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LA MADRE

Máximo Gorki

Segunda parte

CAPÍTULO VII


La vida de Nílovna fluía con una calma extraña. Aquella calma la sorprendía a veces. El hijo estaba en la cárcel; ella sabía que le esperaba una dura condena, pero siempre que pensaba en él, su memoria, en contra de su voluntad, hacía surgir ante ella a Andréi, a Fedia y a otras muchas personas conocidas. La figura del hijo, absorbiendo a todas aquellas gentes de idéntico destino, crecía ante sus ojos, despertando un sentimiento de meditativa contemplación que, involuntaria e imperceptiblemente, ensanchaba los pensamientos acerca de Pável, dispersándolos en todas direcciones. Los recuerdos esparcíanse por doquier en finos rayos desiguales, tocándolo todo, tratando de iluminarlo todo, de reunirlo en un solo cuadro, y le impedían detenerse en nada aislado, concentrarse estrechamente en su triste añoranza del hijo, en su miedo por él.

Sofía se marchó pronto; unos cinco días después reapareció, alegre y animosa, para desaparecer de nuevo a las pocas horas y volver otra vez, pasadas unas dos semanas. Era como si volase por la vida describiendo amplios círculos y se asomara de cuando en cuando a ver al hermano para llenarle la vivienda con su aliento y su música.

La música le era ya grata a la madre. Al oírla sentía que unas oleadas cálidas batían en su pecho, afluían a su corazón, que latía con ritmo más igual, y como el grano en la tierra, regada con abundancia, profundamente arada, iban creciendo en él con rapidez y brío oleadas de pensamientos, florecían leves y hermosas las palabras, despertadas por la fuerza de los sonidos.

A la madre le era difícil resignarse al desorden de Sofía, que tiraba por todas partes sus cosas, las colillas, la ceniza, y aún le costaba más trabajo habituarse a sus fogosos discursos. Todo ello resaltaba demasiado en contraste con la serena firmeza de Nikolái, con la invariable y dulce gravedad de sus palabras.

Parecíale a la madre que Sofía era como una adolescente, afanosa de aparentar que era ya adulta, y que consideraba a las personas como juguetes curiosos. Hablaba mucho de la santidad del trabajo, y con su desorden aumentaba inútilmente el quehacer de la madre; hablaba de libertad, pero, según veía la madre, agobiaba a todos con su intolerancia brusca y sus constantes discusiones. En ella había mucho de contradictorio, por lo que la madre la trataba con suma cautela y atención cuidadosa, sin el cálido afecto constante que Nikolái despertaba en su corazón.

Nikolái, siempre preocupado, llevaba día tras día la misma existencia regular y monótona: a las ocho de la mañana tomaba el té y, mientras leía el periódico, iba comunicando a la madre las novedades. Al oírle, ella veía con asombrosa claridad cómo la pesada máquina de-la vida molía sin piedad a los hombres, convirtiéndolos en dinero. Percibía en él algo de común con Andréi. Como el jojol, hablaba de los hombres sin animadversión, considerándolos a todos culpables de la mala organizacion de la vida, pero su fe en la nueva vida no era tan ardiente, ni tan luminosa como la de Andréi. Hablaba siempre en tono reposado, con voz de juez integro y severo; y aunque sonreía con dulce sonrisa de compasión, hasta cuando contaba cosas terribles, sus ojos brillaban con frialdad y firmeza. Al ver aquel brillo, la madre comprendía que Nikolái no perdonaba nada ni a nadie, que no podía perdonar, y al sentir lo penosa que había de serle tal firmeza, compadecías e de Nikolái, quien le agradaba cada vez más.

A las nueve marchaba al trabajo. La madre arreglaba la casa, preparaba la comida, se lavaba, se ponía un vestido limpio y se sentaba en su cuarto a mirar las estampas de los libros. Ya había aprendido a leer, pero ello le exigía siempre una gran tensión y se cansaba pronto, acabando por no comprender la ligazón de las palabras. En cambio, la entretenía, como a un niño, ver las estampas; éstas descubrían ante ella un mundo comprensible, casi tangible, nuevo y maravilloso. Aparecían ante su vista inmensas ciudades, magníficos edificios, máquinas, navíos, monumentos, las incalculables riquezas creadas por los hombres y las creaciones de la naturaleza, que causaban asombro por su diversidad. La vida se ampliaba infinita, descubriendo cada día ante sus ojos lo enorme, lo ignoto, lo maravilloso, y con la abundancia de sus tesoros y la infinidad de sus bellezas iba excitando y despertando cada vez más el alma hambrienta de la mujer. Le gustaba sobre todo examinar las láminas de un atlas zoológico; aunque estaba escrito en lengua extranjera, le daba la más clara representación de la hermosura, riqueza e inmensidad de la tierra.

- ¡Qué grande es la tierra! -le decía a Nikolái.

Lo que más la emocionaba eran los insectos, y sobre todo, las mariposas; observaba con sorpresa los dibujos que las representaban, y razonaba así:

- ¡Qué hermosura, Nikolái Ivánovich! ¿Verdad? ¡Y cuánta belleza como ésta hay por todas partes! Pero todo se esconde a nuestros ojos y vuela ante nosotros sin que lo veamos. La gente va de aquí para allá, sin saber nada, sin poder admirar nada, porque no le queda ni gana ni tiempo para ello. ¡Cuántas alegrías podrían tener si supieran lo rica que es la tierra y las muchas cosas asombrosas que existen en ella! Y todo para todos, cada uno para todo, ¿verdad?

- ¡Exactamente! -decía Nikolái sonriendo. Y le traía más libros ilustrados.

Por las tardes, se reunían con frecuencia algunos amigos; venía Alexéi Vasílievich, hombre guapo de rostro pálido y barba negra, grave y taciturno; Román Petróvich, de cabeza redonda y cutis granujiento, que chasqueaba continuamente los labios con expresión de lástima; Iván Danílovich, pequeño y flacucho, de puntiaguda barbita, voz atiplada, agresiva, chillón y punzante como una lezna; Egor, que siempre se burlaba de sí mismo, de sus camaradas y de su enfermedad, que iba minándole más y más. Se presentaban también otras personas llegadas de ciudades lejanas. Nikolái sostenía con todos largas charlas en voz baja, siempre sobre lo mismo, sobre los obreros de toda la tierra.

Discutían, se acaloraban, agitando mucho los brazos, y bebían mucho té; a veces, Nikolái, entre el ruido de las conversaciones, componía en silencio proclamas; después las leía a los camaradas; allí mismo las copiaban en caracteres de imprenta, y la madre recogía cuidadosamente los trocitos de los borradores rotos y los quemaba.

Mientras les iba sirviendo el té, se asombraba del ardor con que hablaban de la vida y de la suerte de los obreros, de cómo sembrar entre éstos más rápidamente y mejor las ideas sobre la verdad y el modo de levantar su ánimo. A menudo, no se ponían de acuerdo en alguna cosa, se acusaban mutuamente, se enfadaban, se ofendían, y luego, vuelta a discutir.

La madre se daba cuenta de que conocía la vida de los obreros mejor que todos aquellos hombres, parecíale que veía más claramente la inmensidad de la tarea que habían tomado sobre sí, y ello le permitía tratarlos con esa condescendencia, un tanto melancólica, de la persona mayor que ve a unos niños jugar a marido y mujer sin comprender el drama de estas relaciones. Involuntariamente, comparaba aquellos discursos con los de su hijo, con los de Andréi, y al compararlos, percibía la diferencia que al principio no había podido comprender. A veces, le parecía que allí se gritaba más fuerte que en el arrabal, y se lo explicaba para sus adentros, diciéndose:

Saben más, por eso hablan más fuerte ...

Pero con harta frecuencia le parecía que todos aquellos hombres se exasperaban adrede, que su excitación era sólo aparente, como si cada uno de ellos quisiera demostrar a los demás camaradas que se encontraba más cerca de la verdad y sentía por ésta más amor; los demás se ofendían por ello, y a su vez, para demostrar su proximidad a la verdad, se ponían a discutir con dureza y grosería. Parecíale que cada cual quería saltar más alto que el compañero, y ello le producía una inquieta tristeza. Movía la ceja y, mirándolos a todos con ojos suplicantes, pensaba:

Se han olvidado de Pasha y de sus camaradas ...

Escuchaba siempre con gran atención las discusiones que, naturalmente, no entendía; buscaba el sentimiento tras las palabras, y veía que cuando en el arrabal se hablaba del bien, se tomaba en su totalidad, por entero, mientras que aquí se partía todo en trozos y se desmenuzaba; allá se sentía con mayor profundidad y fuerza, aquí dominaban los pensamientos agudos, que lo cortaban todo en pedacitos; aquí se hablaba más de la destrucción de lo viejo, allá se soñaba con lo nuevo. Por eso las palabras del hijo y de Andréi estaban más cerca de ella, le eran más asequibles ...

Advirtió también que cuando algún obrero llegaba a ver a Nikolái, éste adquiría una desenvoltura inhabitual, en su rostro aparecía una expresión de dulzura y hablaba de manera distinta que de ordinario, con mayor rudeza y descuido.

Trata de que le comprendan, pensaba ella.

Pero esto no la consolaba y veía que el visitante obrero removíase lo mismo que si estuviera atado por dentro, y que no podía hablar tan lisa y llanamente como lo hacía con ella, mujer sencilla. Una vez, cuando Nikolái hubo salido, ella le dijo a un muchacho:

- ¿Por qué estás cortado? No eres ningún chiquillo en un examen ...

El muchacho sonrió con ancha sonrisa.

- Por la falta de costumbre, hasta los cangrejos se ponen colorados ... a pesar de todo, no es hermano nuestro ...

A veces, venía Sáshenka, nunca por mucho tiempo, siempre hablando de cosas prácticas, sin reírse, y al marchar, no dejaba de preguntarle a la madre:

- ¿Cómo está Pável Mijáilovich? ¿Bien de salud?

- ¡Sí, gracias a Dios! Está bien, ¡y alegre! -respondía la madre.

- Salúdele de mi parte -rogaba la muchacha, y desaparecía.

A veces, la madre se lamentaba de que retuviesen a Pável tanto tiempo y de que no empezara el juicio. Sáshenka froncía el ceño y callaba, mas sus dedos se movían con rapidez.

Nílovna sentía deseos de decirle:

Querida mía, si ya sé que le quieres ...

Pero no se decidía; la expresión severa de la muchacha, los labios, muy prietos, y el seco tono ejecutivo de sus palabras rechazaban de antemano toda caricia. Suspirando, la madre estrechaba en silencio la mano que le tendía, y pensaba:

¡Pobrecita mía! ...

Una vez se presentó Natasha. Al ver a la madre, se puso muy contenta, la besó y, entre otras cosas, como de pasada, le comunicó de pronto, muy quedo:

- Mi madre ha muerto, ¡se ha muerto la pobre...!

Sacudió la cabeza, se enjugó con rapidez las lágrimas y prosiguió:

- Me da mucha pena; no tenía aún cincuenta años; podía haber vivido aún mucho tiempo. Pero si se mira por otro lado, se piensa: probablemente la muerte ha sido para ella más fácil que esa vida. Siempre sola, extraña a todos, innecesaria, asustada con los gritos de mi padre, ¿acaso era eso vivir? Se vive cuando se espera algo bueno, pero ella no tenía nada que esperar, a no ser ultrajes ...

- Es verdad lo que dice, Natasha -repuso pensativa la madre-. Se vive cuando se espera algo bueno, pero si no hay nada que esperar, ¿qué vida es ésa? -y acariciando la mano de la muchacha, le preguntó-: ¿Usted ahora se ha quedado sola?

- ¡Sola! -contestó Natasha, sin pena.

La madre guardó silencio; y de repente, observó con una sonrisa:

- ¡No importa! Una persona buena nunca vive sola, siempre se ve rodeada de gente ...

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