Índice de Arsenio Lupín, caballero ladrón de Maurice LeblancAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

EL VIAJERO MISTERIOSO

La víspera yo había enviado mi automóvil a Rouen por carretera. Yo debía alcanzarlo allá por ferrocarril y desde allí ir a casa de unos amigos que vivían en la orilla del Sena.

Mas en París, unos minutos antes de la partida, siete caballeros invadieron mi departamento en el vagón; cinco de ellos fumaban. Por corto que sea el trayecto en el tren rápido, la perspectiva de efectuarlo en semejante compañía me resultó desagradable, tanto más cuanto que el vagón, de modelo antiguo, no tenía pasillo. Por consiguiente, tomé mi abrigo, mis periódicos y mi guía de ferrocarriles y me refugié en uno de los departamentos vecinos.

Había en él una dama. Al verme hizo un gesto de contrariedad, que no escapó a mi observación, y ella se inclinó hacia un señor que se encontraba en pie en el estribo, su marido sin duda, y que la había acompañado a la estación. El señor me observó, y ese examen terminó probablemente a mi favor, pues le habló en voz baja a su esposa, sonriendo con el aire de quien tranquiliza a un niño que tiene miedo. A su vez, ella sonrió también y me dirigió una mirada amistosa, como si comprendiera de pronto que yo era uno de esos caballeros educados con los cuales una mujer puede permanecer encerrada dos horas en una pequeña caja de seis pies cuadrados sin que tenga nada que temer.

El marido le dijo:

- No te enojes conmigo, querida, pero tengo una cita urgente y no puedo esperar más.

La besó con afecto y se marchó. Su esposa le envió por la ventanilla discretos besos y agitó en el aire su pañuelo en señal de adiós.

Se escuchó el silbido de la locomotora y el tren se puso en marcha.

En ese preciso momento, y a pesar de las protestas de los empleados de la estación, se abrió la puerta de nuestro departamento y un hombre se introdujo en él. Mi compañera, que se encontraba en pie y estaba poniendo en orden sus cosas en la red para equipajes, lanzó un grito de miedo y cayó de espaldas sobre el asiento.

Yo no soy miedoso, lejos de ello, pero confieso que esas irrupciones de última hora me resultan siempre desagradables. Me parecen cosas equívocas y poco naturales. Debe de haber en ellas algo de anormal, sin lo que ...

Sin embargo, el aspecto del recién llegado y su actitud eran más bien de naturaleza a atenuar la mala impresión producida por su proceder. Había en él corrección, casi elegancia, y llevaba una corbata de buen gusto, unos guantes limpios y su rostro era enérgico ... Pero ¿dónde había yo visto antes aquel rostro? Porque, no cabía duda posible, yo lo había visto con anterioridad. Al menos, y más exactamente, yo encontraba dentro de mí esa especie de recuerdo que deja la visión de un retrato contemplado varias veces, pero del que no hemos visto el original. Y, al propio tiempo, yo sentía la inutilidad de todo esfuerzo de mi memoria, a tal grado aquel recuerdo resultaba inconsistente y vago.

Pero habiendo fijado mi atención sobre la dama, quedé estupefacto por su palidez y el desconcierto que se reflejaba en sus facciones. Miraba a nuestro compañero de viaje, sentado del mismo lado que ella, con una expresión de verdadero miedo, y comprobé que una de sus manos, toda temblorosa, se deslizaba hacia una pequeña bolsa de viaje colocada sobre el asiento, a veinte centímetros de sus rodillas. Acabó por tomar la bolsa y nerviosamente la atrajo hacia sí.

Nuestros ojos se encontraron, y yo leí en los suyos tanta angustia y ansiedad, que no pude menos de decirle:

- ¿Se siente usted mal, señora? ... ¿Quiere que abra la ventanilla?

Sin responderme me señaló con un gesto temeroso hacia el desconocido. Yo sonreí lo mismo que había hecho su marido, me encogí de hombros y por señas le expliqué que ella nada tenía que temer, que yo estaba allí y que, por lo demás, aquel caballero parecía completamente inofensivo.

En ese momento, el desconocido se volvió hacia nosotros, mirándonos primero a uno y luego al otro, nos observó de pies a cabeza y, por último, se arrellanó en su rincón del asiento y ya no se movió más.

Se produjo un silencio, pero la señora, cual si hubiese hecho acopio de todas sus energías para llevar a cabo un acto desesperado, me dijo con voz apenas inteligible.

- ¿Sabe usted quién se encuentra en nuestro tren?

- ¿Quién?

- Pues él ..., él ..., yo se lo aseguro.

- Pero ¿quién es él?

- ¡Arsenio Lupin!

Ella no apartaba sus ojos del otro viajero, y era más bien a él a quien dirigía las sílabas de aquel nombre inquietante.

El individuo bajó más el ala del sombrero sobre su rostro. ¿Acaso hacía esto para enmascarar su turbación, o bien se preparaba para dormir?

Yo opuse esta objeción:

- Arsenio Lupin fue condenado ayer en rebeldía a veinte años de trabajos forzados. Por consiguiente, es poco probable que cometa la imprudencia de mostrarse en público. Además, ¿acaso los periódicos no han señalado su presencia en Turquía este invierno, después de su famosa fuga de la Santé?

- El se encuentra en este tren -repitió la dama con la intención cada vez más evidente de hacerse oír de nuestro compañero de departamento-; mi marido es subdirector de los servicios penitenciarios y fue el propio comisario de la estación quien nos dijo que estaban operando en la busca y captura de Arsenio Lupin.

- Eso no es una razón ...

- Fue visto en la sala de espera. Tomó un billete de primera clase para Rouen.

- Pues en ese momento era fácil el echarle la mano.

- Sí, pero desapareció de pronto. El revisor de servicio en la entrada de las salas de espera no le ha visto. pero se suponía que había pasado por los andenes de los trenes de los suburbios y que subió al tren expreso que sale diez minutos después del nuestro.

- En ese caso le habrían apresado.

- ¿Y si en el último momento ha saltado de ese expreso a nuestro tren y viene aquí ..., como es probable ..., como es seguro?

- En ese caso es aquí donde será apresado. Porque los empleados y los agentes no habrán dejado de observar ese cambio de un tren a otro, y cuando lleguemos a Rouen lo detendrán limpiamente.

- ¿A él? Jamás. Ya encontrará el medio de escaparse una vez más.

- En ese caso, le deseo buen viaje.

- Pero ¿y lo que él puede hacer de aquí allá?

- ¿Qué puede hacer?

- ¿Acaso lo sé yo? Cabe esperarlo todo de él.

La señora estaba muy agitada y, en realidad, la situación justificaba hasta cierto punto esa sobreexcitación nerviosa.

Casi a pesar mío le dije:

- Hay, en efecto, coincidencias curiosas ... Pero tranquilícese usted ... Aun admitiendo que Arsenio Lupin se encuentre en uno de estos vagones, procederá dentro de la mayor prudencia, y más bien que buscarse nuevas complicaciones, seguramente no tendrá otra idea que escapar y evitar el peligro que le amenaza.

Pero mis palabras no la tranquilizaron en absoluto. No obstante, ella se calló, temiendo, sin duda, el ser indiscreta.

Yo abrí el periódico y leí los relatos del proceso de Arsenio Lupin. Como no contenían nada que no fuese ya conocido, no me interesaron sino medianamente. Además, me sentía cansado, había dormido mal, sentí pesadez en los párpados y que mi cabeza se inclinaba.

- Pero, señor. No va usted a dormirse.

La señora me arrancó el periódico de la mano y me miró con indignación.

- Evidentemente que no -le repliqué-; no tengo gana alguna de dormir.

- Eso sería la mayor de las imprudencias -dijo ella.

- Sí, la mayor -repetí yo.

Luché enérgicamente contra el sueño, y para ello me puse a contemplar el paisaje y las nubes que vagaban por el cielo. Pero muy pronto todo ello se embrolló en el espacio, la imagen de aquella dama agitada y del caballero adormilado se borraron de mi mente y me invadió el grande y profundo silencio del sueño.

Se apoderaron de mí sueños inconsistentes y ligeros, en los cuales un ser que representaba el papel y llevaba el nombre de Arsenio Lupin ocupaba en mi espíritu el lugar principal. Evolucionaba en el horizonte, con la espalda cargada de objetos preciosos, atravesaba paredes y desvalijaba castillos.

Pero la silueta de aquel hombre, que, por lo demás, no era Arsenio Lupin, se hizo más precisa. Avanzaba hacia mí, se hacía cada vez más grande, saltaba dentro del vagón con una agilidad increíble y caía de lleno sobre mi pecho.

Sentí un vivo dolor ..., lancé un grito desgarrado. Me desperté. El hombre, el viajero, con una rodilla apoyada contra mi pecho, me apretaba con sus manos la garganta.

Vi esto en forma muy vaga, pues tenía mis ojos inyectados en sangre. Vi también a la dama, atacada de convulsiones en un rincón del departamento y presa de un ataque de nervios. Ni siquiera intenté resistir. Por lo demás, no hubiera tenido fuerzas para ello: mis sienes parecían estallar ..., me ahogaba ..., respiraba con dificultad ... Un minuto más ... y hubiera sido la asfixia.

El hombre debió de comprenderlo así, porque aflojó sus manos, pero sin apartar totalmente su mano derecha, en la cual había preparado un nudo corredizo; con un ademán seco, me amarró los dos puños. En un instante quedé agarrotado, amordazado e inmovilizado.

Realizó esa faena en la forma más natural del mundo, con una facilidad y agilidad que revelaban la sabiduría de un maestro en tales tareas, de un profesional del robo y del crimen. Ni una palabra, ni un movimiento febril. Solo sangre fría y audacia. Y allí estaba yo sobre el asiento, amarrado como una momia, yo ..., Arsenio Lupin.

En verdad era cosa de risa. Y a pesar de la gravedad de las circunstancias, yo no dejaba de apreciar cuanto de irónico y de gracioso había en aquella situación. Arsenio Lupin amarrado como un novicio. Desvalijado como un inocente ..., porque, bien entendido, aquel bandido me aligeró de mi bolsa y de mi cartera. Arsenio Lupin, víctima a su vez, engañado, vencido ... ¡Qué aventura!

Quedaba la dama. El ni siquiera le prestó atención. Se conformó con apoderarse de la pequeña bolsa que yacía caída sobre la alfombra y extraer de ella las alhajas, el portamonedas y las cosas menudas de oro y plata que contenía. La dama abrió un ojo, temblando de espanto, se quitó las sortijas que llevaba puestas y se las tendió al bandido, cual si con ese ademán quisiera ahorrarle a él todo esfuerzo inútil. El individuo tomó las sortijas y las miró; ella se desmayó.

Entonces, siempre silencioso y con calma, sin ocuparse ya más de nosotros, volvió a su asiento, encendió un cigarrillo y se entregó a un examen profundo de los tesoros que acababa de conquistar, examen que pareció satisfacerle enteramente.

Yo estaba mucho menos satisfecho que él. Y no hablo de los doce mil francos de los que indebidamente me había despojado; era una pérdida que yo solo aceptaba momentáneamente, y contaba por completo que aquellos doce mil francos volverían a mi poder en el plazo más breve, así como los papeles de gran importancia que guardaba en mi cartera: proyectos, presupuestos, direcciones, listas de corresponsales, cartas comprometedoras. Pero por el momento me atenazaba una preocupación mucho más inmediata y seria: ¿qué es lo que iba a ocurrir?

Como cabe suponer, la agitación provocada por mi paso a través de la estación de Saint-Lazare no había escapado a mi atención. Invitado a casa de unos amigos a quienes frecuentaba bajo el nombre de Guillermo Berlat y para quienes mi parecido con Arsenio Lupin constituía un motivo de bromas afectuosas, yo no había podido desfigurarme a mi gusto, y por ello mi presencia en la estación había sido advertida. Además, había sido visto un hombre -Arsenio Lupin, sin duda- precipitarse abandonando el expreso para tomar el rápido. Así pues, de manera inevitable y fatal, el comisario de Policía de Rouen, avisado por telégrafo y ayudado por un apreciable número de agentes, se encontrarían en la estación a la llegada del tren, interrogaría a los viajeros sospechosos y procedería a una inspección rigurosa de los vagones.

Yo preveía todo eso, pero no me había emocionado demasiado, en la certidumbre de que la Policía de Rouen no sería más perspicaz que la de París y que yo sabría arreglármelas para pasar inadvertido. Para ello, ¿acaso no me bastaría, a la salida, el mostrar con ademán displicente mi tarjeta de diputado, gracias a la cual ya había inspirado una confianza absoluta al revisor de la estación de Saint-Lazare? Pero ¡cómo habían cambiado las cosas! Ya no estaba libre. Y me era imposible intentar uno de mis golpes habituales. En uno de los vagones, el comisario descubriría al señor Arsenio Lupin, al que un azar propicio le enviaba atado de pies y manos, dócil como un cordero, empaquetado y completamente preparado. No le quedaba ya más que hacerse cargo del paquete, lo mismo que se recibe un paquete postal dirigido a la estación, una canasta con piezas de caza o una cesta de frutas y legumbres.

Y para evitar ese vergonzoso desenlace, ¿qué podía hacer yo, envuelto en mis ligaduras?

Mientras tanto, el rápido avanzaba hacia Rouen, que era ya la única y más próxima estación, habiendo pasado sin detenerse por las de Vernon y Saint-Pierre.

Había otro problema que me intrigaba, en el cual estaba menos directamente interesado, pero cuya solución despertaba mi curiosidad de profesional: ¿cuáles eran las intenciones de mi compañero? Si yo fuera el único en el departamento, él tendría tiempo suficiente para bajar en Rouen con toda tranquilidad. Pero ¿y la dama? Apenas se abriese la portezuela, aquella mujer, que en estos momentos se mantenía tan humilde y prudente, empezaría a gritar y pedir auxilio.

De ahí mi asombro. ¿Por qué no la reducía a ella también a la misma impotencia en que me encontraba yo, cosa que le daría tiempo suficiente para desaparecer antes que nadie se diera cuenta de su doble fechoría?

El desconocido fumaba constantemente, con la mirada fija sobre el espacio que una lluvia titubeante comenzaba a rayar de grandes líneas oblicuas. No obstante, en una ocasión se volvió, tomó mi guía de ferrocarriles y la consultó.

Por su parte, la dama se esforzaba por mantenerse desvanecida, para tranquilizar así a su enemigo. Pero experimentaba golpes de tos provocados por el humo del tabaco que desmentían el desvanecimiento.

En cuanto a mí, me sentía a disgusto y muy encorvado. Mientras tanto, yo proyectaba ..., combinaba.

Pasamos por Pont-de-l'Arche, Oisse ... El rápido se apresuraba, alegre y embriagado de velocidad.

Saint-Etienne ... En ese momento, el hombre se levantó y avanzó dos pasos hacia nosotros, ante lo cual la dama se apresuró a reaccionar con un nuevo grito y un desvanecimiento no disimulado esta vez.

Pero ¿cuál era el propósito de aquel hombre? Bajó el cristal de la ventanilla de nuestro lado. Ahora la lluvia caía con furia, y el hombre hizo un gesto revelador de la contrariedad que ello le producía, por no disponer ni de paraguas ni de impermeable o abrigo. Lanzó la mirada sobre la red de los equipajes. Allí estaba el paraguas de la dama y lo tomó. Cogió igualmente mi abrigo y se lo puso.

Estábamos atravesando el Sena. Se remangó las vueltas de los pantalones, y después se inclinó y levantó el cierre exterior de la puerta del departamento.

¿Iría a saltar a la vía? A la velocidad que marchaba el tren, eso sería la muerte segura. Nos internamos en el túnel perforado en la cota Sainte-Catherine. El hombre entreabrió la puerta y con el pie tanteó el primer escalón. ¡Qué locura! Las tinieblas, el humo, el estrépito ..., todo esto daba a semejante tentativa una apariencia fantástica. Pero, súbitamente, el tren disminuyó la marcha, los frenos aminoraron el impulso de las ruedas. En un minuto, la marcha se hizo normal y disminuyó luego todavía más. Sin duda alguna estaban realizándose trabajos de reparación de la vía en esa parte del túnel, que obligaban a los trenes a disminuir la velocidad; esos trabajos debían de estarse realizando desde hacía varios días y el hombre lo sabía.

Ya no tuvo más que poner el otro pie en el estribo, bajar luego el segundo peldaño y saltar tranquilamente, no sin antes haber vuelto a echar el cierre exterior de la portezuela.

Apenas había desaparecido, cuando la luz del día iluminó el humo del túnel, dándole un tono blanquecino. Seguidamente desembocamos en un valle. Otro túnel más y ya estaríamos en Rouen.

Inmediatamente, la dama recobró los sentidos y su primera preocupación fue lamentarse de la desaparición y pérdida de sus alhajas. Yo le imploré con la mirada. Ella comprendió y me libertó de la mordaza que me asfixiaba. Intentó igualmente desatar mis ligaduras, pero yo lo impedí.

- No, no. Es preciso que la Policía vea las cosas tal como están. Yo deseo que ella quede admirada de ese pícaro.

- ¿Y si yo tirara de la señal de alarma?

- Es ya demasiado tarde; era preciso haber pensado en eso mientras él me atacaba.

- Pero entonces me habría matado. ¡Ah señor! Ya se lo había dicho yo que él viajaba en este tren. Yo le reconocí en seguida por su retrato. Y ahí va, llevándose mis alhajas.

- Ya le encontrarán, no tenga miedo.

- ¡Volver a encontrar a Arsenio Lupin! Jamás.

- Eso depende de usted, señora. Escuche. Apenas lleguemos, póngase usted en la portezuela y dé voces de llamada, haga ruido. Los agentes y los empleados acudirán. Cuénteles usted entonces lo que ha visto y reláteles en breves palabras la agresión de que yo fui víctima y la fuga de Arsenio Lupin. Deles sus señas: sombrero blando, un paraguas (el de usted), un abrigo gris entallado.

- El de usted -dijo ella.

- ¿Cómo el mío? No; el suyo. Yo no traía abrigo.

- Pues a mí me pareció que él no traía abrigo cuando subió al tren.

- Sí, sí ..., a menos que no se trate de una prenda olvidada por cualquiera en la red. En todo caso. él lo llevaba puesto cuando saltó del tren. Y eso es esencial; un abrigo gris entallado, recuérdelo bien ... ¡Ah! Me olvidaba ...; dígales el nombre de usted desde el primer momento. Las funciones que ejerce su marido estimularán el celo de todas esas gentes.

Estábamos llegando. La dama se inclinó en seguida por la ventanilla de la portezuela. Con voz un tanto fuerte, casi imperiosa, para que mis palabras se grabaran bien en su cerebro, volví a decirle:

- Diga también mi nombre: Guillermo Berlat. Y, si es preciso, afirme que usted me conoce ... Esto nos hará ganar tiempo ...; es preciso que la investigación preliminar se haga rápidamente ...; lo importante es que se emprenda la persecución de Arsenio Lupin ..., por sus alhajas ... No hay lugar a confusión, ¿verdad? Guillermo Berlat, un amigo del marido de usted.

- Entendido ... Guillermo Berlat.

Se puso a dar voces y gesticular. Todavía el tren no se había detenido, cuando ya un señor subía al departamento seguido de varios hombres. La hora crítica había sonado.

Sofocada, la señora exclamó:

- Arsenio Lupin ... nos ha atacado ..., me ha robado mis alhajas ... Yo soy la señora Renaud ..., mi marido es subdirector de los servicios penitenciarios ... ¡Ah! Ahí está precisamente mi hermano Jorge Ardelle, director del Crédit Rouennais ..., ustedes deben saber ...

La señora besó y abrazó a un joven que acababa de reunirse a nosotros, y a quien el comisario saludó. Acongojada, la dama añadió:

- Sí, Arsenio Lupin ... Mientras este señor dormía se arrojó a su garganta ... El señor Berlat, amigo de mi marido.

El comisario preguntó:

- Pero ¿dónde está Arsenio Lupin?

- Saltó del tren en el túnel, después de pasar el Sena.

- ¿Está usted segura de que era él?

- ¡Que si estoy segura! Le reconocí perfectamente. En primer lugar, ya le habían visto en la estación de Saint-Lazare. Llevaba un sombrero blando ...

- No, llevaba un sombrero duro como el de este señor -rectificó el comisario, señalando a mi sombrero.

- Un sombrero blando, yo lo aseguro -repitió la señora Renaud-, y un abrigo gris entallado.

- En efecto -murmuró el comisario-; el telegrama indica que vestía un abrigo gris entallado, con el cuello de terciopelo negro.

- ..., con el cuello de terciopelo negro ..., exactamente -exclamó la señora Renaud, triunfante.

Yo respiré. ¡Ah, qué valiente y excelente amiga tenía yo en ella! ...

Mientras tanto, los agentes me habían librado de mis ligaduras. Me mordí violentamente los labios y brotó la sangre. Encorvado y con el pañuelo sobre la boca, cual corresponde a un individuo que ha permanecido largo tiempo en una posición incómoda y que lleva en el rostro la marca sangrante de la mordaza, le dije al comisario con voz afligida:

- Señor, era Arsenio Lupin, no hay duda alguna ... Si se procede con diligencia, se le apresará ... Yo creo que puedo serIes de bastante utilidad.

Aquel vagón, que habría de servir para las comprobaciones de la Policía, fue desenganchado del tren. Este continuó en dirección a El Havre. Fuimos llevados a la oficina del jefe de estación en medio de una multitud de curiosos que llenaban el andén.

En ese momento experimenté una duda. Con un pretexto cualquiera podía alejarme de allí, ir a buscar mi automóvil y huir. El esperar allí era peligroso. Si surgía un incidente cualquiera, si llegaba de París un telegrama, yo estaba perdido.

Sí, pero ¿y mi ladrón? Abandonado a mis propios recursos y en una región que no me era muy familiar, no me cabía esperar el alcanzarle.

¡Bah! -me dije-. Hagamos frente a la situación y quedémonos. La partida es difícil de ganar, pero es tan divertido el jugarla ... y lo que va en ella vale la pena.

Nos rogaron que renováramos provisionalmente nuestras declaraciones, y yo exclamé:

- Señor comisario, en estos momentos Arsenio Lupin toma cada vez más ventaja sobre la justicia. Mi automóvil me espera en el patio de la estación. Si usted quiere hacerme el honor de subir a él, trataremos de darle alcance.

El comisario sonrió con aire sutil:

- La idea no es mala ..., incluso es tan buena que ya está en vías de ejecución.

- ¡Ah!

- Sí, señor; dos de mis agentes han salido en bicicleta ... hace ya algún tiempo.

- Pero ¿adónde van?

- A la propia salida del túnel. Allí recogerán las huellas y los testimonios que encuentren y le seguirán la pista a Arsenio Lupin.

No pude menos de encogerme de hombros.

- Sus agentes no recogerán ni huellas ni testimonios.

- ¿De veras?

- Arsenio Lupin se las habrá arreglado ya para que nadie le viese salir del túnel. Habrá tomado la primera carretera y desde allí ...

- Desde allí a Rouen, donde nosotros le echaremos el guante.

- No vendrá a Rouen.

- Entonces, permanecerá en los alrededores, donde estamos todavía más seguros de apresarle ...

- No permanecerá en los alrededores.

- ¡Oh, oh! ¿Dónde se ocultará, entonces?

Saqué mi reloj.

- A esta hora, Arsenio Lupin ronda en torno a la estación de Darnetal. A las diez y cincuenta, es decir, dentro de veintidós minutos, tomará el tren que va de Rouen a la estación del Norte de Amiens.

- ¿Cree usted? ¿Y cómo lo sabe?

- ¡Oh!, eso es muy sencillo. En el departamento del vagón, Arsenio Lupin consultó mi guía de ferrocarriles. ¿Por qué razón lo hizo? Para ver si no lejos del lugar donde desapareció había otra línea, una estación de esa línea y un tren que se detuviera en esa estación. A mi vez he consultado mi guía. Y con ello me he informado.

- En verdad, señor, es una maravillosa deducción. ¡Qué capacidad' tiene usted!

Arrastrado por mi convencimiento, acababa de cometer una torpeza al dar prueba de tanta habilidad. El comisario me miraba con sorpresa y me pareció ver traslucir en él un asomo de sospecha ... Pero apenas si podía ser eso, por cuanto las fotografías enviadas de todas partes por la Policía eran demasiado imperfectas, representaban un Arsenio Lupin demasiado diferente de aquel que él tenía ante sí para que fuese posible que me reconociera. Mas, a pesar de todo, parecía turbado, confusamente inquieto.

Hubo un momento de silencio. Algo de equívoco y de incierto detenía nuestras palabras. Yo mismo sentí que un escalofrío de inquietud me sacudía. ¿La suerte iba a volverse contra mí? Dominándome, me eché a reír.

- ¡Dios mío! Nada nos ilumina tanto la comprensión como la pérdida de una cartera y el deseo de recuperarla. Y me parece que si usted fuera tan amable de cederme a dos de sus agentes, entre ellos y yo quizá pudiéramos ...

- ¡Oh! Yo se lo ruego, señor comisario -exclamó la señora Renaud-. Haga lo que el señor Berlat dice.

La intervención de mi excelente amiga resultó decisiva. Pronunciado por ella, esposa de un personaje influyente, aquel nombre de Berlat se convertía verdaderamente en el mío y me confería una identidad inmune al alcance de toda sospecha. El comisario se levantó y dijo:

- Me sentiré muy feliz, señor Berlat, créalo, de verle triunfar. Yo deseo tanto como usted la detención de Arsenio Lupin.

Me acompañó hasta el automóvil. Dos de sus agentes, a quienes me presentó como Honorato Massol y Gastón Delivet, tomaron asiento en el coche. Yo me puse al volante. Mi chófer dio vuelta a la manivela para poner el vehículo en marcha. Segundos después, abandonábamos la estación. Estaba salvado.

¡Ah! Confieso que mientras rodábamos por los bulevares que ciñen a esta vieja ciudad normanda, a la potente velocidad de mi treinta caballos, marca Moreau-Lepton, no dejaba de sentir cierto orgullo. El motor roncaba armoniosamente. A derecha e izquierda, los árboles huían detrás de nosotros. Y ya libre, fuera de peligro, ahora no tenía más que hacer que arreglar mis pequeños asuntos personales, con el concurso de aquellos dos honrados representantes de la fuerza pública. ¡Arsenio Lupin iba en busca de Arsenio Lupin!

Modestos apoyos del orden social, Gastón Delivet y Honorato Massol, ¡cuán preciosa me fue vuestra ayuda! ¿Qué hubiera hecho yo sin vosotros? Sin vosotros, ¡cuántas veces en las encrucijadas yo hubiera tomado el falso camino! Sin vosotros, Arsenio Lupin se hubiera equivocado y el otro se habría escapado.

Pero no todo había acabado. Muy lejos de ello. Me quedaba, en primer lugar, echarle mano a aquel individuo y apoderarme yo mismo de los papeles que me había robado. Era preciso que a ningún precio mis dos acólitos metieran la nariz en tales documentos, y mucho menos todavía que se apoderaran de ellos. Servirme de ellos y actuar al margen de ellos, he ahí lo que yo quería y que no era fácil en absoluto.

Llegamos a Darnetal tres minutos después que el tren había pasado. Cierto es que tuve el consuelo de averiguar que un individuo que vestía un abrigo gris entallado y con el cuello de terciopelo negro había subido a uno de los departamentos de segunda clase, provisto de un billete para Amiens. Decididamente, mis comienzos como policía eran prometedores.

Delivet me dijo:

- Ese tren es expreso y no se detendrá más que en Montérolier-Buchy, dentro de diecinueve minutos. Si nosotros no llegamos allí antes que Arsenio Lupin, este puede continuar a Amiens, o bien tomar la bifurcación a Cléres, y desde allí alcanzar Dieppe o París.

- ¿A qué distancia está Montérolier?

- A veintitrés kilómetros.

- Veintitrés kilómetros en diecinueve minutos ... Entonces llegaremos antes que él.

¡Qué etapa tan apasionante! Jamás mi fiel Moreau-Lepton respondió a mi impaciencia con más ardor y regularidad. Me parecía cual si yo le comunicara mi voluntad directamente, sin el intermediario de pedales y palancas. El auto parecía compartir mis deseos. Aprobaba mi obstinación. Comprendía. mi animosidad contra aquel pícaro de Arsenio Lupin. Aquel traidor, ¿conseguiría apoderarme de él? ¿Se burlaría una vez más de la autoridad, de aquella autoridad de la cual yo era la encarnación?

- ¡A la derecha! -gritaba Delivet-. A la izquierda ... Todo derecho ...

Nos deslizábamos por encima del suelo. Los guardacantones tenían el aspecto de animalitos porosos que se desvanecían ante nuestra proximidad.

Y de pronto, en una vuelta de la carretera. surgió un torbellino de humo: ¡el expreso del Norte!

Durante un kilómetro fue una lucha lado a lado, una lucha desigual, cuyo desenlace era seguro. A la llegada habíamos derrotado al tren por veinte largos.

En tres segundos nos encontrábamos ya en el andén frente al lugar donde se detenían los vagones de segunda clase. Las portezuelas se abrieron. Bajaron algunas personas. Pero no mi ladrón. Inspeccionamos los departamentos. Ni rastro de Arsenio Lupin.

- ¡Diablos! -exclamé yo-. Probablemente me reconoció en el automóvil mientras corríamos lado a lado con el tren y habrá saltado de este antes de llegar.

El jefe del tren confirmó esta suposición. Había visto a un hombre que bajaba dando tumbos a lo largo del terraplén, doscientos metros antes de la estación.

- Mire ..., allá abajo ..., es aquel que está cruzando el paso a nivel.

Me abalancé seguido de mis dos acólitos. o, más bien, seguido de uno de ellos, pues el otro, Massol, era un corredor extraordinario que tenía tanta velocidad como fondo. En pocos instantes, el espacio que le separaba del fugitivo disminuyó singularmente. El individuo se dio cuenta, franqueó un seto y arrancó rápidamente hacia un talud, que saltó. Le vimos todavía más lejos penetrando en un pequeño bosque.

Cuando llegamos a ese bosque. Massol ya nos estaba esperando allí. Había juzgado inútil aventurarse más adentro, por temor a perdernos.

- Le felicito a usted, mi querido amigo -le dije-. Después de semejante carrera, nuestro individuo debe de tener agotada la respiración. Ya es nuestro.

Inspeccioné los alrededores, a la par que reflexionaba en los medios para proceder yo solo a la detención del fugitivo, a fin de recuperar cosas que la Policía no habría, sin duda, tolerado que yo recuperase sino después de muchas investigaciones desagradables. Luego regresé junto a mis compañeros.

- Bien. Esto es fácil. Usted, Massol, se sitúa a la izquierda. Y usted, Delivet, a la derecha. Desde allí, ustedes vigilan toda la línea posterior del bosque y él no podrá salir de este sin que ustedes lo descubran, como no sea por esta cañada donde yo tomo posición. Si él no sale, entonces entro yo, y forzosamente le lanzo sobre uno de ustedes dos. Ustedes solo tienen que esperar, por consiguiente. Ah, me olvidaba: en caso de alerta, hacer un disparo.

Massol y Delivet se alejaron cada uno por su lado. Inmediatamente después que desaparecieron penetré en el bosque con las mayores precauciones, de forma que no fuese visto ni oído. Se trataba de malezas espesas arregladas para la caza y cortadas por sendas muy estrechas, por las cuales no era posible caminar sino curvándose como en un subterráneo de verdor.

Una de esas sendas desembocaba en un claro, donde la hierba mojada presentaba huellas de pasos. Seguí estos, teniendo cuidado de deslizarme a través de los sotos. Me condujeron al pie de un pequeño montículo que coronaba una casucha de cascote medio demolida.

El debe de encontrarse aquí -pensé yo-. El observatorio está bien escogido.

Subí hasta el pie de la casucha. Un ruido ligero me advirtió de su presencia, y efectivamente, por una abertura, le divisé cuando me volvía la espalda.

En dos saltos caí sobre él. Trató de apuntar con el revólver que tenía en la mano, pero no le di tiempo y le derribé a tierra, de tal manera, que sus dos brazos quedaron apresados debajo de su cuerpo, a la par que le ponía mi rodilla sobre el pecho.

- Escucha, hijo mío -le dije al oído-: yo soy Arsenio Lupin. Me vas a devolver en seguida y con la mejor voluntad mi cartera y la bolsa de la señora ..., mediante lo cual te arranco de las garras de la Policía y te alisto entre mis amigos. Di una palabra solamente: sí o no.

- -murmuró él.

- Tanto mejor. Tu golpe de esta mañana estaba lindamente combinado. Nos entenderemos.

Me levanté. Rebuscó en su bolsillo, sacó un largo cuchillo e intentó alcanzarme con él.

- Imbécil -le dije.

Con una mano paré el ataque. Y con la otra le lancé un violento golpe a la arteria carótida, lo que se llama un gancho a la carótida. Cayó sin sentido.

Dentro de mi cartera encontré mis papeles y mis billetes de Banco. Por curiosidad tomé la suya. En un sobre que estaba dirigido a él leí su nombre: Pedro Onfrey.

Me estremecí. Pedro Onfrey, el asesino de la calle Lafontaine en Auteuil. Pedro Onfrey, el que había degollado a la señora Delbois y a sus dos hijas. Me incliné sobre él. Sí, era aquel rostro que en el departamento del tren había despertado en mí el recuerdo de unos rasgos que ya había visto antes.

Pero el tiempo transcurría. Metí en un sobre dos billetes de cien f:tancos y una tarjeta con estas palabras:

Arsenio Lupin a sus buenos colegas Honorato Massol y Gastón Delivet, en testimonio de agradecimiento.

Dejé aquellos a la vista en medio de la habitación. Al lado, la bolsa de la señora Renaud. ¿Acaso podía yo dejar de devolvérsela a la excelente amiga que me había socorrido? Confieso, no obstante, que quité de la bolsa todo cuanto ofrecía algún interés, no dejando más que un peine de concha y un portamonedas vacío. ¡Qué caramba! Los negocios son los negocios. Y además, verdaderamente, su marido ejercía un oficio tan poco honrado ...

Quedaba el hombre aquel. Comenzaba a moverse. ¿Qué haría yo? Yo no estaba calificado ni para salvarlo ni para condenarlo. Le quité las armas y disparé al aire un tiro de revólver.

Los otros van a venir -pensé yo-; que él se las arregle. Los acontecimientos se desarrollarán conforme a su destino.

Y me alejé a paso de carrera por el camino de la hondonada.

Veinte minutos más tarde, un camino transversal que yo había observado cuando corríamos en persecución de aquel sujeto, me llevó cerca de mi automóvil.

A las cuatro de la tarde telegrafié a mis amigos de Rouen comunicándoles que un incidente imprevisto me obligaba a aplazar mi visita. Pero, aquí entre nosotros, me temo mucho que, dado lo que ellos deben de saber a estas alturas, me veré obligado a aplazada indefinidamente. ¡Una cruel desilusión para ellos!

A las seis de la tarde llegaba de regreso a París por Isle-Adam, Enghien y la Puerta Bineau.

Por los periódicos de la noche me enteré de que la Policía había conseguido al fin apoderarse de Pedro Onfrey.

Al día siguiente -no deben desdeñarse en modo alguno las ventajas de una propaganda inteligente- el Echo de France publicaba esta gacetilla sensacional:

Ayer, en las inmediaciones de Buchy, y después de numerosos incidentes, Arsenio Lupin llevó a cabo la detención de Pedro Onfrey. El asesino de la calle Lafontaine acababa de desvalijar en la línea ferroviaria de París a El Havre a la señora Renaud, esposa del subdirector de los servicios penitenciarios. Arsenio Lupin devolvió a la señora Renaud la bolsa que contenía las alhajas de aquella y ha recompensado generosamente a los dos agentes de Seguridad que le habían ayudado en el curso de esta dramática detención.

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