Índice de La madre de Máximo GorkiCapítulo vigésimo séptimo - Segunda ParteCapítulo vigésimo noveno - Segunda ParteBiblioteca Virtual Antorcha

LA MADRE

Máximo Gorki

Segunda parte

CAPÍTULO XXVIII


Unos momentos más tarde, la madre estaba sentada, calentándose junto a la estufa, en la habitacioncita de Liudmila. El ama de la casa, vestida con un traje negro ajustado al cuerpo por un cinturón, paseaba por la estancia, llenándola con el susurro de sus faldas y el acento autoritario de sus palabras.

En la estufa crujía y crepitaba la leña, aspirando el aire de la habitación; la voz de la mujer fluía acompasada.

- Las personas son bastante más tontas que malas. Sólo saben ver lo que tienen cerca de ellas, lo que está a su alcance inmediato. Y todo lo próximo vale poco, lo que está lejos es lo que tiene valor. En realidad, para todos sería ventajoso y agradable que la vida fuera de otra manera, más fácil, y las personas, más inteligentes. Pero para lograrlo hay que renunciar, por el momento, a la tranquilidad personal ...

De pronto, se quedó parada delante de la madre y dijo en voz baja, como disculpándose:

- Rara vez veo a gente, y cuando alguien viene a casa, siento el deseo de hablar. ¿Es ridículo, verdad?

- ¿Por qué? -replicó la madre. Trataba ella de adivinar dónde imprimiría aquella mujer, pero nada extraordinario veía en derredor.

En el cuarto, con tres ventanas a la calle, había un armario de libros, un sofá, una mesa, sillas y una cama junto a la pared; en un rincón, cerca de la cama, un lavabo; en otro, una estufa, y en las paredes, reproducciones fotográficas de cuadros. Los muebles eran nuevos, sólidos y estaban limpios; la figura monjil del ama de la casa proyectaba sobre todo una sombra fría. Presentíase que en aquella habitación había algo misterioso y oculto, pero no se comprendía dónde. La madre miró a las puertas; había entrado por una que daba a un estrecho recibimiento; cerca de la estufa había otra, alta y estrecha.

- He venido a resolver un asunto -dijo la madre turbada, al advertir que Liudmila la estaba observando.

- ¡Ya lo sé! A mi casa nadie viene por otro motivo ...

Le pareció a la madre que en la voz de Liudmila vibraba algo extraño, y la miró a la cara; sonreía con las comisuras de los finos labios, tras los cristales de las gafas chispeaban sus ojos mate. La madre, desviando la mirada, le entregó el discurso de Pável.

- Aquí tiene; le piden que lo imprima lo antes posible ...

Y empezó a contarle los preparativos de Nikolái por si llegaban a detenerle.

Sin decir nada, Liudmila se metió el papel entre el cinturón y el vestido, y se sentó en una silla; en los cristales de sus gafas se reflejaba el brillo rojo del fuego, cuyas ardientes sonrisas bailaban en el rostro inmóvil de la mujer.

- Cuando vengan en mi busca, dispararé contra ellos -dijo con decisión, sin alzar la voz, después de haber oído el relato de la madre-. Tengo derecho a defenderme de la violencia y debo luchar contra ella, ya que invito a otros a que lo hagan.

Los reflejos del fuego habían desaparecido de su rostro, que de nuevo habíase tornado severo y un poco altivo.

¡Penosa debe ser tu vida!, pensó de pronto la madre con afecto.

Liudmila se puso a leer el discurso de Pável, primero sin gran interés; luego, cada vez más inclinada sobre el papel, iba apartando rápidamente las cuartillas ya leídas. Acabada la lectura, se irguió y acercóse a la madre.

- ¡Está muy bien!

Quedó pensativa y permaneció unos instantes con la cabeza baja.

- No quería hablarle de su hijo; nunca le he visto y no me gustan las conversaciones tristes. Sé lo que significa el que un ser querido vaya al destierro. Pero siento deseos de hacerle una pregunta: ¿es bueno tener un hijo así?

- Sí, es bueno -contestó la madre.

- ¿Y terrible, verdad?

Sonriendo apaciblemente, la madre repuso:

- Ahora ya no es terrible ...

Liudmila se alisó con su mano morena los cabellos, peinados con sencillez, y volvióse hacia la ventana. Una sombra leve temblaba en sus mejillas, tal vez fuese la sombra de una contenida sonrisa.

- Lo voy a componer en seguida. Usted acuéstese, la jornada ha sido penosa y estará usted cansada. Échese aquí, en la cama, yo no dormiré; puede que la llame esta noche para que me ayude ... Cuando se acueste, apague la lámpara.

Echó dos leños más al fuego, irguióse y salió por la estrecha puerta de al lado de la estufa, cerrándola bien tras sí. La madre la siguió con la mirada y empezó a desnudarse, pensando en ella:

Pena por algo ...

Del cansancio, se le iba la cabeza, pero su corazón permanecía extrañamente tranquilo; ante sus ojos todo estaba iluminado con una luz dulce y acariciadora que le llenaba el pecho, suave, dulcemente ... Conocía ya aquella tranquilidad que siempre surgía en ella después de las grandes emociones; antes, le causaba inquietud, pero ahora le ensanchaba el alma, fortaleciéndola con un sentimiento grande, intenso ...

Apagó la lámpara, se acostó en el lecho frío, acurrucóse bajo la manta y se durmió en seguida, con sueño profundo ... y cuando abrió los ojos, la luz fría y blanca de un día claro de invierno llenaba ya la habitación; el ama de la casa estaba echada en el sofá, con un libro en las manos, y miraba a la madre sonriendo, con una expresión que no parecía suya.

- ¡Ay, Dios mío! -exclamó la madre, confusa-. ¡Cuánto tiempo he dormido! ¿Es muy tarde?

- ¡Buenos días! -replicó Liudmila-. Pronto serán las diez, levántese y vamos a tomar el té.

- ¿Por qué no me ha despertado usted?

- Quería haberlo hecho, pero me acerqué y usted sonreía con tanta placidez en sueños ...

Se levantó del sofá con agilidad, acercóse a la cama de la madre y se inclinó sobre su rostro. La madre vio en sus ojos mate algo familiar, cercano y comprensible.

- Me dio lástima interrumpir su reposo, debía usted tener algún ensueño feliz ...

- ¡No soñaba nada!

- No importa; sin embargo, a mí me gu"tó su sonrisa; era tan apacible, tan dulce ...

Liudmila se echó a reír con una risa aterciopelada y suave.

- Me puse a pensar en usted... ¿Es dura su vida, verdad?

La madre, pensativa, moviendo las cejas, guardaba silencio.

- ¡Claro que lo será! -exclamó Liudmila.

- Ni siquiera lo sé ... -repuso la madre con prudencia-. A veces me parece que sí. Ocurren tantas cosas, tan sorprendentes, tan serias, y se suceden unas a otras con tal rapidez ...

Se iba elevando en su pecho la oleada de excitación alentadora que ella tan bien conocía, llenándole el corazón de imágenes y pensamientos. Se sentó en la cama y comenzó a revestir con palabras sus ideas.

- Todo marcha, marcha hacia un mismo fin... Hay mucho sufrimiento, ¿sabe? Los hombres. padecen, les torturan, les golpean con crueldad; muchas alegrías les están vedadas. ¡Todo esto es muy penoso!

Liudmila levantó la cabeza con rapidez, envolvió a la madre en una mirada y replicó:

- ¡Habla usted de los demás!

La madre la miró, se levantó de la cama y, mientras se vestía, dijo:

- ¿Cómo es posible apartarse de los demás cuando a este le tienes cariño, y aquel te es querido, cuando por todos se siente inquietud, cuando todos dan lástima...? Y todo golpea el corazón... ¿Cómo apartarse?

A medio vestir, en pie en el centro de la habitación, quedó un instante pensativa. Parecíale que no era ella quien vivía en continua zozobra y alarma por el hijo, pensando siempre en defender su cuerpo, que esa personalidad ya no existía, que habíase desprendido y alejado de ella, o ardido quizá en el fuego de las emociones; y aquello la había aliviado, habíale purificado el alma, dándole al corazón una fuerza nueva.

Prestó oídos a sí misma, deseosa de saber lo que pasaba en su corazón y temiendo volver a despertar allí algún viejo sentimiento de ansiedad.

- ¿En qué piensa? -preguntó cariñosamente Liudmila, acercándose a ella.

- ¡No sé! -contestó la madre.

Quedaron ambas calladas, mirándose una a otra, y sonrieron las dos; luego, Liudmila, saliendo de la habitación, dijo:

- ¿Cómo andará mi samovar?

Miró la madre por la ventana; fuera, brillaba intensa la luz de un día claro y frío; en su corazón también había claridad, pero reinaba el calor.

Hubiera querido hablar de todo larga y gozosamente, con un impreciso sentimiento de gratitud a un ser desconocido, por todo aquello que se le había entrado en el alma y ardía allí con la purpúrea luz del atardecer. El deseo de rezar, adormecido desde hacía tiempo, la emocionó. Recordó un rostro juvenil y una voz aguda exclamó en su memoria: Esta es la madre de Pável Vlásov... Chispearon los ojos de Sáshenka llenos de alegría y ternura, alzóse la negra figura de Ribin, sonrió la cara bronceada y enérgica del hijo, pestañeó turbado Nikolái y de pronto, todo aquello vaciló estremecido por un suspiro leve y profundo, se mezcló y confundióse en una nube transparente y multicolor que envolvía todos los pensamientos en una sensación de tranquilidad.

- ¡Nikolái tenía razón! -dijo Liudmila entrando-. Le han detenido. He enviado a su casa al chico, como usted dijo, y ha vuelto anunciándome que hay policías en el patio, ha visto a uno que se escondía detrás de las puertas. Y rondan la casa los de la secreta, el chico los conoce ...

- ¡Vaya! -exclamó la madre, moviendo la cabeza-. ¡Ay, pobrecilla...!

Suspiró, pero sin pena, y ello le produjo asombro.

- Últimamente daba muchas charlas a los obreros de la ciudad, y, en general, le había llegado la hora de caer -continuó Liudmila, sombría y tranquila-. Los camaradas le decían: ¡márchate! ¡No les hizo caso! A mí me parece que en tales ocasiones no hay que exhortar a la gente, sino obligarla ...

En el umbral apareció un chico moreno y sonrosado, de hermosos ojos azules y nariz aguileña.

- ¿Traigo el samovar? -preguntó con voz sonora.

- Sí, haz el favor, Seriozha. Es un chico a quien yo educo -aclaró.

Parecióle a la madre que Liudmila era aquel día otra, más sencilla y cercana a ella. En los ágiles movimientos de su cuerpo esbelto había una gran hermosura y fuerza que atenuaba un tanto la severidad y palidez de su rostro. Sus ojeras se habían agrandado durante la noche. Y advertías e que estaba en tensión continua, como si llevara dentro del alma una cuerda tensa.

El chico trajo el samovar.

- Seriozha, te presento a Pelagueia Nílovna, la madre de aquel obrero que condenaron ayer.

El chico se inclinó en silencio y estrechó la mano de la madre; salió, volvió de nuevo, trayendo unos bollos, y se sentó a la mesa. Mientras servía el té, Liudmila le aconsejó a la madre que no regresara a su casa hasta que no se pusiese en claro a quién esperaba la policía.

- Puede que sea a usted. Seguramente la interrogarán ...

- ¡Pues que me interroguen! -replicó la madre-. Y si me detienen, no será una gran desgracia... Sin embargo, ¡si pudiera distribuir antes el discurso de Pável...!

- Ya está compuesto. Mañana habrá ejemplares suficientes para la ciudad y el arrabal... ¿Conoce usted a Natasha?

- ¡Claro que sí!

- Pues hay que llevárselos a ella ...

El chico leía un periódico y parecía no escuchar; pero, a veces, levantaba los ojos del papel y los fijaba en la cara de la madre. Al encontrarse con su vivaz mirada, sentíase la madre agradablemente conmovida, y sonreía. Liudmila habló otra vez de Nikolái, sin lamentarse de su detención, y el tono de su voz le pareció a la madre completamente natural. El tiempo pasaba sin sentir, más deprisa que otros días; cuando terminaron de tomar el té eran ya cerca de las doce.

- ¡Ya es tarde! -exclamó Liudmila.

En aquel momento llamaron con premura a la puerta. El chico se levantó y, entornando los ojos, echó una mirada interrogadora al ama de la casa.

- ¡Abre, Seriozha! ¿Quién será?

Y con ademán tranquilo, se metió la mano en el bolsillo de la falda, mientras decía a la madre:

- Si son los gendarmes, usted Pelagueia Nílovna, póngase en ese rincón, y tú, Seriozha ...

- ¡Ya lo sé! -contestó el chico en voz baja, y desapareció.

La madre sonreía. Todos aquellos preparativos no le causaban emoción alguna, no tenía el presentimiento de ninguna desgracia.

Entró el doctor bajito y dijo apresuradamente:

- En primer lugar, han detenido a Nikolái. ¡Ah!, ¿está usted aquí, Nílovna? ¿No estaba en casa cuando se lo llevaron?

- No, él me mandó aquí.

- ¡Hum! No creo que esto le sea muy conveniente... En segundo lugar, hoy por la noche unos jóvenes han reproducido con hectógrafo unas quinientas copias del discurso de Pável. Lo he visto; es un buen trabajo: claro, legible... Quieren distribuirlo por la ciudad esta tarde. Yo estoy en contra; para la ciudad son preferibles las hojas impresas, y las otras deben mandarlas a alguna parte.

- Yo se las llevaré a Natasha -demandó con viveza la madre-. ¡Démelas!

Ardía en deseos de poner en circulación, lo antes posible, el discurso de Pável, de sembrar por toda la tierra las palabras del hijo, y miró a la cara del doctor, esperando con los ojos la respuesta, pronta a suplicar.

- ¡El diablo sabe si será prudente que se encargue usted ahora de ese trabajo! -repuso él, indeciso, mirando el reloj-. Ahora son las once y cuarenta y tres..., el tren sale a las dos y cinco; tarda cinco horas y cuarto. Llegará usted allí al anochecer, pero no lo suficientemente tarde. Sin embargo, lo esencial no es eso...

- ¡No, lo esencial no es eso! -repitió el ama de la casa, frunciendo las cejas.

- Pues, ¿qué es? -preguntó la madre, acercándose a ellos. - Lo principal es que todo se haga bien ...

Liudmila la miró con fijeza y, pasándose la mano por la frente, observó:

- Será peligroso para usted...

- ¿Por qué? -inquirió la madre con ardor y tono de exigencia.

- ¡Vea por qué! -empezó a decir el doctor precipitadamente, con agitada voz-. Usted ha desaparecido de su casa una hora antes de que detuviesen a Nikolái. Va usted a una fábrica donde también la conocen como tía de la maestra, después de su llegada, aparecen las hojas subversivas. Todo esto se le ceñirá al cuello como un dogal...

- ¡Allí no repararán en mi presencia! -trató de convencerles la madre, acalorándose-. Si, cuando vuelva, me detienen y me preguntan dónde estuve...

Se detuvo un instante y exclamó:

- ¡Ya sabré yo qué decir! De allá, iré al arrabal directamente, allí tengo a un conocido, Sisov; diré que, desde la audiencia, me fui a su casa, como llevada por la pena. Él también ha sufrido una desgracia, pues han condenado a un sobrino suyo. Y confirmará todo eso. ¿Se dan ustedes cuenta...?

Al percibir que cedían ante la fuerza de su deseo, tratando de que accedieran cuanto antes, hablaba con insistencia cada vez mayor. Y ellos acabaron por consentir.

- Bueno, ¡vaya usted! -dijo de mala gana el doctor.

Liudmila -callada y pensativa- iba y venía por la habitación.

Tenía ensombrecido el rostro, hundidas las mejillas, se le destacaban los músculos del cuello en tensión para mantener erguida la cabeza, como si se le hubiera vuelto más pesada de pronto y fuese a caer sobre el pecho. La madre advirtió aquello.

- Todos ustedes procuran guardarme del peligro -dijo sonriendo. En cambio ustedes no se guardan...

- ¡No es cierto! -repuso el doctor-. Nos guardamos, tenemos la obligación de hacerlo, y reprendemos con severidad a quienes malgastan sus fuerzas inútilmente. Bien, entonces le llevarán las hojas a la estación.

Le explicó lo que tenía que hacer y añadió, mirándola a la cara:

- ¡Bueno, que tenga suerte!

Y se marchó, a pesar de todo, descontento. Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Liudmila acercó se a la madre, riendo silenciosa.

- Yo la comprendo...

La cogió del brazo y ambas comenzaron a pasear por la habitación.

- Yo también tengo un hijo. Ya ha cumplido trece años, pero vive con su padre. Mi marido es fiscal suplente. Y el niño está con él. ¿Qué llegará a ser?, me pregunto con frecuencia...

Tembló su voz, empañada; después, de nuevo pensativa, fluyeron suavemente sus palabras:

- Le está educando como un enemigo consciente de las personas que me son más afines y a quienes considero las mejores de la tierra. Mi hijo quizá llegue a ser un enemigo mío. Conmigo no puede vivir, porque yo vivo con nombre supuesto. Hace ocho años que no le veo; esto es mucho... ¡Ocho años!

Parada junto a la ventana, se quedó mirando al cielo, pálido y desierto, y continuó:

- Si él estuviera conmigo, yo sería más fuerte, no tendría esta herida en el corazón, siempre doliéndome. Incluso si se muriera, me sentiría aliviada...

- Querida mía -dijo bajito la madre, percibiendo que el corazón se le encogía de lástima.

- ¡Dichosa usted! -murmuró Liudmila, sonriendo-. Es maravilloso ver a una madre y a un hijo marchando juntos... ¡Rara vez ocurre!

Vlásova, de un modo inesperado para ella misma, repuso:

- ¡Sí, es bueno! -y bajando la voz, como si fuera a confiar un secreto, prosiguió-: Todos ustedes, Nikolái Ivánovich, todos los que están por la verdad marchan también juntos. De pronto, las personas se vuelven como de la familia, yo los comprendo a todos. Las palabras no las entiendo, pero todo lo demás lo comprendo.

- ¿Ah, sí? -exclamó Liudmila-. Bien, muy bien...

La madre le puso la mano en el pecho y, empujándola con dulzura, dijo casi en un susurro y como si estuviese viendo lo que hablaba:

- ¡Los hijos van por el mundo! Yo lo entiendo así: van por el mundo, por toda la tierra, por todas partes, ¡hacia un mismo fin! Las gentes de mejor corazón, de inteligencia honrada, atacan con firmeza todo lo malo, avanzan, pisotean la mentira con sus pies recios. Jóvenes, sanos, ponen toda su fuerza invencible para alcanzar un mismo fin: ¡la justicia! Van en pos de la victoria sobre todo el dolor de la humanidad, se han alzado para aniquilar las desdichas de toda la tierra, van a vencer todo lo monstruoso, ¡y lo vencerán! Nosotros encenderemos un nuevo sol, me dijo uno de ellos, ¡y lo encenderán! Juntaremos en uno todos los corazones rotos, ¡y los juntarán!

Recordaba palabras de oraciones ya olvidadas, inflamándolas con una nueva fe, y su corazón las despedía como si fueran chispas.

- Los hijos van por los caminos de la verdad y de la razón, llevando su amor a todo, y todo lo cubren de un cielo nuevo, todo lo iluminan con un fuego inextinguible que brota del alma. Está naciendo una vida nueva en la llama de amor de los hijos hacia el mundo entero. ¿ Y quién podrá apagar este amor? ¿Quién? ¿Hay alguna fuerza superior a ésta, hay quién pueda vencerla? La tierra la engendró y la vida entera anhela su victoria, ¡la vida entera!

Se separó de Liudmila y sentóse jadeante, fatigada por la emoción. Liudmila se apartó también, sin hacer ruido, con cuidado, como si temiera romper algo. Iba y venía ágil por la habitación, mirando hacia adelante, con la profunda mirada de sus ojos sin brillo. Parecía aún más delgada, más erguida y alta. Su rostro, demacrado y severo, tenía una expresión reconcentrada; apretaba los labios nerviosamente. El silencio tranquilizó al instante a la madre; al advertir el estado de ánimo de Liudmila, le preguntó con tono de culpa, sin alzar la voz:

- Puede que yo haya dicho alguna necedad...

Liudmila se volvió con rapidez, la miró como asustada y respondió presurosa, tendiendo las manos hacia la madre, como si tratase de detener algo:

- No, todo lo que ha dicho es así, ¡así es...! Pero no volvamos a hablar de ello. Que quede tal y como acaba de decirlo -y, ya más tranquila, continuó-: Usted tendrá que marcharse pronto... ¡La estación está lejos!

- ¡Sí, en seguida! ¡Qué contenta estoy, si usted supiera...! ¡Voy a llevar la palabra de mi hijo, la palabra de mi sangre! Pues esto... ¡es como si fuera mi alma!

Sonrió, pero su sonrisa no se reflejó con claridad en el rostro de Liudmila. La madre percibía que ésta, con su moderación, le enfriaba su propia alegría y, de pronto, surgió en ella el deseo obstinado de comunicar a aquel alma severa su fuego, de encenderla para que se pusiera al unísono con su corazón, henchido de alegría. Tomó las manos de Liudmila y, estrechándoselas con fuerza, dijo:

- ¡Querida mía! ¡Qué hermoso es saber que en la vida hay luz para todas las gentes, y que llegará un día en que la vean y fundan sus almas en ella!

Su cara, bondadosa y grande, se estremecía; sus ojos sonreían radiantes, y sus cejas movíanse sobre ellos, como dos alas que avivasen su brillo. Sentíase embriagada por grandes pensamientos, en los que iba poniendo cuanto ardía en su corazón, todo lo experimentado en la vida, para encerrarlos apretados, en los recipientes de cristal, amplios y fuertes, de sus palabras luminosas. Con pujanza cada vez mayor, iban naciendo las palabras en aquel corazón otoñal, alumbrado por la fuerza fecundante de un sol de primavera.

- Es como si a las gentes les hubiera nacido un nuevo Dios. ¡Todo para todos, y todos para todo! Así es como yo os entiendo a vosotros. Sois en verdad todos camaradas, todos de la misma familia, todos hijos de una misma madre: la verdad.

Envuelta de nuevo en la oleada de su excitación, la madre dejó de hablar, tomó aliento, abrió los brazos con amplio ademán, como para dar un abrazo, y continuó:

- Y cuando yo pronuncio en mi interior la palabra ¡camaradas!, oigo con el corazón sus pasos.

Había logrado su propósito. La cara de Liudmila se enrojeció asombrada, sus labios temblaron, y unas grandes lágrimas, transparentes, rodaron de sus ojos.

La madre la abrazó y rió en silencio, con el dulce orgullo de aquella victoria de su corazón.

Al despedirse, Liudmila miró a la madre a la cara y comentó en voz baja:

- ¿Sabe que es muy grato estar con usted?

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