Índice de La madre de Máximo GorkiCapítulo vigésimo segundo - Segunda ParteCapítulo vigésimo cuarto - Segunda ParteBiblioteca Virtual Antorcha

LA MADRE

Máximo Gorki

Segunda parte

CAPÍTULO XXIII


Entre aquella nube de perplejidad y de angustia, bajo el peso de la deprimente espera, vivió dos días silenciosa; al tercero apareció Sáshenka y dijo a Nikolái:

- ¡Todo está preparado! Hoy a la una ...

- ¿Ya? -preguntó él con asombro.

- Sí, ¿y qué tiene de particular? Yo no necesitaba más que encontrar ropa para Ribin y sitio para esconderle, lo demás lo tomó por su cuenta Gobún. Ribin tendrá que andar solamente una manzana de casas; Vesovschikov, disfrazado por supuesto, saldrá a su encuentro, le echará por encima un abrigo, le dará un gorro y le indicará el camino. Yo le esperaré, le cambiaré de ropa y me lo llevaré.

- ¡No está mal pensado! ¿Y quién es ese Gobún? -preguntó Nikolái.

- Usted le conoce. En su casa daba usted las charlas a los mecánicos.

- ¡Ah! ¡Ya recuerdo! Un viejo algo raro ...

- Es hojalatero y soldado retirado. Persona bastante limitada, con un odio inagotable a toda clase de violencias. Tiene algo de filósofo -dijo Sáshenka, pensativa, mirando por la ventana. La madre la escuchaba en silencio y algo impreciso iba madurando en su interior.

- Gobún quiere organizar la fuga de su sobrino. ¿No lo recuerda? Evchenko, aquel herrero que tanto le agradaba a usted, que era tan pulcro e iba tan bien vestido.

Nikolái asintió con la cabeza.

- Lo tiene todo muy bien arreglado -continuó Sáshenka-, pero yo empiezo a dudar del éxito. Los presos pasean todos a la misma hora, y yo creo que, en cuanto vean la escala, muchos van a querer fugarse ...

Cerró los ojos y calló; la madre se acercó a ella.

- Se van a estorbar unos a otros ...

Los tres estaban en pie, junto a la ventana; la madre, detrás de Nikolái y de Sáshenka. Su rápido platicar le iba despertando en el corazón un sentimiento confuso ...

- ¡Yo voy a ir allá! -dijo de pronto.

- ¿Para qué? -preguntó Sáshenka.

- ¡No vaya, querida! Mire que, en una de éstas, ¡va usted a caer...! No lo haga -le aconsejó Nikolái.

La madre le miró y repitió en voz más baja, pero con mayor insistencia:

- Sí. Iré.

Nikolái y la joven cambiaron una mirada. Sáshenka se encogió de hombros y dijo:

- Es comprensible ...

Volvióse hacia Vlásova, la tomó del brazo, se inclinó y le dijo con voz sencilla, muy cercana al corazón de la madre:

- A pesar de todo, le diré que es inútil que espere ...

- ¡Querida mía! -exclamó la madre, atrayéndola hacia sí con mano temblorosa-. Lléveme con usted... ¡no la molestaré! Lo necesito. No creo que esto pueda ser posible... ¡fugarse!

- ¡Irá! -afirmó la muchacha, dirigiéndose a Nikolái.

- ¡Eso es cosa vuestra! -respondió él, bajando la cabeza.

- Pero no podremos estar juntas. Usted se encaminará hacia el campo, en dirección a los huertos. Desde allá se ven los muros de la cárcel. ¿Y si le preguntan qué está usted haciendo allí?

Reanimada, la madre contestó con seguridad:

- ¡Ya encontraré respuesta...!

- No olvide que los carceleros la conocen -dijo Sáshenka-. Y si la ven allí ...

- ¡No me verán! -aseguró la madre.

En su pecho encendióse de pronto, con una luminosidad dolorosa, la esperanza en rescoldo que, sin apercibirse, había llevado consigo todo el tiempo; y la reanimó ...

Y a lo mejor, él también..., pensó mientras se vestía con premura.

Una hora más tarde se encontraba en el campo, tras la cárcel. Un viento fuerte soplaba a su alrededor, hinchándole las faldas, arrastrábase por la tierra helada, hacía temblar la vieja cerca del huerto junto al que ella pasaba y batía con violencia el bajo muro de la cárcel. Rebasando el muro, barría del patio los gritos de alguien y los lanzaba al espacio, elevándose hasta el cielo. Corrían raudas las nubes, dejando entrever pequeños claros luminosos en la altura azul.

Detrás de la madre había un huerto; delante, estaba el cementerio, y a la derecha, a unos veinte metros, la cárcel. Cerca del cementerio, un soldado hacía dar vueltas a un caballo, tirándole del largo ronzal; otro, daba sonoras patadas en la tierra, gritaba, silbaba y reía. Nadie más había cerca de la prisión.

La madre pasó lentamente delante de ellos, hacia la tapia del cementerio, mirando de reojo a la derecha y hacia atrás. Y de pronto, sintió que las piernas le temblaban, que se le tornaban pesadas, como si se le hubiesen helado, fundidas con la tierra: en la esquina de la cárcel apareció un hombre encorvado, con una escalerilla al hombro, que caminaba presuroso, como van siempre los faroleros. La madre pestañeó asustada y miró en seguida hacia donde se hallaban los soldados; éstos continuaban en el mismo sitio, el caballo corría dando vueltas en torno a ellos ... Miró al hombre de la escalera; ya la había colocado contra la pared y subía por ella despacio. Hizo una seña con la mano a los del patio, bajó rápidamente y desapareció tras la esquina de la cárcel. El corazón de la madre latía con violencia y los segundos transcurrían lentos. En el sombrío muro de la prisión, apenas se distinguían los peldaños de la escalera entre las manchas de barro y los desconchados que dejaban al descubierto los ladrillos. Y, de repente, en lo alto apareció una cabeza negra, se alzó todo un cuerpo que pasó por encima del borde y se deslizó muro abajo. Una segunda cabeza, cubierta con un felpudo gorro, surgió, rodó por tierra un gran ovillo negro y, rápidamente, desapareció tras la esquina. Mijaíl enderezóse, miró en derredor, sacudió la cabeza con brusquedad ...

- ¡Corre, corre! -susurró la madre, golpeando la tierra con el pie.

Le zumbaban los oídos, llegaban hasta ella fuertes gritos ... de pronto, una tercera cabeza asomó por el muro. Apretándose el pecho con las manos, la madre miraba petrificada. La cabeza, rubia e imberbe, pugnó por elevarse, tirando hacia arriba, como si quisiera desasirse de alguien, y de repente desapareció tras la tapia. Los gritos eran cada vez más fuertes y alborotadores y el viento arrastraba por el espacio los agudos trinos de los silbatos. Mijáil iba andando a lo largo de la pared, la dejó atrás, cruzó el descampado que se extendía entre la cárcel y las casas de la ciudad ... Parecíale a la madre que iba demasiado despacio y que hacía mal en levantar la cabeza: cualquiera que mirara su rostro, lo recordaría siempre. Y susurró:

- ¡Más deprisa... más deprisa!

Al otro lado del muro de la cárcel restalló un ruido seco y luego un fino chasquido de cristales rotos. Uno de los soldados, afianzando los pies en la tierra, tiraba del caballo; el otro, llevándose la mano a la boca, gritaba algo en dirección a la cárcel; después, volvía de medio lado la cabeza y aguzaba el oído.

La madre, en tensión, torcía el cuello hacia una y otra parte, sus ojos lo veían todo y no daban crédito a nada: habíase realizado demasiado sencilla y rápidamente lo que ella se figuraba tan terrible, tan complicado, y aquella celeridad la había aturdido, embotándole la conciencia. En la calle ya no se veía a Ribin, pasaba un hombre alto con largo abrigo y corría una chiquilla. En la esquina de la cárcel aparecieron tres vigilantes; venían a todo correr, apretados unos contra otros, tendiendo los tres hacia adelante el brazo derecho. Uno de los soldados se precipitó a su encuentro, el otro corría alrededor del caballo, tratando de montarlo, pero el animal, dando respingos, no le dejaba, y todo en derredor del bruto saltaba también. Los silbidos de los pitos, entremezclándose, rasgaban el aire sin cesar. Aquellos silbidos furiosos y alarmantes despertaron en la mujer la conciencia del peligro; estremecida, siguió a lo largo de la tapia del cementerio sin perder de vista a los vigilantes, pero éstos y los soldados desaparecieron veloces tras la otra esquina de la cárcel. Hacia allá, en pos de ellos, con la guerrera desabrochada, iba corriendo el subdirector de la cárcel, a quien la madre tan bien conocía. De alguna parte, surgieron policías, acudió gente a toda prisa ...

El viento se arremolinaba, venía raudo, como satisfecho, trayendo a oídos de la madre jirones de gritos confusos, silbidos ... Aquella barahúnda le alegraba, y apresuró el paso, razonando:

Luego, ¡él también habría podido!

De repente, al doblar la esquina, se topó de manos a boca con dos policías.

- ¡Alto! -gritó jadeante uno de ellos-. ¿No has visto a un hombre con barba?

Ella señaló con el brazo hacia el huerto y contestó tranquilamente:

- Por allí iba corriendo. ¿Por qué?

- ¡Egórov! ¡Pita!

Ella se encaminó hacia casa. Sentía lástima de algo, llevaba en el corazón una amargura y un despecho imprecisos. Al salir del campo, cuando iba a entrar en una calle, le cortó el paso un coche. Alzó la cabeza y vio en su interior a un joven de bigote rubio, rostro pálido y fatigado. Él también la miró. Estaba sentado de medio lado y, quizá por eso, tenía el hombro derecho más alto que el izquierdo.

Nikolái la recibió con alegría.

- Bueno, ¿qué tal?

- Al parecer ha resultado bien ...

Procurando traer a su memoria todos los detalles, empezó el relato de la evasión. Hablaba como si estuviese contando lo que había oído a otra persona y dudara de su verosimilitud.

- ¡Tenemos suerte! -dijo Nikolái, frotándose las manos-. Pero, ¡cuánto temía por usted! ¡Sólo el diablo lo sabe! Mire, Nílovna, acepte mi consejo de amigo, ¡no tenga miedo al juicio! Cuanto más pronto sea, más cerca estará el día de la liberación de Pável, ¡créalo! Tal vez pueda evadirse por el camino. Y el juicio, sobre poco más o menos, ha de ser así ...

Empezó a describirle la vista de la causa; ella escuchaba, comprendiendo que él tenía algún temor, que deseaba tranquilizarla.

- ¿Se figura que vaya decir algo a los jueces? -preguntó de pronto-. ¿Que les vaya pedir algo?

Se levantó él bruscamente, agitó las manos y exclamó ofendido:

- ¡Qué cosas tiene usted!

- Tengo miedo, ¡es verdad! Tengo miedo ... ¡y no sé de qué! -calló, dejando vagar la mirada por la habitación-. Hay momentos en que me figuro que se van a burlar de Pável, que le van a insultar diciéndole: ¡Eh, tú, mujik, hijo de mujik! ¿Qué ocurrencias son ésas? Y Pável es orgulloso y les contestará. O Andréi se burlará de ellos. Son todos tan acalorados. Y es lo que me digo: a lo mejor, pierde la paciencia ... Y me le condenan de manera ... ¡que no vuelvo a verle nunca más!

Nikolái guardaba silencio, sombrío, dándose tirones de la barbita.

- ¡No puedo apartarme de la cabeza estos pensamientos! -continuó la madre en voz baja-. ¡Es espantoso el juicio ese! ¡Se pondrán a examinarlo todo, a sopesado todo! ¡Muy espantoso! Lo terrible no es el castigo, sino el juicio. No sé cómo decirlo ...

Dábase cuenta de que Nikolái no la comprendía, y ello le entorpecía aún más el deseo de hablarle de su espanto.

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