la muchedumbre de visires, emires, chambelanes, guardias y gente de palacio. Y el último que entró fue el gran visir, padre de Schehrazada, que llevaba debajo del brazo el sudario destinado a su hija, a la cual creía aquella vez muerta de veras; pero el rey no le dijo nada del asunto, y siguió juzgando y nombrando para los empleos, y destituyendo, gobernando, y despachando los asuntos pendientes hasta terminar el día. Luego se levantó el diván y el rey volvió a palacio, mientras el gran visir seguía perplejo y en el límite extremo del asombro.

Cuando llegó la noche siguiente ...

El rey penetró en la habitación de Schehrazada, y la pequeña Doniazada exclamó desde el lugar en que estaba acurrucada: ¡Te ruego hermana, me digas qué esperas para empezar la historia prometida!

Y contestó Schehrazada sonriendo: ¡No espero más que la venia de este rey bien educado y dotado de buenos modales!

Entonces contestó el rey Schahriar: ¡Concedida!

Y dijo Schehrazada:
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