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XXX

En la mañana siguiente, mi padre dictaba y yo escribía, mientras él se afeitaba, operación que nunca interrumpía los trabajos empezados, no obstante el esmero que en ella gastaba siempre. Su cabellera riza, abundante aún en la parte posterior de la cabeza, y que dejaba inferir cuán hermosos serían los cabellos que llevó en su juventud, le pareció un poco larga. Entreabriendo la puerta que caía al corredor, llamó a mi hermana.

-Está en la huerta -le respondió María desde el costurero de mi madre-. ¿Necesita usted algo?

-Ven tú, María -le contestó a tiempo que yo le presentaba algunas cartas concluidas para que las firmase-. ¿Quieres que bajemos mañana? -me preguntó firmando la primera.

-Cómo no.

-Será bueno, porque hay mucho que hacer: yendo ambos, nos desocuparemos más pronto. Puede ser que el señor A... escriba algo sobre su viaje en este correo: ya se demora en avisar para cuándo debes estar listo. Entra, hija -agregó volviéndose a María, la cual esperaba afuera por haber encontrado la puerta entornada.

Ella entró dándonos los buenos días. Sea que hubiese oído las últimas palabras de mi padre sobre mi viaje, sea que no pudiese prescindir de su timidez genial delante de éste, con mayor razón desde que él le había hablado de nuestro amor, se puso algo pálida. Mientras él acababa de firmar, la mirada de María se paseaba por las láminas del cuarto, después de haberse encontrado furtivamente con la mía.

-Mira -le dijo mi padre sonriendo al mostrarle los cabellos-, ¿no te parece que tengo mucho pelo?

Ella sonrió también al responderle:

-Sí, señor.

-Pues recórtalo un poco -y tomó para entregárselas las tijeras de un estuche que estaba abierto sobre una de las mesas-. Voy a sentarme para que puedas hacerlo mejor.

Dicho esto, acomodóse en la mitad del cuarto dando la espalda a la ventana y a nosotros.

-Cuidado, mi hija, con trasquilarme -dijo cuando ella iba a empezar-. ¿Está principiada la otra carta? -añadió dirigiéndose a mí.

-Sí, señor.

Comenzó a dictar hablando con María mientras yo escribía.

-¿Conque te hace gracia que te pregunte si tengo muchos cabellos?

-No, señor -respondióle consultándome si iba bien la operación.

-Pues así como los ves -continuó mi padre-, fueron tan negros y abundantes como otros que yo conozco.

María soltó los que tenía en ese momento en la mano.

-¿Qué es? -le preguntó él, volviendo la cabeza para verla.

-Que voy a peinarlos para recortar mejor.

-¿Sabes por qué se cayeron y encanecieron tan pronto? -le preguntó después de dictarme una frase.

-No, señor.

-Cuidado, niño, con equivocarse.

María se sonrojó, mirándome con todo el disimulo que era necesario para que mi padre no lo notase en el espejo de la mesa de baño, que tenía al frente.

-Pues cuando yo tenía veinte años -prosiguió-, es decir, cuando me casé, acostumbraba bañarme la cabeza todos los días con agua de Colonia. Qué disparate, ¿no?

-Y todavía -observó ella.

Mi padre se rió con aquella risa armoniosa y sonora que acostumbraba.

Yo leí el final de la frase escrita, y él, dictada otra, continuó su diálogo con María.

-¿Está ya?

-Creo que sí; ¿no? -añadió consultándome.

Cuando María se inclinó a sacudir los recortes de cabellos que habían caído sobre el cuello de mi padre, la rosa que ella llevaba en una de las trenzas le cayó a él a los pies. Iba ella a alzarla, pero mi padre la había tomado ya. María volvió a ocupar su puesto tras de la silla, y él le dijo después de verse en el espejo detenidamente:

-Yo te la pondré ahora donde estaba, para recompensarte lo bien que lo has hecho -y acercándose a ella, agregó, colocando la flor con tanta gracia como lo hubiera podido Emma-: todavía se me puede tener envidia.

Detuvo a María, que se mostraba deseosa de retirarse por temor de lo que él pudiera añadir, besóle la frente y le dijo en voz baja:

-Hoy no será como ayer; acabaremos temprano.

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