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CAPÍTULO XV

Me miró -lo recuerdo- de un modo extraño, pero sin moverse, ni cambiar de actitud.

¡He ganado doscientos mil francos! -exclamé, sacando del bolsillo el último cartucho de oro.

Un montón de billetes y de oro llenaba la mesa. No podía apartar la vista de él; había momentos en que olvidaba por completo a Paulina. Ponía en orden los billetes y hacía paquetes, reunía el oro, luego lo dejaba allí todo y me ponía a pasear por la habitación, pensativo, para volver a la mesa y comenzar otra vez a contar el dinero. De pronto, saliendo de mi ensueño, me precipité hacia la puerta y la cerré con llave. Finalmente me detuve, perplejo, ante mi pequeña maleta. Vacilaba.

¿Es preciso poner todo esto en la maleta hasta mañana? -pregunté, volviéndome hacia Paulina, dándome cuenta, de pronto, de su presencia.

Ella continuaba sentada, inmóvil, pero observándome con atención. Tenía una expresión extraña, una expresión que me era desagradable. No me equivoco si digo que en su mirada se reflejaba el odio.

Me dirigí presuroso hacia ella.

Paulina, he aquí veinticinco mil florines ... esto suma cincuenta mil francos, tal vez más. Tómelos y mañana mismo se los tira usted a la cara.

No contestó.

Si quiere, se los llevaré yo mismo, a primera hora. ¿Qué le parece?

Se echó a reír, con risa prolongada.

La miré con dolorosa sorpresa. Aquella risa se parecía mucho a la risa burlona, tan suya, con que acogía siempre mis declaraciones más apasionadas. Por último dejó de reír y se puso sombría. Miróme severamente, de reojo.

No tomaré su dinero -dijo, desdeñosa.

¿Cómo? ¿Qué significa esto? -exclamé-. ¿Por qué, Paulina?

Yo no tomo dinero de nadie.

Se lo ofrezco a título de amigo. Le he ofrecido también mi vida.

Me envolvió en una larga mirada escrutadora, como para penetrar a fondo mi pensamiento.

Usted paga demasiado -dijo, sonriendo-; la querida de Des Grieux no vale cincuenta mil francos.

¡Paulina! ¿por qué habla usted así? -exclamé, con reproche-. ¿Soy, acaso, Des Grieux?

¡Le odio! ¡Le odio, como odio a Des Grieux! -dijo, y sus ojos brillaban.

Ocultó su rostro entre las manos y sufrió un ataque nervioso. Me acerqué a ella.

Algo debía haber ocurrido durante mi ausencia. No parecía hallarse en su estado normal.

¿Quieres comprarme por cincuenta mil francos, como DesGrieux? -preguntó entre sollozos convulsivos.

La tomé en mis brazos, le besé las manos, caí de rodillas a sus pies.

Empezó a calmarse. Puso sus manos sobre mis hombros y me examinó con atención. Hubiérase dicho que quería leer algo en mi rostro. Me escuchaba, pero aparentemente, sin entender lo que le decía. Su fisonomía había adquirido una expresión preocupada. Tuve miedo; me pareció que su razón se turbaba. Me atraía dulcemente, con una confiada sonrisa en los labios; pero luego me rechazaba y me envolvía con una mirada siniestra.

De pronto me echó los brazos al cuello.

¿Me amas, pues? -dijo-. Sí, me amas, pues tú por mí ... querías batirte con el barón.

Luego se echó a reír ante el recuerdo de aquel episodio cómico y divertido. Reía y lloraba a la vez. ¿Qué podía hacer? Me abrasaba una especie de fiebre. Ella se puso a hablarme, pero apenas si la oía. Era un delirio, delirio que interrumpía de vez en cuando una risa nerviosa que comenzaba a espantarme.

¡No, no, tú eres muy bueno, muy bueno! -repetía ella-. ¡Me eres fiel!

Y otra vez volvía a echarme los brazos al cuello, me examinaba de nuevo, y seguía repitiendo:

Tú me amas ... Tú me amas. ¿Me amarás?

La miraba fijamente. No la había visto nunca entregarse a semejantes efusiones. A decir verdad, deliraba...; pero al ver mi mirada apasionada, sonrió maliciosamente, y, de pronto, púsose a hablar de Mr. Astley.

Había iniciado ya este tema, poco antes, queriendo hacerme una confidencia, sólo que yo no llegué a comprender bien a qué se refería. Se burlaba, según creo. Repetía sin cesar que él la esperaba, que debía, seguramente, encontrarse esperando bajo la ventana.

¡Sí, sí, bajo la ventana! ... Abre, pues, y mira. ¡Está ahí!

Me empujó hacia la ventana, pero cuando me disponía a abrirla, se echó a reír. Yo me acerqué a ella y me abrazó apasionadamente.

¿Nos iremos? ¿Mañana? ¿No es verdad? -preguntó de repente, inquieta-. Podremos alcanzar a la abuela. ¿Qué te parece? Creo que la alcanzaremos en Berlín. ¿Qué va a decir al vernos? ¿Y Mr. Astley? ... ¡Oh, ése si no se tiraría desde el Schlangenberg! ¿Qué te parece? -y se echó a reír-. Escucha, ¿sabes dónde piensa pasar el verano próximo? Pues tiene proyectado ir al Polo Norte para realizar investigaciones científicas, y me llevará consigo. ¡Ja, ja, ja! Pretende que nosotros, los rusos, nada sabríamos sin los europeos, que no servimos para nada ... ¡Pero él también es bueno! Figúrate que disculpa al General y dice que Blanche ... que la pasión ... en fin, no se qué, no sé que -repitió, como si divagase-. ¡Qué compasión me dan ellos, y también la abuela! Escucha, dime, ¿eres capaz de matar a Des Grieux? ¿Pensabas verdaderamente en matarle? ¡Oh, el insensato! ¿Podías creer que dejaría que te batieses con él? Pero si tú no matas ni al barón -añadió riendo-. ¡Qué ridículo estuviste con el barón! Desde mi banco os contemplaba a los dos. ¡Qué repugnancia manifestabas en salir a su encuentro! ¡Cómo me reí! -añadió, soltando la risa.

Y de pronto, de nuevo me abrazó, juntando con ternura apasionada su rostro con el mío. Yo ya no podía pensar en nada. La cabeza me daba vueltas.

Calculo que serían las siete de la mañana cuando volví a ser dueño de mis actos. El sol brillaba en la habitación. Paulina, sentada a mi lado, miraba en torno a ella, como si saliera de las tinieblas y reuniese sus recuerdos. Acababa también de despertar y miraba fijamente la mesa y el dinero. Me dolía la cabeza. Quise tomarle a Paulina la mano, pero me rechazó bruscamente y saltó del diván. El día se anunciaba sombrío; había llovido antes del amanecer.

Fue a la ventana, la abrió, se asomó y, apoyada en el alféizar, permaneció unos tres minutos, sin volverse a escuchar lo que le decía.

Yo me preguntaba, con espanto, qué iría a ocurrir y en qué pararía todo aquello. De pronto, Paulina se irguió, se acercó a la mesa, y mirándome con un odio extraordinario, con los labios trémulos de furor, me dijo:

Bueno, ¿vas a darme mis cincuenta mil francos?

Paulina, ¿volvemos a empezar?

¿Has cambiado de opinión? ¡Ja, ja ...! Quizá lo lamentas ahora.

Los veinticinco mil florines, en billetes, contados la víspera, estaban todavía sobre la mesa. Los tomé y se los di.

Entonces, ¿son míos desde ahora? ¿Me los das? -me preguntó con maldad, con el dinero en la mano.

Han sido siempre tuyos -le dije.

¡Pues bien, ahí tienes tus cincuenta mil francos!

Levantó la mano y me los arrojó en pleno rostro. Los billetes, al caer, se esparcieron por el suelo. Después de esto, Paulina salió corriendo de la habitación.

Me consta que entonces no estaba en su estado normal, aunque no comprendí aquel extravío pasajero. A decir verdad, sigue enferma todavía, al cabo de un mes. ¿Cuál fue la causa de semejante estado y de aquella escena? ¿Orgullo ofendido? ¿Arrepentimiento o desesperación por haber venido a buscarme? Yo no me alababa de mi suerte ni quería comprarla por cincuenta mil francos. Mi conciencia me lo dice. Creo que su vanidad tuvo mucha parte de ello. Todo resultaba bastante confuso; por eso no me creía e injuriaba.

Así yo, sin duda, pagaba por Des Grieux y aparecía como culpable sin serlo. Verdad es que todo aquello no era más que puro delirio; y aun sabiendo que deliraba, no hice caso de su locura. ¿Es tal vez eso lo que no puede perdonarme ahora? Sabía muy bien lo que hacía cuando vino a mi habitación con la carta de Des Grieux ... En suma, era consciente de sus actos.

Rápidamente oculté los billetes y el oro en la cama, lo tapé todo, y salí de la habitación diez minutos después en busca de Paulina. Estaba seguro de que había ido a encerrarse en su cuarto, y a él pensaba dirigirme, de puntillas y preguntando discretamente a la camarera, en la antesala, noticias de su señorita. ¡Cuál no fue mi sorpresa al oír que la camarera, que encontré en la escalera, me dijo que Paulina no había regresado, y que precisamente ella venía a buscarla a mi habitación!

Acaba de salir hace diez minutos -dije-. ¿Dónde puede haber ido?

A todo esto, la aventura habíase ya difundido y constituía la comidilla de todo el hotel. En el quiosco del portero y en la oficina del oberkellner, se murmuraba que la Fräulein, a las seis de la mañana, había salido, a pesar de la lluvia, en dirección al Hotel de Inglaterra. Sin embargo, por las reticencias de los criados, comprendí que no ignoraban que había pasado la noche en mi habitación. Por otra parte, ya se murmuraba de toda la familia del General. De él se sabía que la víspera había perdido el juicio y no hacía más que gemir; decían, además, que la abuela era su propia madre, venida de Rusia para oponerse al matrimonio de su hijo con la señorita Blanche de Cominges y desheredarlo en caso de desobediencia. Como no quiso someterse, la condesa, ante sus propios ojos, se había arruinado, adrede, jugando a la ruleta para no dejarle un sólo céntimo. Diese Russen! (¡Esos rusos!), repetía el oberkellner, moviendo la cabeza. Los otros reían. El oberkellner preparaba la nota. Mis ganancias en el juego eran también conocidas. Carlos, el camarero de mi piso, fue el primero en felicitarme. Pero todo eso no me importaba. Corrí al Hotel de Inglaterra.

Era aún muy temprano. Mr. Astley no recibía a nadie; pero, al enterarse de mi llegada, salió al pasillo y se detuvo ante mí. Me miró fijamente y esperó que la hablase. Le pregunté por Paulina.

Está enferma -contestó Mr. Astley, con los ojos siempre fijos en mí.

¿Está, pues, con usted?

En efecto.

Entonces, usted ... ¿usted tiene intenciones de retenerla en su casa?

Sí, ésa es mi intención.

Mr. Astley ..., esto provocará un escándalo. Es imposible. Además, está muy enferma. ¿No lo ha notado usted?

¡Oh, sí, lo he notado, no se lo niego! De no haber estado enferma, no habría pasado la noche en su habitación.

¿Sabe usted también eso?

Lo sé. Ayer tenía que venir aquí para que yo la llevase a casa de una parienta mía, pero sintiéndose enferma, se equivocó y fue a la habitación de usted.

¡Es posible! ... Pues bien, le felicito, Mr. Astley. A propósito, me hace usted recordar algo. ¿No estuvo usted anoche al pie de la ventana de mi cuarto? Miss Paulina insistió, muriéndose de risa, para que yo abriese la ventana y comprobase el hecho.

¿Sí? Pues no; siento tener que desengañarle; no estaba bajo la ventana y la esperaba paseando por allí cerca.

Es preciso cuidarla, Mr. Astley.

Ya he llamado a un médico, y si llegara a morirse, me rendiría usted cuentas. No oculté mi sorpresa.

¡Por favor, Mr. Astley! ¿Cree usted lo que dice?

¿Es verdad que usted ganó anoche doscientos mil talers?

Cien mil florines solamente.

Entonces márchese usted hoy mismo a París.

¿Por qué?

Todos los rusos que tienen dinero van a París -explicó Mr.Astley, en tono doctoral.

¿Qué haría en París en verano? ¡La amo, Mr. Astley! Usted lo sabe.

¿Es posible? Pues yo estoy seguro de lo contrario. Además, al quedarse aquí usted perderá seguramente todo lo que ha ganado y ya no podría ir a París. Me despido de usted, persuadido de que se marchará hoy a París.

¡Bien; adiós! Pero no iré a París. Piense usted, Mr. Astley, en lo que va a pasar ... ¿Qué será del General ... después de este escándalo, cuando corra de boca en boca por la ciudad la aventura de miss Paulina?

Sí, por toda la ciudad. Pero no creo que el General piense en eso, tiene otras cosas en qué pensar. Además, miss Paulina tiene perfecto derecho a vivir donde le plazca. En cuanto a esa familia, puede decirse con razón que ya no existe.

Cuando regresaba al hotel me iba riendo de la asombrosa seguridad de aquel inglés que afirmaba que iría sin falta a París. ¡Quiere matarme en duelo si miss Paulina muere! ... -pensaba-. ¡No me faltaba más que eso!

Compadecía a Paulina, lo juro. Pero, cosa extraña, desde que había pasado la víspera junto al tapete verde empezando a recoger paquetes de billetes de banco, mi amor parecía haber pasado a segundo término. Esto lo digo ahora, pues en aquellos momentos no tenía conciencia de ello. ¿Es posible que sea yo un jugador? Verdaderamente, yo amaba a Paulina ... de un modo raro. La amo siempre, Dios me es testigo. Pero, al volver a mi habitación, después de haber dejado a Mr.Astley, sufría sinceramente y me acusaba a mí mismo de graves pecados.

Y entonces fue cuando me sucedió una aventura tan extraordinaria como absurda.

Me dirigía a toda prisa a las habitaciones del General. Al hallarme cerca de ellas se abrió una puerta y alguien me llamó. Era la señora viuda de Cominges, la cual me llamaba por encargo de la señorita Blanche. Entré en la habitación de esta última.

Estas damas ocupaban una habitación reducida, dividida en dos compartimientos. Oíanse las risas y las voces de la señorita Blanche en el dormitorio. Se estaba levantando de la cama.

Ah, c'est lui! viens donc, bête! ¿Es verdad que has ganado una montaña de oro y de plata? Preferiría más el oro.

Es verdad -contestó, riendo.

¿Cuánto?

Cien mil florines.

Bibi, comme tu es bête! Ven aquí. Nous ferons bombance, n'est-ce pas?

Me acerqué. Se hallaba tendida bajo una colcha de seda rosa, de donde salían unos hombros morenos, robustos, maravillosos -unos hombros como no he visto más que en sueños-, medio velados por una camisa de batista, adornada con puntillas de una blancura esplendorosa, lo que realzaba admirablemente su bronceada piel.

Mon fils, as- tu du coeur? -gritó al verme, y se echó a reír. Era una risa llena de alegría y, en algunos momentos, sincera.

Tout autre ... -comencé, parafraseando a Corneille.

Mira -saltó ella de pronto-, ante todo busca mis medias, ayúdame a ponérmelas. Luego, si tu n'es trop bête, je te prends à París. Me marcho ahora mismo.

¿Ahora mismo?

Dentro de media hora.

En efecto, todo estaba empaquetado. Las maletas, dispuestas. El café estaba servido desde hacía tiempo.

Eh, bien, si quieres, tu veras París, Dis- moi, qu'est-ce que c'est qu'un ouchitel? Tu étais bien bête, quand tu étais ouchitel. ¿Dónde están mis medias? ¡Pónmelas, vamos!

Y sacó, efectivamente, un piececito encantador, bronceado, pequeño, no deformado como todos esos piececitos que parecen tan pequenos dentro de un zapato. Me puse a reír y a estirar sobre su pierna la media de seda. La señorita Blanche, sentada en la cama, charlaba.

Eh bien, que feras-tu, si je te prends avec? Ante todo je veux cinquante mille francs. Me los darás en Francfort. Nous allons à París. Viviremos juntos et je te ferai voir des étoiles en plein jour. Verás mujeres como no has visto nunca. Escucha ...

Si te doy cincuenta mil francos, ¿qué me quedará?

Et cent cinquante mille francs, que olvidabas. Además, consiento en vivir en tu habitación un mes o dos, que sais-je? Nosotros, seguramente, gastaremos en dos meses esos ciento cincuenta mil francos. Tu vois, je suis bon enfant, te prevengo, mais tu verras des étoiles.

¿Cómo, todo en dos meses?

¡Claro! ¿Eso te asusta? Ah, vil esclave. No sabes que un solo mes de tu vida vale más que la existencia entera. Un mes y après le déluge! Mais tu ne peux comprendre, va! ¡Vete, no mereces eso! Aïe! que fais-tu?

En aquel momento tenía el otro pie en mi mano y, no pudiendo resistir la tentación lo besé. Lo retiró vivamente y me dio algunos golpecitos en la cara. Finalmente, me despidió.

Eh bien, mon ouchitel, te espero si quieres; me voy dentro de un cuarto de hora -gritó.

Al entrar en mi habitación estaba yo poseído de vértigo! ¡No era culpa mía si la señorita Paulina me había tirado a la cara un fajo de billetes y había preferido, desde la víspera, a Mr. Astley! Algunos de esos billetes yacían todavía en el suelo. Los recogí. En aquel instante la puerta se abrió. El oberkellner en persona, que antes ni siquiera se dignaba mirarme, venía a ofrecerme el instalarme en el primer piso, en las soberbias habitaciones ocupadas por el conde B.

Permanecí inmóvil, reflexionando.

¡La nota! -exclamé al fin-. Me marcho dentro de diez minutos. ¡ À París, à París! -pensé-. Sin duda, estaba escrito.

Un cuarto de hora después nos encontrábamos, en efecto, los tres, la señorita Blanche, la señora viuda de Cominges y yo, en un vagón reservado.

La señorita Blanche reía a carcajadas al verme, casi atacada de histerismo. La viuda de Cominges le hacía eco.

No diré que estuviese yo alegre. Mi vida se partía en dos. Pero desde la víspera, estaba dispuesto a arriesgarlo todo. Quizás el dinero me producía vértigo. Peut-être je ne demandais pas mieux. Tenía la impresión de que, por corto tiempo -solamente por algún tiempo- cambiaba el rumbo de mi vida. Pero dentro de un mes estaré de vuelta y entonces ... y entonces nos veremos las caras, Mr. Astley. Sí, por lo que puedo ahora recordar tenía el corazón triste, por más que riese a porfia con aquella loca de Blanche.

¿Qué quieres? ¡Qué tonto eres! ¡Oh, qué tonto! -exclamaba la señorita Blanche, cesando de reír para reñirme seriamente-. Sí, nos comeremos tus doscientos mil francos, mais tu seras heureux comme un petit roi. Te haré yo misma el nudo de la corbata y te pondré en relación con Hortensia. Y cuando nos lo hayamos gastado todo, volverás aquí y harás saltar otra vez la banca. ¿Qué te dijeron aquellos judíos? Lo esencial ... es la audacia. A ti no te falta y me traerás más de una vez dinero a París. Quant à moi, je veux cinquante mille francs de rente, y entonces ...

¿Y el General? -le pregunté.

¿El General? Tú ya sabes que todos los días, a esta hora, va a comprarme un ramo de flores. Precisamente esta vez le he encargado que me busque las flores más raras. Cuando el pobrecillo vuelva, el pájaro habrá volado. Correrá tras de nosotros, ya lo verás. ¡Ja, ja, ja! Estaré encantada. En París me será útil. Aquí, Mr. Astley pagará por él.

Y así, de este modo, fue como me marché a París.


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