Presentación de Omar CortésHistoria del tercer saalikHistoria de Amina, la segunda jovenBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MIL Y UNA NOCHES

XVI


Historia de Zobeida, la mayor de las jóvenes






¡Oh Príncipe de los Creyentes! Sabe que me llamo Zobeida; mi hermana, la que abrió la puerta, se llama Amina, y la más joven de todas, Fahima. Las tres somos hijas del mismo padre, pero no de la misma madre. Estas dos perras son otras hermanas mías, de padre y madre.

Al morir nuestro padre, nos dejó cinco mil dinares, que se repartieron por igual entre nosotras. Entonces mis hermanas Amina y Fahima se separaron de mi para irse con su madre, y yo y las otras dos hermanas, estas dos perras que aquí ves, nos quedamos juntas. Soy la más joven de las tres, pero mayor que Amina y Fahima, que están entre tus manos.

Al poco tiempo de morir nuestro padre, mis dos hermanas mayores se casaron y estuvieron algún tiempo conmigo en la misma casa. Pero sus maridos no tardaron a prepararse a un viaje comercial, cogieron los mil dinares de sus mujeres para comprar mercaderías y se marcharon todos juntos, dejándome completamente sola.

Estuvieron ausentes cuatro años, durante los cuales se arruinaron mis cuñados, y después de perder sus mercancias, desaparecieron, abandonando en país extranjero a sus mujeres.

Y mis hermanas pasaron toda clase de miserias y acabaron por llegar a mi casa como unas mendigas.

Al ver a aquellas dos mendigas, no pude pensar que fuesen mis hermanas, y me alejé de ellas; pero entonces me hablaron, y reconociéndolas, les dije: ¿Qué les ha ocurrido? ¿Cómo es que las veo en tal estado?

Y respondieron: ¡Oh hermana! Las palabras ya nada remediarían, pues el cálamo corrió por lo que había mandado Alá.

Oyéndolas se conmovió de lástima mi corazón, y las llevé al hammam, poniendo a cada una un traje nuevo, y les dije: Hermanas mías, son mayores que yo, y creo justo que ocupen el lugar de mis padres. Y como la herencia que me tocó igual que a ustedes, ha sido bendecida por Alá y se ha acrecentado considerablemente, comerán sus frutos conmigo, nuestra vida será respetable y honrosa, y ya no nos separaremos.

Y las retuve en mi casa y en mi corazón.

Y he aquí que las colmé de beneficios, y estuvieron en mi casa durante un año completo, y mis bienes eran sus bienes.

Pero un día me dijeron: Realmente preferimos el matrimonio, y no podemos pasarnos sin él, pues se ha agotado nuestra paciencia al vernos tan solas.

Yo les contesté: ¡Oh hermanas! Nada bueno podrán encontrar en el matrimonio, pues escasean los hombres honrados. ¿No probaron el matrimonio ya? ¿Olvidan lo que les ha proporcionado?

Pero no me hicieron caso, y se empeñaron en casarse sin mi consentimiento. Entonces les di el dinero para las bodas y les regalé los equipos necesarios. Después se fueron con sus maridos a probar fortuna. Pero no haría mucho que se habían ido, cuando sus esposos se burlaron de ellas, quitándoles cuanto yo les di y abandonándolas.

De nuevo regresaron ambas desnudas a mi casa, y me pidieron mil perdones, diciéndome: No nos regañes, hermana. Cierto que eres la de menos edad de las tres, pero nos aventajas a todas en razón. Te prometemos no volver a pronunciar nunca la palabra casamiento.

Entonces les dije: ¡Oh hermanas mías! Que la acogida en mi casa les sea hospitalaria. A nadie quiero como a ustedes. Y les di muchos besos, y las traté con mayor generosidad que la primera vez.

Así transcurrió otro año entero, y al terminar éste, pensé fletar una nave cargada de mercancías y marcharme a comerciar a Bassra. Y efectivamente, dispuse un barco, y lo cargué de mercancías y géneros y de cuanto pudiera necesitarse durante la travesía, y dije a mis hermanas: ¡Oh hermanas! ¿Prefieren quedarse en mi casa mientras dure el viaje hasta mi regreso, o viajar conmigo?

Y me contestaron: Viajaremos contigo, pues no podríamos soportar tu ausencia.

Entonces las llevé conmigo y partimos todas juntas.

Pero antes de zarpar había cuidado yo de dividir mi dinero en dos partes; cogí la mitad, y la otra la escondí, diciéndome: Es posible que nos ocurra alguna desgracia en el barco, y si logramos salvar la vida, al regresar, si es que regresamos, encontraremos aquí algo útil.

Y viajamos día y noche; pero por desgracia, el capitán equivocó la ruta. La corriente nos llevó hasta un mar distinto por completo al que nos dirigíamos. Y nos impulsó un viento muy fuerte que duró diez días.

Entonces divisamos una ciudad en lontananza, y le preguntamos al capitán: ¿Cuál es el nombre de esa ciudad adonde vamos? Y contestó: ¡Por Alá que no lo sé! Nunca le he visto, pues en mi vida había entrado en este mar. Pero, en fin, lo importante es que estamos por fortuna fuera de peligro; ahora sólo les queda bajar a la ciudad y exponer sus mercancías, y si pueden venderlas, les aconsejo que las vendan.

Una hora después volvió a acercársenos, y nos dijo: ¡Apresúrense a desembarcar para ver en esa población las maravillas del Altísimo!

Entonces desembarcamos, pero apenas hubimos entrado en la ciudad, nos quedamos asombradas. Todos los habitantes estaban convertidos en estatuas de piedra negra. Y sólo ellos habían sufrido esta petrificación, pues en los zocos y en las tiendas aparecían las mercancías en su estado normal, lo mismo que las cosas de oro y de plata.

Al ver aquello llegamos al límite de la admiración, y nos dijimos: En verdad que la causa de todo esto debe de ser rarísima.

Y nos separamos para recorrer cada cual a su gusto las calles de la ciudad, y recoger por su cuenta cuanto oro, plata y telas preciosas pudiese llevar consigo.

Yo subí a la ciudadela, y vi que allí estaba el palacio del rey. Entré en el palacio por una gran puerta de oro macizo, levanté un gran cortinaje de terciopelo, y advertí que todos los muebles y objetos eran de plata y oro. Y en el patio y en los aposentos, los guardias y chambelanes estaban de pie o sentados, pero petrificados en vida. Y en la última sala, llena de chambelanes, tenientes y visires, vi al rey sentado en su trono, con un traje tan suntuoso y tan rico, que desconcertaba, y aparecia rodeado de cincuenta mamalik con trajes de seda y en la mano los alfanjes desnudos; el trono estaba incrustado de perlas y pedrería, cada perla brillaba como una estrella. Les aseguro que me faltó poco para volverme loca.

Seguí andando, no obstante, y llegué a la sala del harén, que hubo de parecerme más maravillosa todavía, pues era toda de oro, hasta las celosías de las ventanas. Las paredes estaban forradas de tapices de seda; en las puertas y en las ventanas pendían cortinajes de raso y terciopelo.

Y vi por fin, en medio de las esclavas petrificadas, a la misma reina, con un vestido sembrado de perlas deslumbrantes, enriquecida su corona por toda clase de piedras finas, ostentando collares y redecillas de oro admirablemente cincelados. Y se hallaba también convertida en una estatua de piedra negra.

Seguí andando, y encontré abierta una puerta, cuyas hojas eran de plata virgen, y más allá una escalera de pórfido de siete peldaños, y al subir esta escalera y llegar arriba, me hallé en un salón de mármol blanco, cubierto de alfombras tejidas de oro, y en el centro, entre grandes candelabros de oro, una tarima también de oro salpicada de esmeraldas y turquesas, y sobre la tarima un lecho incrustado de perlas y pedrería, cubierto con telas preciosas. Y en el fondo de la sala advertí una gran luz, pero al acercarme me enteré de que era un brillante enorme como un huevo de avestruz, cuyas facetas despedían tanta claridad, que bastaba su luz para alumbrar todo el aposento.

Los candelabros ardían vergonzosamente ante el esplendor de aquella maravilla, y yo pensé: Cuando estos candelabros arden, alguien los ha encendido.

Continué andando, y hube de penetrar asombrada en otros aposentos, sin hallar a ningún ser viviente. Y tanto me absorbía esto, que me olvidé de mi persona, de mi viaje, de mi nave y de mis hermanas. Y todavía seguía maravillada, cuando la noche se echó encima. Entonces quise salir de palacio, pero no di con la salida, y acabé por llegar a la sala donde estaba el magnifico lecho y el brillante y los candelabros encendidos. Me senté en el lecho, cubriéndome con la colcha de raso azul bordada de plata y de perlas, y tomé el Libro Noble, nuestro Corán, que estaba escrito en magníficos caracteres de oro y bermellón, e iluminado con delicadas tintas, y me puse a leer algunos versículos para santificarme, y dar gracias a Alá, y reprenderme; y cuando hube meditado en las palabras del Profeta (¡Alá le bendiga!) me tendí para conciliar el sueño, pero no pude lograrlo. Y el insomnio me tuvo despierta hasta media noche.

En aquel momento oí una voz dulce y simpática que recitaba el Corán. Entonces me levanté y me dirigí hacia el sitio de donde provenía aquella voz. Y acabé por llegar a un aposento cuya puerta aparecía abierta. Entré con mucho cuidado, poniendo a la parte de afuera la antorcha que me había alumbrado en el camino, y vi que aquello era un oratorio. Estaba iluminado por lámparas de cristal verde que colgaban del techo, y en el centro habia un tapiz de oraciones extendido hacia Oriente; y allí estaba sentado un hermoso joven que leía el Corán en alta voz, acompasadamente. Me sorprendió mucho, y no acertaba a comprender cómo había podido librarse de la suerte de todos los otros.

Entonces avancé un paso y le dirigí mi saludo de paz, y él volviéndose hacia mí y mirándome fijamente, correspondió a mi saludo.

Luego le dije: ¡Por la Santa Verdad de los versículos del Corán que recitas, te conjuro a que contestes a mi pregunta!

Entonces, tranquilo y sonriendo con dulzura, me contestó: Cuando expliques quién eres, responderé a tus preguntas.

Le referí mi historia, que le interesó mucho, y luego le interrogué por las extraordinarias circunstancias que atravesaba la ciudad. Y él me dijo: Espera un momento. Y cerró el Libro Noble, lo guardó en una bolsa de seda y me hizo sentar a su lado. Entonces le miré atentamente, y vi que era hermoso como la luna llena, sus mejillas parecían de cristal, su cara tenía el color de los dátiles frescos, y estaba adornado de perfecciones, cual si fuese aquel de quien habla el poeta en sus estrofas:

¡El que lee en los astros contemplaba la noche! ¡Y de pronto surgió ante su mirada la esbeltez del apuesto mancebo! Y pensó:
¡Es el mismo Zohal, que dio a este astro la negra cabellera destrenzada, semejante a un cometa!
¡En cuanto al carmesí de sus mejillas, Mirrikh fue el encargado de extenderlo! ¡Los rayos penetrantes de sus ojos son las flechas mismas del Arquero de las siete estrellas! ¡Y Hutared le otorgó su maravillosa sagacidad y Abylssuha su valor de oro!
¡Y el astrólogo no supo qué pensar al verle, y se quedó perplejo! ¡Entonces, inclinándose hacia él, sonrió el astro!

Al mirarle, experimentaba una profunda turbación de mis sentidos, lamentando no haberle conocido antes, y en mi corazón se encendían como ascuas.

Y le dije: ¡Oh dueño y soberano mío, atiende a mi pregunta!

Y él me contestó: Escucho y obedezco.

Y me contó lo siguiente:

Sabe, ¡oh mi honorable señora!, que esta ciudad era de mi padre. Y la habitaban todos sus parientes y subditos. Mi padre es el rey, que habrás visto en su trono, transformado en estatua de piedra. Y la reina, que también habrás visto, es mi madre. Ambos profesaban la religión de los magos adoradores del terrible Nardún. Juraban por el fuego y la luz, por la sombra y el calor, y por los astros que giran.

Mi padre estuvo mucho tiempo sin hijos. Yo nací a fines de su vida, cuando traspuso ya el umbral de la vejez. Y fui criado por él con mucho esmero, y cuando fui creciendo se me eligió para la verdadera felicidad.

Había en nuestro palacio una anciana musulmana, que creía en Alá y en su Enviado; pero ocultaba sus creencias y aparentaba estar conforme con las de mis padres. Mi padre tenía en ella gran confianza, y muy generoso con ella, la colmaba de su generosidad, creyendo que compartía su fe y su religión.

Me confió a ella, y le dijo: Encárgate de su cuidado; enséñale las leyes de nuestra religión del Fuego y dale una educación excelente, atendiéndole en todo.

Y la vieja se encargó de mí; pero me enseñó la religión del Islam, desde los deberes de la purificación y de las abluciones, hasta las santas fórmulas de la plegaria. Y me enseñó y explicó el Corán en la lengua del Profeta.

Y cuando hubo terminado de instruirme, me dijo: ¡Oh hijo mío! Tienes que ocultar estas creencias a tu padre, profesándolas en secreto, porque si no, te mataría.

Callé, en efecto; y no hacía mucho que había terminado mi instrucción, cuando falleció la santa anciana, repitiéndome su recomendación por última vez. Y seguí en secreto siendo un creyente de Alá y de su Profeta. Pero los habitantes de esta ciudad, obcecados por su rebelión y su ceguera, persistían en la incredulidad.

Y un día la voz de un muecín invisible retumbó como el trueno, llegando a los oídos más distantes: ¡Oh ustedes los que habitan esta ciudad! ¡Renuncien a la adoración del fuego y de Nardún, y adoren al Rey único y Poderoso!

A l oír aquello se sobrecogieron todos y acudieron al palacio del rey, exclamando: ¿Qué voz aterradora es ésa que hemos oído? ¡Su amenaza nos asusta!

Pero el rey les dijo: No se aterren y sigan firmemente sus antiguas creencias.

Entonces sus corazones se inclinaron a las palabras de mi padre, y no dejaron de profesar la adoración del fuego. Y siguieron en su error, hasta que llegó el aniversario del día en que habían oído la voz por primera vez. Y la voz se hizo oír por segunda vez, y luego por tercera vez, durante tres años seguidos. Pero a pesar de ello, no cesaron en su extravío.

Y una mañana, cuando apuntaba el día, la desdicha y la maldición cayeron del cielo y los convirtió en estatuas de piedra negra, corriendo la misma suerte sus caballos y sus mulos, sus camellos y sus ganados. Y de todos los habitantes fui el único que se salvó de esta desgracia, porque era el único creyente.

Desde aquel día me consagro a la oración, al ayuno y a la lectura del Corán.

Pero he de confesarte, ¡oh mi honorable dama llena de perfecciones!, que ya estoy cansado de esta soledad en que me encuentro, y quisiera tener junto a mí a alguien que me acompañase.

Entonces le dije: ¡Oh joven dotado de cualidades! ¿Por qué no vienes conmigo a la ciudad de Bagdad? Allí encontrarás sabios y venerables jeques versados en las leyes y en la religión. En su compañía aumentarás tu ciencia y tus conocimientos de derecho divino, y yo, a pesar de mi rango, seré tu esclava y tu objeto. Poseo numerosa servidumbre, y mía es la nave que hay ahora en el puerto abarrotado de mercancías. El destino nos arrojó a estas costas para que conociéramos la población y ocasionarnos la presente aventura. La suerte, pues, quiso reunirnos.

Y no dejé de instarle a marchar conmigo hasta que aceptó mi ruego.

En ese momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado!, que la joven Zobeida no dejó de instar al mancebo, y de inspirarle el deseo de seguirla, hasta que éste consintió.

Y ambos no cesaron de conversar hasta que el sueño cayó sobre ellos. Y la joven Zobeida se acostó entonces y durmió a los pies del príncipe. ¡Y sentía una alegría y una felicidad inmensas!

Después Zobeida prosiguió de este modo su relato ante el califa Harún Al-Rashid, Giafar y los tres saalik:

Cuando brilló la mañana nos levantamos, y fuimos a revisar los tesoros, eligiendo los de menos peso, que podían llevarse más fácilmente y tenían más valor. Salimos de la ciudadela y descendimos hacia la ciudad, donde encontramos al capitán y a mis esclavos, que me buscaban desde el día antes. Y se regocijaron mucho al verme, preguntándome el motivo de mi ausencia. Entonces les conté lo que había visto, la historia del joven y la causa de la metamorfosis de los habitantes de la ciudad con todos sus detalles. Y su relato les sorprendió mucho.

En cuanto a mis hermanas, apenas me vieron en compañía de aquel joven tan hermoso, envidiaron mi suerte, y llenas de celos, maquinaron secretamente la perfidia contra mí.

Regresamos al barco, y yo era muy feliz, pues mi dicha la aumentaba el cariño del príncipe. Esperamos a que nos fuera propicio el viento, desplegamos las velas y partimos.

Y mis hermanas me dijeron un día: ¡Oh hermana! ¿Qué te propones con tu amor por ese joven tan hermoso?

Y les contesté: Mi propósito es que nos casemos. Y acercándome a él, le declaré: ¡Oh dueño mío!, mi deseo es convertirme en cosa tuya. Te ruego que no me rechaces.

Y entonces me respondió: Escucho y obedezco. Al oírlo, me volví hacia mis hermanas y les dije: No quiero más bienes que a este hombre. Desde ahora todas mis riquezas pasan a ser de su propiedad.

Y me contestaron: Tu voluntad es nuestro gusto. Pero se reservaban la traición y el daño.

Continuamos bogando con viento favorable, y salimos del mar del Terror, entrando en el de la Seguridad. Aún navegamos por él algunos días hasta llegar cerca de la ciudad de Bassra, cuyos edificios se divisaban a lo lejos. Pero nos sorprendió la noche, hubimos de parar la nave y no tardamos en dormirnos.

Durante nuestro sueño se levantaron mis hermanas, y cogiéndonos a mí y al joven, nos echaron al agua. Y el mancebo, como no sabía nadar, se ahogó, pues estaba escrito por Alá que figuraría en el número de los mártires. En cuanto a mí estaba escrito que me salvara, pues apenas caí al agua, Alá me benefició con un madero, en el cual cabalgué, y con el cual me arrastró el oleaje hasta la playa de una isla próxima. Puse a secar mis vestiduras, pasé allí la noche, y no bien amaneció. eché a andar en busca de un camino. Y encontré un camino en el cual había huellas de pasos de seres humanos, hijos de Adán. Este camino comenzaba en la playa y se internaba en la isla.

Entonces, después de ponerme los vestidos ya secos, lo seguí hasta llegar a la orilla opuesta, desde la que se veía en lontananza la ciudad de Bassra. Y de pronto advertí una culebra que corría hacia mí, y en pos de ella otra serpiente gorda y grande que quería matarla. Estaba la culebra tan rendida, que la lengua le colgaba fuera de la boca.

Compadecida de ella, tiré una piedra enorme a la cabeza de la serpiente, y la dejé sin vida. Más de improviso la culebra desplegó dos alas, y volando, desapareció por los aires. Y yo llegué al límite del asombro.

Pero como estaba muy cansada, me tendí en aquel mismo sitio, y dormí aproximadamente una hora. Y he aquí que al despertar vi sentada a mis plantas a una negra joven y hermosa, que me estaba acariciando los pies. Entonces, llena de vergüenza, hube de apartarlos en seguida, pues ignoraba lo que la negra pretendía de mí. Y le pregunté: ¿Quién eres y qué quieres?

Y me contestó: Me he apresurado a venir a tu lado, porque me has hecho un gran favor matando a mi enemigo. Soy la culebra a quien libraste de la serpiente. Yo soy una efrita. Aquella serpiente era un efrit enemigo mío, que deseaba matarme. Y tú me has librado de sus manos. Por eso, en cuanto estuve libre, volé con el viento y me dirigí hacia la nave de la cual te arrojaron tus hermanas. Las he encantado en forma de perras negras, y te las he traído.

Entonces vi las dos perras atadas a un árbol detrás de mí.

Luego, la efrita prosiguió: En seguida llevé a tu casa de Bagdad todas las riquezas que había en la nave, y después que las hube dejado, eché la nave a pique. En cuanto al joven que se ahogó, nada puedo hacer contra la muerte. ¡Porque Alá es el único Resucitador!

Dicho esto, me cogió en brazos, desató a mis hermanas, las cogió también, y volando nos transportó a las tres, sanas y salvas, a la azotea de mi casa de Bagdad, o sea aquí mismo.

Y encontré perfectamente instaladas todas las riquezas y todas las cosas que había en la nave. Y nada se había perdido ni estropeado.

Después me dijo la efrita: ¡Por la inscripción santa del sello de Soleimán, te conjuro a que todos los días pegues a cada perra trescientos latigazos! Y si un solo día se te olvida cumplir esta orden, te convertiré también en perra.

Y yo tuve que contestarle: Escucho y obedezco.

Y desde entonces, ¡oh Príncipe de los Creyentes!, las empecé a azotar, para besarlas después llena de dolor por tener que castigarlas.

Y tal es mi historia. Pero he aquí, ¡oh Príncipe de los Creyentes!, que mi hermana Amina te va a contar la suya, que es aún más sorprendente que la mía.

Ante este relato, el califa Harún Al-Rashid llegó hasta el límite más extremo del asombro. Pero quiso satisfacer del todo su curiosidad, y por eso se volvió hacia Amina, que era quien le había abierto la puerta la noche anterior, y le dijo: Sepamos, ¡oh lindísima joven!, cuál es la causa de esos golpes con que lastimaron tu cuerpo.
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