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LA MADRE

Máximo Gorki

Primera parte

CAPÍTULO IV


Una vez, después de cenar, Pável cOrrió los visillos de la ventana, sentóse en un rincón y se puso a leer, luego de haber colgado en la pared, encima de su cabeza, una lámpara de petróleo. La madre, que acababa de recoger los platos en la cocina, se le acercó con precaución.

El alzó la cabeza y la miró a la cara, interrogante.

- Nada, Pasha. No quiero nada -se apresuró a decir, y alejóse turbada, arqueando las cejas. Pero, luego de permanecer inmóvil un rato, pensativa y preocupada, en medio de la cocina, se lavó bien las manos y volvió junto al hijo.

- Quería preguntarte -pronunció en voz baja- qué es lo que lees constantemente.

Él cerró el libro.

- Siéntate, madre ...

Se dejó caer a su lado la madre e irguió el cuerpo, aguzando el oído, en espera de algo importante.

Sin mirarla, en voz queda y, él sabría por qué, con tono muy severo, empezó a hablar:

- Leo libros prohibidos. No nos los dejan leer porque dicen la verdad acerca de nuestra vida obrera ... Se imprimen a escondidas, en secreto, y si los encontrasen en casa, me llevarían a la cárcel ... a la cárcel por haber querido saber la verdad. ¿Comprendes?

Sintió ella de pronto que le faltaba el aliento, abrió mucho los ojos, miró al hijo y le pareció un extraño. Tenía otra voz, más recia, pastosa y sonora. Se atusaba las guías del bigote, fino y sedeño, y miraba de reojo, de un modo extraño, a algún punto del rincón. Ella sentía lástima del hijo y temía por él.

- ¿Y por qué lo haces, Pável? -le preguntó.

Él alzó la cabeza, la miró y contestó tranquilo, en voz baja:

- Quiero saber la verdad.

Su voz no resonaba con fuerza, pero sí con firmeza, y sus ojos brillaban obstinados. El corazón le dio a entender que su hijo se había consagrado para siempre a algo misterioso y terrible. En la vida, todo le parecía inevitable: estaba acostumbrada a someterse sin reflexionar, y ahora se limitaba a llorar en silencio, sin encontrar palabras en su corazón, oprimido por la angustia y la pena.

- No llores -dijo Pável con voz cariñosa y queda, que a ella le pareció una despedida-. Reflexiona, ¿qué vida es la nuestra? Tienes cuarenta años, y dime: ¿has vivido en realidad? El padre te pegaba; yo ahora comprendo que en tu cuerpo descargaba su pesar, el pesar de su existencia: la pena le ahogaba, sin que él mismo supiera de dónde procedía. Trabajó treinta años; empezó cuando la fábrica no ocupaba más que dos naves, y hoy tiene ya siete.

Ella le escuchaba con temor y avidez. Ardían los ojos del hijo, bellos y luminosos; apoyando el pecho en la mesa, habíase acercado a la madre, y casi rozándole el rostro bañado en lágrimas, le expresaba por vez primera la verdad que había llegado a comprender. Con toda su fuerza juvenil y el ardor de un escolar orgulloso de sus conocimientos, que cree firmemente en su veracidad, iba hablando de todo lo que estaba claro para él, y hablaba no tanto para su madre como para probarse a sí mismo. A veces, no encontrando palabras, se detenía, y entonces veía ante él un rostro afligido en el que brillaban opacos unos ojos bondadosos, empañados por las lágrimas. Aquellos ojos miraban con temor y asombro. Tuvo lástima de la madre y de nuevo empezó a hablarle de ella misma, de su vida.

- ¿Qué alegrías has conocido tú? -le preguntó-. ¿Qué recuerdas de bueno en tu pasado?

Ella le escuchaba y movía tristemente la cabeza, sintiendo un algo nuevo, desconocido aún, doloroso y alegre a la par, que acariciaba dulcemente su dolorido corazón. Por vez primera le hablaban así de ella, de su propia existencia, y aquellas palabras iban despertando en su interior unos pensamientos vagos, adormecidos desde hacía mucho; reanimaban suavemente sentimientos apagados, de un impreciso descontento de la vida, pensamientos y recuerdos de su lejana juventud.

Hablaba de su vida con sus amigas, hablaba largamente de todo, pero todas, incluso ella misma, no sabían más que lamentarse; nadie sabía explicar por qué el vivir era tan penoso y tan duro. Y ahora, su hijo estaba sentado frente a ella, y cuanto decían sus ojos, su cara, sus palabras, le llegaba al corazón, llenándola de orgullo por el hijo, que había comprendido bien la existencia de su madre, le hablaba de sus sufrimientos y la compadecía.

A las madres no se las compadece. Ella lo sabía. Todo cuanto el hijo decía sobre la vida de la mujer era una verdad conocida, amarga, y en su pecho palpitaba quedamente un cúmulo de sensaciones que le daban cada vez más calor, como una caricia desconocida.

- ¿Y qué quieres hacer? -le preguntó ella interrumpiéndole.

- Aprender y luego enseñar a los demás. Nosotros, los obreros, tenemos que aprender. Debemos saber, debemos comprender por qué la vida es para nosotros tan penosa.

Era grato para la madre ver los ojos azules del hijo, siempre serios y severos, relucir ahora con tanto cariño y ternura. Una dulce sonrisa de satisfacción asomó a sus labios, aunque en las arrugas de sus mejillas temblaban todavía las lágrimas. Un doble sentimiento la agitaba: estaba orgullosa del hijo, que tan claramente veía la amargura de la vida, pero no podía olvidar que era muy mozo, que no hablaba como sus camaradas, que estaba resuelto a entrar solo en lucha contra la existencia habitual de todos y de ella misma. Hubiera querido decirle:

Hijo mío, ¿qué puedes hacer tú? Pero temió interrumpir su admiración por el hijo, que de pronto se le había revelado tan inteligente ... aunque un poco extraño para ella.

Pável vio la sonrisa en los labios de la madre, la atención en su rostro, el amor en sus ojos; le pareció que le había hecho comprender su verdad, y el juvenil orgullo ante la fuerza de su palabra exaltó la fe que tenía en sí mismo. Lleno de excitación, seguía hablando, y ya sonreía, ya fruncia el ceño; a veces, el odio resonaba en su voz, y cuando la madre oía aquellas palabras vibrantes y rudas, meneaba la cabeza, alarmada, y preguntaba quedo:

- ¿No te equivocarás?

- ¡No! -replicaba él en tono fuerte y firme. Y le hablaba de los que querían el bien del pueblo, de los que sembraban la verdad, viéndose acosados como fieras, metidos en la cárcel y enviados a trabajos forzados y al destierro por los enemigos de la vida ...

- ¡Yo he visto gente así! -exclamó con ardor-. ¡Las mejores gentes de la tierra!

Aquellos seres despertaban el temor de la madre, y sentía nuevos deseos de preguntarle al hijo:

¿No te equivocarás? Pero no se decidía, y, sobrecogida, oíale hablar de aquellas gentes incomprensibles, que habían enseñado a su hijo a pensar y a expresarse de una manera tan peligrosa para él. Al fin, le advirtió:

- Pronto amanecerá ... ¡Deberías acostarte!

- Sí, voy a acostarme -accedió él. E inclinándose hacia la madre, preguntó:

. ¿Me has comprendido?

- ¡Te he comprendido! -suspiró ella.

Nuevamente brotaron de sus ojos las lágrimas y, con ahogado sollozo, agregó:

- ¡Será tu perdición!

Pável se levantó y, después de dar unos paseos por el cuarto, dijo:

- Bueno, ahora ya sabes lo que hago y adónde voy. Ya te lo he dicho todo. Madre, te pido que, si me quieres, ¡no te interpongas en mi camino!

- ¡Querido mío! -exclamó ella-. ¡Mejor hubiera sido para mí no saber nada!

Él le tomó la mano y se la apretó con fuerza entre las suyas.

A ella le conmovieron la palabra madre, pronunciada con tanto ardor, y aquel apretón de manos, nuevo y extraño.

- ¡No haré nada! -repuso con entrecortada voz-. Pero, ¡guárdate! ¡Ten cuidado!

Y sin saber de qué debía guardarse el hijo, añadió tristemente:

- Estás cada día más delgado ...

Y envolviendo en una mirada acariciadora y cálida el cuerpo fornido y esbelto del joven, le dijo con premura, muy bajito:

- ¡Que el Señor sea contigo! Vive como quieras, no te lo impediré. No te pido más que una cosa: ¡no hables con la gente sin precaución! Hay que recelar de ella: ¡todos se odian unos a otros! Viven para la codicia, viven para la envidia. A todos les alegra hacer daño. Cuando empieces a acusarles y a juzgarlos, te aborrecerán, ¡te perderán!

El hijo permanecía en el umbral de la puerta escuchando aquellas angustiadas palabras. Cuando la madre hubo terminado, contestó sonriendo:

- La gente es mala, sí ... Pero cuando supe que en la tierra hay una verdad, ¡los hombres me parecieron mejores ...!

Volvió a sonreír y prosiguió:

- ¡Ni yo mismo entiendo cómo ha sucedido esto! En la niñez, todos me daban miedo ... Cuando me iba haciendo mozo empecé a odiarles; a unos, por su vileza; a otros no sé por qué, ¡porque sí! En cambio ahora todos me parecen distintos de antes; ¿será que me dan lástima? No puedo comprender el motivo, pero en mi corazón hay más ternura desde que he sabido que no todos son culpables de su suciedad ...

Calló un instante, como para escuchar una voz interior, y continuó pensativo, quedamente:

- ¡Así respira la verdad!

La madre le lanzó una ojeada y dijo con voz tenue:

- Has cambiado de manera peligrosa. ¡Ay, Dios mío!

Cuando Pável se hubo dormido, la madre se levantó en silencio y se acercó a él. Yacía boca arriba; el rostro curtido, de rasgos severos y obstinados, perfilábase neto en la blanca almohada. Juntas las manos, que oprimían el pecho, descalza y en camisa, la madre permaneció junto al lecho del hijo, moviendo silenciosa los labios, mientras de los ojos se deslizaban lentos, espaciados, unos lagrimones turbios ...

Y de nuevo volvieron a vivir en silencio, a la vez próximos y lejanos uno de otro.

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