Índice de Arsenio Lupín, caballero ladrón de Maurice LeblancAnteriorBiblioteca Virtual Antorcha

HERLOCK SHOLMES LLEGA DEMASIADO TARDE

- Es extraño lo que usted se parece a Arsenio Lupin, Velmont.

- ¡Ah! ¿Usted le conoce?

- ¡Oh! Como todo el mundo, por sus fotografías, las cuales ninguna se parece a las demás, pero cada una de ellas deja la impresión de una fisonomía idéntica ..., que es verdaderamente la de usted.

Horacio Velmont pareció más bien humillado.

- ¡Verdad que es así, mi querido Devanne! Y no es usted el primero que me hace esto abservación, créalo.

- Tanto es así -insistió Devanne-, que si usted no me hubiera sido recomendado por mi primo Estrevan, y si no fuera usted el conocido pintor cuyas marinas yo tanto admiro, me pregunto si no habría avisado yo a la Policía de vuestra presencia en Dieppe.

La ocurrencia fue acogida con una risa general. Estaban allí, en el gran salón comedor del castillo de Thibermesnil, además de Velmont, el padre Gélis, párroco de la aldea, y una docena de oficiales del Ejército cuyos regimientos hacían maniobras en las vecindades, y los cuales habían respondido con su presencia a la invitación del banquero Jorge Devanne y de su madre. Uno de ellos exclamó:

- Pero ¿es que acaso, y precisamente, la presencia de Arsenio Lupin ha sido señalada en la costa, después de su famoso golpe en el rápido de París a El Havre?

- En efecto, hace de eso tres meses, y la semana siguiente conocí en el casino a nuestro excelente Velmont, quien desde entonces ha tenido la gentileza de honrarme con algunas visitas ..., agradable preludio de una visita domiciliaria que me hará uno de estos días ..., ¡O, más bien, una de estas noches!

Se rió de nuevo, y los concurrentes pasaron al antiguo salón de los guardias, vasta estancia, muy alta, que ocupaba toda la parte inferior de la torre de Guillermo y donde Jorge Devanne ha reunido las incomparables riquezas acumuladas a través de los siglos por los señores de Thibermesnil.

La decoran cofres y aparadores, morillos y candelabros. De las paredes de piedra cuelgan magníficos tapices. Los alféizares de las cuatro ventanas son profundos, provistos de bancos, y terminan en dos vidrieras ojivales con los vidrios encuadrados en plomo. Entre la puerta y la ventana de la izquierda se yergue una biblioteca monumental, estilo Renacimiento, en el frontis de la cual se lee en letras de oro: Thibermesnil, y por encima de este nombre la divisa de la familia: Haz lo que quieras.

Y mientras se encendían los cigarros puros, Devanne prosiguió:

- Solamente que dése usted prisa, Velmont. Esta es la última noche que le queda.

- ¿Y por qué? -preguntó el pintor, quien decididamente tomaba la cosa como una broma.

Devanne iba a responder cuando su madre le hizo una seña. Pero la excitación provocada por la comida y el deseo de interesar a sus huéspedes triunfaron.

- ¡Bah! -murmuro-. Ya puedo hablar ahora. Ya no hay que temer a una indiscreción.

Los concurrentes se sentaron en torno a él con viva curiosidad, y él declaró, con el aire satisfecho de alguien que anuncia una gran noticia:

- Mañana, a las cuatro de la tarde, Herlock Sholmes, el gran policía inglés para quien no existen misterios; Herlock Sholmes, el más extraordinario descifrador de enigmas que jamás se haya visto, el prodigioso personaje que parece forjado de pies a cabeza por la imaginación de un novelista, Herlock Sholmes, será mi huésped.

Hubo exclamaciones. ¡Herlock Sholmes en Thibermesnil! ¿Era esto en serio? ¿Arsenio Lupin se encontraba entonces realmente en aquella región?

- Arsenio Lupin y su banda no andan lejos. Sin contar el asunto del barón de Cahorn, ¿a quién pueden atribuirse, pues, los robos de Montigny, de Gruchet y de Crasville sino a nuestro ladrón nacional? Y hoy me toca a mí.

- ¿Y fue usted avisado con anticipación como lo fue el barón de Cahorn?

- La misma treta no tiene éxito dos veces.

- ¿Entonces?

- ¿Entonces? He aquí ...

Se levantó y con el dedo señaló hacia una de las estanterías de la biblioteca, indicando un pequeño espacio vacío entre dos enormes infolios. Y añadió:

- Había ahí un libro, un libro del siglo dieciséis titulado Crónica de Thibermesnil y que constituía la historia del castillo desde su construcción por el duque de Rollon sobre el lugar de una fortaleza feudal. Contenía tres láminas grabadas. Una representaba una vista suelta de estos dominios en su conjunto; la segunda, el plano de los edificios, y la tercera (yo llamo la atención de usted sobre esto), el trazado de un subterráneo, una de cuyas salidas se abre al exterior de la primera línea de murallas y la otra desemboca aquí, sí, en esta misma sala donde nos encontramos. Pues bien: ese libro ha desaparecido desde hace un mes.

- ¡Caramba! Eso es una mala señal -dijo Velmont-. Pero eso solo no es suficiente para motivar la intervención de Herlock Sholmes.

- Cierto, eso no hubiera bastado en modo alguno si no hubiera ocurrido otro hecho que da a aquel que acabo de contar toda su significación. Existía en la Biblioteca Nacional un segundo ejemplar de esa Crónica y ambos ejemplares diferían en ciertos detalles concernientes al subterráneo, tales como la inclusión de un perfil y de una escala y diversas anotaciones, que no estaban impresas, sino solamente escritas con tinta, y más o menos borrosas. Yo sabía esas particularidades, como sabía también que el trazado definitivo no podía ser reconstruido sino mediante una confrontación minuciosa de las dos cartas. Mas al día siguiente de haber desaparecido mi ejemplar, el de la Biblioteca Nacional había sido solicitado por un lector que luego se lo llevó, sin que fuese posible determinar las condiciones en que el robo se efectuó.

Estas palabras fueron acogidas con grandes exclamaciones.

- Ahora sí que el asunto se pone serio.

- Pero la Policía esta vez -dijo Devanne- se ha conmocionado y se abrió una doble investigación, la cual, por lo demás, no dio resultado alguno.

- Como todas las investigaciones de que es objeto Arsenio Lupin.

- Precisamente. Fue entonces cuando me vino a la imaginación el pedir la ayuda de Herlock Sholmes, el cual me respondió que sentía el más vivo deseo de entrar en contacto con Arsenio Lupin.

- ¡Qué gloria para Arsenio Lupin! -dijo Velmont-. Pero si nuestro ladrón nacional, como usted le llama, no alimenta ningún proyecto relacionado con Thibermesnil, entonces Herlock Sholmes no tendrá otra cosa que hacer sino ponerse a darle vueltas a los pulgares.

- Pero hay otra cosa y que le interesa vivamente: el descubrir el subterráneo.

- ¡Cómo! ¿Acaso no había dicho usted antes que una de las entradas daba al campo y la otra a este mismo salón?

- ¿Dónde? ¿En qué lugar del salón? La línea que representa el subterráneo sobre las cartas desemboca, en efecto, en un pequeño círculo acompañado de estas dos mayúsculas, T. G., lo cual significa, sin duda, ¿verdad?, Torre de Guillermo. Pero la torre es redonda, ¿y quién podría determinar en qué lugar del círculo está la trampa del trazado del diseño?

Devanne encendió un segundo cigarro y se sirvió una copa de benedictino. Los concurrentes le asediaban a preguntas. El sonreía feliz del interés que había suscitado. Finalmente. prosiguió:

- El secreto se ha perdido. Nadie en el mundo lo conoce. De padres a hijos, dice la leyenda, los poderosos señores del castillo se lo transmitían en su lecho de muerte, hasta el día en que Godofredo, último del nombre, murió decapitado en el cadalso, el siete de termidor, a los diecinueve años.

- Pero después de un siglo debiera haberse buscado ...

- Ya se ha buscado, pero en vano. Yo mismo, cuando le compré este castillo al bisnieto del convencional Leribourg, hice realizar búsquedas en él. Pero ¿para qué? Piensen ustedes que esta torre, rodeada de agua, no está unida al castillo más que por un puente y que, en consecuencia, es preciso que el subterráneo pase por debajo de los antiguos fosos. El plano que había en la Biblioteca Nacional muestra, por lo demás, un enlace de cuatro escaleras que tienen cuarenta y ocho peldaños, lo cual hace suponer una profundidad de más de diez metros. Y la escala, aneja al otro plano, fija la distancia en doscientos metros. En realidad, todo el problema está ahí, entre este entarimado, este techo y estos muros. En verdad, confieso que tengo mis dudas en demolerlos.

- ¿Y no existe ningún indicio?

- Ninguno.

El padre Gélis objetó:

- Señor Devanne, debemos tomar en cuenta dos citas distintas.

- ¡Oh! -exclamó el señor Devanne, riendo-. El padre cura es un husmeador de archivos, un gran lector de memorias, y todo cuanto se refiere a Thibermesnil le apasiona. Pero la explicación de que habla no sirve más que para embrollar las cosas.

- ¿Más todavía?

- ¿Le interesa a usted este tema?

- Enormemente.

- Entonces, usted sabrá que de sus lecturas resulta que dos reyes de Francia fueron poseedores de la clave del enigma.

- ¡Dos reyes de Francia!

- Sí; Enrique Cuarto y Luis Dieciséis.

- Esos no son unos cualquieras. ¿Y cómo es que el señor cura sabe eso?

- ¡Oh! Es muy sencillo -continuó Devanne-. La antevíspera de la batalla de Arques, el rey Enrique Cuarto vino a cenar y dormir en este castillo. A las once de la noche, Luisa de Tancarville, entonces la más hermosa mujer de Normandía, fue introducida cerca de él por el subterráneo, con la complicidad del duque de Edgard, quien en esta ocasión hizo entrega del secreto de familia. Este secreto, Enrique Cuarto lo confió más tarde a su ministro Sully, el cual cuenta la anécdota en sus Reales economías de Estado, sin acompañarla de otro comentario que esta frase incomprensible:

El hacha voltea, el aire se estremece, pero el ala se abre y se vuela hasta Dios.

Hubo un silencio, y luego Velmont dijo con sonrisa irónica:

- Eso no es de una claridad cegadora.

- ¿Verdad que no? El señor cura pretende que Sully puede haber dado en esas palabras la clave del enigma sin traicionar el secreto a los escribientes a los cuales él les dictaba sus memorias.

- La hipótesis es ingeniosa.

- Estoy de acuerdo, pero ¿qué quiere decir el hacha que voltea y el pájaro que emprende el vuelo?

- ¿Y qué significa eso de que va hasta Dios?

- ¡Misterio!

Velmont continuó:

- ¿Y fue acaso para recibir también la visita de una dama que Luis Catorce se hizo abrir el subterráneo?

- Lo ignoro. Todo lo que está permitido decir es que Luis Catorce se hospedó en mil setecientos ochenta y cuatro en Thibermesnil, y que la famosa armadura de acero encontrada en El Louvre por la denuncia de Gamain encerraba un papel con estas palabras escritas por él: Thibermesnil: dos-seis-doce.

Horacio Velmont soltó una carcajada, y dijo:

- ¡Victoria! Las tinieblas se disipan cada vez más. Dos veces seis suman doce.

- Ríase usted cuanto quiera, señor -replicó el cura-. Ello no impide que esas dos citas contengan la solución y que un día u otro aparecerá alguien que sepa intérpretarlas.

- En primer lugar lo hará Herlock Sholmes -dijo Devanne-. A menos que Arsenio Lupin no se le adelante. ¿Qué piensa usted de eso, Velmont?

Velmont se levantó, puso la mano sobre el hombro de Devanne y declaró:

- Yo pienso que a los datos proporcionados por el libro de usted y por el de la Biblioteca Nacional les faltaba una información de la mayor importancia, y que usted ha tenido la gentileza de ofrecerme. Se lo agradezco.

- ¿De modo que ...?

- De modo que ahora, habiendo volteado el hacha y habiendo huido el pájaro y que dos veces seis suman doce, ya no me queda más que ponerme en campaña.

- Sin perder un minuto.

- Sin perder un segundo. ¿Acaso no es preciso que esta noche, es decir, antes de la llegada de Herlock Sholmes, yo robe vuestro castillo?

- Sí, la realidad es que usted no dispone más que del tiempo indispensable. ¿Quiere usted que yo le acompañe?

- ¿Hasta Dieppe?

- Hasta Dieppe. Aprovecharé la ocasión para traer aquí al señor y a la señora de Androl y a una joven, hija de amigos suyos, que llegarán en el tren de medianoche.

Y dirigiéndose luego a los oficiales, Devanne agregó:

- Además, nosotros volveremos a reunirnos mañana aquí para almorzar, ¿verdad, señores? Cuento completamente con ustedes, puesto que este castillo debe ser atacado por los regimientos de ustedes y tomado por asalto al sonar las once.

La invitación fue aceptada, y la reunión se disolvió. Momentos más tarde, un coche Etoile d'Or llevaba a Devanne y Velmont por la carretera de Dieppe. Devanne dejó al pintor delante del casino y se dirigió a la estación.

A medianoche sus amigos descendían del tren. Y a las doce y media, el automóvil franqueaba las puertas del castillo de Thibermesnil. A la una, después de una cena ligera servida en el salón, cada cual se retiró a sus habitaciones. Poco a poco todas las luces del castillo se extinguieron y este quedó envuelto en el gran silencio de la noche.

Pero la luna apartó las nubes que la cubrían como velos, y la luz lunar, penetrando por las ventanas, llenó el salón de claridad. Esto solo duró un instante. Muy pronto la luna volvió a ocultarse detrás de la cortina de las colinas. El silencio creció y las sombras se hicieron más espesas. Apenas si de cuando en cuando el crujir de algún mueble cortaba el silencio, o bien el gemido de dos rosales sobre el estanque que baña los viejos muros con sus aguas verdes.

El reloj de péndulo desgranaba las cuentas del rosario infinito de los segundos. El reloj dio las dos de la madrugada. Luego, de nuevo, los segundos cayeron presurosos y monótonos en la pesada paz de la noche. Después sonaron las tres.

Y de pronto, algo restalló, como un sonido semejante al de un disco de señales que se abre y se cierra al paso de un tren. Y un fino chorro de luz atravesó el salón de parte a parte, algo así como una flecha que dejó detrás de sí una cola chispeante. Brotaba de la estría central de una columna sobre la que se apoyaba, a la derecha del frontis, la biblioteca. La luz quedó inmóvil primero sobre el panel opuesto, en un círculo resplandeciente, y luego paseó por todas partes como un ojo inquieto que escudriñara las sombras; luego se desvaneció para brillar de nuevo, mientras una parte de la biblioteca parecía girar sobre sí misma y desenmascaraba una abertura en forma de bóveda.

Penetró un hombre sosteniendo en una mano una linterna eléctrica. Otro hombre y luego otro más surgieron a su vez, portadores de un rollo de cuerdas y de diferentes instrumentos. El primero inspeccionó la estancia y ordenó:

- Llamad a los camaradas.

De esos camaradas, ocho llegaron por el subterráneo; eran hombres vigorosos y de rostro enérgico. El saqueo comenzó.

Fue una operación rápida. Arsenio Lupin pasaba de un mueble a otro, lo examinaba y, según sus dimensiones o su valor artístico, lo dejaba abandonado o bien ordenaba:

- ¡A llevárselo!

Los secuaces lo erguían y era tragado por la boca del túnel y expedido a las entrañas de la tierra.

Y así desaparecieron escamoteados seis butacones y seis sillas Luis XV, tapices de Aubusson, candelabros firmados por Gouthiére y dos Fragonard y un Natier, así como un busto de Houdon y unas estatuillas. A veces, Lupin se detenía ante un magnífico armario o un soberbio cuadro y suspiraba:

- ¡Este es demasiado pesado ..., demasiado grande! ... ¡Qué pena!

Y proseguía su exploración.

En cuarenta minutos el salón quedó limpio, según la expresión de Arsenio. Y todo aquello se había llevado a cabo en un orden admirable, sin ruido alguno, cual si todos los objetos que manejaban aquellos hombres hubiesen estado protegidos por una gruesa guata.

Entonces, al último de los hombres, que se iba cargado de un reloj de pared firmado por Boule, le dijo:

- Ya es inútil volver. Queda entendido que inmediatamente que el auto-camión esté cargado, salís rápidamente para la granja de Roquefort.

- ¿Y usted, patrón?

- Que me dejen la motocicleta.

Una vez que el hombre se fue, empujó el lienzo de pared móvil de la biblioteca y luego de haber hecho desaparecer todas las huellas del desvalijamiento y borrado las marcas de pasos, levantó un cortinón y penetró en una galería que servía de comunicación entre la torre y el castillo. En medio había una vitrina, y era a causa de esa vitrina que Arsenio Lupin babía proseguido sus investigaciones.

Dicha vitrina contenía maravillas, entre ellas una colección única de relojes, tabaqueras, sortijas, cadenas de señora con dijes y miniaturas que constituían los más hermosos trabajos. Con unas pequeñas tenazas forzó la cerradura y para él constituyó un placer inmenso el adueñarse de tales joyas de oro y de plata, de aquellas pequeñas obras de arte tan precioso y delicado.

Llevaba colgada en bandolera en torno al cuello una pequeña bolsa de tela especialmente preparada para esas gangas. La llenó. Y llenó igualmente los bolsillos de su americana, y los del pantalón y del chaleco. Y apretaba con su brazo izquierdo un montón más de aquellos adornos de perlas, tan del gusto de nuestros antepasados y que la moda actual busca tan apasionadamente ..., cuando un ligero ruido llegó a sus oídos.

Escuchó: no, no estaba equivocado, el ruido podía distinguirse.

Y de pronto recordó: en la extremidad de la galería había una escalera interior que conducía a un departamento desocupado hasta entonces, pero que desde esta noche había quedado reservado a aquella joven señorita que Devanne había ido a buscar a Dieppe con sus amigos los Androl.

Con ademán rápido apretó el resorte de la linterna; esta se apagó. Apenas había ganado el hueco de una ventana, cuando en lo alto de la escalera se abrió una puerta y una débil claridad alumbró la galería.

Tuvo la sensación -pues medio oculto como estaba tras una cortina apenas podía ver- de que una persona bajaba los peldaños de la escalera con precaución. Esperaba que no fuese más allá. Aquella persona, no obstante, continuó bajando y avanzó algunos pasos dentro de la galería. Y entonces lanzó un grito. Sin duda había divisado la vitrina violentada y vaciadas las tres cuartas partes de su contenido.

Por el olor a perfume reconoció la presencia de una dama. Sus ropas rozaban casi la cortina tras la cual él se ocultaba y hasta le pareció escuchar los latidos del corazón de aquella mujer y que ella, a su vez, adivinaba la presencia de otro ser allí cerca, en la sombra, al alcance de su mano ... Lupin se dijo:

Ella tiene miedo ..., va a marcharse ..., es imposible que no se marche.

Pero no se fue en modo alguno. La lámpara que temblaba en su mano se aferró en esta. La mujer se volvió, dudó un instante, pareció escuchar el aterrador silencio y luego, con un movimiento rápido, apartó la cortina.

Se miraron.

Arsenio Lupin murmuró, sorprendido:

- Usted ..., usted ..., señorita.

Era la señorita Nelly.

¡La señorita Nelly! La pasajera del transatlántico; aquella joven que había mezclado sus sueños a los del joven durante la inolvidable travesía; aquella que había presenciado su detención y que, para no traicionarle, había tenido el hermoso gesto de arrojar al mar la cámara fotográfica donde él había ocultado las joyas y los billetes de Banco ... ¡La señorita Nelly! Aquella amada y sonriente criatura cuya imagen había entristecido o alegrado tan a menudo sus largas horas en la cárcel.

El azar era tan prodigioso, que los ponía a uno en presencia del otro en este castillo y a esta hora de la noche, y ninguno se sentía capaz de pronunciar una sola palabra, estupefactos, como hipnotizados por la fantástica aparición que constituía cada cual para el otro.

Temblorosa, como abrumada por la emoción, la señorita Nelly hubo de sentarse.

Lupin quedó en pie frente a ella. Y poco a poco, en el curso de los segundos interminables que transcurrieron, tuvo conciencia de la impresión que debía de producir en ese instante, con los brazos cargados de joyas, los bolsillos también llenos y su bolsa repleta hasta desbordar. Se sintió invadido por una gran confusión y enrojeció al encontrarse allí, en aquella miserable postura de un ladrón sorprendido en flagrante delito. Para ella, en lo futuro, se hiciera lo que se hiciera de él, sería siempre el ladrón, un hombre que mete las manos en los bolsillos de los demás, el que violenta puertas y se introduce en las casas furtivamente.

Uno de los relojes cayó al suelo y rodó por la alfombra. Y otro también. Otras cosas más se desprendieron de su brazo, no sabiendo cómo retenerlas. Entonces, decidiéndose bruscamente, dejó caer sobre una butaca una parte de los objetos; después vació sus bolsillos y se deshizo de su bolsa.

Así sintióse más desenvuelto ante la señorita Nelly; avanzó un paso hacia ella con la intención de hablarle. Pero ella hizo un gesto de repulsa y luego se levantó vivamente, como asaltada por el miedo, y se precipitó hacia el salón. El cortinón cayó sobre ella y Lupin se le acercó. La muchacha estaba allí sobrecogida, temblorosa, y sus ojos contemplaban con terror la inmensa estancia desvalijada.

Inmediatamente, él le dijo:

- Mañana, a las tres, todo volverá a su sitio ... Los muebles serán traídos de nuevo ...

Ella no respondió, y él repitió:

- Mañana, a las tres, yo me comprometo ... Nada en el mundo podrá impedirme el cumplir mi promesa ... Mañana, a las tres ...

Un prolongado silencio caía pesadamente sobre ellos. Lupin no se atrevía a romperlo y la emoción de la joven le causaba un verdadero sufrimiento. Suavemente, despacio, sin una palabra, él se alejó de ella.

Y él pensaba:

Que se marche ... Que se sienta libre de irse ... Que ella no tenga miedo de mí ...

Pero, de pronto, ella se estremeció, y balbució:

- ¡Escuche! ... Pasos ... Oigo pasos ...

El la miró con sorpresa. Ella parecía turbada, sorprendida y emocionada como por la proximidad de un peligro.

- Yo no oigo nada ...; y, de todos modos ...

- ¡Cómo! Pero usted precisa huir ..., pronto ..., huya ...

- Huir ... ¿Por qué?

- Es preciso ..., es preciso ... ¡Ah! No se quede usted ...

Rápida, corrió hacia la galería y aprestó el oído. No, no había nadie. ¿Acaso el ruido venía de afuera? .. La joven esperó unos segundos y luego, ya tranquilizada, regresó.

Arsenio Lupin ya había desaparecido.

En el mismo instante que Devanne descubrió el saqueo de su castillo, se dijo:

Fue Velmont quien dio el golpe, y Velmont no es otro que Arsenio Lupin.

Todo se explicaba así y nada se explicaba de otro modo. Esta idea, por lo demás, no hizo sino rozar ligeramente la cuestión, de tal modo resultaba inverosímil que Velmont no fuera precisamente Velmont, es decir, el conocido pintor, el camarada de círculo de su primo Estrevan. Y cuando el brigadier de la Gendarmería, inmediatamente advertido, se presentó, a Devanne ni siquiera se le ocurrió comunicarle semejante suposición absurda.

En el castillo de Thibermesnil, la mañana transcurrió en un ir y venir indescriptible, con la presencia de los gendarmes, el guardabosque, el comisario de Policía de Dieppe, los vecinos de la aldea y todo un mundo que se agitaba en los pasillos, o en el parque, o en torno al castillo. Y la proximidad de las tropas en maniobras, la trepidación de los disparos de la fusilería contribuían a lo pintoresco de la escena.

Las primeras investigaciones no proporcionaron indicio alguno. Como quiera que las ventanas no habían sido violentadas ni fracturadas las puertas, sin duda alguna el desvalijamiento de la mansión se había afectuado por el subterráneo secreto. Sin embargo, en las alfombras no había huella alguna de pasos, así como tampoco en las paredes aparecía ninguna marca sospechosa.

Solamente se registró un hecho inesperado que denotaba bien a las claras la fantasía de Arsenio Lupin: la famosa crónica del siglo XVI había vuelto a ocupar su antiguo lugar en la estantería, y a su lado se encontraba otro libro parecido, que no era otro que el ejemplar robado a la Biblioteca Nacional.

A las once de la mañana llegaron los oficiales. Devanne los acogió alegremente. A fin de cuentas, el disgusto que pudiera causarle la pérdida de aquellas riquezas de arte, su fortuna podía permitirle el soportarlo sin mal humor. Sus amigos, los Androl y Nelly, bajaron.

Una vez hechas las presentaciones, se advirtió que faltaba uno de los invitados: Horacio Velmonto ¿Acaso no vendría?

Su ausencia hubiera despertado las sospechas de Jorge Devanne. Pero exactamente a mediodía Velmont hizo su entrada, y Devanne exclamó:

- ¡Bienvenido! ¡Ya estáis aquí!

- ¿Acaso no soy puntual?

- Sí, pero pudierais no haberlo sido ... después de una noche tan agitada. Porque ... ya sabréis la noticia.

- ¿Qué noticia?

- Que usted ha robado el castillo.

- ¡Vamos!

- Como os lo digo. Pero antes de nada ofrezca su brazo a la señorita Underdown y pasemos a la mesa ... Señorita, permítame ...

Se interrumpió, sorprendido por la turbación de la joven. Luego, de repente, recordando, añadió:

- Es verdad; a propósito, usted viajó con Arsenio Lupin en cierta ocasión, antes de su detención ... El parecido la sorprende a usted, ¿verdad?

Ella no respondió. Ante ella, Velmont sonreía. Se inclinó y ella tomó su brazo. La acompañó a su sitio y se sentó enfrente de ella.

Durante el almuerzo no se habló más que de Arsenio Lupin, de los muebles desaparecidos, del subterráneo y de HerIock Sholmes. Solamente al terminar el almuerzo, cuando ya se empezaba a hablar de otros temas, Velmont se mezcló en la conversación. Se mostró tan pronto divertido, como grave, elocuente y espiritual. Y todo cuanto decía parecía decirIo solamente para interesar a la joven. Muy absorta, ella parecía no escucharle.

Se sirvió el café en la terraza que da sobre el patio de honor y el jardín francés, del lado de la fachada principal. En medio del césped, la banda del regimiento se puso a tocar, y la multitud, compuesta de aldeanos, se expandió por las avenidas del parque.

Mientras tanto, Nelly recordaba la promesa de Arsenio Lupin:

A las tres todo estará aquí, yo me comprometo.

¡A las tres! Y las agujas del gran reloj que ornaba el ala derecha del castillo marcaban las dos y cuarenta. Ella las miraba, aun contra su voluntad, a cada instante. Y miraba también a Velmont, que se balanceaba tranquilamente en una mecedora.

Las dos y cincuenta ..., las dos y cincuenta y cinco ... Una especie de impaciencia mezclada de angustia dominaba a la joven. ¿Cabía admitir que el milagro se realizase en el minuto fijado cuando el castillo, el patio y el campo estaban llenos de gente y cuando en esos mismos momentos el fiscal de la República y el juez de instrucción llevaban a cabo su investigación?

¡Y, no obstante ..., no obstante, Arsenio Lupin había prometido aquella solemnidad! Ocurrirá tal como él lo ha dicho, pensó ella, impresionada por todo lo que había en aquel hombre de energía, autoridad y certidumbre. Y no le parecía un milagro, sino un acontecimiento natural, que debía producirse por la fuerza de los hechos.

Durante un segundo sus miradas se cruzaron. Ella enrojeció y volvió la cabeza hacia otro lado.

Las tres ... Sonó la primera campanada, la segunda, la tercera ... Horacio Velmont sacó su reloj, alzó los ojos para mirar al de la torre y luego volvió a meter el suyo en el bolsillo. Transcurrieron unos segundos. Y he aquí que la multitud abrió paso por en medio del césped, dejando el camino expedito a dos carros que acababan de franquear la puerta del parque, tirados cada uno por un tronco de caballos. Eran de esos furgones que van siguiendo a los regimientos y que transportan las cantinas de los oficiales y los sacos de los soldados. Se detuvieron ante la escalinata. Un sargento furriel saltó de uno de los asientos y preguntó por el señor Devanne.

Devanne acudió y bajó las escaleras. Sobre los carros vio cuidadosamente colocados y bien envueltos sus muebles, sus cuadros, sus objetos de arte.

A las preguntas que le fueron formuladas, el furriel respondió mostrando la orden que había recibido del ayudante de servicio, y que ese ayudante había a su vez recibido por la mañana. Mediante esa orden, la segunda compañía del cuarto batallón debería proveer a fin de que los objetos y muebles depositados en la encrucijada de Halleux, en el bosque de Arques, fuesen llevados a las tres al señor Jorge Devanne, propietario del castillo de Thibermesnil. Firmaba la orden el coronel Beauvel.

- En la encrucijada -agregó el sargento- todo estaba listo, alineado sobre el césped y bajo la guardia de ... unos aldeanos. Esto me pareció raro, pero la orden era categórica.

Uno de los oficiales examinó la firma de la orden: estaba perfectamente imitada, pero era falsa.

La banda había dejado de tocar, se vaciaron los furgones y se reintegraron los muebles a sus respectivos lugares.

En medio de tal agitación, Nelly permaneció sola en el extremo de la terraza. Estaba con aire grave y preocupado, agitada por pensamientos confusos que no buscaba formular. De pronto vio a Velmont que se acercaba. Ella quiso evitarle, pero el ángulo de la balaustrada que tiene la terraza la encerraba por dos lados, y una línea de grandes cajas de arbustos, naranjos, laureles rosa y bambúes no le dejaba otra retirada que el mismo camino por donde venía avanzando el joven. No se movió. Un rayo de sol temblaba sobre sus cabellos de oro, agitado por las hojas temblorosas de un bambú.

- Cumplí mi promesa de esta noche.

Arsenio Lupin estaba a su lado, y cerca de ellos no había nadie.

Con actitud titubeante y voz tímida repitió:

- Cumplí mi promesa de esta noche.

El esperaba una palabra de agradecimiento; cuando menos, un gesto que probara el interés que ella tuviese en ese acto. Pero ella se calló.

Ese desprecio irritó a Arsenio Lupin, pero al propio tiempo experimentaba el sentimiento de todo cuanto le separaba de Nelly, ahora que ella sabía toda la verdad. El hubiera querido disculparse, buscar excusas, mostrar su vida en lo que esta tenía de audaz y de grande. Pero, por anticipado, las palabras se le helaban y sentía lo absurdo y lo insolente de toda explicación. Entonces murmuró tristemente. invadido por un torrente de recuerdos:

- ¡Qué lejos queda ya el pasado! ¿Recuerda usted las largas horas sobre el puente del Provence? ¡Ah! Vea usted ...; igual que hoy, usted tenía una rosa en la mano, una rosa pálida como esta ... Yo se la pedí a usted ..., pero usted pareció no oírme ... Sin embargo, después de vuestra partida, yo encontré la rosa .... olvidada sin duda ... Y la guardé ...

Ella continuó sin responder. Parecía muy lejos de él. Y él continuó:

- En recuerdo de aquellas horas, no piense usted en lo que sabe. Que el pasado se sobreponga al presente. Que yo no sea aquel que vio usted esta noche, sino aquel de antaño, y que sus ojos me miren, aunque no sea más que por un segundo, como entonces me miraban ... Se lo ruego a usted ... ¿Acaso ya no soy el mismo?

Ella levantó los ojos como él se lo pedía y le miró. Luego, sin una palabra. colocó un dedo sobre una sortija que él llevaba en el índice. Solo se podía ver la parte del anillo, pero la piedra montada, vuelta hacia el interior de la mano, estaba formada por un maravilloso rubí.

Arsenio Lupin enrojeció. Aquella sortija pertenecía a Jorge Devanne.

El sonrió con amargura.

- Tiene usted razón. Lo que ha sido será también siempre. Arsenio Lupin no es y no podrá ser sino Arsenio Lupin, y entre usted y él no puede haber ni siquiera un recuerdo ... Perdóneme ... Yo debiera haber comprendido que mi sola presencia cerca de usted constituye un ultraje ...

Se escurrió a lo largo de la balaustrada con el sombrero en la mano. Nelly pasó delante de él y sintió la tentación de detenerla, de implorarle. Pero le faltó la audacia suficiente y se limitó a seguirla con los ojos, lo mismo que aquel ya lejano día en que ella cruzó la pasarela del barco en el muelle de Nueva York. Nelly subió los peldaños que conducían a la puerta. Por un instante aún su esbelta silueta se dibujó sobre los mármoles del vestíbulo. Luego ya no la vio más.

Una nube oscureció el sol. Arsenio Lupin observaba inmóvil las huellas de los menudos pies de la joven grabadas sobre la arena. De pronto se estremeció: sobre la caja de bambú contra la cual Nelly se había apoyado, yacía la rosa que él no se había atrevido a pedirle ... ¿Olvidada, sin duda, la flor también? Pero ¿olvidada voluntariamente o por distracción?

La tomó con ardor. Se desprendieron algunos pétalos. Los recogió uno a uno como si se tratara de reliquias ...

Vámonos -se dijo-; ya no me queda nada que hacer aquí. Tanto más cuanto que si Herlock Sholmes se mezcla en esto, el asunto podría ponerse feo.

El parque estaba desierto. No obstante, cerca del pabellón que domina la entrada se mantenía un grupo de gendarmes. Arsenio Lupin se metió entre el bosque, escaló el muro del recinto y, para dirigirse a la estación más próxima, tomó un sendero que serpeaba entre los campos. Aún no habría caminado diez minutos cuando el camino se estrechó, encajado entre dos taludes, y cuando Lupin llegaba a ese pequeño desfiladero, divisó a alguien que venía en sentido contrario.

Era un hombre de unos cincuenta años, bastante robusto, con el rostro rasurado y cuyo traje denunciaba a una persona de origen extranjero.

Llevaba en la mano un pesado bastón y colgaba al cuello una bolsa de viaje.

Se cruzaron, y el extranjero dijo con acento inglés apenas perceptible:

- Perdóneme, señor ..., ¿es este, en verdad, el camino del castillo?

- Siga usted todo derecho, señor, y luego a la izquierda cuando haya llegado al pie del muro. Le esperan a usted con impaciencia.

- ¡Ah!

- Sí, mi amigo Devanne nos anunció la visita de usted ayer noche.

- Tanto peor para el señor Devanne si ha hablado demasiado.

- Y yo me siento feliz de ser el primero en saludarle. Herlock Sholmes no tiene un admirador más ferviente que yo.

En su voz había un matiz apenas perceptible de ironía, pero hubo de lamentar esta, pues Herlock Sholmes le examinó de pies a cabeza con una mirada a la par tan envolvente como aguda, de modo que Arsenio Lupin tuvo la impresión de haber sido cogido, aprisionado y registrado por aquellos ojos más exactamente y más esencialmente que jamás lo había sido por ningún aparato fotográfico.

El cliché ya está hecho -pensó-. Ya no vale la pena de disfrazarme con este buen hombre. Solamente que ... ¿me habrá reconocido?

Se saludaron. Pero se escuchó un ruido de caballos que caracoleaban con resonancias de hierro. Eran los gendarmes. Los dos hombres tuvieron que pegarse al talud entre la alta hierba para evitar el ser atropellados. Los gendarmes pasaron, pero como unos iban a cierta distancia de otros, su paso duró bastante tiempo. Y Lupin pensó:

Todo depende de esta pregunta: ¿me ha reconocido? Si me reconoció, hay muchas posibilidades de que él abuse de la situación. El problema es angustioso.

Cuando el último jinete hubo pasado ya, Herlock Sholmes se incorporó y sin decir nada se sacudió las ropas manchadas de polvo. La correa de su saco de viaje tenía adherida una rama de zarzas. Arsenio Lupin se apresuró a quitársela.

Nuevamente, los dos hombres se examinaron por unos segundos. Y si alguien los hubiera sorprendido en esos instantes, hubiera resultado para él un espectáculo emocionante aquel primer encuentro entre dos hombres tan potencialmente dotados, ambos enteramente superiores y destinados fatalmente por sus aptitudes especiales a chocar como dos fuerzas iguales a quienes el orden de las cosas lanza el uno contra el otro a través del espacio.

Luego el inglés dijo:

- Le estoy agradecido, señor.

- Quedo a su disposición -le respondió Lupin.

Se separaron. Lupin se dirigió hacia la estación. Herlock Sholmes hacia el castillo.

El juez de instrucción y el fiscal de la República se habían marchado después de realizar inútilmente sus investigaciones, y en el castillo se esperaba a Herlock Sholmes con la curiosidad que justificaba su gran fama. Causó cierta decepción su aspecto de buen burgués que tan profundamente difería de la imagen que todo el mundo se había forjado de él. No tenía nada del héroe de novela, del personaje enigmático y diabólico que evoca en nosotros la idea de Herlock Sholmes. No obstante, Devanne exclamó con el mayor entusiasmo:

- ¡Al fin, maestro, está usted aquí! ¡Qué felicidad! Hace tanto tiempo que yo esperaba ... Me siento casi feliz de todo cuanto ha ocurrido, pues ello me vate el placer de veros. Pero, a propósito, ¿cómo llegó usted?

- Por tren.

- ¡Qué pena! Yo os había enviado mi automóvil al desembarcadero.

- Era toda una llegada oficial, ¿verdad? Con tambores y música. Excelente medio ese para facilitarme mi tarea -refunfuñó el inglés.

Ese tono poco acogedor desconcertó a Devanne, quien, esforzándose por bromear, prosiguió:

- La tarea, felizmente, resulta ahora más fácil de lo que yo le había escrito a usted.

- ¿Y por qué?

- Porque el robo tuvo lugar esta noche.

- Si usted no hubiera anunciado mi visita, señor, es probable que el robo no hubiera tenido lugar esta noche.

- ¿Y entonces cuándo?

- Mañana o cualquier otro día.

- ¿Y en ese caso?

- Lupin hubiera sido cogido en la trampa.

- ¿Y mis muebles?

- No hubieran sido robados.

- Pero mis muebles están aquí.

- ¿Aquí?

- Fueron traídos a las tres de la tarde.

- ¿Por Lupin?

- Por dos furgones militares.

Herlock Sholmes se caló violentamente el sombrero y reajustó su saco de viaje. Pero Devanne exclamó:

- ¿Qué hace usted?

- Me marcho.

- Pero ¿por qué?

- Porque sus muebles están aquí, Arsenio Lupin ya está lejos y mi papel ya ha terminado.

- Pero yo tengo necesidad absoluta de vuestra ayuda, señor. Lo que ocurrió ayer puede volver a repetirse mañana, puesto que nosotros ignoramos lo mas importante: cómo Arsenio Lupin entró, cómo salió y por qué unas horas más tarde procedió a restituir lo robado.

- ¡Ah! Usted ignora ...

La idea de que había un secreto que descubrir suavizó a Herlock Sholmes.

- Sea, busquemos. Pero pronto, ¿no es eso?, y hasta donde sea posible busquemos solos.

La frase apuntaba claramente a los presentes. Devanne comprendió y condujo al inglés al salón. Con qué tono seco, con qué palabras, que parecían contadas ya por anticipado, y con qué parsimonia le planteó Sholmes a Devanne las preguntas sobre la velada de la víspera, sobre los invitados que en ella se encontraban y sobre las personas que habitualmente concurrían al castillo. Luego examinó los dos volúmenes de la crónica, comparó las cartas del subterráneo, se hizo repetir las citas reveladas por el padre Gélis y preguntó:

- ¿Fue, en efecto, ayer cuando ustedes hablaron por vez primera de esas dos citas?

- Sí, ayer.

- ¿Usted nunca se las había comunicado al señor Horacio Velmont?

- Nunca.

- Bien. Pida su automóvil. Salgo dentro de una hora.

- ¡Dentro de una hora!

- A Arsenio Lupin no le llevó más el resolver el problema que usted le planteó.

- Yo ..., yo le planteé ...

- Pues sí, Arsenio Lupin y Velmont son la misma persona.

- Yo lo dudaba ..., ¡ah! ..., ¡el pícaro!

- Ayer noche, a las diez, usted le proporcionó a Lupin los elementos verdaderos que le faltaban y que él buscaba desde hacía semanas. Y en el curso de la noche, Lupin tuvo tiempo para comprender, reunir su banda y desvalijarle a usted. Y yo tengo la pretensión de ser tan expeditivo como él.

Se paseó de un extremo a otro de la estancia reflexionando; luego se sentó cruzando sus largas piernas y cerró los ojos.

Devanne, bastante turbado, esperaba, y al cabo de un rato se dijo:

¿Duerme? ¿Reflexiona?

Procediendo al azar, salió de la estancia para dar órdenes. Cuando regresó, vio a Herlock Sholmes en el fondo de la escalera, arrodillado en el suelo e inspeccionando la alfombra.

- ¿Qué hay, entonces?

- Mire ... allí ..., esas manchas de vela ...

- ¡Caramba! En efecto ..., y completamente frescas ...

- Y puede observarlas igualmente en lo alto de la escalera, y más todavía alrededor de esta vitrina que Arsenio Lupin violentó y de la cual quitó los objetos preciosos para dejarlos luego sobre esa butaca.

- ¿Y qué deduce, usted de todo eso?

- Nada. Todos esos hechos podrían explicar la devolución que realizó luego. Pero este es un ángulo de la cuestión que no tengo tiempo para dedicarme a él. Lo esencial es el trazado del subterráneo ...

- Usted espera, de todos modos ...

- Yo no espero: sé. ¿Existe, no es eso, una capilla a doscientos o trescientos metros del castillo?

- Sí, una capilla en ruinas, en la que se encuentra la tumba del duque de Rollon.

- Dígale a su chófer que nos espere junto a esa capilla.

- Mi chófer no ha regresado todavía ... Me advertirán ... Pero, según lo que yo le digo, usted calcula que el subterráneo debe de desembocar en la capilla. En qué indicios ...

Herlock Sholmes le interrumpió:

- Yo le ruego que me procure una escalera y una linterna.

- ¡Ah! Entonces, ¿usted necesita una escalera y una linterna?

- Al parecer, sí, puesto que se las he pedido.

Devanne, un tanto desconcertado, llamó tirando del cordón de la campanilla. Fueron traídas ambas cosas.

Las órdenes se sucedían entonces con el rigor y la precisión de órdenes militares.

- Coloquen esta escalera contra la biblioteca, a la izquierda de la palabra Thibermesnil ...

Devanne puso la escalera, y el inglés continuó:

- Más a la izquierda ..., a la derecha ... ¡Alto ahí! Ahora suba ... Bien ... Todas las letras de esa palabra están en altorrelieve, ¿no es así?

- .

- Ahora tomemos la letra H. A ver si gira en un sentido o en otro.

Devanne echó mano a la letra H, y exclamó:

- ¡Sí! Gira hacia la derecha en un cuarto de círculo. ¿Quién le ha revelado a usted ...?

Sin responder, Herlock Sholmes continuó:

- Desde donde usted se encuentra puede alcanzar la letra R. ¿Sí? Muévala varias veces como si se tratara de un cerrojo que se empuja y se tira de él ...

Devanne movió la letra conforme se le ordenaba. Con gran sorpresa suya, se produjo un desarticulamiento interior como de un resorte.

- Magnífico -dijo Herlock Sholmes-. Ya no nos queda más que deslizar la escalera al otro extremo, donde termina la palabra Thibermesnil ... Bien ... Y ahora, si no me he equivocado, si las cosas salen como deben salir, la letra L deberá abrirse como una ventanilla.

Con cierta solemnidad, Devanne echó mano a la letra L y esta se abrió. Pero Devanne cayó de su escalera, pues de repente toda la parte de la biblioteca situada entre la primera y la última letra giró sobre sí misma y dejó al descubierto la boca del subterráneo.

Herlock Sholmes, flemático, exclamó:

- ¿No se hirió usted?

- No, no -replicó Devanne, levantándose-. Estoy ileso, pero aturdido, lo confieso ..., con esas letras que se agitan ..., ese subterráneo abierto ...

- ¿Y qué? ... ¿No era eso precisamente lo que tenía que ocurrir conforme a la cita de Sully? Que el hacha voltea correspondiendo hacha a la letra H, el aire se estremece correspondiendo aire a la R, y el ala se abre correspondiendo a la letra L ..., y eso fue lo que permitió a Enrique Cuarto el recibir a la señorita de Tancarville a una hora tan extraordinaria.

- Pero ¿y Luis Dieciséis? -preguntó Devanne, aturdido.

- Luis Dieciséis era un gran herrero y un hábil cerrajero. Yo he leído un Tratado de las cerraduras de combinación que se le atribuye a él. Por parte de Thibermesnil, se trataba de proceder como un buen cortesano y mostrarle a su amo esta obra maestra de mecánica. Para recordarlo, el rey escribió la clave dos-seis-doce. Es decir, H. R. L., o sea la segunda, la sexta y la duodécima letras de la palabra Thibermesnil.

- ¡Ah! ¡Magnífico! Ya comienzo a comprender ... Solamente que ... Si bien me explico cómo se sale de este salón, lo que no me explicaba era cómo Lupin ha podido penetrar en él. Porque, obsérvelo bien, él venía de fuera.

Herlock Sholmes encendió la linterna y avanzó unos pasos en el interior del subterráneo.

- ¡Vea! Todo el mecanismo está presente aquí como los resortes de un reloj y todas las letras se encuentran a la inversa. Lupin no tuvo, pues, más que hacerla s funcionar por este lado del cierre.

- ¿Cómo prueba usted eso?

- ¿Cómo lo pruebo? Vea esta mancha de aceite. Lupin había previsto, incluso, que las ruedas del mecanismo necesitarían ser engrasadas -manifestó Herlock Sholmes, no sin admiración.

- Entonces, ¿él conocía la otra salida?

- Como la conozco yo. Sígame.

- ¿Por el subterráneo?

- ¿Tiene usted miedo?

- No. Pero ¿está usted seguro de conocer el camino?

- Con los ojos cerrados.

Bajaron primero doce peldaños y luego otros doce dos veces. Después penetraron por un largo pasillo cuyas paredes de ladrillo ostentaban las marcas de sucesivas restauraciones y rezumaban humedad en algunos lugares. El piso también estaba húmedo.

- Estamos pasando por debajo del estanque -observó Devanne, nada tranquilo.

El pasillo terminaba en una escalera de doce peldaños, seguida de otras tres escaleras de doce peldaños también, las cuales subieron con dificultad, para desembocar luego en una pequeña cueva abierta en la propia roca. El camino no pasaba de allí.

- ¡Diablo! -murmuró Herlock Sholmes-. No hay más que muros desnudos y esto ya se pone difícil.

- ¿Y si regresáramos? -murmuró Devanne-. Porque, en fin de cuentas, yo no veo en forma alguna la necesidad de saber ya más. Ya quedo enterado.

Pero al levantar la cabeza, el inglés lanzó un suspiro de alivio: por encima de ellos se repetía el mismo mecanismo que el de la entrada. No tuvo, pues, más que hacer funcionar las tres letras. Un bloque de granito se movió. Era, por el otro lado, la piedra sepulcral del duque de Rallan, grabada con las doce letras de Thibermesnil. Y entonces se encontraron en la pequeña capilla en ruinas que el inglés había señalado.

- Y se vuela hasta Dios, es decir, hasta la capilla -dijo él, repitiendo el final de la cita.

Devanne, confundido por la clarividencia y la vivacidad de Herlock Sholmes, exclamó:

- ¿Es posible ..., es posible que esa simple indicación os haya bastado?

- ¡Bah! -replicó el inglés-. Incluso resultaba inútil. En el ejemplar de la Biblioteca Nacional, el trazado se termina a la izquierda, como usted sabe, por un círculo, y a la derecha, cual usted ignora, en una pequeña cruz, pero tan borrosa que solamente puede verse con lupa. Esa cruz significa, evidentemente, la capilla en que nos encontramos.

El pobre Devanne no creía lo que oía.

- Es sorprendente, milagroso y, sin embargo, de una simplicidad infantil. ¿Cómo es posible que nadie hasta ahora haya penetrado ese misterio?

- Porque nadie reunió nunca los tres o cuatro elementos necesarios, es decir, los dos libros y las citas ... Nadie, excepto Arsenio Lupin y yo.

- Pero yo también -objetó Devanne- y el padre Gélis ... Nosotros dos sabíamos tanto como ustedes, pero, a pesar de ello ...

Sholmes sonrió, y contestó:

- Señor Devanne, no todo el mundo es lo suficientemente apto para descifrar enigmas.

- Pero es que hace ya diez años que yo busco el descifrar este. Y usted en diez minutos ...

- ¡Bah! Es la fuerza de la costumbre ...

Salieron de la capilla, y el inglés exclamó:

- ¡Caramba! Un automóvil que espera.

- Pero ¡si es el mío!

- ¿El suyo? Pero yo no creía que el chófer hubiera regresado ya.

- En efecto ... Y yo me pregunto ...

Se acercaron al coche, y Devanne le preguntó al chófer:

- Eduardo, ¿quién le dio la orden de venir aquí?

- Fue el señor Velmont -respondió el chófer.

- ¿El señor Velmont? Pero ¿es que lo encontró usted?

- Cerca de la estación. Y me dijo que viniera a la capilla.

- ¿Que viniera a la capilla? Pero ¿por qué?

- Para que le esperara a usted, señor ..., y al amigo del señor ...

Devanne y Herlock Sholmes se miraron. El primero dijo:

- El comprendió que el enigma sería un juego para usted. El homenaje que os ha hecho es una muestra de delicadeza.

Una sonrisa de satisfacción plegó los finos labios del detective. El homenaje le era grato. Inclinando la cabeza, manifestó:

- Es todo un hombre. Me bastó sólo verle, por lo demás, y ya yo le había juzgado.

- Entonces, ¿usted le vio?

- Nos cruzamos en el camino hace un rato.

- ¿Y usted sabía que era Horacio Velmont, quiero decir Arsenio Lupin?

- No, pero no tardé en adivinarlo ... por cierta ironía expresada por su parte.

- ¿Y usted le dejó escapar?

- En verdad, sí ..., a pesar de que el juego estaba en ese momento a mi favor ...: cinco gendarmes que pasaban precisamente por allí ...

- Pero, ¡maldición!, era la gran oportunidad ...; aprovecharla entonces o nunca ...

- Precisamente, señor -dijo el inglés, altivo-, cuando se trata de un adversario como Arsenio Lupin, Herlock Sholmes no se aprovecha de las ocasiones ...; él las hace nacer ...

La hora apremiaba y, puesto que Lupin había tenido la encantadora atención de enviar el automóvil, era preciso aprovecharse sin demora. Devanne y Herlock Sholmes se instalaron en el fondo de la cómoda limusina. Eduardo puso en marcha el vehículo y arrancaron. Los campos y los bloques de árboles desfilaron en el paisaje. Las blandas ondulaciones de la tierra de Caux parecían allanarse delante de ellos. De pronto, los ojos de Devanne fueron atraídos por un pequeño paquete colocado en una de las bolsas instaladas en la limusina.

- ¡Caramba! ¿Qué es esto? ¡Un paquete! ¿Qué significa? Pero si es para usted ...

- ¿Para mí? ...

- Sí, lea:

Míster Herlock Sholmes, de parte de Arsenio Lupin.

El inglés tomó el paquete, desató la cuerda con que estaba sujeto y le quitó las dos hojas de papel en que estaba envuelto. Era un reloj.

- ¡Oh! -dijo, acompañando esa exclamación con un gesto de cólera ...

- ¡Un reloj! -dijo Devanne-. ¿Es que acaso ...?

El inglés no respondió.

- Pero ¡si es el reloj de usted! ¡Arsenio Lupin os devuelve vuestro reloj! Pero si os lo manda es porque os lo había quitado ... ¡Os había quitado vuestro reloj! ¡Ah! ¡Qué jugada! El reloj de Herlock Sholmes escamoteado por Arsenio Lupin. ¡Dios! ¡Qué gracia tiene! No, en verdad ..., me perdonará usted ..., pero esto es más fuerte que yo mIsmo ...

Y cuando ya rió bastante, afirmó con un tono de convencimiento:

- ¡Oh! Es un hombre, todo un hombre, en efecto ...

El inglés se mantuvo silencioso. Hasta Dieppe no pronunció ni una sola palabra. Iba con los ojos constantemente puestos en el horizonte huidizo. Su silencio fue terrible, insondable, más violento que la rabia más feroz. En el desembarcadero dijo simplemente, ahora ya sin cólera, pero con un tono en el que se percibía toda la voluntad, toda la energía del personaje:

- Sí, es todo un hombre, y un hombre sobre el hombro del cual yo experimentaría un gran placer en colocar la mano que le tiendo a usted, señor Devanne. Y tengo la idea, vea usted, de que Arsenio Lupin y Herlock Sholmes se encontrarán de nuevo un día u otro ... Sí, el mundo es demasiado pequeño para que ellos no vuelvan a encontrarse ..., y ese día ...

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