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XXIV

Llegó la hora de retirarnos, y temiendo yo que me hubiesen preparado cama en el mismo cuarto que a Carlos, me dirigí al mío: de él salían en ese momento mi madre y María.

-Yo podré dormir solo aquí, ¿no es verdad? -pregunté a la primera, quien comprendiendo el motivo de la pregunta respondió:

-No; tu amigo.

-¡Ah! sí, las flores -dije viendo las de mi florero, puestas en él por la mañana y que llevaba en un pañuelo María-. ¿A dónde las llevas?

-Al oratorio, porque como no ha habido tiempo hoy para poner otras allá ...

Le agradecí sobremanera la fineza de no permitir que las flores destinadas por ella para mí, adornasen esa noche mi cuarto y estuviesen al alcance de otro.

Pero ella había dejado el ramo de azucenas que yo había traído aquella tarde de la montaña, aunque estaba muy visible sobre mi mesa, y se las presenté diciéndole:

-Lleva también estas azucenas para el altar: Tránsito me las dio para ti, al recomendarme te avisara que te había elegido para madrina de su matrimonio. Y como todos debemos rogar por su felicidad ...

-Sí, sí -me respondió-; ¿conque quiere que yo sea su madrina? -añadió como consultando a mi madre.

-Eso es muy natural -le dijo ésta.

-¡Y yo que tengo un traje tan lindo para que le sirva ese día! Es necesario que le digas que yo me he puesto muy contenta al saber que nos ... que me ha preferido para su madrina.

Mis hermanos, Felipe y el que le seguía, recibieron con sorpresa y placer la noticia de que yo pasaría la noche en el mismo cuarto que ellos. Habíanse acomodado los dos en una de las camas para que me sirviera la de Felipe: en las cortinas de ésta había prendido María el medallón de la Dolorosa, que estaba en las de mi cuarto.

Luego que los niños rezaron arrodilladitos en su cama, me dieron las buenas noches, y se durmieron después de haberse reído de los miedos que mutuamente se metían con la cabeza del tigre.

Esa noche no solamente estaba conmigo la imagen de María; los ángeles de la casa dormían cerca de mí: al despuntar el sol vendría ella a buscarlos para besar sus mejillas y llevarlos a la fuente, donde les bañaba los rostros con sus manos blancas y perfumadas como las rosas de Castilla que ellos recogían para el altar.

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