Índice de La madre de Máximo GorkiCapítulo décimosegundo - Primera ParteCapítulo décimocuarto - Primera ParteBiblioteca Virtual Antorcha

LA MADRE

Máximo Gorki

Primera parte

CAPÍTULO XIII


Pável bajó del montón de chatarra y fue a colocarse junto a la madre. Alrededor, todos alborotaban, discutiendo unos con otros, agitados, gritando.

- ¡No conseguirás que vayan a la huelga! -dijo Ribin acercándose a Pável-. La gente es codiciosa, pero cobarde. Se pondrán de tu parte unos trescientos, no más. Y con una horquilla sola, no puedes remover semejante montón de estiércol ...

Pável callaba. Ante él oscilaba la enorme cara negra de la muchedumbre, mirándole exigente a los ojos. El corazón le latía alarmado.

Parecíale que sus palabras habían desaparecido entre aquellos hombres sin dejar huella alguna, como unas escasas gotas de lluvia, caídas en la tierra agostada por larga sequía. Emprendió el regreso a casa, triste, cansado. Detrás de él iban la madre y Sisov, y a su lado, Ribin, atronándole el oído.

- Tú hablas bien, pero no al corazón, ¡eso es! Hay que lanzar la chispa a lo más hondo del corazón. Con la razón, no te harás con la gente; es un calzado demasiado fino y estrecho, ¡y no les entra el pie!

Sisov le decía a la madre:

- ¡Ya es hora de que nosotros, los viejos, nos vayamos al cementerio, Nílovna! Una gente nueva se levanta. ¿Cómo hemos vivido nosotros? Arrastrándonos de rodillas, encorvados siempre sobre la tierra. Y ahora no se sabe con certeza si la gente ha recobrado el conocimiento o si se engaña más que nosotros; pero, en todo caso, no se nos parecen. Ahí tienes a la juventud hablando con el director, como con un igual ... ¡lo mismo! ¡Hasta la vista, Pável Mijáilovich¡ ¡Haces bien, amigo, en estar a favor del pueblo! Si Dios quiere, puede que encuentres caminos y salidas ... ¡Quiéralo Dios!

Y se fue.

- ¡Pues, ea, a morirse! -barbotó Ribin-. Ahora ya no sois hombres, sino masilla, no servís más que para tapar las grietas ... ¿Viste, Pável, quiénes gritaban que te nombrasen delegado? Los que dicen que eres un socialista, un perturbador. ¡Eso es!, ¡ellos mismos! Pensaban: ¿lo echarán?, que lo echen, ¡buen viaje!

- Desde su punto de vista, ¡tienen razón! -dijo Pável.

- También la tienen los lobos cuando destrozan al compañero.

El rostro de Ribin estaba sombrío, su voz temblaba de un modo desacostumbrado.

- Las gentes no confían en las palabras desnudas; hay que sufrir, hay que lavar las palabras con sangre ...

Durante todo el día, Pável estuvo taciturno, sentía cansancio y una inquietud extraña; ardíanle los ojos, que parecían buscar algo. La madre, al apercibirse, le preguntó con cautela:

- ¿Qué tienes, Pável?

- Me duele la cabeza -contestó pensativo.

- Deberías acostarte; voy a llamar al médico.

Él la miró y repuso con premura:

- ¡No, no hace falta! y de pronto, en voz baja, murmuró:

- Soy joven, tengo poca fuerza aún, ¡eso es! No me han creído, no han seguido tras mi verdad; luego no la he sabido decir ... No me encuentro bien, ¡estoy descontento de mí mismo!

Ella, mirándole al rostro sombrío y deseosa de consolarle, le dijo bajito:

- ¡Espera! Hoy no te han comprendido, mañana te comprenderán ...

- ¡Deben comprender! -exclamó él.

- Ya ves, incluso yo comprendo tu verdad ...

Pável se acerco a ella.

- Tú, madre, eres una buena persona ...

Y se volvió. Ella estremecióse, como si le quemaran aquellas palabras suaves, se puso la mano en el corazón y salió, llevándose cuidadosamente la caricia del hijo.

Por la noche, cuando la madre estaba ya durmiendo y él leía en la cama, aparecieron los gendarmes y empezaron de nuevo a escarbar con enfado en todas partes, en el patio, en el desván ... El oficial de tez amarilla se comportó como la primera vez, de manera burlona e insultante, complaciéndose en mofarse de ellos, procurando herir en el corazón. La madre permanecía sentada en un rincón, en silencio, sin apartar los ojos del rostro del hijo. Éste intentaba ocultar su turbación, pero cuando el oficial se reía, movíanse sus dedos de un modo raro, y la madre se daba cuenta de que le costaba trabajo no responder al gendarme y que soportaba sus burlas a duras penas. Aquella vez no era tan grande su miedo como cuando hicieron el primer registro; sentía más odio a aquellos huéspedes nocturnos, grises, con espuelas en las botas, y el odio dominaba al sobresalto.

Pável logró susurrarle al oído:

Me llevarán ...

Ella bajó la cabeza y contestó quedo:

Ya me doy cuenta.

Se daba cuenta de que llevarían a la cárcel al hijo por las palabras dichas a los obreros. Pero todos estaban de acuerdo con lo que había dicho él, y todos debían salir en su defensa; por consiguiente, no le tendrían encerrado mucho tiempo ...

Hubiera querido llorar, estrechar al hijo entre sus brazos; pero junto a ella estaba el oficial, mirándola con los ojos entornados. Le temblaban los labios y sus bigotes se estremecían. A Vlásova le pareció que aquel hombre esperaba sus lágrimas, sus súplicas y lamentos. Reuniendo todas sus fuerzas, procurando hablar lo menos posible, estrechó la mano del hijo y, contenido el aliento, despacio, quedo, le dijo:

- Hasta la vista, Pável ... ¿Llevas todo lo necesario?

- Sí, no pases pena ...

- Que Cristo sea contigo ...

Cuando se lo llevaron, sentóse en el banco y, cerrados los ojos, empezó a llorar en silencio. Apoyada la espalda contra la pared, como solía hacer el marido, fuertemente encadenada por la angustia y el agraviante sentimiento de su impotencia, echada hacia atrás la cabeza, estuvo llorando largo rato, con sollozos monorrítmicos, dejando escapar en ellos el dolor de su corazón herido. Ante ella, como una mancha inmóvil, continuaba la faz amarilla de ralos bigotes, y los ojos entornados la miraban con expresión satisfecha. En el pecho iban enrollándosele, como un ovillo negro, la exasperación y el rencor contra las gentes que le quitaban el hijo a la madre por haber buscado la verdad.

Hacía frío y la lluvia golpeaba en los cristales; parecía que, en la noche, unas figuras grises de anchas caras rojas, sin ojos, y de largos brazos rondaban acechantes en tomo a la casa. Andaban, y apenas se percibía el tintineo de sus espuelas.

Ojalá me hubieran llevado a mí también, pensó la madre.

Aulló la sirena ordenando a la gente que volviera al trabajo. Aquella mañana su aullido era sordo, bajo, vacilante ... Abrióse la puerta y entró Ribin. Se detuvo ante ella y, limpiándose con la mano las gotas de lluvia que le resbalaban por la barba, preguntó:

- ¿Se lo han llevado?

- ¡Se lo han llevado los malditos! -repuso ella suspirando.

- ¡Vaya un asunto! -dijo Ribin sonriendo-. A mí también me han hecho un registro, me han cacheado; sí ... me han injuriado, pero, sin embargo, no me han ofendido. De modo que se llevaron a Pável, ¿eh? El director guiñó el ojo, el gendarme asintió con la cabeza, ¡y ya no hay hombre! Ellos viven en buena armonía. Unos ordeñan al pueblo y otros lo sujetan por los cuernos.

- ¡Vosotros deberíais defender a Pável! -exclamó la madre levantándose-. Lo ha hecho por el bien de todos.

- ¿Quiénes deberían defenderlo?

- ¡Todos!

- ¡Qué ocurrencia! No, eso no lo esperes.

Sonriendo, salió con su andar pesado, aumentando el dolor de la madre con aquellas rudas palabras de desesperanza.

¿Y si le pegan y le torturan...? Imaginóse el cuerpo de su hijo, maltrecho, desgarrado, cubierto de sangre, y el espanto le oprimió el pecho, como una losa fría. Le dolían los ojos.

No encendió la lumbre, ni se hizo comida, ni bebió té; solamente, ya anochecido, comió un pedazo de pan. Y cuando se hubo acostado, pensó que jamás, en toda su vida, habíase sentido tan sola, tan desamparada.

En los últimos años se había acostumbrado a vivir en espera continua de algo importante, venturoso. A su alrededor se movía la juventud, alentadora, bulliciosa, y siempre tenía ante ella el rostro grave del hijo, creador de aquella vida, llena de inquietud, pero buena. Y ahora él no estaba allí, y ya no existía nada.

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