Índice de La lección del maestro de Henry JamesApartado tresApartado cincoBiblioteca Virtual Antorcha

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Antes de que hubiese transcurrido una semana se encontró con Miss Fancourt en Bond Street, en la inauguración privada de las obras de un joven artista en blanco y negro que había sido tan amable de invitarlo al sofocante escenario. Los dibujos eran admirables, pero el agolpamiento, en la pequeña habitación, era tan denso que Overt se sentía como si estuviera metido hasta el cuello en una bolsa de lana. En el borde exterior, una hilera de gente, doblando la espalda hacia adelante y presentando, bajo ellos, una superficie aún más convexa de resistencia a la presión de la masa, se esforzaba por conservar un espacio entre sus narices y los marcos barnizados de los cuadros; mientras que el cuerpo central, en medio de la relativa oscuridad proyectada por la ancha pantalla horizontal, que pendía bajo la claraboya y dejaba tan sólo un margen para el día, permanecía derecho, denso y vago, perdido en la contemplación de sus propios ingredientes. Esta contemplación se asentaba especialmente en los ojos tristes de ciertas cabezas femeninas, coronadas de sombreros de extraños pliegues y plumaje, que se erguían por encima de los demás, sobre largos cuellos. Una de las cabezas, percibió Paul, era con mucho la más bella de la colección, y su siguiente descubrimiento fue que pertenecía a Miss Fancourt. Su belleza se vio realzada por la sonrisa feliz que le envió a través de las obstrucciones circundantes, sonrisa que lo atrajo a ella tan de prisa como pudo él moverse. Había visto por sí mismo en Summersoft que lo último que contenía su naturaleza era una afectación de indiferencia; pero aún con esta circunspección se sintió de nuevo satisfecho al ver que ella no fingía aguardar su llegada con compostura. Sonreía radiante, como si quisiera que él se apresurase y, en cuanto se aproximó lo suficiente, estalló con voz jubilosa:

- ¡Está aquí ..., está aquí ..., volverá dentro de un momento!

- ¿Su padre? -respondió Paul mientras ella le ofrecía la mano.

- No, por Dios, esto no está en la línea de mi pobre padre. Me refiero a Mr. St. George. Acaba de dejarme para hablar con alguien. Va a volver. Fue él quien me trajo, ¿no es algo encantador?

- Ah, eso le da ventaja sobre mí. Yo no podría haberla traído, ¿no?

- Si hubiera sido tan amable de proponérmelo ... ¿por qué no usted como él? -replicó la muchacha con una cara que, sin expresar coquetería barata, afirmaba simplemente un hecho afortunado.

- Pues porque él es un pere de famille. Ellos tienen privilegios -explicó Paul. Y rápidamente-: ¿Irá usted a ver sitios conmigo? -preguntó.

- ¡Lo que quiera! -sonrió-. Ya sé lo que quiere decir, que las chicas tienen que tener a un montón de gente ... -Y a continuación exclamó-: No sé; yo soy libre. Siempre he sido así. Puedo ir por ahí con cualquiera. Estoy tan contenta de verlo -añadió con tanta y tan dulce claridad que hizo volverse a los que se hallaban cerca de ella.

- Permítame al menos pagarle esas palabras sacándola de este barullo -dijo su amigo-. ¡La gente no puede pasarlo bien aquí!

- No, son unos mornes horribles, ¿no? Pero yo estoy estupendamente y prometí a Mr. St. George que me quedaría en este sitio hasta que volviera. Me va asacar de aquí. Le mandan invitaciones para cosas de este tipo, más de las que quiere. Es muy amable al pensar en mí.

- También a mí me mandan invitaciones de este tipo, más de las que yo quiero. Y si acordarse de usted es suficiente ... -prosiguió Paul.

- ¡Me encantan ..., todo lo que es vida ..., todo lo que es Londres!

- Supongo que en Asia no hay inauguraciones privadas -rió-. Pero qué pena que por este año, incluso en esta abarrotada ciudad, ya se haya pasado la temporada.

- Bueno, el año que viene entonces, porque espero que crea que vamos a ser siempre amigos. ¡Aquí viene! -continuó Miss Fancourt antes de que Paul tuviera tiempo de contestar.

Divisó a St. George entre los huecos de la muchedumbre, y esto quizá lo indujo a que se apresurara un poco a decir:

- Espero que eso no signifique que he de aguardar hasta el año que viene para verla.

- No, no, ¿no vamos a vernos en una cena el veinticinco -exclamó anhelante, con un entusiasmo tan dichoso como el de él.

- Eso es casi el año que viene. ¿No hay manera de verla antes?

Ella lo miró con toda su luminosidad.

- ¿Quiere decir que vendría?

- Como un rayo, si fuera tan buena de pedírmelo.

- Entonces el domingo ..., ¿este domingo?

- ¿Qué he hecho para quc lo dude? -preguntó el joven con deleite.

Miss Fancourt se volvió al instante hacia St. George, que ahora se había unido a ellos, y anunció triunfalmente:

- ¡Viene el domingo, este domingo!

- Ah, mi día ..., ¡también mi día! -dijo el famoso novelista, riendo, a su compañero.

- Sí, pero no sólo el suyo. Se verán en Manchester Square; hablarán ..., ¡serán maravillosos!

- No nos vemos lo suficiente -concedió St. George estrechando la mano de su discípulo-. ¡Demasiadas cosas ..., demasiadas cosas! Pero lo compensaremos en el campo en septiembre. No habrá olvidado que me ha prometido eso, ¿no?

- Pero si va avenir el veinticinco, lo verá entonces -dijo la muchacha.

- ¿El veinticinco? -preguntó St. George vagamente.

- Cenamos con usted; espero que no lo haya olvidado. Él cena fuera ese día -añadió alegremente a Paul.

- Es verdad ..., ¡qué estupendo! ¿Y viene usted? No me lo había dicho mi mujer -le dijo St. George-. Demasiadas cosas ..., ¡demasiadas cosas! -repitió.

- Demasiada gente ..., ¡demasiada gente! -exclamó Paul, apartándose antes de que lo atravesara un codo.

- No debiera decir eso. Todos lo leen.

- ¿A mí? ¡Me gustaría verlos! Sólo dos o tres, como mucho -respondió el joven.

- ¿Ha oído alguna vez algo así? El muy arrogante sabe lo bueno que es -declaró St. George a Miss Fancourt riéndose-. Me leen a mí, pero eso no hace que me gusten más. Alejémonos de ellos, ¡alejémonos! -y los sacó de la exposición.

- Me va a llevar al parque -comentó Miss Fancourt a Overt con júbilo mientras recorrían el pasillo que conducía a la calle.

- Ah, ¿va él allí? -preguntó Paul, tomando el hecho como una ilustración algo inesperada de las moeurs de St. George.

- Es un día precioso, habrá gran cantidad de gente. Vamos a mirar a la gente, a mirar a los tipos -continuó la muchacha-. Nos sentaremos bajo los árboles; caminaremos por la avenida.

- Voy una vez al año ..., de negocios -dijo St. George, que por casualidad había oído la pregunta de Paul.

- O con una prima del pueblo, ¿no me lo dijo? ¡Yo soy la prima del pueblo! -dijo a Paul por encima del hombro mientras su amigo la conducía hacia un simón al que había hecho una señal. El joven los observó mientras subían; se quedó parado, devolviendo con la mano el cordial saludo con el que, cómodamente instalado junto a ella en el vehículo, St. George se despidió de él. Se quedó hasta ver arrancar el vehículo y se perdió en la confusión de Bond Street. Lo siguió con los ojos; aquello le produjo ideas embarazosas. ¡Ella no es para mí!, había dicho con énfasis el gran novelista en Summersoft; pero su manera de comportarse con ella no parecía estar en armonía con tal convicción. ¿Cómo podría haber obrado de una manera diferente si hubiese sido para él? Una envidia indefinida creció en el corazón de Paul Overt, mientras se ponía solo en camino; un sentimiento se dirigió por igual extrañamente a cada uno de los ocupantes del simón. ¡Cómo le gustaría a él traquetear por Londres con una muchacha así! ¡Cómo le gustaría ir a mirar tipos con St. George!

El domingo siguiente a las cuatro llegó a Manchester Square, donde su deseo secreto se vio gratificado, al encontrar sola a Miss Fancourt. Se hallaba en una habitación grande, clara y alegre, toda pintada de rojo, decorada con las originales y baratas telas floreadas que se consideran originarias de paises merIdIonales y orIentales, donde se dice que sirven de colchas a los campesinos, y adornada con cerámicas de vivos tonos, distribuidas despreocupadamente en los estantes, y con muchas acuarelas de la mano (se enteró el visitante) de la joven misma, que conmemoraban con valiente amplitud las puestas de sol, las montañas, los templos y palacios de la India. Transcurrió una hora, más de una hora, dos horas, y en todo el tiempo no entró nadie. Su anfitriona tuvo la amabilidad de comentar, con su liberal humanidad, que era maravilloso que no fueran interrumpidos; sucedía tan rara vez en Londres, especialmente en esa temporada, que la gente sostuviera una buena conversación. Pero ahora, por suerte, un hermoso domingo, la mitad del mundo salía de la ciudad, y eso la hacía mejor para los que no se iban, cuando estos otros congeniaban. Era el defecto de Londres -uno de los dos o tres, la reducida lista de los que ella reconocía en la plagada ciudad-mundo que adoraba-, que había muy pocas ocasiones buenas de hablar; nunca se tenía tiempo para llegar lejos con algo.

- Demasiadas cosas ..., ¡demasiadas cosas! -dijo Paul, citando la exclamación de St. George de unos días antes.

- Sí, para él hay demasiadas, su vida es demasiado complicada.

- ¿La ha visto usted de cerca? Eso es lo que me gustaría hacer; podría explicar algunos misterios -prosiguió su visitante. Ella preguntó a qué misterios se refería, y él dijo-: Pues, peculiaridades de su obra, desigualdades, superficialidades. Para quien lo mira desde el punto de vista artístico, contiene una ambigüedad sin fondo.

Ella se volvió, al momento, toda intensidad.

- Describa eso más ..., es interesantísimo. No hay temas más sugerentes. Soy muy aficionada a ellos. Él piensa que es un fracaso, ¡figúrese! -se lamentó bellamente.

- Eso depende de cuál pueda haber sido su ideal. Con sus condiciones debiera haber sido alto. Pero hasta que uno sepa qué es lo que realmente se propuso ... ¿Por casualidad lo sabe usted? -exclamó el joven.

- Oh, no me habla de sí mismo. No puedo obligarlo. Sería demasiado atrevido.

Paul estuvo a punto de preguntarle que de qué hablaba entonces, pero la discreción lo detuvo y dijo en cambio:

- ¿Cree usted que es desgraciado en su hogar?

Ella pareció sorprenderse.

- ¿En su hogar?

- Quiero decir en las relaciones con su mujer. Tiene una desconcertante manera de aludir a ella.

- No conmigo -dijo Marian Fancourt con sus ojos claros-. Eso no estaría bien, ¿no? -preguntó en tono grave.

- No especialmente; pues me alegro de que no se la nombre a usted. Si la alabara a ella la aburriría a usted y no le corresponde hacer otra cosa. Sin embargo, la conoce a usted mejor que a mí.

- Ah, ¡pero lo respeta a usted! -exclamó la muchacha como con envidia.

Su visitante la contempló un momento y a continuación rompió a reír.

- ¿Es que no la respeta a usted?

- Por supuesto, pero no de la misma manera. Respeta lo que usted ha hecho ..., así me lo dijo, el otro día.

Paul lo absorbió, pero conservó sus facultades.

- ¿Cuando fueron a mirar tipos?

- Sí, encontramos tantos: ¡tiene una manera de observarlos! Habló mucho de su libro. Dice que es verdaderamente importante.

- ¡lmportante! Ah, la gran criatura -y el autor de la obra en cuestión rugió de gozo.

- Estuvo divertidísimo, inefablemente gracioso, mientras andábamos. Lo ve todo; tiene tantas comparaciones e imágenes, y siempre son de lo más acertadas. C´est d´un trouvé, como dicen.

- Sí, ¡con sus condiciones debiera haber hecho tales cosas! -suspiró Paul.

- ¿Y no cree usted que las ha hecho?

Ah, ésa era la cuestión.

- Parte de ellas y, desde luego, incluso esa parte es inmensa. Pero él podía haber sido uno de los más grandes. Incluso tal y como están -concluyó nuestro amigo con seriedad-, sus escritos son una mina de oro.

Ella respondió con ardor a esta declaración, y durante media hora la pareja discutió las principales producciones del Maestro. Ellas las conocía bien, las conocía aún mejor que su visitante, quien estaba impresionado por su inteligencia crítica y por algo grande y audaz en el movimiento de su mente. Dijo cosas que lo sorprendieron y que evidentemente habían venido a ella directamente; no eran frases aprendidas, las colocaba demasiado bien. St. George había tenido razón sobre lo de que era de primera categoría, sobre lo de que no temía pasarse, que no recordaba que había de ser orgullosa. Algo le volvió a la cabeza de repente, y dijo:

- Recuerdo que me habló una vez de Mistress St. George. Dijo, a santo de una cosa u otra, que ella no se preocupaba por la perfección.

- Ése es un gran crimen en la esposa de un artista -replicó Paul.

- Sí, pobre -y la muchacha suspiró como sugiriendo numerosas reflexiones, algunas de ellas mitigadoras. Pero añadió poco después: - Ah, perfección, perfección ..., ¡de qué manera debería dedicarse uno a ella! Ojalá pudiera yo.

- Cada uno puede a su manera -opinó su compañero.

- A la manera de un hombre, sí, pero no a la de una mujer. Las mujeres tienen tantos obstáculos, ¡están tan condenadas! Y, sin embargo, es una especie de deshonor si no se intenta, cuando se quiere hacer algo, ¿no es así? -prosiguió Miss Fancourt, dejando un tema en su prisa por abordar otro, accidente común en ella. De modo que estos dos jóvenesdiscutieron de temas elevados en su salón ecléctico, en su temporada de Londres: discutieron con extrema seriedad el elevado tema de la perfección. Debe decirse como atenuante de esta excentricidad que estaban interesados en el asunto. Su tono poseía verdad y su emoción, belleza; no estaban adoptando una postura para con el otro o para con alguna otra persona.

El tema era tan amplio que se encontraron reduciéndolo; la perfección a la que, por el momento, acordaron confinar sus especulaciones era la de la obra de arte válida y ejemplar. La imaginación de nuestra joven, al parecer, se había dejado arrastrar lejos en esa dirección, y su invitado sentía el poco común deleite de percibir un intercambio completo en su conversación. Este episodio habrá vivido durante años en su recuerdo e incluso en su asombro; tenía la cualidad que la fortuna destila sólo gota a gota, la cualidad que lubrica muchas fricciones subsiguientes. Todavía, siempre que quiere, Overt ve la habitación, la locuaz y sociable habitación clara y roja con las cortinas que, en un golpe de lograda audacia, ponían la nota de un azul vivo. Recuerda dónde estaban ciertas cosas, cierto libro abierto sobre la mesa y el aroma casi intenso de las flores colocadas, a la izquierda, en algún lugar tras él. Estos hechos constituían el margen, por así decirlo, de una especial agitación cuyo nacimiento tuvo lugar en esas dos horas y cuyo signo principal fue quizá impulsarlo interna y repetidamente a susurrar: ¡no tenía ni idea de que hubiera alguien así! La libertad de ella lo asombraba y le encantaba ..., parecía simplificar de tal modo la cuestión práctica. Se encontraba en la posición de un personaje independiente, una muchacha sin madre que había salido de la adolescencia y contaba con una posición y con responsabilidades, que no se hallaba sujeta a las limitaciones de una niña bonita. Iba y venía sin arrastrar a una dama de compañía, recibía sola a la gente, y, aunque carecía totalmente de severidad, la cuestión de protección o patrocinio no tenía relevancia con respecto a ella. Ofrecía tal impresión de claridad y de nobleza combinadas con lo fácil y lo natural que, a pesar de su situación eminentemente moderna, no sugería hermandad de ningún tipo con la chica fácil. Era en verdad moderna, y hacía que Paul Overt, que amaba el color viejo, la pátina dorada del tiempo, pensara con alarma en la paleta abigarrada del futuro. No podía acostumbrarse a su interés por las artes que a él le importaban; parecía demasiado bueno para ser cierto ..., era una aventura muy improbable tropezar con semejante pozo de afinidades. Uno podía extraviarse fácilmente en el desierto, lo decían las cartas y era ley de vida; pero el tropezar con un manantial cristalino era un accidente rarísimo. Sin embargo, si en un momento las aspiraciones de ella parecían demasiado extravagantes para ser auténticas, al momento siguiente a Paul se le antojaban demasiado inteligentes para ser falsas. Eran a la vez elevadas y débiles y, si de caprichos se trataba, las prefería a cualquiera de las que había encontrado en una relación similar. Era probable que las dejara atrás, que las cambiara por la política o por la agudeza o por una mera y prolífica maternidad, como era costumbre en muchachas que recibían educación y mimos, entregadas a borronear papeles y pintarrajear telas en una época de lujo y en una sociedad ociosa. Advirtió que las acuarelas de las paredes de la habitación en la que estaban tenían la cualidad principal de ser ingenuas, y pensó que la ingenuidad en el arte es como el cero en un número: su importancia depende de la cifra a la que va unido. Mientras tanto, no obstante, se había enamorado de ella. Antes de irse, en cualquier caso, le dijo:

- Pensé que St. George iba a venir a verla hoy, pero no aparece.

Durante un momento supuso que ella iba a exclamar Comment donc? ¿Ha venido sólo a verlo a él?. Pero un momento después se dio cuenta de lo poco que tal frase habría concordado con la ausencia de cualquier nota de flirteo que hasta entonces había percibido en ella. Sólo respondió:

- Ah, sí, pero no creo que venga. Me recomendó que no lo esperara.

Y a continuación añadió alegremente, mas con toda suavidad:

- Dijo que no era justo para usted. Pero yo creo que podría arreglármelas con dos.

- Yo también -repuso Paul Overt, haciendo una pequeña concesión para coincidir con ella. En realidad la apreciación que hizo de la circunstancia suponía de manera tan total una apreciación de la mujer que se hallaba ante él, que otra figura en la escena, aun tan estimada como St. George, podría haberlo atraído en vano. Salió de la casa preguntándose qué había querido decir el gran hombre con lo de que no era justo para él; y, aún más, si se había mantenido lejos por la fuerza de esta idea. Mientras se ponía en camino por la soledad dominical de Manchester Square, balanceando el bastón y con una buena dosis de emoción fermentando en su alma, le pareció que vivía en un mundo extrañamente magnánimo. Miss Fancourt le había dicho que era posible que estuviese fuera, y que su padre lo estaría el domingo siguiente, pero que tenía esperanza de recibir una visita de él en el caso contrario. Le prometió hacerle saber si no se ausentaba y entonces él podría actuar en consecuencia. Después de entrar por una de las calles que se abrían desde la plaza, se detuvo, sin intenciones definidas, buscando escépticamente un coche. Al cabo de un momento vio un simón avanzando por el lugar, desde el otro lado y dirigiéndose hacia él. Estaba a punto de hacerle una señal al cochero, cuando advirtió a un pasajero en el interior; entonces esperó, viendo que el hombre se disponía a depositar a su pasajero al detenerse en una de las casas. La casa era, al parecer, la que él mismo acababa de abandonar; al menos sacó esa conclusión al reconocer a Henry St. George en la persona que bajó del simón. Paul se volvió tan rápido como si hubiese sido sorprendido en el acto de espiar. Abandonó la idea del coche, prefería ir andando; no iría a ningún lado. Se alegraba de que St. George no hubiese renunciado por completo a su visita ..., eso habría sido demasiado absurdo. Sí, el mundo era magnánimo, e incluso él mismo se sintió así cuando, al mirar su reloj, vio que eran sólo las seis, y mentalmente congratuló a su sucesor por tener una hora para sentarse en el salón de Miss Fancourt. Quizá él mismo emplease esa hora en hacer otra visita, pero para cuando llegó a Marble Arch, la idea de tal plan se había vuelto incongruente. Pasó por debajo de ese esfuerzo arquitectónico y entró en el parque y llegó hasta el extendido césped. Continuó andando; cruzó por el césped y salió junto al estanque. Observó con ojos amistosos la diversión de los londinenses, dirigió una mirada casi alentadora a las jóvenes que remaban para su novio y a los guardias que con sus gorros de piel cosquilleaban tiernamente las flores artificiales del sombrerito dominguero de su pareja. Prolongó su paseo de meditación; entró en Kensington Gardens, se sentó en las sillas de alquiler, miró los barquitos de vela lanzados sobre el estanque redondo y se alegró de no tener ningún compromiso para cenar. Acudió a tal fin, muy tarde, a su club, donde se sintió incapaz de elegir un menú y pidió al camarero que le trajera lo que hubiese. Ni siquiera observó lo que le habían servido, y pasó la velada en la biblioteca del establecimiento, haciendo que leía un artículo en una revista americana. No logró averiguar de qué trataba; parecía tratar confusamente de Marian Fancourt.

Casi al final de la semana ella le escribió diciendo que no iba a ir al campo, acaba de ser decidido. Su padre, añadió, nunca decidía nada, se lo dejaba todo a ella. Sentía que la responsabilidad era suya -tenía que hacerlo- y puesto que se veía forzada, así es como se decidió. No mencionó razón alguna, lo cual ofreció a nuestro amigo un terreno más claro para la audaz conjetura. Este segundo domingo en Manchester Square estimó su fortuna menos buena, pues ella tenía tres o cuatro visitantes. Pero hubo tres o cuatro compensaciones; la mayor de las cuales fue quizá que, al enterarse de cómo su padre, a última hora, había salido de la ciudad solo después de todo, la audaz conjetura de la que acabo de hablar se hizo un tanto más audaz. Y además su presencia era su presencia, y la personal habitación roja estaba allí y estaba llena de ella, sin importar que pasaran y se desvanecieran fantasmas, emitiendo sonidos incomprensibles. Por último, tuvo el recurso de quedarse hasta que todos hubieron llegado y salido y de considerar esto obra de ella, aunque no dio ninguna señal en particular. Cuando se encontraron solos fue al grano.

- Pero St. George vino por fin ... el domingo pasado. Lo vi cuando miré hacia atrás.

- Sí; pero fue la última vez.

- ¿La última vez?

- Dijo que no volvería a venir.

Paul Overt la miró fijamente.

- ¿Quiere decir que desea dejar de verla?

- No sé lo que quiere decir -sonrió con valentía la muchacha-. En cualquier caso no volverá a verme aquí.

- ¿Y puedo saber por qué?

- No tengo la menor idea -dijo Marian Fancourt, cuyo visitante la encontró más perversamente sublime que nunca al profesar ese desamparo diáfano.

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