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LAS MIL Y UNA NOCHES

XXII


Relato del intendente del rey de China






Sabe, ¡oh rey de los siglos y del tiempo!, que la noche última me convidaron a una comida de bodas, a la cual asistían los sabios versados en el libro de la Nobleza. Terminada la lectura del Corán, se tendió el mantel, se colocaron los manjares y se trajo todo lo necesario para el festín. Pero entre otros comestibles, había un plato de arroz preparado con ajos que se llama rozbaja, y que es delicioso si está en su punto el arroz y se han dosificado bien los ajos y especias que lo sazonan.

Todos empezamos a comerlo con gran apetito excepto uno de los convidados, que se negó rotundamente a tocar este plato de rozbaja. Y como le instábamos a que lo probara, juró que no haría tal cosa.

Entonces repetimos nuestro ruego, pero él nos dijo: Por favor, no me apremien de ese modo. Bastante lo pagué una vez que tuve la desgracia de probarlo.

Y recitó esta estrofa:

¡Si no quieres tratarte con el que fue tu amigo y deseas evitar su saludo, no pierdas el tiempo en inventar estratagemas: huye de él!

Entonces no quisimos insistir más. Pero le preguntamos: ¡Por Alá! ¿Cual es la causa que te impide probar este delicioso plato de rozbaja?

Y contestó: He jurado no comer rozbaja sin haberme lavado las manos cuarenta veces seguidas con sosa, otras cuarenta con potasa y otras cuarenta con jabón, o sea ciento veinte veces.

Y el dueño de la casa mandó a los criados que trajesen inmediatamente agua y las demás cosas que había pedido el convidado. Y después de lavarse se sentó de nuevo el convidado, y aunque no muy a gusto, tendió la mano hacia el plato en que todos comíamos, y trémulo y vacilante empezó a comer. Mucho nos sorprendió aquello, pero más nos sorprendió cuando al mirar su mano vimos que sólo tenía cuatro dedos, pues carecía del pulgar. Y el convidado no comía más que con cuatro dedos. Entonces le dijimos: ¡Por Alá sobre ti! Dinos por qué no tienes pulgar. ¿Es una deformidad de nacimiento, obra de Alá, o has sido víctima de algún accidente?

Y entonces contestó: Hermanos, aún no lo han visto todo. No me falta un pulgar, sino los dos, pues tampoco le tengo en la mano izquierda. Y además, en cada pie me falta otro dedo. Ahora lo van a ver.

Y nos enseñó la otra mano, y descubrió ambos pies, y vimos que efectivamente, no tenía más que cuatro dedos en cada uno. Entonces aumentó nuestro asombro, y le dijimos: Hemos llegado al límite de la impaciencia, y deseamos averiguar la causa de que perdieras los dos pulgares y esos otros dos dedos de los pies, así como el motivo de que te hayas lavado las manos ciento veinte veces seguidas.

Entonces nos refirió lo siguiente:

Sepan, ¡oh todos ustedes!, que mi padre era un mercader entre los grandes mercaderes, el principal de los mercaderes de la ciudad de Bagdad en tiempo del califa Harú n Al-Rashid. Y eran sus delicias el vino en las copas, los perfumes de las flores, las flores en su tallo, cantoras y danzarinas, los ojos negros y las propietarias de estos ojos. Así es que cuando murió no me dejó dinero, porque todo lo había gastado. Pero como era mi padre, le hice un entierro según su rango, di festines fúnebres en honor suyo, y le llevé luto días y noches. Después, fui a la tienda que había sido suya, la abrí y no hallé nada que tuviese valor; al contrario, supe que dejaba muchas deudas. Entonces fui a buscar a los acreedores de mi padre, rogándoles que tuviesen paciencia, y los tranquilicé lo mejor que pude. Después me puse a vender y comprar, y a pagar las deudas, semana por semana, conforme a mis ganancias. Y no dejé de proceder del mismo modo hasta que pagué todas las deudas y acrecenté mi capital primitivo con mis legítimas ganancias.

Pero un día que estaba yo sentado en mi tienda vi avanzar, montada en una mula torda, un milagro entre los milagros, una joven deslumbrante de hermosura. Delante de ella iba un eunuco y otro detrás. Paró la mula, y a la entrada del zoco se apeó y penetró en el mercado, seguida de uno de los dos eunucos. Y éste le dijo: ¡Oh mi señora! Por favor, no te dejes ver de los transeúntes. Vas a atraer contra nosotros alguna calamidad. Vámonos de aquí.

Y el eunuco quiso llevársela. Pero ella no hizo caso de sus palabras, y estuvo examinando todas las tiendas del zoco, una tras otra, sin que viera ninguna más lujosa ni mejor presentada que la mía.

Entonces se dirigió hacia mí, siempre seguida por el eunuco, se sentó en mi tienda y me deseó la paz. Y en mi vida había oído voz más suave ni palabras más deliciosas.

Y la miré, y sólo con verla me sentí turbadísimo, con el corazón arrebatado. Y no pude apartar mis miradas de su semblante, y recité estas dos estrofas:

¡Di a la hermosa del velo suave, tan suave como el ala de un palomo!
¡Dile que al pensar en lo que padezco, creo que la muerte me aliviaría!
¡Dile que sea buena un poco nada más! ¡Por ella, para acercarme a sus alas, he renunciado a mi tranquilidad!

Cuando oyó mis versos, me correspondió con los siguientes:

¡He gastado mi corazón amándote! ¡Y este corazón rechaza otros amores!
¡Y si mis ojos viesen alguna vez otra beldad, ya no podrían alegrarse!
¡Juré no arrancar nunca tu amor de mi corazón! ¡Y sin embargo, mi corazón está triste y sediento de tu amor!
¡He bebido en una copa en la cual encontré el amor puro! ¿Por qué no han humedecido tus labios esa copa en que encontré el amor? ...

Después me dijo: ¡Oh joven mercader! ¿Tienes telas buenas que enseñarme?

A lo cual contesté: ¡Oh mi señora! Tu esclavo es un pobre mercader, y no posee nada digno de ti. Ten, pues, paciencia, porque como todavía es muy temprano, aún no han abierto las tiendas los demás mercaderes. Y en cuanto abran, iré a comprarles yo mismo los géneros que buscas.

Luego estuve conversando con ella, sintiéndome cada vez más enamorado.

Pero cuando los mercaderes abrieron sus establecimientos, me levanté y salí a comprar lo que me había encargado, y el total de las compras, que tomé por mi cuenta, ascendía a cinco mil dracmas. Y todo se lo entregué al eunuco. Y enseguida la joven partió con él, dirigiéndose al sitio donde la esperaba el otro esclavo con la mula. Y yo entré en mi casa embriagado de amor. Me trajeron la comida y no pude comer, pensando siempre en la hermosa joven. Y cuando quise dormir huyó de mí el sueño.

De este modo transcurrió una semana, y los mercaderes me reclamaron el dinero; pero como no volví a saber de la joven, les rogué que tuviesen un poco de paciencia, pidiéndoles otra semana de plazo. Y ellos se avinieron. Y efectivamente, al cabo de la semana vi llegar a la joven montada en su mula y acompañada por un servidor y los dos eunucos. Y la joven me saludó y me dijo: ¡Oh mi señor! Perdóname que hayamos tardado tanto en pagarte. Pero ahí tienes el dinero. Manda venir a un cambista para que vea estas monedas de oro.

Mandé llamar al cambista, y enseguida uno de los eunucos le entregó el dinero, lo examinó y lo encontró de ley. Entonces tomé el dinero, y estuve hablando con la joven hasta que se abrió el zoco y llegaron los mercaderes a sus tiendas. Y ella me dijo: Ahora necesito éstas y aquellas cosas. Ve a comprármelas.

Y compré por mi cuenta cuanto me había encargado, entregándoselo todo. Y ella lo tomó, como la primera vez, y se fue en seguida. Y cuando la vi alejarse, dije para mí: No entiendo esta amistad que me tiene. Me trae cuatrocientos dinares y se lleva géneros que valen mil. Y se marcha sin decirme siquiera dónde vive. ¡Pero solamente Alá sabe lo que se oculta en un corazón!

Y así transcurrió todo un mes, cada día más atormentado mi espíritu por esas reflexiones. Y los mercaderes vinieron a reclamarme su dinero en forma tan apremiante, que para tranquilizarlos hube de decirles que iba a vender mi tienda con todos los géneros, y mi casa y todos mis bienes. Me hallé, pues, próximo a la ruina, y estaba muy afligido, cuando vi a la joven que entraba en el zoco y se dirigía a mi tienda. Y al verla se desvanecieron todas mis zozobras, y hasta olvidé la triste situación en que me encontraba durante su ausencia. Y ella se me acercó, y con su voz llena de dulzura me dijo: Saca la balanza, para pesar el dinero que te traigo.

Y me dio, en efecto, cuanto me debía y algo más, en pago de las compras que para ella había hecho.

Enseguida se sentó a mi lado y me habló con gran afabilidad, y yo desfallecía de ventura. Y acabó por decirme: ¿Eres soltero o tienes esposa?

Y yo dije: ¡Por Alá! No tengo ni mujer legítima ni concubina.

Y al decirlo, me eché a llorar. Entonces ella me preguntó: ¿Por qué lloras?

Y yo respondí: Por nada; es que me ha pasado una cosa por la mente.

Luego me acerqué a su criado, le di algunos dinares de oro y le rogué que sirviese de mediador entre ella y mi persona para lo que yo deseaba. Y él se echó a reír, y me dijo: Sabe que mi señora está enamorada de ti. Pues ninguna necesidad tenía de comprar telas, y sólo las ha comprado para poder hablar contigo y darte a conocer su pasión. Puedes, por tanto, dirigirte a ella, seguro de que no te reñirá ni ha de contrariarte.

Y cuando ella iba a despedirse, me vio entregar el dinero al servidor que la acompañaba. Y entonces volvió a sentarse y me sonrió. Y yo le dije: Otorga a tu esclavo la merced que desea solicitar de ti y perdónale anticipadamente lo que va a decirte.

Después le hablé de lo que tenía en mi corazón. Y vi que le agradaba, pues me dijo: Este esclavo te traerá mi respuesta y te señalará mi voluntad. Haz cuanto te diga que hagas.

Después se levantó y se fue.

Entonces fui a entregar a los mercaderes su dinero con los intereses que les correspondían. En cuanto a mí, desde el instante que dejé de verla perdí todo mi sueño durante todas mis noches. Pero en fin, pasados algunos días, vi llegar al esclavo y lo recibí con solicitud y generosidad, rogándole que me diese noticias. Y él me dijo: Ha estado enferma estos días.

Y yo insistí: Dame algunos pormenores acerca de ella.

Y él respondió: Esta joven ha sido educada por nuestra ama Zobeida, esposa favorita de Harún Al-Rashid, y ha entrado en su servidumbre. Y nuestra ama Zobeida la quiere como si fuese hija suya, y no le niega nada. Pero el otro día le pidió permiso para salir, diciéndole: Mi alma desea pasearse un poco y volver en seguida a palacio. Y se le concedió el permiso. Y desde aquel día no dejó de salir y de volver a palacio, con tal frecuencia, que acabó por ser peritísima en compras, y se convirtió en la proveedora de nuestra ama Zobeida. Entonces te vio, y le habló de ti a nuestra ama, rogándole que la casase contigo. Y nuestra ama le contestó: Nada puedo decirte sin conocer a ese joven. Si me convenzo de que te iguala en cualidades, te unir é con él. Pero ahora vengo a decirte que nuestro propósito es que entres en palacio. Y si logramos hacerte entrar sin que nadie se entere puedes estar seguro de casarte, pero si se descubre te cortarán la cabeza. ¿Qué dices a esto?

Yo respondí: Que iré contigo.

Entonces me dijo: Apenas llegúe la noche, dirígete a la mezquita que Sett-Zobeida ha mandado edificar junto al Tigris. Entra, haz tu oración, y aguárdame.

Y yo respondí: Obedezco, amo, y honro.

Y cuando vino la noche fui a la mezquita, entré, me puse a rezar, y pasé allí toda la noche. Pero al amanecer vi por una de las ventanas que dan al río, que llegaban en una barca unos esclavos llevando dos cajas vacías. Las metieron en la mezquita y se volvieron a su barca. Pero uno de ellos, que se había quedado detrás de los otros, era el que me había servido de mediador. Y a los pocos momentos vi llegar a la mezquita a mi amada, la dama de Sett-Zobeida. Y corrí a su encuentro, queriendo estrecharla entre mis brazos. Pero ella huyó hacia donde estaban las cajas vacías e hizo una seña al eunuco, que me cogió, y antes de que pudiese defenderme me encerró en una de aquellas cajas. Y en el tiempo que se tarda en abrir un ojo y cerrar el otro, me llevaron al palacio del califa, y me sacaron de la caja. Y me entregaron trajes y efectos que valdrían lo menos cincuenta mil dracmas. Después vi a otras veinte esclavas blancas. Y en medio de ellas estaba Sett-Zobeida, que no podía moverse de tantos esplendores como llevaba.

Y las damas formaban dos filas frente a la sultana. Yo di un paso y besé la tierra entre sus manos. Entonces me hizo seña de que me sentase, y me senté entre sus manos. Enseguida me interrogó acerca de mis negocios, mi parentela y mi linaje, contestándole yo a cuanto me preguntaba. Y pareció muy satisfecha, y dijo: ¡Alá ! ¡Ya veo que no he perdido el tiempo criando a esta joven, pues le encuentro un esposo cual éste!

Y añadió: ¡Sabe que la considero como si fuese mi propia hija, y será para ti una esposa sumisa y dulce ante Alá y ante ti!

Y entonces me incliné, besé la tierra y consentí en casarme.

Y Sett-Zobeida me invitó a pasar en el palacio diez días. Y allí permanecí estos diez días, pero sin saber nada de la joven. Y eran otras jóvenes las que me traían el almuerzo y la comida y servían a la mesa.

Transcurrido el plazo indispensable para los preparativos de la boda, Sett-Zobeida rogó al Emir de los Creyentes el permiso para la boda. Y el califa, después de dar su venia, regaló a la joven diez mil dinares de oro. Y Sett-Zobeida mandó a buscar al kadí y a los testigos, que escribieron el contrato de matrimonio. Después empezó la fiesta.

Se prepararon dulces de todas clases y los manjares de costumbre. Comimos, bebimos y se repartieron platos de comida por toda la ciudad, durando el festín diez días completos. Después llevaron a la joven al hammam para prepararla, según el uso.

Y durante este tiempo se puso la mesa para mí y mis convidados, se trajeron platos exquisitos, y entre otras cosas, en medio de pollos asados, pasteles de todas clases, rellenos deliciosos y dulces perfumados con almizcle y agua de rosas, había un plato de rozbaja capaz de volver loco al espíritu más equilibrado. Y yo, ¡por Alá!, en cuanto me senté a la mesa, no pude menos de precipitamie sobre este plato, de rozbaja y hartarme de él. Después me sequé las manos.

Y así estuve, tranquilo hasta la noche. Pero se encendieron las antorchas y llegaron las cantoras y tañedoras de instrumentos. Después se procedió a vestir a la desposada. Y la vistieron siete veces con trajes diferentes, en medio de los cantos y del sonar de los instrumentos. En cuanto al palacio, estaba lleno completamente por una muchedumbre de convidados. Y yo, cuando hubo terminado la ceremonia, entré en el aposento reservado, y me trajeron a la novia, procediendo su servidumbre a despojarla de todos los vestidos, retirándose después.

La cogí entre mis brazos; y tal era mi ventura, que me parecía mentira el poseerla. Pero en este momento notó el olor de mi mano con la cual había comido la rozbaja; y apenas lo notó, lanzó un agudo chillido.

Inmediatamente acudieron por todas partes las damas de palacio, mientras que yo, trémulo de emoción, no me daba cuenta de la causa de todo aquello. Y le dijeron: ¡O h hermana nuestra! ¿Qué te ocurre?

Y ella contestó: ¡Por Alá sobre ustedes! ¡Líbrenme al instante de este estúpido, al cual creí hombre de buenas maneras!

Y yo le pregunté: ¿por qué me juzgas estúpido o loco?

Y ella dijo: ¡Insensato! ¡Ya no te quiero, por tu poco juicio y tu mala acción!

Y tomó un látigo que estaba cerca de ella, y me azotó con tan fuertes golpes, que perdí el conocimiento. Entonces ella se detuvo, y dijo a las doncellas: Levántenlo y llevénselo al gobernador de la ciudad, para que le corten la mano con que comió los ajos.

Pero ya había yo recobrado el conocimiento, y al oír aquellas palabras, exclamé: ¡No hay poder y fuerza más que en Alá Todopoderoso! ¿Pero por haber comido ajos me han de cortar una mano? ¿Quién ha visto nunca cosa semejante?

Entonces las doncellas empezaron a interceder en mi favor, y le dijeron: ¡Oh hermana, no le castigues esta vez! ¡Concédenos la gracia de perdonarle!

Entonces ella dijo: Les concedo lo que me piden; no le cortarán la mano; pero de todos modos algo he de cortarle de sus extremidades.

Después se fue y me dejó solo.

En cuanto a mí, estuve diez días completamente solo y sin verla. Pero pasados los diez días, vino a buscarme y me dijo: ¡Oh tú, el de la cara ennegrecida! ¿Tan poca cosa soy para ti, que comiste ajo la noche de la boda?

Después llamó a sus siervas y les dijo: ¡Átenle los brazos y las piernas!

Y entonces me ataron los brazos y las piernas, y ella cogió una cuchilla de afeitar bien afilada y me cortó los dos pulgares de las manos y los dedos gordos de ambos pies. Y por eso, ¡oh todos ustedes!, me ven sin pulgares en las manos y en los pies.

En cuanto a mí, caí desmayado. Entonces ella echó en mis heridas polvos de una raíz aromática, y así restañó la sangre. Y yo dije, primero entre mí y luego en alta voz: ¡No volveré a comer rozbaja sin lavarme después las manos cuarenta veces con potasa, cuarenta con sosa y cuarenta con jabón!

Y al oírme, me hizo jurar que cumplida esta promesa, y que no comería rozbaja sin cumplir con exactitud lo que acababa de decir.

Por eso, cuando me apremiaban todos los aquí reunidos a comer de ese plato de rozbaja que hay en la mesa, he palidecido y me he dicho: He aquí la rozbaja que me costó perder los pulgares.

Y al empeñaros en que la comiera, me vi obligado por mi juramento a hacer lo que vieron.

Entonces, ¡oh rey de los siglos! —dijo el intendente continuando la historia, mientras los demás circunstantes estaban escuchando— pregunté al joven mercader de Bagdad: ¿Y qué te ocurrió luego con tu esposa?

Y él me contestó: Cuando hice aquel juramento ante ella, se tranquilizó su corazón, y acabó por perdonarme. Y ¡por Alá!, recuperé bien el tiempo perdido y olvidé mis pesares. Y permanecimos unidos largo tiempo de aquel modo. Después ella me dijo: Has de saber que nadie de la corte del califa sabe lo que ha pasado entre nosotros. Eres el único que logró introducirse en este palacio. Y has entrado gracias al apoyo de El -Sayedat Zobeida. Después me entregó diez mil dinares de oro, diciéndome: Toma este dinero y ve a comprar una buena casa en que podamos vivir los dos.

Entonces salí, y compré una magnífica casa. Y allí transporté las riquezas de mi esposa y cuantos regalos le habían hecho, los objetos preciosos, telas, muebles y demás cosas bellas. Y todo lo puse en aquella casa que había comprado. Y vivimos juntos hasta el límite de los placeres y de la expansión.

Pero al cabo de un año, por voluntad de Alá, murió mi mujer. Y no busqué otra esposa pues quise viajar. Salí entonces de Bagdad, después de haber vendido todos mis bienes, y cogí todo mi dinero y emprendí el viaje hasta que llegué a esta ciudad. Y tal es, ¡oh rey del tiempo! —prosiguió el intendente— la historia que nos refirió el joven mercader de Bagdad. Entonces todos los invitados seguimos comiendo, y después nos fuimos.

Pero al salir me ocurrió la aventura con el jorobado. Y entonces sucedió lo que sucedió.

Esta es la historia. Estoy convencido de que es más sorprendente que nuestra aventura con el jorobado. ¡Uasalám!

Entonces dijo el rey de la China: Pues te equivocas. No es más maravillosa que la aventura del jorobado. Porque la aventura del jorobado es mucho más sorprendente. Y por eso van a crucificarlos a todos, desde el primero hasta el último.

Pero en este momento avanzó el médico judío, besó la tierra entre las manos del sultán, y dijo: ¡O h rey del tiempo! Te voy a contar una historia que es seguramente más extraordinaria que todo cuanto oíste, y que la misma aventura del jorobado.

Entonces dijo el rey de la China: Cuéntala pronto, porque no puedo aguardar más. Y el médico judío dijo:
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