Índice de La lección del maestro de Henry JamesApartado unoApartado tresBiblioteca Virtual Antorcha

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Cuando salían todos de comer, el General Fancourt lo agarró con un Oiga, ¡quiero que conozca a mi chica! , como si acabara de ocurrírsele la idea y no hubiese hablado antes de eso. Con la otra mano se apoderó paternalmente de la joven.

- Lo sabes todo de él. Te he visto con sus libros. Ella lo lee todo ... ¡todo! -continuó diciendo a Paul. La muchacha le sonrió y después se rió con su padre. El General se alejó y su hija habló:

- ¿No es delicioso, papá?

- Lo es, sin duda, Miss Fancourt.

- ¡Como si lo leyera a usted, porque lo leo todo!

- No lo decía por eso -dijo Paul Overt-. Me gustó desde el momento en que empezó a ser amable conmigo. Luego me prometió este privilegio.

- No lo quiere decir por usted, sino por mí. Si usted se imagina que alguna vez piensa en algo que no sea yo, está en un error. Me presenta a todo el mundo. Me cree insaciable.

- Habla usted exactamente igual que él -rió nuestro joven.

- Ah, pero a veces es porque quiero -y la muchacha se ruborizó-. No lo leo todo, leo muy poco. Pero lo he leído a usted.

- ¿Le parece que entremos en la galería? -dijo Paul Overt.

Ella lo complacía enormemente, no tanto por su último comentario -aunque por supuesto eso no era demasiado desconcertante-, como porque, sentada frente a él durante el almuerzo, le había ofrecido durante media hora la impresión de su bella cara. Con esto había llegado algo más, una sensación de generosidad, de un entusiasmo que, al contrario que muchos entusiasmos, no era todo ademán. Eso, para él, no se vio arruinado al comprobar que la comida la había puesto de nuevo en familiar contacto con Henry St. George. Sentado al lado de ella, el hombre célebre se encontraba también frente a nuestro joven, quien había podido advertir que multiplicaba las atenciones poco antes señaladas por su esposa al General. Paul Overt también había llegado a la conclusión de que la dama no estaba desconcertada en lo más mínimo por estos fervorosos excesos y de que daba muestras de poseer un espíritu despejado. Tenía a Lord Masham aun lado y al otro al experto Mr. Mulliner, director de un nuevo y enérgico periódico vespertino de clase alta, que se esperaba que cubriese la necesidad, sentida en los círculos cada vez más conscientes, de que el conservadurismo debía hacerse divertido, y no convencidos cuando los de otro color político aseguraban que ya lo era bastante. Al cabo de una hora transcurrida en su compañía, Paul Overt la consideró aún más hermosa que en la primera irradiación, y si sus profanas alusiones al trabajo de su marido no hubieran seguido resonando en sus oídos, ella le habría gustado ..., siempre y cuando eso pudiera suceder con una mujer con quien no había hablado todavía y con quien probablemente no hablaría nunca, si de ella dependiera. Las mujeres lindas constituían una clara necesidad para este genio y por el momento era Miss Fancourt quien la cubría. Si Overt se había prometido un examen más detallado, la ocasión era ahora óptima, y produjo consecuencias que el joven consideró importantes. Vio más cosas en la cara de St. George, que le gustaron más por no haber revelado la historia completa en los tres primeros minutos. Esa historia iba manifestándose a medida que uno leía, en cortas entregas -el que las analogías de uno fueran en cierto modo profesionales era excusable- y el texto era de un estilo considerablemente enrevesado, con un lenguaje difícil de interpretar sobre la marcha. Había en él matices de significado y una vaga perspectiva histórica, que retrocedía cuando uno avanzaba. Paul Overt había prestado atención a dos hechos en particular. El primero de ellos era que le gustaba mucho más la máscara mesurada en inescrutable reposo que en agitación social; su sonrisa casi convulsiva era lo que más le desagradaba (todo lo que podía desagradarle era cualquier impresión derivada de esa fuente), mientras que la cara tranquila tenía un encanto que aumentaba a medida que la quietud volvía a aposentarse. El cambio a la expresión de alegría, observó, provocaba en gran medida la íntima protesta de una persona que se encuentra en la penumbra cuando traen una lámpara demasiado pronto. Su segunda reflexión fue que, aunque en general sentía aversión hacia el uso flagrante de artes zalameras por parte de un hombre de edad al cortejar a una linda chica, en este caso no le resultaba demasiado doloroso: lo cual parecía demostrar o bien que St. George tenía mano o el aspecto de ser más joven de lo que era, o bien que en cierto modo la actitud de Miss Fancourt lo enmendaba todo.

Overt entró con ella en la galería y la recorrieron hasta el final, mirando los cuadros, las vitrinas, el panorama encantador que armonizaba con la perspectiva de una tarde de verano, asemejándose a ella por su larga claridad, con grandes divanes y sillas antiguas, que representaban horas de descanso. Un lugar así tenía, por añadidura, el mérito de ofrecer a los que en él entraban mucho de que hablar. Miss Fancourt se sentó con su nuevo conocido en un sofá floreado, cuyos almohadones, muy numerosos, eran antiguos cubos apretados de distintos tamaños, y dijo al poco tiempo:

- Me alegro mucho de tener la ocasión de darle las gracias.

- ¿De darme las gracias? -tuvo que preguntar.

- Su libro me gustó mucho. Lo considero espléndido.

Estaba allí, sentada, sonriéndole, y él no llegó a preguntarle a qué libro se refería; porque después de todo había escrito tres o cuatro. Eso parecía un detalle vulgar, y ni siquiera se sintió gratificado con la idea del placer que ella le dijo -su cara bella y luminosa se lo dijo- que le había proporcionado. El sentimiento que ella inspiraba, o en cualquier caso el que provocaba, era algo mayor, algo que poco tenía que ver con cualquier latido acelerado de la propia vanidad de él. Era una sensible admiración por la vida que ella encarnaba, cuya pureza juvenil y opulencia parecían querer decir que el éxito verdadero había de parecerse a eso, vivir, florecer, presentar la perfección de un tipo exquisito, no haber creado a martillazos fantasías punzantes, con la espalda encorvada sobre una mesa sucia de tinta. Mientras descansaban en él sus ojos verdes -estaban bien separados y el arreglo de sus cabellos de tan hermoso color, tan espesos que se aventuraban a ser suaves, describía sobre ellos un arco grácil-, casi se sintió avergonzado de ese ejercicio de la pluma que ella se inclinaba a elogiar en ese momento. Era consciente de que le hubiera gustado más complacerla de alguna otra manera. Las arrugas de su cara eran las de una mujer adulta, pero la niña permanecía en el cutis y en la dulzura de la boca. Por encima de todo era natural, eso ahora resultaba indudable; más natural de lo que al principio había supuesto, quizás debido a su ropa bonita, que era convencionalmente poco convencional y sugería lo que él podría haber llamado una espontaneidad tortuosa. Había temido ese tipo de cosas en otras ocasiones, y sus temores habían sido justificados; ya que, aun siendo en esencia un artista, la moderna ninfa reaccionaria, con las zarzas del bosque prendidas de sus pliegues y el aspecto de que los sátiros habían estado jugando con su pelo, lo hacía encogerse, no como un hombre de almidón y charol, sino como un hombre que en potencia fuera un poeta, o incluso un fauno. La muchacha era realmente más franca que su vestido, y la mejor prueba de ello era que supusiese que a su carácter liberal le sentaba bien cualquier uniforme. Eso era una falacia, puesto que estaba seguro de que aunque estuviera vestida de pesimista le gustaba el sabor de la vida. Overt le agradeció su apreciación, consciente al mismo tiempo de que no parecía agradecérselo lo suficiente y de que ella podría considerarlo ingrato. Tenía miedo de que le pidiera que le explicara algo de lo que había escrito, y siempre se estremecía ante eso -quizás con demasiada timidez-, porque en sus oídos la explicación de una obra de arte sonaba fatua. Pero ella le gustaba tanto que estaba seguro de que al final sería capaz de demostrarle que no era groseramente evasivo. Además, seguro que no se ofendía fácilmente, no era irritable; se podía confiar en que esperaría. De modo que cuando él le dijo, Ah, no hable de lo que he hecho, no hable de eso aquí, ¡hay otro hombre en la casa que es la actualidad ...!, cuando formuló esta corta y sincera protesta, lo hizo con la intención de que ella no viera en esas palabras ni humildad fingida ni la impaciencia de un hombre de éxito que se aburre con la lisonja.

- Usted se refiere a Mr. St. George ..., ¿no es encantador?

Paul Overt encontró sus ojos, los cuales tenían una luz de mañana fresca, que le habrían medio roto el corazón si no hubiera sido tan joven.

- Me temo que no lo conozco. Sólo lo admiro a distancia.

- Tiene que conocerlo, desea tanto hablar con usted -respondió Miss Fancourt, quien evidentemente tenía la costumbre de decir las cosas que, según sus rápidos cálculos, complacerían a la gente. Paul se dio cuenta de que sus cálculos siempre se basarían en el supuesto de que todo era sencillo entre los demás.

- No me habría imaginado que supiera nada de mí -declaró.

- Pues lo sabe ... todo. Y si no lo supiera podría decírselo yo.

- ¿Decirle todo? -sonrió nuestro amigo.

- ¡Habla usted como la gente de sus libros! -respondió ella.

- Entonces deben hablar todos igual.

Se quedó pensando un momento, ni una pizca desconcertada.

- Debe ser tan difícil. Mr. St. George me dice que lo es ... terrible. Yo también lo intenté ... y lo encuentro así. Intenté escribir una novela.

- Mr. St. George no debiera desanimarla -llegó a decir Paul.

- Usted hace mucho más ... adoptando esa expresión.

- Pero, después de todo, ¿por qué intentar ser artista? -prosiguió el joven-. Es tan pobre ... ¡tan pobre!

- No sé qué quiere decir -dijo Miss Fancourt, que tema aspecto grave.

- En comparación con ser una persona de acción, con vivir las propias obras.

- Pero, ¿qué es el arte sino una vida intensa ..., si fuera real? -preguntó ella-. Creo que es la única, ¡todo lo demás es tan tosco! -su compañero se rió y ella expresó con su encantadora serenidad lo que se le ocurrió a continuación-. Es muy interesante conocer a tanta gente célebre.

- Eso creería ..., pero seguro que eso no es nuevo para usted.

- Pero si nunca he visto a nadie, a nadie: viviendo siempre en Asia.

La manera en que hablaba de Asia de algún modo lo hechizaba.

- Pero, ¿no está ese continente plagado de grandes figuras? ¿No ha administrado usted provincias en la India y ha encadenado a su coche a rajás cautivos y a príncipes tributarios?

Era como si ni siquiera le importase a ella que él quisiera divertirse a su costa.

- Fui allá con mi padre, al salir del colegio. Fue delicioso estar con él; él y yo estamos solos en el mundo ..., pero no existía la sociedad que a mí más me gusta. Nunca se oía hablar de un cuadro, nunca de un libro, excepto de los malos.

- ¿Nunca de un cuadro? Pero, ¿no era toda la vida un cuadro?

Abarcó con la mirada el delicioso lugar donde estaban sentados.

- Nada que pueda compararse con esto. ¡Adoro Inglaterra!

Ello hizo que vibrara en él la cuerda sagrada.

- No niego, por supuesto, que tengamos que hacer algo con ella, la pobre, ya.

- La verdad es que todavía no ha sido tocada -dijo la muchacha.

- ¿Dijo eso Mr. St. George?

Había en su pregunta, como él sintió, una pequeña e inocente chispa de ironía; a la que, no obstante, contestó ella de manera muy sencilla, sin advertir la insinuación.

- Sí, dice que Inglaterra no ha sido tocada ... considerando todo lo que hay -continuó con vehemencia-. Está tan interesado en nuestro país. El escucharlo hace que uno quiera hacer algo.

- Haría que yo lo quisiera -dijo Paul Overt, sintiendo con fuerza, en ese instante, la sugestión de lo que ella había dicho y la emotividad con que lo había dicho, y bien consciente del incentivo que, en labios de St. George, podrían ser tales palabras.

- Usted ..., ¡como si no lo hubiese deseado! Me gustaría tanto oírlos hablar -añadió ardientemente.

- Eso es muy cordial de su parte; pero todo sería a su manera. Estoy postrado ante él.

Ella tenía un aire serio.

- ¿Cree entonces que es tan perfecto?

- Nada más lejos de eso. Algunos de sus libros me parecen de una excentricidad ...

- Sí, sí ..., él lo sabe.

Paul Overt la miró fijamente.

- ¿Que me parecen excéntricos ...?

- Pues sí, o en cualquier caso que no son lo que debieran ser. Me dijo que no los estimaba. Me ha dicho unas cosas maravillosas ..., es tan interesante.

Para Paul Overt supuso cierta conmoción enterarse de que el genio exquisito del que estaban hablando había sido reducido a una confesión tan explícita y que la había hecho, en su miseria, al primero en llegar; porque aunque Miss Fancourt era encantadora, ¿qué era, después de todo, sino una muchacha inmadura encontrada en una casa de campo? Sin embargo, éste era precisamente parte del sentimiento que él mismo acababa de expresar; disculparía al pobre gran hombre pecable no porque no comprendiera sus escritos, sino, en suma, porque lo hacía. Su consideración se componía a medias de ternura por superficialidades a las que estaba seguro que juzgaba en privado quien las perpetraba, las juzgaba más ferozmente que nadie, y que representaban algún trágico secreto intelectual. Tendría sus razones para su psicología a fleur de peau, y estas razones sólo podían ser crueles, del tipo que lo harían más querido de los que ya le tenían afecto.

- Usted provoca mi envidia. Tengo mis reservas, discrimino ..., pero lo quiero -dijo Paul en un momento-. Y verlo por primera vez de esta manera es para mí un gran acontecimiento.

- ¡Qué trascendental ..., qué magnífico! -exclamó la muchacha-. ¡Qué delicioso reunirlos!

- Que sea obra de usted ..., lo hace perfecto -respondió nuestro amigo.

- Él está tan impaciente como usted -prosiguió ella-. Pero es tan extraño que no se hayan conocido ...

- En realidad no es tan extraño como le parece. He salido mucho de Inglaterra, he estado ausente repetidas veces estos últimos años.

Ella acogió esto con interés.

- Y, sin embargo, escribe usted de ella como si estuviera siempre aquí.

- Quizás sea precisamente por estar fuera. En cualquier caso, sospecho que los mejores pasajes son los que fueron escritos en lugares horribles del extranjero.

- ¿Y por qué eran horribles?

- Porque eran lugares de reposo ..., donde mi pobre madre moría.

- ¿Su pobre madre? -era toda un dulce interrogante.

- Íbamos de sitio en sitio para que ella se mejorara. Pero no mejoró. A la espantosa Riviera (¡la odio!), a los altos Alpes, a Argel, y muy lejos -un viaje horrible-, a Colorado.

-¿Y no está mejor? -continuó Miss Fancourt.

- Murió hace un año.

- ¿De verdad? ¡Como la mía! Sólo que de eso hace años. Algún día debe hablarme de su madre -añadió.

Ante esas palabras, en un primer momento, sólo pudo mirarla.

- ¡Qué cosas tan bien dichas! Si dice cosas así a St. George no me extraña que sea su esclavo.

Esto la detuvo un momento.

- No sé a qué se refiere. Él no hace ni discursos ni declaraciones, no es ridículo.

- Entonces me temo que usted considera que yo lo soy.

- No, no es así -lo dijo bastante secamente. Y a continuación añadió-: Él comprende ..., lo comprende todo.

El joven estaba a punto de decir jocosamente: Y yo no, ¿no es eso?, pero estas palabras fueron cambiadas, a tiempo, por otras ligeramente menos triviales.

- ¿Supone usted que comprende a su esposa?

Miss Fancourt no dio una respuesta directa, sino que tras un momento de duda, dijo:

- ¿No es encantadora?

- ¡Qué va!

- Aquí viene. Ahora tiene~ue conocerlo -continuó-. Un pequeño grupo de huéspedes se había reunido en el otro extremo de la galería y habían sido allí sobrepasados por Henry St. George, quien entró desde una habitación contigua. Durante un momento se quedó cerca de ellos sin entrar en la conversación, y de una mesa tomó una antigua miniatura y la observó vagamente. Al cabo de un minuto advirtió la presencia de Miss Fancourt y su acompañante a cierta distancia, ante lo cual, depositando la miniatura, se aproximó a ellos con la misma actitud indecisa, las manos en los bolsillos y volviendo los ojos, de izquierda a derecha, hacia los cuadros. La galería era tan larga que ese recorrido llevó algún tiempo, especialmente porque hubo un momento en que se detuvo a admirar el excelente Gainsborough.

- Dice que su éxito ha sido obra de Mrs. St. George -continuó la muchacha en voz ligeramente más baja.

- ¡Ah, qué oscuro suele ser! -rió Paul.

- ¿Oscuro? -repitió ella como si lo oyera por vez primera. Sus ojos se posaron en su otro amigo, y a Paul no le pasó desapercibida la impresión que daban de enviar grandes haces de ternura-. ¡Va a hablar con nosotros! -musitó emocionada. Había cierto embeleso en su voz y nuestro amigo se sobrecogió. Cielo santo, ¿le importa él de tal modo? ..., ¿está enamorada de él?, se preguntó mentalmente.

- ¿No le dije que estaba impaciente? -le había preguntado ella mientras tanto.

- Es una impaciencia disimulada -respondió el joven mientras el objeto de su observación permanecía ante el Gainsborough-. Se dirige hacia nosotros tímidamente. ¿Quiere él decir que su mujer lo salvó quemando ese libro?

- ¿Ese libro? , ¿qué libro quemó? -la muchacha volvió rápidamente la cara hacia él.

- ¿Es que no se lo ha dicho?

- Ni una palabra.

- ¡Entonces no se lo dice todo! -Paul había adivinado que ella suponía en gran medida que lo hacía. El gran hombre había reanudado su curso y se aproximaba; a pesar de lo cual su más capacitado admirador arriesgó una observación profana.

- ¡San Jorge y el Dragón es lo que sugiere la anécdota!

Sin embargo, su compañera no lo oyó: sonrió al adversario del dragón.

- Está impaciente ..., ¡lo está! -insistió.

- Impaciente por usted ..., sí.

Pero mientras tanto ella había dicho en voz alta:

- Estoy segura de que quiere conocer a Mr. Overt. Serán grandes amigos y para mí será siempre delicioso recordar que yo estaba aquí cuando ustedes se conocieron, y que tuve algo que ver con ello.

Había una frescura de intención en las palabras que las hacía surgir; sin embargo, nuestro joven sintió pena por Henry St. George, tal como sentía pena en cualquier momento por cualquier persona que fuera invitada públicamente a mostrarse interesada y encantadora. Lo habría conmovido tanto creer que un hombre a quien admiraba profundamente se preocupaba una pizca por él, que no hubiera jugado con tal presunción, de haber sido vana. En una sola mirada de los ojos del Maestro digno de perdón leyó -con el tipo de perspicacia propia de su talento- que este personaje tenía siempre una reserva de paciencia amistosa, que era parte de su rico bagaje, pero que no estaba versado en página impresa alguna de un escritorzuelo prometedor. Hubo incluso alivio, simplificación de eso: si le gustaba ya tanto por lo que había hecho, ¿cómo podría haberle gustado más por una percepción que, como mucho, tenía que haber sido vaga? Paul Overt se levantó, intentando demostrar su compasión, pero en el mismo instante se encontró envuelto en el arte personal afortunado de St. George, un comportamiento cuya esencia consistía en conjurar situaciones falsas. Todo tuvo lugar en un momento. Paul era consciente de que ahora lo conocía, consciente de su apretón de manos y de la cualidad misma de su mano; de su cara, vista más de cerca y por tanto mejor vista, de una confianza general confraternizadora y en particular de la circunstancia de que él no le disgustaba a St. George {al menos todavía) por haber sido impuesto por una muchacha llena de encanto, pero demasiado arrolladora, lo suficientemente atractiva sin tales pretendientes. En cualquier caso no se reflejó irritación alguna en la voz con la que interrogó a Miss Fancourt sobre cierto plan de dar un paseo, un paseo de todo el grupo por el parque. En seguida había dicho algo a Paul de una conversación -Tenemos que mantener una conversación tremenda; hay tantas cosas, ¿verdad?-, pero nuestro amigo vio que en este caso la idea no tendría un efecto inmediato. De todos modos estaba contentísimo, incluso después de que quedara decidido lo del paseo; los tres pasaron poco después a la otra parte de la galería, donde se comentó el plan con varios miembros del grupo; incluso cuando, después de que todos se hubieran marchado, se encontró en compañía de Mrs. St. George durante media hora. Su marido se había adelantado con Miss Fancourt y la pareja se hallaba ya bien apartada de la vista. Era el más bello de los recorridos para una tarde de verano: un circuito cubierto de hierba, de una extensión inmensa, que orillaba el parque. El parque se hallaba completamente circuido por su viejo muro rojo, veteado, pero perfecto, el cual quedaba a la izquierda de los paseantes y constituía en sí mismo un objeto de interés. Mrs. St. George mencionó el sorprendente número de acres así abarcados, junto con otros numerosos datos que se relacionaban con la propiedad y la familia, y las otras propiedades de la familia: no sabía cómo instarlo lo suficiente para que viera sus otras casas. Repasó los nombres de éstas y citó los cambios que habían experimentado con la facilidad que da la práctica, haciendo que pareciera una lista casi interminable. Había recibido a Paul Overt muy amablemente cuando él se acercó para hablarle de su alegría por haber sido presentado a su marido, y le pareció una mujercita tan despierta y complaciente que se sintió bastante avergonzado de la mot que sobre ella había tenido con Miss Fancourt; aunque pensó que otras cien personas, en otras tantas ocasiones, seguramente hubieran dicho lo mismo. Se llevó con Mrs. St. George, en suma, mejor de lo que esperaba; pero esto no impidió que ella advirtiera de repente que estaba mareada de cansancio y que debía llevarla de vuelta a la casa por el camino más corto. Confesó que tenía menos fuerza que un gatito y que era una pobre ruina; cualidad que Overt no había discernido en ella al estar demasiado absorto preguntándose en qué sentido podía considerarse a su marido obra suya. Había captado un destello de respuesta cuando ella anunció que debía dejarlo, aunque esta percepción era desde luego provisional. Precisamente cuando estaba poniéndose a su disposición para el regreso, la situación sufrió un cambio; Lord Masham había aparecido de pronto, de regreso junto a ellos, les había dado alcance tras surgir de entre los arbustos -Overt no habría podido decir cómo apareció- y Mrs. St. George había dicho en tono de protesta que quería que se la dejara en paz y no interrumpir la reunión. Un momento después se alejaba con Lord Masham. Nuestro amigo retrocedió y se unió a Lady Watermouth, a quien comunicó que Mrs. St. George se había visto obligada a renunciar al intento de ir más lejos.

- No debería haber salido, para empezar -comentó su señoría de bastante mal humor.

- ¿Tan enferma está?

- Mucho -y su anfitriona añadió aún con mayor austeridad-: ¡La verdad es que no debería venir! -se preguntó qué quería dar a entender con eso, y al poco tiempo dedujo que no era una reflexión sobre la conducta de la dama o sobre su naturaleza moral: sólo indicaba que sus fuerzas no estaban de acuerdo con sus aspiraciones.

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